viernes, 17 de diciembre de 2010

Encuentro


Capítulo 3 “Encuentro”

Edward esta solo en el lujosísimo despacho del dueño de la casa. Su mirada recorre las gruesas cortinas, los cuadros de firma, las obras de arte, las ediciones de lujo de las joyas de la literatura mundial, que se amontonan en los altos estantes, como preguntando a los objetos inanimados las escenas de que bien pudieron ser mudos testigos. Sabe que en aquel despacho trabajó su hermano muchas horas, junto al millonario Vulturi, acaso sobre aquella misma mesa escribiera sus cartas de amor, la recibiera bajo aquel rico artesonado, promesas y palabras de ternura.
Aquella casa tiene para él una fascinación extraña. Se asoma a las ventanas que dan al jardín y luego, cruzando la amplísima estancia, queda bajo el arco de una puerta contraria al lugar por donde entrara. Una mampara de cristales, ahora abierta, da acceso al gran comedor profusamente iluminado. Sobre la larguísima mesa, media docena de criados disponen la suculenta cena fría. Plata, porcelana, bacarat, orquídeas y rosas desbordando jarrones de Sajonia; pero nada de aquello roba un instante a su mirada. Desde el primer momento sus ojos se han fijado en la mujer que silenciosamente dirige el movimiento de los criados y su sola presencia le estremece.
No recuerda haber visto nunca una belleza más completa, más atrayente, más rotunda, a la vez exquisita y sensual, con los sueltos cabellos marrones rizándose sobre los hombros, cuyo fino color de crema destaca el traje de noche que la envuelve, rojo y ceñido como una llama. Su vos llega hasta el. Una voz llena, rica, cálida que le estremece a pesar suyo.
—Los licores en aquella mesa, Sebastián. Y no te olvides de servir su plata especial al Ministro de Suecia.
Por un instante, Edward Cullen no ha pensado en nada que no sea la belleza de aquella mujer, la fascinación extraña que parece emanar de toda su persona. Y sigue escuchando aquella voz deliciosa.
—Hace falta un puesto más, Sebastián... Creo que ha llegado otro invitado a última hora.
— ¿Donde lo pongo, señorita Isabella? ¿Es persona importante?
—No tengo la menor idea. Ponlo en cualquier parte. ¡Oh!
Al alzar la cabeza su mirada parece chocar con la del hombre que está de pie en la puerta del despacho, y se detiene un tanto sorprendida de la audacia de aquel desconocido, de porte y figura tan arrogantes.
—Buenas noches.
—Buenas noches.
Un silencio involuntario se alarga mientras se miran examinándose. También ella parece medirlo y valorarlo, bajo la línea impecable de su smoking. Su gesto le parece altanero, casi rudo en el firme pliegue de los labios, en la dura mandíbula cuadrada, en los verdes ojos de mirada inquisitiva, en la ancha frente despejada, curtida por el sol de Mato Grosso y Sao Paulo.
—Discúlpeme señor. ¿Deseaba usted algo?
—Usted es quién tiene que disculparme. Temo haber sido horriblemente indiscreto. Creo que soy ese invitado de última hora, que le ha dado a usted el trabajo de mandar poner un puesto más.
—Ah...
—Llegué sin intención de asistir a una fiesta. Creo que tomándome demasiada prisa en aceptar la amable invitación de venir alguna vez a visitar al señor James Vulturi.
—De todos modos, creo que es igual.
—Temo abusar de la bondad de los dueños de esta casa. Aunque seria magnifico que ese puesto que mando usted poner en “cualquier parte”, fuese al lado suyo.
—Caramba.
James ha aparecido de pronto.
—Señor Cullen. Que susto me dio al  encontrar el despacho vacío, pensé que se había marchado usted cansado de esperar. Acaban de avisarme en este momento que usted había llegado; pero me alegro de ver que por sí mismo se ha proporcionado compañía.
—Perdóneme usted. Temo haber sido indiscreto por partida doble, no sólo llegando en un día de fiesta, sino atreviéndome a salir del despacho. Supongo que la señorita será su hermana.
—Es mi prima. Voy a presentarte al ingeniero Edward Cullen, Isabella.
— ¿Isabella?
