—Mmmm —murmuró—. Exquisito.
Un gemido de placer escapó de sus labios mientras él se acomodaba para disfrutar de las atenciones que aquella mujer tan ardiente le dedicaba. Fue entonces cuando el teléfono sonó.
— ¿Ne? ¿Qué demonios sucede? —gritó él—. Te dije que no quería que me molestaran.
Oyó cómo su asistente tosía de forma nerviosa.
—Perdóneme, Señor Cullen, por haberme tomado la libertad, pero, dadas las circunstancias, pensé que...
— ¿De qué se trata? —dijo Edward entre dientes.
—Tengo a... Tengo a su mujer al teléfono.
Hubo una pausa.
— ¿Mi mujer? —repitió Edward suavemente mientras que la guapa pelirroja alzaba la cabeza de su regazo y lo miraba fijamente.
—Ne, señor. ¿Qué quiere que le diga?
¿Que era una zorra despiadada? ¿Que era el mayor error que había cometido en su vida siendo él un hombre que no toleraba en absoluto los errores?
Entrecerró los ojos. Sin duda, llamaba para confirmar que le había llegado la carta que ella le había enviado desde Inglaterra. Su llamada no le era del todo inesperada. Pero, aun así, saber de alguien que ha estado fuera de tu vida durante siete años produce una sensación extraña. Alguien que le había desgarrado el corazón, el cuerpo y el alma. Una mujer que le había atrapado y traicionado después. Era la oportunidad que tanto había esperado. Ahora que aquella llamada había captado toda su atención, esbozó una cruel sonrisa que hubiera hecho temblar a muchos de sus competidores en el ámbito de los negocios.
Levantó la mano para ordenarle silenciosamente a aquella pelirroja ardiente que dejara de hacer lo que estaba haciendo. Al menos de momento. No era muy buena idea eyacular en su boca mientras conversaba con su mujer, a pesar de que recordar la forma en la que ella lo había traicionado le hacía ver aquello como una venganza bastante adecuada. Sus ojos verdes brillaron. Con un corazón tan frío como el de ella, ¿acaso le importaría?
Pero Edward resistió la tentación dándose cuenta de que permitirse semejante capricho podría ponerlo en desventaja. Había una buena razón por la que los hombres se abstenían de tener sexo antes de una batalla. El sexo debilita al más fuerte de los hombres. Y Edward ya no era débil. No desde que la arpía con la que se había casado le había traicionado y había desaparecido de su vida.
—Comunícamela — le dijo a su asistente suavemente.
En su diminuto apartamento de Londres, Bella esperaba a que le pusieran con él. Agarraba el auricular tan fuertemente, que ya empezaba a sudarle la palma de la mano. Temía aquella situación más de lo que recordaba haber temido algo jamás, pero quizá ahora ya era inmune a él. Inmune a su arrebatadora sexualidad y a las expectativas tan poco realistas que él tenía de ella como esposa y mujer. Pero, aunque ella ya no fuera su mujer, había un documento que así lo probaba. Sin embargo, ya no sería por mucho tiempo. Ella ya no estaba unida a él. Había sido liberada de la sofocante prisión de su matrimonio. Lo que Edward pensara ya no le preocupaba lo más mínimo. «Cíñete a los hechos», se dijo a sí misma mientras miraba la pila de facturas amontonadas que iba creciendo cada día. «Dile lo que quieres lo más rápidamente posible y pon fin a todo esto».
Y entonces, por fin, oyó un pitido y escuchó su fría voz.
— ¿Ne?
A pesar de que la voz le resultaba familiar, su tono amenazador hizo que se le erizara la piel al tiempo que el corazón le latía frenéticamente bajo el pecho. ¿Inmune a él? En absoluto.
—Hola, Edward.
Sus ojos negros brillaron al oír el sonido de su suave voz, pero él mantuvo la suya tan firme como si estuviera hablando con un adversario.
—Ah, eres tú —le dijo indiferentemente—. ¿Qué es lo que quieres?
