Capítulo 25 “La viuda Mallory”
–¿Estás aquí conmigo, Edward, o tu mente ha vuelto a la isla? –preguntó Emmett.
–¿Qué has dicho? Preguntó Edward levantando la mirada con sus soñadores ojos verdes. Luego se oscurecieron de furia al mirar a su alrededor en la habitación atestada y llena de humo. El hedor de los cuerpos sin lavar asaltó sus fosas nasales. –Tortuga es la tierra del demonio –dijo con desagrado–. ¿Por qué no podría estar aquí Gigandet, con el resto de los asesinos?
–Antes te gustaba venir aquí y hacer un pequeño infierno –dijo Emmett–. Al menos aquí sabías en qué situación estabas.
–Has recuperado el coraje, ¿eh?
–Prefiero este agujero a caer en manos de tus enemigos.
–Lamento haberte dado ese susto en Saint Martin –dijo Edward con tranquilidad.
–Tú te habrías arriesgado, yo no. Tres puertos desde Saint Martin, y aún no sabemos nada del paradero de Gigandet. ¿Cuándo abandonarás la búsqueda, Edward?
–Cuando lo encuentre –replicó Edward, terminando su segundo vaso de ron.
–Sabes, los hombres me hablaron antes de entrar al puerto. Están ansiosos por volver a sus casas.
–¿Por qué? ¿No les he dado permiso en todos los puertos? Han tenido muchas mujeres.
–Quieren volver a casa con un sacerdote.
–¿Qué? –preguntó Edward sin poder creerlo.
Emmett rió.
–Parece que muchos de nuestros compañeros de navegación desean casarse como Dios manda.
–¡Qué montón de estúpidos! La bendición del viejo jefe les resultaba suficiente antes. ¿Supongo que tú estás de acuerdo con esto?
–En realidad, sí. Sue me persigue –respondió Emmett con humor–, jura que estoy viviendo en pecado con Rosalie.
–De manera que eso es lo que piensa... Yo tendría que haberlo sabido. ¿Dónde encontrarás un sacerdote, de todas maneras? Y si lo encuentras, ¿crees que querría venir con nosotros? –Preguntó Edward. .
–¿Por qué no? Una vez que sepa cuántos hombres y mujeres viven en pecado en nuestra isla, hasta podría elegir quedarse.
–Bien, si tú y los hombres tenéis la suerte de encontrar un sacerdote dispuesto, no me negaré a vuestros deseos. Pero sigo pensando que es ridículo.
Por un momento Emmett parecía pensativo.
–¿Harás una visita a la viuda mientras estemos aquí?
–No lo había pensado –dijo Edward–. La hermosa viuda Mallory ni siquiera se me había pasado por la cabeza, aunque vivía a poca distancia de esta taberna, y yo siempre la visitaba cuando venía a Tortuga.
–¿Qué excusa tienes para no encontrar una buena compañera de cara por un par de noches? –preguntó a Edward con expresión inocente.
–¿Necesito una excusa?
–No es propio de ti dejar pasar la oportunidad de acostarte con una muchacha.
–Pienso en otras cosas. ¿Debo recordarte que este es un viaje de trabajo y no de placer? –preguntó Edward, irritado.
–No, pero sin la ayuda de la viuda, no habrías comprado un barco para buscar a Gigandet. Y ella probablemente sabe que el ‘Dama Alegré’ está en el puerto. Se sentirá desilusionada si no la visitas.
–Si intentas hacerme sentir culpable, amigo, no te molestes. Ya he pagado mi deuda a la viuda.
–Le estabas muy agradecido cuando te vendió el ‘Dama Alegre’ por una suma tan pequeña.
–Eso sucedió hace seis años y olvidas que Lauren Mallory es una mujer muy rica –dijo Edward–. Su marido le dejó media docena de barcos al morir. Estaba muy dispuesta a cederme el ‘Dama Alegre’ por esa pequeña suma.
–Te quería a ti.
