sábado, 25 de septiembre de 2010

CAPITULO 8


Capítulo 8
Bella nunca había llegado a disfrutar verdaderamente de la riqueza de Edward. En el pasado, no era él quien se encargaba de gestionar el imperio Cullen, pero ahora sí. Pronto fue consciente de que él se había convertido en una persona muy importante con un papel fundamental en el mundo de los negocios.
Manejaba su flota de aviones como cualquier niño pequeño que guarda sus coches de juguetes en un garaje. Tenía un avión grande destinado para los viajes transatlánticos, varios helicópteros y un avión más pequeño que podía aterrizar en las estrechas pistas de Aspen y en los aeropuertos privados de toda Europa.
De repente, le pareció estar viendo una faceta diferente del hombre con quien se había casado. Cuando contrajeron matrimonio, él acababa de terminar sus estudios y fueron a vivir a casa de sus padres. Su fortuna había estado en un segundo plano.
Pero ahora, ¡vaya! Las cosas habían cambiado. Y mucho.
Volaron hasta París donde había un coche esperándolos para llevarlos a uno de los hoteles más famosos de la capital francesa.
— ¿No tienes tu propio apartamento en París? –le preguntó Bella sorprendida mientras caminaban por la suntuosa recepción del hotel.
Edward se preguntó si Bella estaría haciendo inventario para reclamarle una parte mayor de su fortuna.
—Naturalmente —respondió— pero en esta ocasión prefiero el anonimato de un hotel.
El hotel estaba situado en los Campos Elíseos. A pesar de lo discreto de su exterior, el interior era bastante lujoso. Su suite era enorme, pero sólo era un poco más grande que la que habían tenido en Atenas.
Bella esperaba que Edward le hubiera quitado la ropa enseguida. De hecho, no tenía sentido negar que le deseaba más que a ninguna otra cosa. Pero, sin embargo, al entrar en la habitación se quitó la chaqueta, se aflojó el nudo de la corbata y sacó el teléfono móvil.
—Primero tengo que hacer un par de llamadas —le explicó y, al ver la expresión de su cara, se encogió de hombros y contestó a la pregunta que ella ni siquiera había llegado a pronunciar—. No, no puedo dejarlo para más tarde —le sonrió con dulzura; su voz era aterciopelada—. Lo he dispuesto todo para que te trajeran un vestido para salir a cenar esta noche. Podrás ir de compras mañana —le dijo con cierto brillo en los ojos—. Ve y enséñamelo cuando te lo hayas puesto —añadió dirigiéndose hacia el dormitorio en el mismo instante en que alguien llamaba a la puerta. Se dio la vuelta—. Y no tardes.
Bella se sintió como una niña pequeña a quien le dicen que se dé prisa y se vista. Nadie jamás le había encargado un vestido especialmente para ella y eso la hacía sentirse incómoda. Pero la estilista hablaba inglés con un adorable acento francés además de ser muy amable y diplomática. —Le he traído algo que creo que le gustará mucho al señor Cullen —le dedicó una sonrisa de complicidad mientras le mostraba cuidadosamente el vestido y empezaba a desenvolver de entre papeles de seda, lo que parecía ser lencería fina—. Creo que este modelo será parfait pour ce soir, mademoiselle. ¿Quiere probárselo para que pueda comprobar su talla?
Bella sonrió a la estilista, diciéndose a sí misma que aquella mujer sólo estaba haciendo su trabajo. Contempló el vestido. Era de color rojo brillante y muy extravagante, de un color y un estilo que ella jamás habría elegido. Sobre la cama había lencería a juego: un escandaloso sostén, una diminuta tanga y un liguero.
Bella supuso que habría mujeres a quienes les encantaría todo eso, pero a ella le parecía vergonzoso. Bella se preguntó si la estilista proporcionaría a Edward aquel tipo de servicio regularmente. Mientras tanto, empezó a desnudarse para probarse el vestido rojo de encaje.
Vestida con aquel atuendo parecía que estaba buscando clientes en Pigalle.
Entró en el dormitorio tambaleándose sobre aquellos tacones de aguja de color rojo y Edward, que estaba hablando animosamente por su teléfono móvil, se giró. Al ver la expresión de Bella sonrió de satisfacción. Inmediatamente se despidió y cortó la comunicación.