—Isabella Vulturi.
—Mucho gusto.
—A sus pies.
Se ha inclinado, reprimiendo el temblor con que su mano estrecha la que Isabella  ha extendido; fina mano de color crema, de contacto suavísimo, donde brillan las uñas como pedacitos de laca.
Como extraña y lejana oye la voz de James vibrante de entusiasmo.
—Isabella es el tipo ideal de mujer moderna, de que hablábamos en el Club la otra tarde. También con ella podrá usted discutir de esgrima y caballos. El señor Cullen es un deportista furibundo, como nosotros, y un enamorado además de las bellezas naturales de nuestro país.
—Entonces, seremos buenos amigos.
—Y un verdadero ingeniero, además. Él sí ha hecho puentes y caminos, y se siente capaz de abrir túneles y derribar montañas, con algo más que con la imaginación.
—Entonces, es el amigo que tú necesitabas.
—Un verdadero profesor de energía, según tengo entendido. A los treinta y dos años ha dirigido ya seis grandes obras, cuatro de ellas completamente gratis. Por amor a la Patria.
—Entonces, es casi un héroe.
—He tratado de cumplir con mi deber hasta ahora, señorita, y he podido realizar cuanto me he propuesto, nada más.
—Y dice, "nada más". Ahí es nada. ¡Realizar cuanto se ha propuesto! De héroe lo subo a la categoría de mago, de taumaturgo.
—Yo me conformo con envidiarlo con toda mi alma.
Desde la puerta, Irina habla acercándose.
— ¡Isabella! ¡Tía Heidi está furiosa! ¿Por qué no has mandado a avisar que la cena está preparada? Oh, disculpen, no sabía…
—El señor Edward Cullen. Mi prima Irina Vulturi.
—Mucho gusto.
—A sus pies, señorita. Creo que soy el único culpable del retraso que viene usted a lamentar, y le pido mil perdones por eso.
—Usted es quién tiene que perdonarme. No había reparado que estaban ustedes.
Como desmintiendo la palabra, su mirada ha recorrido curiosa y ávida la gallarda figura que tiene delante, para ir después de James a Isabella, en uno de aquellos relámpagos en que parece penetrar las almas.
—El señor es el invitado de James que nadie esperaba, ¿verdad?
—Le esperábamos en cualquier momento, Irina. Ha hecho muy bien en honrarnos esta misma noche. Supongo, Isabella que ya te habrás ocupado.
—Iba a hacerlo en el momento que te acercaste. ¡Sebastián!, para el señor Cullen ponga un puesto a mi lado.
La comida había transcurrido sin ningún incidente notable; manjares y licores exquisitos, servicio impecable, música deliciosa, e invitados afines llenaban una vez más la nata social, con un triunfo para la vieja y aristocrática mansión de las Vulturi. Y ahora, mientras el mejor café de Sao Paulo se sirve en diminutas tazas de porcelana, los invitados se dispersan un tanto, formando grupos o parejas con sus vecinos de mesa, y es por eso que Irina se cuelga del brazo de James, mientras la mirada de este va un tanto inquieta hacia el ángulo apartado donde Isabella y Edward parecen charlar con el gusto y la soltura de antiguos amigos.
— ¿Te has aburrido mucho durante la cena, James?, ¡James!
— ¿Eh, que?
— ¿No me escuchabas?
—Disculpa. Me distraje un momento.
—Mirándolos.
— ¿Cómo?
—Es muy guapo y muy arrogante, tu amigo, y además, es el último que ha llegado, esto es muy importante para Isabella.
— ¿Qué quieres decir?
—Nada. Una broma. Pero tratándose de Isabella ni una broma puedes soportar.
—Irina, ¿Sabes que esta noche te encuentro un poco rara?
— ¿De veras?
—No sé lo que quieres, ni lo que te propones.
—No me propongo nada. Y en cuanto a querer, ¿qué más da que uno quiera lo que no le han de dar?
— ¿Lo que no le han de dar? Te aseguro que entiendo muy poco de charadas, y no tengo paciencia para descifrarlas.
—Conmigo tienes poca paciencia, ya lo sé. Te violentas por cualquier tontería que yo diga.