–Me halagas, Emmett. Esa señora ha tenido innumerables amantes desde que la conocí, simplemente le gustan los hombres. Además, la viuda exigiría demasiado de mi tiempo. No nos quedaremos tanto aquí.
–Podrías encontrar el tiempo –replicó ligeramente Emmett.
–Podría, pero no pienso encontrarlo.
–¿Qué te sucede, Edward? –preguntó Emmett–. Sabes que la viuda conoce todos los barcos que entran en el puerto. También sabe que buscas a Gigandet. Una visita a ella sería más conveniente que horas de recorrer los puertos buscando información.
–¿Por qué tienes tanto interés en que vea a la viuda? –preguntó Edward, exasperado.
–Hace dos meses que buscamos a Gigandet, y sin embargo tus pensamientos están ocupados por Isabella Dwyer. Yo esperaba que la viuda lograra que la olvidaras por un tiempo –respondió Emmett
Emmett tenía razón. Bella y su hijo habían perseguido a Edward noche y día en los últimos meses. Dudaba de que la viuda pudiera hacerle olvidar a Bella pero tal vez podría decirle algo sobre Gigandet.
Edward suspiró profundamente.
–Muy bien. Nos veremos en el barco dentro de unas horas.
–Tómate tu tiempo, amigo mío. No hay prisa –replicó jovialmente Emmett.
Edward sonrió y sacudió la cabeza. Salió de la taberna llena de humo al sol deslumbrante; entonces volvió a suspirar. No tenía verdaderos deseos de ver a la viuda, aunque siempre había estado ansioso por visitarla antes. Era una mujer hermosa, sólo tres años mayor que él, y muy apasionada.
Edward pasó frente a una pequeña joyería y decidió entrar. Un collar de perlas apaciguaría el genio de la viuda cuando le dijera que no podía quedarse con ella esa noche. Pero... caramba, ¿por qué no habría de quedarse esa noche con ella? Un día perdido no importaría, y sería hermoso hacer el amor con una mujer que no gritaba constantemente su odio, que abría los brazos y las piernas de buena gana.
Edward salía de la joyería, ya que ahora no había necesidad de comprar un regalo para Lauren, cuando vio un par de pendientes. Eran topacios, pequeñas piedras montadas en oro, y suspendidos en el centro había topacios de color dorado oscuro que recordaron a Edward los ojos de Bella cuando era feliz. Le habría gustado ver ese color todo el tiempo, y mentalmente imaginó los topacios colgando de las orejas de Bella, un hermoso contraste con sus cabellos color marrón, y haciendo juego con sus ojos dorado oscuro.
Compró los pendientes y también un largo hilo de perlas... por si acaso.
Lauren Mallory vio llegar a Edward por la calle empedrada hasta su casa de tres plantas. Antes de que él pudiera golpear a la puerta, la puerta se abrió y Edward fue recibido por unos furiosos ojos de color zafiro. Pero la ira desapareció rápidamente, y Lauren echó los brazos al cuello de Edward y lo besó intensamente, oprimiendo su cuerpo suave contra el suyo.
–Ah, Edward, cuánto te he echado de menos –susurró ella en su oído. Luego le hizo entrar a la casa y cerró rápidamente la puerta–. Me enojé tanto cuando no viniste esta mañana –le regaño. – Pero ahora que estás aquí, no puedo seguir enfadada contigo.
Le tomó la mano para llevarle arriba, pero él la obligó a entrar en la sala.
–No has cambiado, Lauren –rió él con suavidad.
–Pero tú sí. De varias maneras. Antes me llevabas en brazos por la escalera hasta mi cama aun antes de que pudiera saludarte. ¿Has estado con otra mujer esta mañana? ¿Por eso no viniste? –Preguntó excitada.
–No, me detuve a comprarte un regalo –dijo él con ligereza, y sacó las perlas del bolsillo de su abrigo.
Ella demostró gran alegría, y levantó sus largos cabellos rubios para que él pudiera colocarle las perlas alrededor del cuello. Volvió a enfrentarse con él y sonrió mientras tocaba amorosamente las perlas.
