sábado, 14 de mayo de 2011

Un rechazo más

Capítulo 18 “Un rechazo más”
Él le dedicó una penetrante mirada cuando entró en el estudio a la mañana siguiente. Había usado maquillaje para disimular las oscuras ojeras bajo sus ojos, pero él se dio cuenta de inmediato de su esfuerzo. —Una mala noche, ¿verdad? —preguntó bruscamente. —¿Has conseguido dormir algo?
Ella negó con la cabeza, pero mantuvo el rostro inexpresivo, así no podría adivinar su tormento físico. —No, pero antes o después estaré lo bastante cansada para dormir. Estoy acostumbrada.
Él cerró el archivo que tenía abierto sobre el escritorio, pulso la tecla de salida en el teclado, y apagó el ordenador. Se puso en pie con aire decidido.
—Ve a cambiarte de ropa —le ordenó. —Vaqueros y botas. Vamos a dar un paseo a caballo.
Ante la frase paseo a caballo todo su cuerpo se sintió consumido por la impaciencia y renovado de energía. Incluso tan cansada como estaba, salir a cabalgar sonaba como algo celestial. El caballo moviéndose suavemente bajo ella, la brisa acariciándole la cara, el aire cálido y puro renovando sus pulmones. Nada de reuniones, ni horarios que cumplir, ni presión. Pero entonces recordó que si tenía un horario y una reunión, y suspiró.
—No puedo. Tengo…
—No me importa qué reuniones tengas hoy —la interrumpió. —Llama y di que no irás. Hoy, lo único que harás será relajarte, y es una orden.
Aún así, ella vaciló. Durante diez años toda su vida había estado enfocada hacia el deber, ocupándose de los negocios, tratando de llenar el hueco dejado por su marcha. Era difícil volver la espalda de repente a diez años de costumbre.
Él puso las manos sobre sus hombros y la giró hacia la puerta. —Es una orden —repitió con firmeza, y le dio un ligero golpe en el trasero para ponerla en marcha. Se suponía que era un azote, pero tan gentil que se sintió más bien como un roce cariñoso. Retiró la mano antes de que se prolongara, antes de que sus dedos pudieran curvarse sobre la firme nalga que acababa de rozar.
Ella se paró en la puerta y miró hacia atrás. Notó que estaba ligeramente ruborizada. ¿Por qué le había acariciado el trasero? —No sabía que fumaras —dijo ella.
—Generalmente no lo hago. Un paquete me dura un mes o más. Termino tirando la mayoría porque los cigarrillos se han estropeado.
Abrió la boca para preguntarle por qué había estado fumando la noche anterior si no era su costumbre pero se tragó las palabras. No quería acosarlo con preguntas personales como hacía cuando era una niña. Había tenido mucha paciencia con ella, pero ahora sabía que había sido una molestia para él.
En cambio, se dirigió en silencio a arriba a cambiarse de ropa, sintiendo el corazón tan ligero como su cuerpo. ¿Un día entero para sí misma, sin nada más que hacer que cabalgar? ¡Era el paraíso!
Edward debía haber avisado a los establos, porque Harry los esperaba con dos caballos ya ensillados. Bella lo miró sorprendida. Siempre se había ocupado de su montura desde que fue lo suficientemente mayor como para levantar una silla de montar. —Lo habría ensillado yo misma —protestó.
Harry le sonrió ampliamente. —Lo sé, pero pensé en ahorrarle tiempo. Ya no cabalga tan a menudo, así que quise que tuviera unos minutos extras.
Buckley, su favorito de siempre, tenía ya quince años, y sólo lo montaba para pasear sin prisa, sobre terreno llano. El caballo que Harry había elegido para ella hoy era una yegua robusta, no muy veloz, pero con patas de acero y mucha resistencia. Se percató de que la montura de Edward tenía unas características semejantes. Harry se había figurado acertadamente que iban a salir para algo más que un simple trote dominguero.