No «Hola, ¿qué tal estás, Bella?» Ni siquiera un intento de hacerle algún cumplido. Pero, ¿qué esperaba? No era lógico que el hombre cuyas palabras a la hora de romper habían sido «No eres más que una golfa y maldigo el día que me casé contigo» ahora fuera cortés con ella.
—Yo... Necesito hablar contigo.
— ¡Qué interesante! —le respondió en un tono susurrante como si se tratara de un tigre moviéndose silenciosamente entre la maleza hacia su presa indefensa—. ¿Y sobre qué?
Bella cerró los ojos. En aquel momento, recordó las palabras de su abogado.
«Si quiere llegar a un acuerdo rápido, trátele con cuidado, señora Cullen. Su marido tiene la sartén por el mango. No porque lleve la razón, sino porque es rico, muy rico».
Naturalmente, tenía razón. Los hombres ricos siempre ganaban porque podían permitirse el lujo de contratar a los mejores abogados. Y Edward era mucho más que rico. Actualmente existían muchos millonarios, pero no abundaban los multimillonarios griegos que poseían imperios navales. La última cosa que ella quería era discutir por culpa del dinero. Tal y como su abogado le había dicho, debía tratarlo con sumo cuidado.
Bella abrió los ojos y contempló a través de la ventana las sucias chimeneas que formaban el paisaje de Londres. Distaba mucho de fingir que estaba hablando con un contestador automático en lugar de con el carismático griego con el que se había casado.
Aun así, las palabras que había ensayado una y otra vez se empeñaban en permanecer agolpadas en su garganta. ¿O acaso simplemente se negaba a pronunciarlas sabiendo que una vez dichas todo habría terminado? Seguía aferrándose al matrimonio aunque éste no hubiera sido una buena experiencia. ¿Quien no quiere seguir viviendo el sueño y creer en el final feliz?
—Yo...
— ¿Porque pareces nerviosa...?
Bella podía percibir el cruel tono burlón de su voz.
«Tranquila», se dijo a sí misma,
—No estoy exactamente nerviosa, — le corrigió—. Si no más bien inquieta. ¿Acaso te sorprende? Hacía mucho tiempo que no hablábamos.
—Lo sé —respondió conteniendo un gemido, ya que ahora la sexy pelirroja deslizaba lentamente sus dedos sobre su erección. Él contemplaba cómo la luz se reflejaba en el rojo de sus uñas mientras trataba de borrar la imagen de Bella de su mente. Borrar la imagen de la muchacha pura e inexperta que había ido hacia él y a quien él había enseñado todo lo que sabía sobre las artes amatorias. Edward se es tremeció.
— ¿Edward?
La voz al otro lado del teléfono le sacó de sus pensamientos mientras que, aún gimiendo, apartó a la pelirroja de su lado. Ella retrocedió sentándose sobre sus rodillas mientras le dirigía una mirada de reproche y sus rosados labios hacían un mohín. El agitó la cabeza y ella hizo aún más pucheros. Pero, ¿cómo podría permitir que le hiciera eso cuando lo único en lo que él podía pensar ahora era en Bella? ¡Maldita sea! ¡Maldita sea!
— ¿Edward? —Bella frunció el ceño mientras oía cómo el ritmo de su respiración se aceleraba—. ¿Sigues ahí?
—Ne —contestó sonriendo a la pelirroja. Era el tipo de sonrisa que decía, «Cuando haya terminado con esta maldita llamada, podrás tomarme en tu boca y chupar hasta dejarme seco»
—.Pero es que estoy ocupado.
Así que nada había cambiado. Edward Cullen seguía cegado por su misión: querer convertir el imperio Cullen en la mayor empresa naviera del mundo. Al menos, eso era lo que los periódicos decían. Bella sólo había presenciado sus ansias de poder en las primeras fases. Aquellos días en los que el trabajo colmaba toda su vida excluyéndola a ella e influyendo enormemente en el lento proceso de desintegración de su matrimonio.