—Bueno Irina…
—No me estoy quejando de ti; de mi misma en tal caso. De mi suerte, que no me dio los medios de provocar el entusiasmo de todos cuantos me rodean, como le pasa a Isabella.
— ¿No podemos hablar de otra cosa que no sea Isabella?
— ¿No vas a decirme que te molesta hablar de ella? Yo sé que todo lo suyo te interesa. Que alguna vez querrías hasta preguntar, pero eres demasiado caballero, ¿verdad?
—No creo tener que preguntar nada de una persona que ha vivido desde niña en mi casa. La vida de Isabella es bien diáfana.
—Como una copa de cristal. Mira esta.

Sonriente, derramando muy despacio, gota tras gota, su sutil veneno, le ha quitado la copa mediada de licor de las manos, alzándola a la altura de los ojos.
—Una diáfana copa de cristal, has bebido en ella varias veces y nadie podría notarlo. Otro podía haber bebido también y sus labios no habrían dejado marca.
— ¡Irina!
— ¡No seas tonto! Cualquier broma te enfada. Me beberé lo que has dejado en la copa para saber tus secretos. Aunque son bastante claros. Tú sí que no eres enigmático.
—Y además detesto los enigmas. Es la segunda vez que has insinuado algo sobre Isabella que no me gusta nada. Comprendo que por celos y tonterías de muchacha, puedas a veces disgustarte con ella; pero tus palabras veladas envuelven una acusación.
— ¡James! ¿Qué es lo que estas pensando? ¿Qué es lo que te has creído? Yo quiero a Isabella como a una hermana. No diría de ella lo que no debo decir, aunque me atormentasen.
— ¿Lo que no debes decir? ¿Qué es ello?
—Nada. Absolutamente nada. Por lo demás, hay cosas que saltan a la vista. A todo muchacho que llega nuevo lo acapara. Debes verlo por ti y por ese señor Cullen.
—Por mí no hay nada que ver, y en cuanto al ingeniero Cullen, no sabes cuánto le agradezco que se haya mostrado amable con él, siendo mi invitado. Si todos le hubieran recibido con la frialdad y la indiferencia que tú y que mamá, el pobre se hubiera sentido muy mal.
—Ah ¿se lo agradeces?, ¿Y también le agradeces que lo haya sentado a su lado?
—Daba igual a que otro hubiera puesto a su lado, puesto que mamá había dispuesto que yo me sentara al otro extremo de la mesa.
— ¿Y al lado mío, verdad? Te advierto que se lo dije a tía Heidi. Sabía que para ti iba a ser una molestia tener que soportarme durante toda la comida.
—No es eso, Irina. ¿Cómo puedes pensar?...
—Tú mismo me lo estás diciendo. Probablemente te molestara también bailar conmigo la primera pieza que toquen después de la cena, como es costumbre con las compañeras de mesa.
—Siempre me siento muy satisfecho y muy honrado de bailar contigo, Irina; pero te confieso que esa especie de ritual, de ceremonial de corte con que hay que llevar las fiestas en Rio de Janeiro, me parece anticuado y desagradable.
—Sí. A veces es desagradable la urbanidad. También Isabella choca con lo que ella llama convencionalismos sociales. Claro que no siempre. Hoy, por ejemplo, estoy segura de que no es ningún sacrificio para ella, bailar ahora con tu amigo Cullen, Míralos, ¿Qué te dije? Son los primeros en volver a la sala de baile. ¿Quieres que les sigamos? Cuando termine la pieza cambias de pareja y ya está. No tienes porque disgustarte.
— ¿Quieres obligarme a decirte una vez más que no estoy disgustado?
—Me encantaría poder creerlo. Soy tan feliz cuando te ocupas un poquito de mí.
— ¡Chiquilla! ¡No eres más que una chiquilla! Hago mal en tomar en serio lo que dices. Vamos a bailar.

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—Realmente creo que no sirvo para esto. Más vale que deje de atormentarla.
Edward de Cullen ha cruzado el salón sin lograr adaptarse al ritmo que la orquesta marca, para detenerse al extremo opuesto junto al arco que comunica con la rotonda de cristales.
—Creo que exagera usted, Cullen.
—No. Lo hago rematadamente mal, y usted lo sabe.