Edward salió de uno de los cubículos donde había estado acariciando a su ocupante, un potro retozón quién había estado jugueteando rudamente afuera con otros potros y una patada le había causado un corte en la pierna. —Tu bálsamo aún obra milagros —le dijo a Harry. —Ese corte parece tener ya una semana en vez de solo dos días.
Tomó las riendas que Harry sostenía, y ambos montaron en sus sillas. Bella sintió como su cuerpo cambiaba, la vieja magia se infiltró en sus músculos como siempre hacía. Por instinto se comprometió con el ritmo del caballo desde el primer paso de este, su fuerza fluyendo hacia ella, contagiando sus ágiles miembros de un movimiento lleno de gracia.
Edward mantuvo a su caballo un paso por detrás, principalmente por el placer de mirarla. Era el mejor jinete que había visto en toda su vida. Él mismo era tan diestro en cuanto a equitación que si hubiese querido, podría haber competido exitosamente en cualquier prueba ecuestre, o de saltos o en el rodeo, pero Bella era aún mejor. A veces, cada década más o menos, surgía un atleta en la competición cuyos movimientos trascendían lo meramente deportivo, convirtiendo cada juego, encuentro o competición en arte, y eso era lo que suponía contemplar a Bella cabalgando. Incluso cuando solo iban al paso, como ahora, y montaban por el simple placer de hacerlo, los movimientos de su cuerpo eran fluidos como si se hubiera adaptado y controlara cada matiz del movimiento del animal bajo ella.
¿Tendría el mismo aspecto si lo montara a él? Se le cortó la respiración. Sus esbeltos muslos tensándose y relajándose, alzándola y dejándola luego caer, deslizándose sobre su erección, de modo que lo envolviera con una suave succión mientras su torso se movía con aquel grácil balanceo…
Interrumpió el pensamiento cuando la sangre se le agolpó en la entrepierna, y se removió incómodamente. Tener una erección mientras cabalgaba no era una buena idea, pero le resultaba difícil disipar la imagen. Cada vez que la miraba veía la curva de su trasero, y se recordaba tocándola, acariciándola, penetrándola firme y profundamente, y corriéndose dentro de ella con una fuerza que lo hizo sentir como si hubiera explotado.
Iba a herirse seriamente sus partes si no dejaba de pensar en ello. Se secó las gotas de sudor sobre las cejas y deliberadamente arrancó su mirada de su trasero. Contemplo los árboles, las orejas del caballo, cualquier cosa excepto a ella, hasta que su erección  desapareció y se sintió cómodo otra vez.
No hablaron. Bella se había vuelto muy callada y ahora parecía tan completamente absorta en el placer de cabalgar que no quiso molestarla. Disfrutó también de la libertad auto concedida. Había estado trabajando casi desde el mismo instante en que puso un pie en Davencourt, y no se había tomado tiempo para aclimatarse. Sus ojos estaban acostumbrados a áridas y majestuosas montañas e interminables extensiones de cielo, a los cactus y arbustos rodantes, a las nubes de polvo y un aire tan seco que podías ver a cincuenta millas. Se había aclimatado al calor seco y ardiente, a los arroyos que repentinamente inundados por la lluvia del día anterior, descendían sin control.
Había olvidado lo malditamente verde que era este lugar, poseía cada matiz de ese color de la creación. Esto inundó sus ojos, los poros de su piel. El aire era denso y nebuloso por la humedad. Los árboles de hoja caduca y las plantas de hoja perenne crujían suavemente mecidos por una brisa tan ligera que no podía sentirla, las flores silvestres balanceaban sus multicoloridas testas, las aves alzaban el vuelo, elevándose y gorgojeando y los insectos zumbaban.
Todo ello lo impactó con fuerza, como un golpe en el estomago. Había desarrollado un verdadero amor por Arizona y no olvidaría jamás aquella parte de su vida, pero esto era el hogar. Aquí era donde estaban sus raíces, generaciones de ellas arraigadas en el fértil suelo. Los Cullen había vivido aquí durante casi doscientos años,  e incluso cien años antes de esto si contabas la herencia Cherokee y Choctaw que corría por su linaje.