— ¿Qué es lo que quieres? dijo Edward impacientemente, agitando perceptiblemente la cabeza mientras que la pelirroja deslizaba los dedos entre sus muslos y comenzaba a masturbarse.
El dibujó con los labios la palabra «espera». Ella volvió a hacer una mueca.
—Hay ciertas cuestiones que debemos discutir. ¿Has recibido la carta?
— ¿A qué carta te refieres? —preguntó él fingiendo no saber a qué se refería—. Recibo muchas cartas a lo largo de la semana. De hecho tantas que no puedo recordar de qué tratan muchas de ellas. Refréscame la memoria, Bella. ¿Qué es lo que dice?
«No dejes que te intimide. Ya no tienes diecinueve años y no estás locamente enamorada de un sueño. Eres una mujer de negocios independiente, a pesar de que no tengas mucho éxito». Ella esbozo una leve sonrisa... —Sabes muy bien de qué trata. Es una carta de mi abogado —le dijo rotundamente—. Que expresa mi intención de presentar una demanda de divorcio —tomó aire—. No sirve de nada ignorarla, Edward. No va a servir de nada.
— ¿Quieres el divorcio? dijo soltando una provocadora carcajada—. ¿Qué te hace pensar que te lo concederé?
— ¿Concedérmelo? —repitió ella—. No se trata de hacerme un favor. ¡No tienes otra opción!
Se habían casado muy jóvenes. Edward ni si quiera había terminado la universidad, pero su poder y autoridad habían aumentado con el transcurso de los años. Había muy poca gente, de hecho nadie, que se atreviera a hablarle de semejante forma. La expresión de su rostro cambió. ¿Acaso no sentía la deliciosa excitación que le provocaba en frentarse a un conflicto? ¿No experimentaba esa sensación especial al pensar en luchar precisamen te contra ella? Porque, en su interior, aún le corroía pensar que no había recibido su merecido. Que no le había hecho pagar lo suficiente. La mujer que le había sido infiel merecía ser aplastada.
—Siempre hay opciones, Bella, mu. Pero, ¿a qué viene ahora tanta prisa? Hemos estado separa dos durante siete años sin que hayas dado muestras de querer librarte legalmente de mí. ¿Por qué ahora? ¿Has decidido casarte?... —Dijo algo en griego que hizo que la pelirroja lo mirara sorprendida—… ¿Casarte con tu amante? —terminó en inglés haciendo que aquellas palabras sonaran como si no tuvieran nada que ver con el amor. Y de hecho no lo hacían. Todo aquello tenía que ver con la idea de posesión. Incluso ahora, pensar que su mujer tenía a otro hombre que la satisfacía y disfrutaba de las cosas de las que él había gozado antes le llenaba de ira—. ¿Es eso por lo que quieres el divorcio, Bella? ¿Para satisfacer al hombre que me ha sustituido? ¿Es el mismo por el que rompiste tus votos matrimoniales? ¿Aquél con el que te acostaste antes de llevar un año de casada conmigo?
Bella se tambaleó. Sentía unas horribles náuseas en el estómago que, desdichadamente, le eran familiares. Sin embargo, no se molestó en corregirle. No le creería si le dijera que no había ningún sustituto, si es que, acaso, hubiera alguien que pudiera reemplazarlo. Simplemente era otra de las acusaciones de Edward que no merecía la pena rebatir. En el pasado él siempre había hecho oídos sordos a sus declaraciones de inocencia, así que siempre lo haría.
Él se había hecho la idea de que ella era una mujer infiel y ahora ya nada podría cambiar la imagen que él tenía de ella independientemente de cuál fuera la verdad. Edward veía el mundo de la forma que él quería. Quizá eso era lo que todos los hombres ricos hacían. Él era muy cabezota, y eso era su fuerza y su debilidad. Y nada podía hacerle cambiar.
¿Qué le había dicho su abogado? «Sé breve y amable es la mejor forma. Después de siete años separados, no debéis tener muchas cosas que deciros».