Había algo en sus ojos verdes que Bella no reconocía, algo que no le gustaba. Un trato como el que habían hecho de tener sexo a cambio de dinero cuando el sexo era estupendo no estaba tan mal. Y necesitaba urgentemente el dinero para su prima. Además, se trataba de tener sexo con su próximo ex marido, no con un extraño.
¿Pero, por qué entonces se sentía ahora tan sucia? ¿Tan barata? ¿Por qué tenía la sensación de que se había vendido? Pues porque lo había hecho. Y porque la cruda realidad no tenía nada que ver con sus sueños. Ser su amante le estaba dejando un mal sabor de boca. De repente, tuvo ganas de ser su esposa otra vez.
— ¿Bella? —le preguntó—. ¿Qué te pasa?
Frustrada y furiosa, se quitó uno de los zapatos de tacón y lo lanzó contra la pared.
Desconcertado, Edward vio cómo le seguía el otro zapato. Después, Bella agarró la cremallera y la desabrochó, dejando que el vestido se deslizara por su delicioso cuerpo. Una vez que estuvo a sus pies, lo recogió del suelo y se lo lanzó a Edward.
Él lo atrapó en el aire y lo sostuvo frente a ella como el capote de un torero.
—Como Striptease dejas mucho que desear —comentó irónicamente.
—Nada más lejos de mi intención.
— ¿Acaso no te gusta el color?
— ¡Lo odio! ¡Me hace parecer una prostituta!
Pero Edward agitó la cabeza, soltó el vestido sobre la cama y se acercó a ella sigilosamente.
—Al contrario, te hace extremadamente bella. Con el pareces toda una mujer. Una mujer vestida tal y como debería vestir. Con la ropa más cara que el dinero puede comprar.
A Bella le enfermaba todo aquello. La disparidad existente entre sus mundos era algo más que perturbadora. Ella se sentía mucho mejor con su ropa aunque fuera barata.
—Con lo que cuesta este vestido puede comer una familia de cuatro miembros durante un mes.
—Puede ser, pero el placer que me produce verte con él tiene un valor incalculable —le susurró tomándola entre sus brazos y besándole el cuello—. ¿Acaso eso no hace que merezca la pena?
Bella cerró los ojos. —Edward, ¡basta!
Él deslizó las manos entre sus muslos. —Sabes que te gusta —murmuró.
—Hay una mujer esperando pacientemente al otro lado de la puerta.
—Pues deja que espere —dijo con arrogancia.
— ¡No!
— ¡Sí!
Posó su boca sobre la de ella y la besó apasionadamente hasta hacer que se derritiera y desistiera de oponer resistencia a su poder.
Por un momento Bella vaciló. El movimiento de sus expertas manos le estaba haciendo estremecerse. El deseo se había apoderado de ella, pero con un esfuerzo sobrehumano, se apartó de la suavidad de sus caricias y, con la respiración entrecortada y las pupilas dilatadas, lo miró fijamente negando con la cabeza.
— ¡No! —repitió.
—No hablas en serio —protestó Edward, preguntándose si sabía lo espléndida que estaba mostrando aquella actitud desafiante y luciendo, de la forma más sexy que jamás había visto hacerlo a otra mujer, y sobre todo con aquella sorprendente lencería. ¿Era ella la misma chiquilla tímida con la que se había casado? ¿Era ella la mujer a quien había arrebatado su virginidad?
— ¡Oh, sí! ¡Claro que sí! No voy a dejar a esa pobre mujer esperando mientras nosotros...
—Le diré que se vaya.
—No lo harás.
—Haré lo que me dé la gana.
—No si quieres mi cooperación.
—Tenemos un trato —le aclaró.
—Que no incluye poner en una situación embarazosa a alguien que está trabajando.
—Se supone que tú también deberías estar haciendo tu trabajo. ¡Eres mi amante!
—Y mientras no haya una sentencia definitiva, también sigo siendo tu esposa. Y como tal merezco un respeto. Así que más te vale mostrármelo.
Ambos guardaron silencio por un momento, pero, de repente, Edward comenzó a sonreír.
—Ciertamente, aún sigues siendo mi esposa. —admitió resistiéndose al deseo—. Pero, dime, ¿qué es lo que realmente te molesta? ¿Que la ropa sea cara o que alguien haya elegido por ti? ¿O quizá sean ambas cosas?