No se permitió añorar Alabama cuando se marchó. Se había concentrado únicamente en el futuro y en lo que podría construir con sus propias manos en el nuevo hogar que había elegido. Pero ahora que estaba de vuelta, era como si su alma hubiera resucitado. Dirigiría a su familia, a pesar de lo temperamentales y desagradecidos que algunos eran. No le gustó tener a tantos Cullen viviendo a costa de los Denali y sin mover un maldito dedo para mantenerse. Kate era el vínculo entre los Denali y los Cullen, y cuando ella muriera... Miró la esbelta figura que cabalgaba delante de él. La familia no había sido muy prolífica, y los inoportunos fallecimientos habían diezmado sus filas. Bella sería la última superviviente de los Denali, la última del linaje.
Sin importar lo que tuviera que hacer, mantendría el legado de los Denali intacto para ella.
Cabalgaron durante horas, saltándose incluso el almuerzo. No le hacía gracia que se saltara cualquier comida, pero parecía tan relajada, con un ligero rubor en las mejillas, que decidió que lo compensaba. Se aseguraría de que de ahora en adelante tuviera tiempo para dar un paseo cada día si lo deseaba, y no sería mala idea que se aplicará la misma decisión a él.
No chispeaba con el entusiasmo del que antiguamente hacía gala, hablando sin parar y haciéndolo reír con sus extravagantes y a veces escandalosos comentarios. Esa Bella nunca volvería, pensó con una punzada de tristeza. No sólo era el trauma el que la había convertido en la mujer reservada y controlada que era ahora; había crecido. De todos modos, habría cambiado, aunque no hasta este punto; el tiempo y las responsabilidades tendían a transformar a la gente. Echaría de menos al diablillo insolente, pero la mujer en que se había convertido lo había cautivado de un modo en que nunca nadie lo había hecho. Esa volátil mezcla de lujuria y reserva lo volvía loco, los dos instintos batallando mutuamente.
Había salido a la galería la noche anterior y la había contemplado a través del ventanal mientras leía. Enmarcada por el suave resplandor de su lámpara, enroscada en un enorme sillón que empequeñecía su delgada figura. La luz resaltaba los destellos rojizos de su cabello castaño, haciéndolo resplandecer con ricos y oscuros matices. Un modesto y níveo camisón la envolvía hasta los tobillos, pero pudo entrever la débil sombra de sus pezones bajo la tela, el tono más oscuro del vértice de sus muslos, y supo que el camisón era todo lo que vestía.
Supo que podía entrar en su habitación y arrodillarse delante de aquel sillón, y ella no protestaría. Podría deslizar sus manos bajo la tela hasta curvarlas sobre su trasero y tirar de ella hacia él. Se había puesto duro como una roca, pensando en ello, imaginándose la sensación de ella deslizándose bajo su cuerpo.
Entonces ella había alzado la vista, como si hubiera sentido el ardor de sus pensamientos. Sus ojos castaños, del color del whisky fueron como dos misteriosos estanques sombreados cuando lo miró fijamente a través del cristal. Bajo la blanca tela, sus pezones se habían endurecido, convertidos en picos diminutos.
Tan solo con eso, el cuerpo de ella le había respondido. Una mirada. Un recuerdo. Podía haberla tenido entonces. Podía tenerla ahora, pensó, mirándola.
¿Estaría embarazada?
Era demasiado pronto para que su cuerpo mostrara alguna señal, pero aún así, de todos modos ansió desnudarla, atraerla hacia si con sus enormes manos para poder examinar minuciosamente cada centímetro de ella a la brillante luz del sol, memorizarla de tal modo que en el futuro fuera capaz de notar hasta el más insignificante cambio en ella.
Tenía que sacársela de la cabeza.
Bella se detuvo. Se sentía jubilosa por el paseo, pero sus músculos le decían que ya llevaba demasiado tiempo sobre la silla. —Necesito caminar un rato —dijo, desmontando. —Estoy un poco agarrotada. Tú puedes continuar si quieres.