Su abogado por supuesto, desconocía que Edward siempre debía tener la última palabra. Siempre tenía que llevar la razón y hacer su voluntad tal y como había hecho durante toda su vida. Y, a pesar de su intención de hacerlo. Bella no pudo evitar intentar sonsacarle. Naturalmente era curiosa, ¿qué mujer en su misma situación no lo sería?
—Había pensado que tú también estarías encantado de obtener el divorcio. Estoy segura de que debe haber un montón de mujeres esperando con vertirse en la futura Señora Cullen.
¡Naturalmente que había! Los crueles labios de Edward esbozaron una expresión de ira. ¿Acaso significaba tan poco para ella que podía preguntarle sin más acerca de las mujeres que la habían reemplazado en su cama? La amargura del resentimiento que había sentido hacía ya tanto tiempo y que había permanecido latente durante años parecía estar aflorando peligrosamente.
Enojado, se dio cuenta de que, de alguna manera, Bella había conseguido matar su erección, cosa que hizo que su enfado aumentara. Impacientemente, le hizo una señal a la pelirroja con la mano y, poniéndose en pie, fue hasta la ventana para contemplar el incomparable azul del mar Egeo.
—Naturalmente, para la mayoría de las mujeres sigo siendo un buen partido —alardeó—. Pero, al contrario que tú, no tengo ningún deseo de divorciarme.
Vio que la pelirroja se daba la vuelta y lo miraba con reproche. En ese momento recordó que ella tenía algo más que unas nociones básicas de inglés. Señaló hacia la puerta y le hizo un gesto con la mano indicándole que esperara tan sólo cinco minutos. Después, para suavizar la forma en que la echaba, le lanzó un beso que hizo que ella, a regañadientes, le dedicara una sonrisa. Algunos hombres se habrían sentido culpables por tratar así a una mujer, pero, desde luego, no él.
El nunca prometía nada que no fuera capaz de dar, lo que significaba que jamás hablaba de compromiso. Sin embarco, era totalmente sincero con las mujeres con las que compartía su lecho o las que, por capricho, acudían a él para darle placer cuando se aburría en el trabajo. Por su parte, ellas obtenían joyas, caprichos, paseos en jet privado y el acceso a las fiestas más fastuosas que se celebraban en todo el mundo.
Pero lo más importante es que él les hacía gritar de placer. Cada una de las mujeres con las que había tenido sexo le había confesado que él era el mejor amante que jamás habían tenido. Y Edward nunca lo dudó ni por un momento. Estaba orgulloso de sus habilidades sexuales, pero, para él, aún era algo en lo que podía mejorar.
— ¿Me estás diciendo que quieres seguir casado? —preguntó Bella sorprendida mientras la puerta de la sala de juntas se cerraba despacio y la pelirroja salía de su oficina con un delicioso contoneo de su exuberante trasero.
Edward esbozó una sonrisa. —No es eso exactamente lo que he querido decir —reprendió suavemente—. He dicho que no tengo ningún deseo de obtener el divorcio. Ambos conceptos son bastante distintos.
En aquel momento ella lo odió. Su habilidad para hacer juegos de palabras, incluso en un idioma que no era su lengua materna, siempre la había hecho sentirse estúpida.
—Es una cuestión de interpretación –protestó ella.
—Ambos sabemos a lo que me refiero, Bella. No obtuve mucho de mi matrimonio contigo, pero al menos ahora me sirve para quitarme de encima a algunas mujeres ambiciosas.
Bella contuvo su indignación sabiendo que la terrible actitud de Edward hacía las mujeres no tenía nada que ver con ella. Ella tenía derechos. Lo único que quería era su libertad.
—Bueno, pues yo sí quiero el divorcio —le dijo fríamente.
— ¿Y lo quieres ahora? —Edward exageró un suspiro—. Entonces parece que hemos llegado a una especie de punto muerto.
Bella pudo oír el tono burlón de su voz y, a pesar de que había prometido no hacerlo, montó en cólera.