—Creo que le falta solo un poco de práctica. ¿Hace mucho tiempo que no baila?
—Varios años. Creo que desde que dejé la Universidad. Desde que recibí mi título he tenido mucho trabajo.
—Menos mal si ha sido con fruto.
—Profesionalmente, ya oyó usted a su primo; cuatro obras gratis y dos bastante mal pagadas.
—Mejor para usted si puede hacerlo. Quiere decir que es usted rico.
— ¿Halla usted que la riqueza es una gran ventaja?
—Bueno, no puedo negarlo. Con dinero se compra casi todo, y lo primero, la libertad personal.
—Pero no el amor.
—El amor es una palabra muy elástica.
Insensiblemente se han ido adentrando en la especie de remanso que forma la rotonda de cristales, hasta detenerse junto a la gran vidriera, más cerca de la terraza que del salón.
— ¿Quiere que nos sentemos?
—Si me hace usted el honor de concederme el tiempo de este baile.
—La corresponde de derecho. Supongo que también habrá olvidado las viejas reglas de la etiqueta portuguesa que seguimos al pie de la letra, en esta casa, desde los tiempos de Don Petter Primero.
—Ya me lo imagino, conociendo, como todo el mundo, la ejecutoria de los Vulturi.
—Se supone que descendemos de los conquistadores. Como usted comprenderá, yo a estas cosas, le doy muy poca importancia.
—Ya oí a su primo. Es usted una mujer moderna, práctica. Cree en el poder, en la fuerza y en el irresistible atractivo del oro.
—No debo negárselo. Seria presentarme ante sus ojos mejor de la que soy, y mi mayor defecto es ser demasiado franca. No se mentir, engañar ni disimular.
— ¡Ya!, Sin embargo...
— ¿Sin embargo, que?
—Nada. Sería un necio si pretendiera juzgarla, o creer que puedo tener de usted una opinión más o menos acertada. Hace poco más de una hora que nos conocemos.
—Es verdad, le confieso que no me da esa impresión. Hay algo en usted que me es familiar. No sé si es la voz, los rasgos de la cara. Me recuerda usted a alguien a quién he tratado mucho.
— ¿A Anthony Masen, será?
Sus ojos se han clavado en los de Isabella como dos puñales, al ver iluminarse las  pupilas chocolate y sonreír los frescos labios.
— ¿Anthony Masen?, Efectivamente. Sin parecerse, se parecen. ¿Es usted su pariente acaso?
— ¡Fui su mejor amigo, nada más!
Había mentido dominando sus nervios, midiendo y pensando cada palabra, como quién escoge cuidadosamente las armas que han de emplearse en un duelo a muerte; pero Isabella vuelve a sonreír.
— ¿Ha dicho que fue su mejor amigo? Quiere decir que le ha perdido la pista. ¿Cómo todos los demás?
—Nos despedimos en Sao Paulo, hace casi tres años. Él vino lleno de ilusiones a trabajar a Río de Janeiro. Nada le parecía más codiciable sobre la tierra que ser abogado particular del señor Vulturi.
—Mi tío lo apreciaba mucho.
— ¿Y por qué le despidió?
— ¿Despedirle? No creo que le despidiera, a la verdad. Mi tío habló en varias ocasiones de lo que le apenaba el empeño de Anthony en marcharse; pero no puede reprochársele a la juventud que tenga ambiciones. Usted mismo, si no fuera rico, estoy segura que haría todo lo posible por lograrlo.
—Yo no creo que el dinero pueda comprar la felicidad. Odio a las gentes que se venden por dinero, las desprecio con toda mi alma.
—Naturalmente que son despreciables. Yo también las desprecio, aunque no tome para decirlo un tono tan dramático. Pero no hallara usted despreciable que Anthony Masen sintiera en sus nervios y en su sangre el placer de la aventura, el deseo de hacer cambiar su suerte en uno o dos años, hasta en unos meses quizás. Justamente he estado leyendo que los buscadores de diamantes del Río Caroni, pueden con un poco de suerte hacerse ricos en menos de un año.