Casi deseó que lo hiciera; era una fuente de tensión, estar a solas con él, cabalgar junto a él en perfecta armonía, como hacían antes. Relajada y con la guardia baja, varias veces casi se había girado hacia él con un comentario gracioso en la punta de la lengua. Se había contenido todas las veces, pero el escapar por los pelos la había puesto nerviosa. Sería un alivio quedarse sola.
Pero él también desmontó y acomodó su paso al de ella. Bella echó un vistazo a su expresión y rápidamente apartó la mirada. Tenía la mandíbula apretada, y miraba fijamente hacia delante como si no pudiera soportar ni siquiera mirarla.
Aturdida, se preguntó qué había hecho mal. Caminaron en silencio, con los cascos de los caballos resonando tras ellos. No había hecho nada mal, comprendió. Apenas habían hablado. No tenía ni idea de lo que lo molestaba, pero se negó a asumir automáticamente la culpa del modo en que hacía siempre en el pasado.
Él puso una mano sobre su brazo y la hizo detenerse.
Los caballos se pararon, pifiando tras ellos. Ella le dirigió una mirada interrogante y permaneció quieta. Sus ojos eran de un profundo e intenso verde, brillando con un ardor que nada tenía ver con la cólera. Estaba parado muy cerca de ella, tan cerca que podría sentir el húmedo calor de su cuerpo sudoroso, y su amplio pecho se elevaba y descendía con profundas y arduas inhalaciones.
El impacto de la lujuria masculina la golpeó como un rayo, y se tambaleó. Aturdida, trató de pensar, retroceder, pero algo dentro de ella se desligó de su voluntad. ¡Él la deseaba! La felicidad floreció en su interior, un intimo y dorado resplandor que borró años de tristeza. Las riendas cayeron de sus laxos dedos, y se inclinó hacia delante como si tiraran de ella con una cadena invisible, poniéndose de puntillas mientras sus brazos rodeaban su cuello y su boca suave se ofrecía a la de él.
Él se tensó en su abrazo, solo un segundo, entonces también soltó las riendas de su caballo, y sus brazos se cerraron alrededor de ella, aplastándola con fuerza contra él. Su boca fue igual de feroz contra la suya, hundiendo la lengua profundamente. Se comportaba casi con salvajismo, la fuerza de su beso magullando sus labios, su férreo abrazo comprimiendo sus costillas. Podía sentir el relieve de su erección presionando sobre la suave coyuntura de sus muslos.
No podía respirar; una vertiginosa oscuridad comenzó a invadir su consciencia. Desesperadamente arrancó su boca de la de él, y su cabeza cayó hacia atrás como una flor demasiado pesada para el frágil tallo. Su cuerpo estaba en llamas y no le importó, no le importaba lo que le hiciera, le dejaría tomarla allí mismo, ahora, sobre el suelo sin tan siquiera una manta que cubriera la tierra. Había ansiado su tacto, sufría por su…
—¡No!— exclamó él, roncamente, poniendo sus manos sobre sus caderas y obligándola a apartarse de él.— ¡Maldita sea, no!
El rechazo fue tan impactante como su ostensible mirada de lujuria anterior. Bella trastabilló, sus rodillas temblaban demasiado para sostenerla erguida. Se agarró a las crines de su caballo, enroscando los dedos sobre el grueso pelaje y dejando que el enorme animal soportara su peso cuando se apoyó contra él. Todo el color se evaporó de su cara mientras miraba atónita a Edward.
—¿Qué?— jadeó.
—Te lo dije —contestó él, en tono salvaje. —Lo que pasó en Nogales no se repetirá.
Un vacío helado se hizo en lo más profundo de su estómago. Santo Dios, se había equivocado. Había interpretado mal aquella expresión en su cara. No la había deseado en absoluto, era que estaba furioso por algo. Había ansiado tan desesperadamente que la quisiera que había ignorado todo lo que él había dicho y sólo prestó atención a su propio, eterno y desesperado deseo. Se había puesto completamente en ridículo, y creyó que moriría de vergüenza.
