lunes, 10 de enero de 2011

Salvaje adorado



Capítulo 6 “Un salvaje adorado”

— ¡James! hijo, ¿Qué tienes?
— ¡Oh, papa!, si yo te contara.
— ¿Qué pasa?, estás muy pálido, cuéntame ¿qué te sucede?
Como un sonámbulo, James ha cruzado bajo la pérgola, sin pensar detenerse frente a la puerta del pabellón de la sala de armas, cuando Aro Vulturi le ha salido al encuentro. Tras él, el rostro ahora jovial de Heidi y varios amigos curiosos, cuya presencia ahoga la dolorosa exclamación, a punto de asomar a los labios de James.
— ¿Qué sucede hijo? Estamos esperando por ti —le pregunta Heidi con su habitual sonrisa en los labios.
— ¿Qué?
—Es tu turno hijo. Isabella acaba de derrotar a Alec Bright, que era el vencedor de los anteriores.
— ¡Isabella!
—Sólo faltan tú y Cullen.
—Discúlpame con los invitados, papá.
— ¿Disculparte por qué? ¿Qué pasa?
— ¿Te sientes mal, hijo? Te veo muy pálido —dice Heidi mientras toca la frente de su hijo querido.
— ¿James, que te ha pasado? —le pregunta Aro con la preocupación desbordando por sus cálidos ojos.
—Absolutamente nada, papá.
Milagrosamente ha logrado dominarse. Es necesario que calle, que disimule, que se trague aquel dolor, aquella ira. Los ojos interrogantes clavados en el le crispan, le exasperan.
—Si realmente estas mal...
—No, no tengo nada. Es ridículo alarmar a todo el mundo por un ligero malestar. ¡Vamos! —interrumpe bruscamente James a su padre.
James camina intranquilo hacia la mesa de bocadillos que ha sido dispuesta elegantemente a un costado de la sala de arma, y con mano temblorosa toma un vaso de oporto que le quema las entrañas como fuego vivo, como ese fuego de la verdad que momentos antes quemara su corazón. De un sorbo ha apurado James el segundo vaso de Oporto, mientras el criado le acerca la careta de alambre, el florete y los guantes. No ha mirado a Isabella, no ha querido mirarla, aunque la siente a pocos metros, junto al cuadrilátero donde han de medir las armas y tiembla cuando ella se acerca a él.
— ¿Donde te habías metido? Tenías el primer lugar. Ahora me encontraras cansada y te será más fácil ganar —Bella le reclama con una sonrisa en su bello rostro.
—No te preocupes, la partida está perdida para mí de antemano —le contesta James desviando su rostro de aquel cuya mascara de ternura fue capaz de engañarlo desde el primer momento.
— ¿Perdida? ¿Por qué dices eso? —pregunta Isabella confundida por la fría actitud de su primo.
—Ya lo veras.
Sin mirarla, ha ido hacia el cuadrilátero. Le parece que el suelo se hunde, que las paredes giran frente a sus ojos enturbiados de angustia, no sabe él mismo porque se mueve, porque va como un autómata, prestándose a lo que de pronto le parece un estúpido juego.
— ¿Preparado? —pregunta Isabella adoptando la posición de ataque.
Un mozo le ha puesto la careta; torpemente empuña el arma, y se detiene para contemplarla con indefinible mirada, mientras ella frunce las cejas sorprendida.
— ¡James!, ¿qué te pasa?
—Nada; creo que me siento mal. Dejemos para otro día el asalto.
—Si le es a usted lo mismo cambiar de adversario, Isabella, ocupare con placer el lugar de James.
Edward Cullen se ha abierto paso adelantándose hasta el cuadrilátero. Nadie ha reparado en su regreso a la sala de armas, a nadie le sorprende su actitud extraña, sus labios crispados en rictus de amargura, sus ojos más fríos y duros que la hoja del acero que empuña su mano.
— ¡Descanse usted, James; déjeme a mí el placer de derrotarla!
James le ha mirado como si no le comprendiera. Se mueve como un autómata, incapaz de disimular, de sobreponerse, de seguir la farsa social a que las circunstancias le obligan. Edward se ha repuesto totalmente y una especie de espantosa serenidad como nunca envuelve cada uno de sus movimientos, soltura y arrogancia.
— ¿James, qué es lo que sientes? —pregunta Isabella preocupada por la salud de su primo.
—No se preocupe. Nada grave. Malestares que está usted acostumbrada sin duda a presenciar —le ha contestado duramente Edward Cullen, sus palabras están llenas de un cinismo y un odio que se esfuerza por ocultar.
—No le comprendo.
—Pues no torture más su imaginación. Vamos al asalto.
Isabella se ha erguido. Como siempre que Edward Cullen emplea ese tono cortante, algo se rebela en su alma altiva. Es su orgullo de mujer encendiendo su sangre, es el presentimiento de que aquel hombre que a veces parece amarla, será para ella un terrible enemigo, es algo que escapa a su razón, pero que la obliga a mirarle aceptando el reto.
—El placer de derrotarme tal vez no sea tan fácil de alcanzar como usted se imagina. ¿Quiere probar?