Edward vio cómo ella dudaba y supo que de nuevo se encontraba en la posición de tener que aplacar el genio de su mujer. Pero, ¿por qué iba a molestarse en hacerlo cuando, por derecho propio, podía chascar los dedos y exigir que le diera lo que realmente necesitaba?
Porque, de repente, se dio cuenta de que no quería aplacar su genio. Quería que siguiera siendo Bella. La Bella testaruda, fuerte, exasperante y a la vez cautivadora.
¿No sería más sensato hacer que se relajara?
Edward tomó aire pensando que aquello haría que ella fuera más dócil. Y de repente sintió que el corazón le daba un brinco. Sentía la necesidad imperiosa de verla sonreír.
— ¿Qué te parece si, mañana por la mañana, te doy una de mis tarjetas de crédito para que vayas de compras?
Bella sabía que le estaba haciendo aquel ofrecimiento en son de paz, pero lo que él no sabía era que aquello la ofendía. Para ella sólo era una tarjeta de plástico aunque él probablemente pensara que era el regalo más maravilloso que podía hacerle a una mujer.
— ¿Tanto confías en mí como para dejarme tu tarjeta de crédito?
—No te aconsejaría que despilfarraras —le dijo con cierto tono de humor.
Bella contemplaba la sensualidad de las líneas de su boca. Las mismas que pronto estarían besando las partes más íntimas de su cuerpo. Al pensar en ello, Bella sintió los primeros síntomas de excitación en su cuerpo.
— ¿Cuántas prendas crees que podré lucir en una semana?
—Ahí está la ironía del asunto —dijo encogiéndose de hombros—. Cuanta menos ropa utilices mejor, agapi mu. De eso se trata.
Al menos la obviedad de las palabras de Edward la hizo volver a la realidad. Su corazón empezaba a asimilar que aquel acuerdo sólo era algo temporal, ¿Por qué entonces parecía estar contando las horas como si fuese una mujer encarcelada? ¿Era una amarga verdad que fuera tan fácil acostumbrarse a la cara del hombre al que una vez habías amado?
«¿Y al que aún amas?», le dijo la voz de su conciencia.
No. El deseo no tenía nada que ver con el amor. Dejó a un lado aquellos pensamientos y le lanzó una sonrisa evasiva.
— ¿Entonces por qué perder el tiempo comprando ropa?
—Para que yo pueda quitártela —murmuró consciente de que sus palabras la habían herido.
Deseó entonces haber podido evitarlo. Y deseó mucho más. Por un momento quiso soltar las horquillas que sujetaban su castaña cabellera para hundir su cara en la espesura de su pelo y poder borrar así el pasado como si nada hubiera pasado.
Pero entonces se obligó a recordar la razón por la que ambos se encontraban a solas en la habitación de un hotel de París. Ella quería dinero y él quería sexo. Oferta y demanda, simplemente.
Dejó que su mirada deambulara lentamente sobre su cuerpo como si se hubiera tratado de cualquier otra mujer. Lo estaba haciendo de una forma totalmente provocativa y sensual. Y él lo sabía. Pero cuando una mujer vendía su sexualidad perdía todo el respeto que pudiera merecer ya fuera su esposa o no.
— ¿Por qué no vas a despedirte de la estilista y vuelves luego para que podamos terminar con esto?
Edward deslizó suavemente un dedo sobre uno de los pezones atrapados bajo el sostén de encaje y pudo sentir cómo se excitaba. Como respuesta, los labios de Bella se separaron instintivamente incitando ser besados. Cualquier hombre podría haberse perdido en una mirada como aquélla, pero, haciendo un esfuerzo sobrehumano, Edward se giró mientras sentía que el poder de haberse resistido a aquel beso era un acto casi sexual en sí mismo.
—De hecho —volvió a girarse para mirar el vestido rojo—, como parece ser que no vas a tener nada que ponerte esta noche, sugiero que llamemos al servicio de habitaciones y pasemos aquí la velada —añadió acariciándole el trasero.
Bella sentía ganas de decirle que no jugara con ella como si se tratara de una marioneta, pero la vulnerabilidad que albergaba en su interior la asustaba más que el poder sexual que él ejercía sobre ella. Se sentía atraída hacia él física y emocionalmente, pero lo cierto era que se sentía más viva de lo que lo había estado en años.
¿Qué diría Edward si le dijera que deseaba poner fin a su acuerdo y marcharse de allí en ese mismo instante?
Diría que estaba mintiendo. Y, por supuesto, tendría razón.

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