–Sé que no te llevó toda la mañana comprarlas, pero no te hago más reproches. –Le tomó la mano y lo condujo a un sofá negro y dorado. – Ahora dime, ¿por qué te has afeitado tu hermosa barba? No es que me importe, pero te diré Edward, que pareces mucho más joven sin ella.
–Tenía que hacerlo. Y desde entonces me he acostumbrado a no usarla.
–¿Por qué tenías que afeitarte? Es ridículo –replicó ella.
–Es una larga historia, Lauren, y creo que no tengo tiempo de contártela –dijo Edward–. Partiré dentro de unas horas.
–¿Pero por qué?
–Sabes que no puedo descansar hasta que encuentre a Gigandet. Y aunque robar oro a los españoles es muy provechoso, hace que pase demasiado tiempo en el mar. Si he de descubrir a ese asesino, tengo que dedicar todo mi tiempo a perseguirlo, y eso es lo que he decidido hacer.
–¿Por qué no abandonas la idea, Edward? Probablemente nunca encontrarás a Gigandet.
–Nuestros caminos se cruzarán un día, de eso estoy seguro –dijo Edward con la voz llena de amargo odio.
–Entonces te lo diré. Gigandet estuvo aquí hace dos meses.
–¡Demonios! –explotó Edward, dándose un puñetazo en el muslo–. ¿Por qué no habré venido antes aquí? Ya podría haberlo encontrado dos veces, ¡pero mi mente estaba en otra parte!
–Dudo que lo hubieras encontrado aquí, Edward. Sólo estuvo unas horas. Parece que él también busca a alguien o a algo.
–¿Qué puedes decirme?
–No mucho, creo. Gigandet preguntaba por un barco mercante, y sólo se quedó hasta asegurarse de que no estaba en el puerto.
–¿Por qué un barco mercante?
–No tengo ni idea. Pero si busca en cada isla como tú, y sólo se detiene un día en cada una, es improbable que lo encuentres hasta que uno de vosotros se dirija casualmente al mismo lugar que el otro –replicó Lauren
–Tal vez tengas razón.
–¿Entonces te quedarás aquí un tiempo? –preguntó ella, acariciándole el pecho.
–No –respondió él, y se puso de pie con rapidez–. Debo marcharme.
–Hay otra mujer, ¿verdad? –preguntó ella, haciendo un esfuerzo por sonreír.
Edward decidió decirle la verdad.
–Sí, supongo que tú podrías decir eso.
–¿Es bonita? Claro que sí –dijo Lauren–. Cuando decías que tu mente había estado en otra parte, te referías a esa mujer. Debes amarla mucho.
–No la amo, pero la deseo. Me obsesiona –replicó él con irritación.
–¿Y qué siente ella por ti?
Edward rió brevemente.
–Me detesta, y sin embargo no puedo culparla. Tal vez porque me odia la deseo aún más. Es un desafío.
–Me resulta difícil creer que alguna mujer pueda odiarte, Edward. –Se puso de pie y lo besó ligeramente en la mejilla–. Pero si estás seguro de que no la amas, yo puedo esperar hasta que la apartes de tu vida.
–Bien, no abandones a tus innumerables amantes mientras esperas –se burló él.
–Sabes que jamás podría hacerlo –rió ella–. Al menos que desees casarte conmigo, por supuesto. Renunciaría a cualquier hombre si te tuviera, Edward. Seguramente valdría la pena.
Edward salió de la casa de la viuda con mejor ánimo. Había pensado pasar la noche con Lauren, pero por algún motivo no podía. El viejo deseo por ella había desaparecido. No sabía qué le sucedía, y no quería preocuparse por ello en ese momento.
No tenía sentido continuar la búsqueda de Gigandet ahora. Esperaría hasta que Gigandet encontrara a la persona que él estaba buscando y volviese a España.
Pero por ahora… por ahora Edward volvería a su casa.
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