—Lo siento —logró balbucear, alejándose de él. El caballo bien entrenado, retrocedió también, siguiéndola. —No pretendía….sé que prometí… ¡Oh, Dios!— Con este último gemido desesperado, se lanzó sobre el lomo del caballo y con un golpe de talón lo puso al galope.
Lo oyó gritar algo, pero no se detuvo. Las lágrimas le enturbiaban la visión cuando se inclinó sobre el cuello del caballo. No se creía capaz de volver a mirarlo a la cara nunca más, y no sabía si alguna vez sería capaz de reponerse de este rechazo final.
Edward se quedó mirando fijamente como se alejaba, su propio rostro lívido, sus manos colgando en puños a sus costados. Se maldijo, empleando cada insulto que había escuchado en su vida. ¡Dios, no podía haber manejado esto peor! Pero había estado agonizando de deseo todo el día, y cuando ella se había lanzado contra él así, se había perdido. Una ardiente marea de lujuria lo había ahogado, y había dejado de pensar, sencilla y llanamente. La habría empujado contra el suelo y la habría tomado allí mismo, hundiéndola en la tierra sucia, pero ella se había apartado de él y su cabeza había caído hacia atrás como la de una muñeca de trapo, y de repente se dio cuenta de cómo la trataba.
La había obligado a irse a la cama con él en Nogales, usando el chantaje como un medio de apagar su lujuria de ella. Esta vez había estado a punto de usar la fuerza bruta. Había conseguido apartarse del abismo, pero a duras penas. Dios, sólo a duras penas. Tan sólo la había besado,  ni siquiera le había tocado los pechos o le había quitado nada de ropa, y había estado al borde del orgasmo. Podría sentir la humedad del líquido preseminal en su ropa interior.
Y entonces la apartó de un empujón; a Bella, quien había sufrido ya tantos rechazos que se había aislado de todo el mundo antes que darles el poder de herirla de nuevo. Sólo él conservaba ese poder, él era su única debilidad, y con la cruda y salvaje frustración que lo cegaba, la había alejado. Había querido explicárselo, decirle que no quería aprovecharse de ella del modo en que lo hizo en Nogales. Quería hablar con ella sobre aquella noche; preguntarle para cuando esperaba su período, si ya se le había retrasado. Pero las torpes palabras que habían salido de su boca habían sido como un puñetazo para ella, y había huido antes de que él pudiera decir algo más.
No tenía sentido tratar de alcanzarla. No es que el caballo de ella fuera un rayo a cuatro patas, pero tampoco el de él. Y tenía la ventaja de pesar aproximadamente la mitad que él, y ser mejor jinete para empezar. Perseguirla seria un esfuerzo inútil, y agotaría a su montura con este calor.
Pero tenía que hablar con ella, decir algo, lo que fuera, que borrara aquella mirada vacía y atormentada de sus ojos.


Bella no regresó a la casa. Lo único que deseaba era esconderse y no volver a mirar a Edward a la cara nunca más. Se sentía destrozada por dentro, y el dolor era tan reciente y desgarrador que sencillamente no podía enfrentar a nadie.
Sabía que no podía evitarlo para siempre. Estaba atada a Davencourt mientras Kate viviera. De alguna forma, mañana, encontraría la fuerza para verlo y fingir que nada había pasado, que, no se había lanzado, literalmente, a sus brazos otra vez. Mañana habría reconstruido su escudo protector; tal vez mostrara algunas grietas donde había tenido que repararlo, pero la coraza aguantaría. Le pediría disculpas, fingiendo que no había tenido importancia. Y resistiría.
Permaneció lejos el resto de la tarde, deteniéndose en un sombreado paraje para abrevar al caballo y dejándolo pastar sobre la suave y fresca hierba de alrededor. Se sentó a la sombra y dejó en blanco la mente, permitiendo que el tiempo pasara lentamente, como hacía por las noches cuando estaba sola y las horas de insomnio se extendían ante ella. Todo pasaba, segundo a segundo, si no se permitía a si misma sentir.