—Algunos se han hecho ricos, en efecto; pero son infinitamente más los que se han quedado en la selva para siempre, devorados por las fieras, victimas del paludismo y la malaria. Y muchas más veces, del alcohol o de la puñalada traicionera de algún compañero, de alguno de esos nativos a los que se obliga a trabajar como esclavos.
—Sí; desde luego; el asunto tiene sus riesgos. No podría llamarse aventura, si no los tuviera. Pero a mí no me sorprende que un hombre corra todos los riesgos por lograr lo que se ha propuesto. Es más, me parece extraño que un hombre como usted no comprenda esas cosas. Usted parece ser de la casta de los que nacen para triunfar, para vencer dificultades, para ser más fuerte que la selva con sus fieras y sus traiciones y sus enfermedades.
—Puede ser. Pero Anthony no era de esa casta.
— ¿Que quiere decir? Acaso ¿Ha tenido noticias de él, noticias malas?
—No. Ninguna. Ya le he dicho que estábamos desde algún tiempo bastante distanciados. Pero precisamente por eso se lo digo; cuando no ha regresado ni hemos vuelto a saber de él.
—Se fue hace siete u ocho meses.
—No. Hace más.
—Nueve. Diez a lo sumo. Estoy perfectamente segura. Estaba con nosotros al comenzar la primavera del año pasado. La primera vez que dijeron que James regresaba.
— ¿Ah, sí?
—Decidió el viaje de repente, de la noche a la mañana.
— ¿Y a usted le parece perfectamente?
—Le confieso que sí; es que prefiero vivir a vegetar. No estoy de acuerdo con las gentes que todo lo guardan sin gastarlo: el dinero, la vida, las emociones. Yo prefiero entregar el corazón, aunque me traiga dolores y lágrimas, luchar para vencer o ser vencida, y amar u odiar; pero plenamente.
—En eso estamos de acuerdo, señorita Vulturi. Yo también creo que solo hay dos cosas, por las que se puede vivir plenamente: el amor o el odio. Concibo vivir para la pasión, o para la venganza.
Por sus ojos verdes ha pasado un relámpago extraño; Isabella le mira como fascinada; hay tanto fuego en sus palabras, es tan profunda, tan enérgica la expresión de su rostro; y como James frente a ella, se siente a la vez atraída y espantada, sonriendo con leve sonrisa a flor de labio para disimular.
— ¿Le parece risible lo que he dicho?
—Creo que nada de lo que usted diga pude ser risible. Me resulta usted un hombre inquietante. Además, no ha hecho más que afirmar mis palabras. Yo también concibo que pueda vivirse para un gran amor, para una gran pasión, o para una gran venganza.
Edward va a contestar, pero la rubia cabeza de Irina asoma en la rotonda de cristales.
—Aquí están, James. Creo que nos perdonarán si les interrumpimos una conversación demasiado interesante; pero llevamos por lo menos veinte minutos buscándoles. ¿No somos molestos?
— ¡Por Dios, señorita! ¿Quiere usted sentarse?
Edward ha dejado el asiento que ocupaba junto a Isabella, que Irina se apresura a ocupar; mientras James se acerca más despacio, con cierta gravedad extraña en el, fijos en Isabella los ojos interrogantes.
— ¿Te sentiste mal, Isabella?
— ¿Yo? ¡Qué ocurrencia!
—Como no siguieron bailando.
—Fue culpa mía.
—El señor Cullen se empeñó en que lo hacía rematadamente mal, y aunque yo creo que le hubiera bastado un poquito de práctica, prefirió que charlásemos un rato.
—No puedo criticarle. Hubiera elegido lo mismo de estar en su caso.
—Pido mil perdones a la señorita Vulturi. Espero que usted la compense en las próximas plazas.
—Esta que ha comenzado justamente me corresponde. ¿Me perdona usted, verdad?
—No faltaría más.
— ¿Vamos, Isabella?
—Vamos. Y no le preocupe a usted no saber bailar, señor Cullen, también es grato charlar algunas veces.
Ha aceptado el brazo que le ofrece James, arrancándose casi con esfuerzo del lado de Cullen; mientras Irina sonríe con falsa ingenuidad.
—Se ve que han simpatizado ustedes desde el primer momento.
—Efectivamente. Su hermana es encantadora.