De un salto ha ocupado su puesto en el cuadrilátero. Nunca parecía  más bella a Edward que cuando sus ojos brillaban con aquella especie de fulgor diabólico. Los cabellos marrones sedosos caen hasta los hombros, contrastando con la ceñida chaqueta de raso blanco, sobre la que destaca un corazón  de seda.
El negro pantalón de raso, ceñido hasta la rodilla, la gruesa malla y la fina zapatilla de charol rematan el conjunto, realzando aquel cuerpo inquietante de Venus criolla. Y en la mano, que protege el guante de amplia muñequera, el fino florete italiano. Un gran silencio se ha hecho en la sala de armas, mientras todos se acercan para no perder un detalle del más interesante asalto de la tarde, mientras los ojos verdes y los ojos chocolate cruzan sus miradas, como un anticipo del duelo que va a efectuarse.
— ¡En guardia! —grita Isabella dispuesta a mostrarle a aquel altivo hombre que ella es más fuerte de lo que él cree.
—Un momento. ¿No se pone usted mascara de alambre? —pregunta un tanto sorprendido por qué ella no tome esa precaución, ¿tan segura estaba de sus habilidades como esgrimista?
—Jamás la he usado. Pero puede usted conservar la suya si teme sufrir un rasguño en la cara —. Le ha contestado de manera mordaz e inteligente.
—Sería absolutamente impropio ante una adversaria lo bastante audaz, para no proteger una belleza como la suya.
—Me encargo de protegerla con el florete, Ingeniero. No le dejare a usted amenazarla.
—Muy segura esta de su habilidad.
—Un poco menos que usted; pero bastante.
—Si me lo permiten, ejerceré de Juez de campo, porque el asunto toma todas las características de un verdadero acontecimiento —. Es Alec Bright quién se acerca, aprobado por Aro.
—Me parece muy bien, porque Isabella es de las que se enardecen.
— ¡En guardia! Saludo Mediterráneo ¡Ya!
Las delgadas hojas han chocado en el aire. Picada en su amor propio, Isabella ataca con rapidez vertiginosa, mientras Edward retrocede desconcertado.
— ¡Bravo, Isabella; muy bien, magnifico!
Nunca pudo pensar que un brazo de mujer tuviera tanta habilidad y tanta fuerza. Con trabajo detiene las primeras estocadas, porque más que el botón del florete, son aquellos ojos chocolates tan ardientes y magníficos los que con su fuego lo acorralan y abrasan.
No, no podrá luchar con ella; tiembla solo al pensar que puede lastimarla, herir aquel rostro que ha rehusado protegerse, en un jactancioso gesto de audacia; pero el recuerdo de Anthony pasa repentinamente por su alma. ¿Acaso no está allí para vengarlo? ¿Acaso no fue justamente aquella esplendida belleza lo que perdió para siempre al hombre que llevaba su sangre? ¿Acaso no acaba el mismo de desafiarla? ¿No es aquel juego un símbolo de lo que serán sus vidas de ahora en adelante?
— ¡Cuidado!
Duramente ha detenido un golpe certero, rozando casi con el botón del florete la mejilla aterciopelada, y repentinamente es él el que ataca.
— ¡Demonio! Cuidado, ¡Isabella! ¡Quiere cansarte! Un poco más de galantería, Edward.
Edward no oye ni ve nada más que a la mujer que tiene delante; los ojos ardientes, la boca encendida, el rojo corazón  de raso sobre el peto blanco. Un instante desea desesperado que aquello no sea un juego; anhela poder herir y matar, atravesar en un sólo golpe el pecho desleal, nido de víboras para su hermano; acabar de una vez, destruir aquella belleza, aquella gracia, aquel conjunto de perfecciones creada para el mal.
— ¡Cuidado! ¡Cuidado! ¡Cierra bien esa guardia, Isabella!
Alec Bright no ha gritado en vano. Isabella ha retrocedido defendiéndose. Escapando milagrosamente, parando en el aire los terribles golpes que el florete de Edward descarga, amagando su frente, sus mejillas, su cuello, rozando el rojo corazón de raso sobre su peto blanco.
— ¡Calma, calma! ¡Un momento!
Ferozmente Edward sigue atacando. Ahora ya ni siquiera ve el rostro de Isabella; mira solo aquella mancha roja, aquel brillante adorno, que es de pronto como una nube que le cubre los ojos enloqueciéndole, cegándole.
— ¡Ah!
— ¡Cuidado!
Un botonazo violento ha desgarrado el raso, Isabella da un paso atrás, y el arma de Edward cae sobre la suya como un rayo.
— ¡Edward!
— ¡Alto! ¡Alto!
El florete ha caído de la mano de Isabella bajo el golpe brutal; su rostro expresa sorpresa más que espanto.
— ¡Edward!
La nube roja que cegaba a Edward Cullen, se ha desvanecido en un instante y con un gesto de forzada cortesía, vuelve su propio florete para ofrecérselo, inclinándose.
— ¡Tome usted mi florete! ¡Sigamos!
—No hay necesidad. El placer de vencerme ya lo ha ganado.
—Pero… Isabella.