Pero cuando las sombras rosadas y purpúreas del crepúsculo comenzaron a oscurecer el mundo a su alrededor, supo que no podía retrasarlo por más tiempo y de mala gana monto a caballo y lo encaminó hacia Davencourt. Un preocupado Harry le salió al encuentro.
—¿Está bien? — le preguntó. Edward debía haber estado de un humor de perros cuando regresó, pero Harry no le preguntó qué había pasado; no era asunto suyo, y ella se lo contaría si quisiera. Lo que él  realmente quería saber era si se encontraba físicamente bien, y Bella logró asentir con la cabeza.
—Estoy bien —dijo, y su voz era firme, aunque con un eco de ronquera. Qué extraño; no había gritado, pero aún así la tensión era evidente en su tono.
—Continúe hacia la casa —le dijo él, con el ceño todavía fruncido con preocupación. —Yo me ocuparé  del caballo.
Vaya, ya iban dos veces en un día. Su coraza protectora no debía estar tan restaurada como ella pensaba. Sin embargo, estaba cansada, tan devastada, que simplemente dijo, —Gracias—, y se arrastró hacia la casa.
Pensó en usar la escalera de servicio de nuevo, pero de alguna manera parecía demasiado esfuerzo. Se había escabullido por esa escalera demasiadas veces en su vida, pensó, en vez de afrontar las cosas. Así que se dirigió a los escalones delanteros, abrió la puerta, y subió por la escalera principal. Estaba a la mitad cuando oyó acercarse el sordo taconeo de unas botas de montar y Edward dijo desde el vestíbulo, —Bella, tenemos que hablar.
Necesitó de hasta la última gota de entereza que poseía, pero se giró para afrontarlo. El parecía, si cabe, tan extenuado como ella. Estaba parado a los pies de la escalera, con una mano sobre la barandilla y un pie sobre el primer escalón, como si se dispusiera a ir tras ella si no le obedecía. Sus ojos estaban entornados, su boca era una línea severa.
—Mañana —dijo ella, con voz suave, y se dio la vuelta... y él la dejó ir. Con cada paso esperó oírlo venir tras ella, pero llegó al final de la escalera y luego a su habitación, libre.
Tomó una ducha, se vistió y bajó a cenar. Su instinto la instaba a esconderse en su habitación, al igual que cuando pensó en utilizar la escalera de servicio, pero el tiempo de esto había pasado. No más huidas, pensó. Afrontaría lo que tuviera que afrontar, se ocuparía de lo que se tuviera que ocupar, y pronto sería libre.
Edward la contemplo meditabundo durante la cena, pero, una vez finalizada, no trato de hablar en privado con ella. Estaba cansada, más exhausta de lo que lo había estado nunca, y dudó de que con el lío de ideas que se agolpaban en su cabeza pudiera dormir esta noche, tan solo quería acostarse, tenía que acostarse. Dio las buenas noches a todos y regresó a su habitación.
Tan pronto como se tendió en su confortable cama, sintió que una extraña y pesada somnolencia la invadía. Fuera por el paseo, la falta de sueño acumulada, la tensión, o una combinación de todo lo anterior, cayó profundamente dormida.
Ni se enteró de que Edward entró silenciosamente en su habitación a través de las puertaventanas de la galería y comprobó cómo estaba, quedándose a escuchar su profunda y acompasada respiración para asegurarse de que estaba dormida, mirándola descansar un ratito, y marchándose después tan silenciosamente como había entrado. Durante esa noche, no fue consciente de cómo las manecillas del reloj giraban inexorablemente.
No recordaba qué había soñado; nunca lo hacía.
En lo más profundo de la noche, salió de su cama. Sus ojos estaban abiertos pero misteriosamente ciegos. Caminó sin prisa, sin vacilar, hasta  su puerta y la abrió. Sus pies desnudos se movían seguros y silenciosos sobre la alfombra mientras recorría el pasillo hacia la escalera, como un fantasma con su blanco camisón.
No fue consciente de nada hasta que una súbita explosión de dolor explotó en su cabeza. Oyó un grito extrañamente distante, y después sólo hubo oscuridad.


No hay comentarios:

Publicar un comentario