—No somos más que primas, y ni siquiera primas hermanas. James y yo sí. Mi padre y el tío Aro eran hermanos, el de Isabella era un primo, segundo o tercero, es una coincidencia casi la de tener los apellidos iguales.
—Ya lo veo. En realidad se parecen ustedes muy poco, quise decir, nada.
—Con lo cual no salgo yo ganando. Isabella es una belleza oficial.
—Cada una en su tipo.
Ha hecho un esfuerzo para ser galante. No sabe por qué no le inspira simpatía aquella muchacha; mientras, a pesar suyo, los ojos y el alma se le van tras Isabella Vulturi. Ahora la ve de lejos, en el salón iluminado, bailando en brazos de su primo, exquisita, inquietante, distinta y superior a las demás, y empieza a comprender que por una mujer así pierda un hombre la razón y la voluntad. Una sospecha súbita se le clava como un pequeño dardo mortificante, y vuelve los ojos a Irina que sonríe de nuevo.
—No sé si sería una indiscreción preguntar.
— ¿Preguntar qué?
—Lo es sin duda; pero acaso puede usted disculparme. A veces es preferible indagar que cometer una falta de tacto. ¿Su primo y la señorita Vulturi están comprometidos?
— ¡Oh, no! ¿De dónde lo ha sacado?
—De ninguna parte. Pero bueno... me pareció, temí por un instante. Espero que a su primo no le haya molestado encontrarnos aquí.
—No se preocupe. James quisiera que nadie se acercara a Isabella; pero no puede evitar que todo el mundo se acerque a ella, ni que ella los reciba a todos con agrado.
—Ah.
—Es natural. Cuando se es tan linda y tan solicitada, se pierde un poquito la cabeza. Isabella es muy buena, ella no tiene la culpa de nada; pero los ejemplos…
— ¿Qué ejemplos?, ¿Qué culpa?
—No me haga usted caso. Hablé como si fuera usted de Río de Janeiro. Pensé que estaba al corriente de lo que todo el mundo sabe; pero no sabiéndolo usted, no debo decir una palabra.
—Le ruego que la diga.
—No estaría bien.
—Si lo sabe todo el mundo, ¿qué importa uno más?
—Bien. Si no se lo digo yo se lo dirá otro. Los padres de Isabella hicieron una vida lamentable, su padre fue un calavera que mató a disgustos a su pobre madre, cuando Isabella no tenía más que cinco años. Desde entonces vivió sola con él, entre sus criados y sus amantes. Se cuentan horrores de aquella casa. Figúrese usted lo que vio y aprendió. Cuando al fin mataron a ese mal hombre e Isabella vino a casa de tía Heidi, ya no tenía remedio.
— ¿Qué edad tenía  entonces?
—Creo que más de nueve años. Ya estaba hecho su carácter, a la vista salta.
— ¡Ya!
—No sabe usted lo que sufre con ella la pobre tía Heidi. Pero hago muy mal en contarle todo esto. Yo soy la menos indicada para hablar. Yo la quiero mucho y le perdono de todo corazón los malos ratos que me hace pasar. Ella no tiene la culpa, ¿verdad?
Edward no responde, mira solo con su ardiente mirada inquisitiva, aquellos ojos chocolate, aquella boca blanda que sonríe ingenua, infantil casi, aquellas mejillas suaves, aquellos ademanes monjiles, tímidos, recatados y la oleada de repugnancia que las palabras de Irina han levantado en su alma, se apega como frente a la sin razón de un loco, como frente a la injuria inconsciente de una criatura, mientras la tentación de seguir preguntando vuelve a ganarle.
—Su primo está enamorado de Isabella, ¿verdad?
—De Isabella se enamoran todos, por un rato. Ella no puede querer por mucho tiempo a nadie. ¿Qué le pasa? ¿Por qué se levanta? ¿Quiere bailar?
—Lo hago desastrosamente, señorita. Pero podemos pasear por la terraza. Esta noche hace un calor de verano.
—Sí, tiene razón. Vamos a la terraza.

****

Por el otro lado del salón, allí donde la puerta se abre a una terraza mucho más pequeña, sobre la que se tienden frescas enredaderas perfumadas de jazmín y madreselva, James aprovecha el final de la pieza, para apartar un instante a Isabella de los demás.