—Si se hubiera tratado de un verdadero duelo, nada más fácil para usted que matarme después de haberme desarmado. El triunfo es suyo. Y además, debo confesarle que estoy cansada. Es usted un mal enemigo, Ingeniero.
Aro se acerca ceñudo y disgustado.
— ¡Opino lo mismo! ¡Y para ti, Isabella, se acabo la esgrima esta tarde! Ven a tomar un vaso de Oporto. El señor Cullen puede seguir tirando asaltos con estos señores, hasta que gaste su exceso de fogosidad. Ven, hija, ven.
— ¡Estoy a sus ordenes si desea continuar, ingeniero Cullen!
Alec Bright le ha retado con tono desafiante; pero Edward parece haber recobrado la razón de pronto y se inclina para despedirse.
—Muchas gracias. Para mí es un poco tarde, excúsenme todos, con permiso.
Pero la voz de Isabella le detiene cálida y musical.
— ¡Edward!
 — ¿Me llamo usted?
—Ha pasado el asalto. Los peores enemigos, desde el punto de vista deportivo, se dan después la mano. Aunque usted no lo crea también se perder.
He extendido la diestra aun temblorosa, despojada del guante, con tan tierno gesto femenino, que Edward la estrecha entre las suyas, como llevado por un impulso involuntario.
—Le felicito ingeniero y le recuerdo que mañana tenemos un paseo a caballo.
—Gracias, Isabella. A sus pies.
Se ha inclinado saludando también a los dueños de la casa, y sale luego muy de prisa, mientras Aro Vulturi lo sigue con la vista, sin reprimir el gesto de franco desagrado.
—Vamos, tío. ¿Y la copa de Oporto que me habías brindado?
—La tomaremos enseguida. Ven acá.
La ha alejado un poco de los demás que vuelven a ir hacia el cuadrilátero, mientras con gesto paternal le enjuga la frente con su propio pañuelo.
—Ese imbécil no sabe lo que es esgrima de salón. He estado temblando de miedo que fuera a lastimarte. No vuelvas a hacer esgrima sin careta; no vuelvas a hacer esgrima con el tal Cullen. Me temo que su educación deje bastante que desear.
—Pero es un hombre de mucho merito tío; y un perfecto caballero, además...
—No discuto su merito como constructor de puentes y caminos. Puede ser muy digno y muy honrado; pero no es el hombre que quisiera ver al lado tuyo, hija mía y en lo de caballero...
—Pero tío Aro…
—Ninguno de tus amigos sería capaz de tomar así un asalto de esgrima, ni aun con otro hombre; cuanto menos con una muchacha.
—La culpa fue mía, por desafiarlo. Yo fui la culpable, por las bromas que le había  gastado antes.
—Ninguna broma justifica su actitud. Fue verdaderamente chocante; y así quise que lo entendiera. ¿Por qué lo llamaste cuando ya iba a marcharse?
—Le trataste muy mal, tío. Todo el mundo le puso mala cara, se iba tan confuso, tan avergonzado, que tal vez no habría vuelto más.
—Lo cual hubiera sido magnifico. Es justamente lo que estoy deseando: que no vuelva más.
—No digas eso, tío. Si me quieres, no digas eso.
— ¿Tanto ha llegado a interesarte?
—No es eso, tío; es que es una injusticia. El no hizo nada; yo fui la culpable. Y después de todo, tuvo razón; yo soy la que abuso de los muchachos desafiándolos y luciéndome a costa de ellos, a cuenta de su galantería. Ahora me doy cuenta de que cuando hacen esgrima conmigo se dejan ganar.
—Te tratan con la consideración que mereces y nada más. Te aseguro que si yo hubiera tenido veinte años menos, le doy una lección a ese caballerote, como quería  dársela Alec Bright y así mismo voy a decírselo a ese tonto de James que, a propósito, no sé donde está.
— ¿Se habrá seguido sintiendo mal?
—No lo sé. Iré a buscarlo. Tú no te preocupes más y atiende a los invitados. Recuerda que eres la joya de esta casa.
—Gracias, tío.
—Y que en ella quiero verte brillar para siempre, ocupando el puesto más importante.
—Tío Aro…
—Nada de sonrojarse. Tú y James son mis dos amores; y no te digo nada más. Hasta ahora.
Sola un instante, Isabella se deja caer en la cómoda butaca, acariciando su muñeca aún dolorida, mientras una extraña sonrisa acude a sus labios.
—Tiene razón el tío. No es un caballero, es un salvaje. Un salvaje adorable.
 Y dulcemente ha suspirado.

2 comentarios:

  1. holaaa que buennnnn capitulo guauu edward estabaa cegadoo y no parabaaa...y ahora todos creen que la malla es bellaa...yo sigoo diciendo que irinaa es la malditaaa a ella no la soportoo jaaj!! y a bella le gustaa edwardd mmmm se esta poniendo super interesanteee...!!!! bueno noss leemos en el que sigue besotes!!!!

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  2. Awwwwwwwwwwwww bella esta hasta el cuello de enamorada y no la culpo, solo la envidio un poco jejejejeje
    Me gusto el capitulo
    BESOS DESDE GUANAJUATO MEXICO

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