—Hace calor esta noche. Demasiado calor. ¿No quieres que salgamos a respirar? Casi me siento mal.
—Te lo note bailando; ni un momento has tomado el compas. ¿Qué te pasa?
—Nada.
— ¿Estas disgustado?
—No.
—Cualquiera lo diría.
—No tengo nada; como no sea el aburrimiento soberano de esta fiesta, que no nos falta más que bailar cuadrillos o lanceros. ¡Qué barbaridad! Vivimos con sesenta años atrás o...
— ¡Pero James! Esta mañana me estabas hablando entusiasmado del aire señorial que conservan todavía las fiestas en nuestra sociedad.
—Debía estar de muy buen humor esta mañana.
—Mejor que ahora, desde luego. ¿Te cayó mal la cena?
—Puedes burlarte. Es tu diversión favorita.
— ¿Que dices, James? ¿Cuando me he burlado de ti?
—A cada rato. Guardas todas tus atenciones y todas tus consideraciones para los extraños.
— ¿No te estarás refiriendo al señor Cullen? Era tu invitado.
— ¿Por eso le atendías, Isabella?
—Supongo que forma parte de mis deberes, puesto que vivo en la casa.
—Desde luego. Pero parecías tan encantada charlando con él; estabas tan interesada escuchándole.
—No es un hombre vulgar. Comprendo que simpatizaras inmediatamente con él; tiene una forma de ser extraña y atractiva.
—Temí que penaras todo eso, mientras te miraba desde lejos en el comedor, escuchándole. No tenías ojos más que para él.
—Tenía que mirarlo, puesto que me estaba hablando.
—Pues yo no te mire más que a ti. Me importo poco mi compañera de mesa.
Así estará Irina, ¡Dios santo!
— ¿Por qué me la pusiste al lado?
—Fue tía Heidi la que repartió las tarjetas en los puestos. Era lógico, además que se sentara junto al Rey de la fiesta, siendo la niña mimada de la casa.
—Tú sabes que para mi eres la primera del mundo.
—Ya.
— ¿Por qué no dispusiste un puesto para mí a tu lado, como hiciste con Edward Cullen?
—Era distinto el caso; además, el me lo había pedido a tiempo.
—Ah, sí. ¿Se atrevió a tanto?
—No creo que tenga nada de particular. Conmigo mal que bien ya había  estado charlando. No creo que se sienta muy cómodo en una sociedad en la que no conoce a nadie.
—Se lo regalamos a Irina para que lo atienda. Si es cierto que la fiesta es en mi honor, debo mandar en ella, y mando que no te separes de mi lado. Todas las piezas que toque la orquesta las tienes que bailar conmigo, y las que no bailes, charlarlas.
— ¿Pero estas loco?, ¿Qué mosca te ha picado?
—Tú lo sabes, Isabella. Demasiado lo sabes. No te rías de mí, no me mires con esos ojos malos de burla, que me desesperas, que me enciendes la sangre. Isabella, yo te...
— ¡No, James, por favor!, No hables.
— ¿Sabes lo que voy a decir?
—Esta noche no, James. No me digas nada. Aguarda, por favor, esta noche no.
—Te quiero Isabella. ¡Te quiero! ¡No puedo callar más!
Le ha tomado las manos oprimiéndolas con ansia, mientras su mirada busca el fondo de las pupilas chocolate que se le ocultan bajo las pestañas, porque Isabella  no ha respondido y a la luz de la luna parece helada y pálida como una estatua de alabastro.
— ¿No me respondes, Isabella? ¿Por qué?
—Te pedí que callaras. Te suplique que esperases; que esta noche no. No... ¡Déjame, James!
— ¿Que te deje?
—Pero sin ofenderte, sin tomarlo a mal. Dándote cuenta de que me has sorprendido. Me han sacudido de un modo tus palabras, que…
—No, Isabella; no es eso. No puede ser eso. Cuando me pedias que callara tu sabias que iba a hablarte de mi amor. Por eso quisiste rechazarme.
—Rechazarte es precisamente lo que no quiero. ¡Has sido tan bueno conmigo! Eres tan digno de ser amado, tan adorable.
—Isabella ¿qué quieres decirme?, ¿Que soy todo eso; pero que tú no puedes amarme, verdad? ¿Qué rechazas mi cariño, que no quieres ser mi esposa?
—James, sé cuánto valen tus palabras, se cuánto vale el amor que me ofreces. Lo que son tu corazón y tu lealtad.
—Pero no me quieres.
—Te quiero, como a un hermano.
—Isabella.
—Tal vez más. Con una ternura, con una estimación y una gratitud tan grandes.
—Nada tienes que agradecerme, Isabella. Si acaso perdonarme que en mi ceguedad no me haya dado cuenta de que era poco para aspirar a ti.
—Por favor, James, basta. No digas tonterías. Acabo de decirte que te considero el mejor hombre del mundo, la criatura más encantadora, más adorable de la tierra.
—La criatura, un poco niño, ¿verdad? Niño del alma.
—Niño mimado de la fortuna, de tus padres; pero eso ni es un defecto, ni puede echársete en cara. No eres tú, que todo te lo mereces; soy yo la que…
— ¿Quieres a otro?
—No, James.
— ¿Entonces, que puede detenerte?
—Muchas cosas, James. ¿Has pensado en  lo que dirán tus padres?
—Papá lo sabe todo. Sabe mi amor por ti y lo aprueba.
— ¿Y tía Heidi?
—Con mamá habrá que dar una batalla. ¡Pero se da y se gana!
—No es tan fácil como supones. Si tú le dices a tu madre que quieres casarte conmigo. Le das el mayor disgusto de su vida.
—Pues aunque así sea. Será muy lamentable que persista en esa injusticia; pero no me detendrá. Para otras cosas me falta decisión, pero no para defenderte y adorarte.
—James, eres muy bueno; pero…
—Si no quieres a otro, si no es porque el amor de otro llena tu alma por lo que me rechazas, permíteme que siga al lado tuyo, que te siga adorando, que luche hasta ganar tu corazón. No me contestes enseguida si no quieres; aguardo. Yo sabré aguardar y esperar y callar si hace falta.
—James…
—Ahora soy yo quién te suplica. No me contestes, no me digas nada. Déjame quererte, déjame ganarte. Admíteme a tu lado como un amigo, como un hermano, que ya luchare yo por ir transformando tu afecto, por ir mereciendo que un día me quieras como yo te quiero a ti, ¡apasionadamente! ¡Con toda el alma!
Se ha inclinado para besar sus manos, mientras conmovida, emocionada, Isabella lucha con sus lágrimas.
—Está bien. Accedo, pero con una condición. Hemos de seguir siendo amigos, amigos nada más; frecuentaremos la sociedad más que ahora, tratarás a otras muchachas, permitirás que yo haga lo mismo, y si al cabo de seis meses, me sigues amando como dices que me amas, si consideras que sólo conmigo podrás ser feliz, tratare de darte esa felicidad.
— ¡Isabella! ¡Mi vida, mi alma!
— ¡Quieto! Eso no. Los amigos no se besan en la boca. Tienes que ser formal como hasta aquí. Si es posible un poquito más que hasta aquí.
—Como tú quieras, mi reina, mi tirana.
Otra vez le ha cubierto de besos las manos, besos ardientes que no llegan sin embargo al corazón de Isabella, aquel corazón que locamente, ya ha empezado a sonar con otros ojos y otros labios.


2 comentarios:

  1. holaaa siiiiii ya se conocieronnn...y consideroo que irinaa es una viboraa no me la bancoo...y james aunque seaa un divinoo no me gustaa para bella ...bueno que se vuelvan a ver edward y bellaa...aunque me parece que edward va a pensar q bella es la que engaño a su hermano y se va a vengarrr..pero para mi que es irinaaaa...bueno ya vermeos a medida que avance la historiaaa...y quieroo mass de edwardddd y bellaa si ninterrupciones de james o de irinaaa jeeeeee...besos nos leemos en el que siguee...besotes!!!

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  2. Ok james no es nada feo, pero no le llega ni a la suela del zapato a edward, asi que no culpo a bella por estar en una encrusijada...
    Me gusto el capitulo
    BESOS DESDE GUANAJUATO MEXICO

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