— ¡No puedes hacer nada para evitar que obten ga el divorcio!
— ¿Ah, no?
Hubo una pausa. Después, Bella empezó a hablar aunque le faltara el aliento.
— ¿Me... me estas amenazando?
— ¿Amenazarte? —soltó una carcajada—. ¡Menuda imaginación tienes, Bella!
— ¡No me trates con condescendencia!
La sonrisa de Edward se hizo más grande cuando se dio cuenta de que había logrado su objetivo.
—No tienes por qué ponerte histérica.
Lo que, naturalmente, hizo que Bella se pusiera histérica. Podría haberle gritado. Decirle que era el hombre más egoísta y autoritario que jamás había conocido, pero se obligó a respirar hondo para poder rebatirle con la misma fuerza que él mostraba. ¿Por qué decirle algo que ya sabia y que parecía no importarle en absoluto?
— ¿Quieres que te envíe directamente los papeles, Edward? Porque esa es la única opción que tienes.
Él soltó otra carcajada de placer al oír el enojo en su voz. ¿Cómo podía haber olvidado lo estimulante que resultaba oponer resistencia? Podía tener una lista entera de quejas sobre la mujer con la que, de forma tan insensata, se había casado, pero, ciertamente, el aburrimiento nunca había aparecido en ella.
—Primero tendrás que encontrarme —le retó él.
—Oh, eso no será difícil, créeme. Mi abogado contratará a alguien que pueda seguirte la pista en Atenas hasta entregarte los papeles del divorcio. Este tipo de cosas sucede a diario. Ya sabes, maridos que se dan a la fuga evitando afrontar sus responsabilidades —de repente paró, consciente de que había hablado más de la cuenta.
Pensativo, Edward inspiró de forma silenciosa. Parecía que ella se había tomado la molestia de hacer averiguaciones. Y parecía que quería dinero. Frunció el ceño preguntándose qué porcentaje de su fortuna tendría intención de arrebatarle. En aquel momento, deslizó un dedo sobre la mandíbula en la que, a pesar de haberse afeitado esa mañana en uno de los breves descansos que le había otorgado la insaciable pelirroja, empezaba a aparecer de nuevo la barba.
Contempló el mar. En él podía ver, moviéndose lentamente uno de los barcos que había hecho que su familia, de la cual él era el máximo representante, fuera reconocida mundialmente. La industria naviera proporcionaba grandes beneficios y dentro de ella, los Cullen, dominaban el mercado.
¿Merecía la pena oponerse al divorcio? Apoyó los brazos sobre su cabeza y bostezó. Aunque perdiera la demanda, la cantidad de dinero estimada no significaría nada para la fortuna de los Cullen. Entonces, ¿acaso no sería mejor firmar el cheque y decirle adiós a Bella?
Pero entonces el corazón empezó a latirle apresuradamente contra el pecho. ¡Maldita sea, sí! Lucharía contra ella. Se lo me recía después de haberlo herido y traicionado de aquella forma. Lo había engañado y, para un hombre como él, había resultado ser una lección muy difícil de aprender. El siempre la había valorado y estimado más que a cualquier otra mujer, pero ella no parecía haberlo apreciado.
Pero, ¿acaso no había estado esperando este momento durante mucho tiempo? En su día, le sorprendió bastante que su mujer no le exigiera una parte de su imponente fortuna a los pocos meses de separarse. Y después los meses se habían convertido en años. Así habían llegado a un punto muerto. Sabía que uno de ellos tendría que romperlo algún día, aunque también sabía que nunca sería él, puesto que su orgullo jamás se lo permitiría. Había sido una larga espera, pero parecía que, por fin había llegado la hora. Y ahora tenía intención de disfrutar de cada momento.
—Aunque te las apañaras para hacerme llegar los papeles —le dijo suavemente—, eso no significa que vaya a colaborar contigo.
Bella se mordió los labios. Ése era el peor supuesto sobre el que su abogado la había prevenido. Podría empezar a gastarle malas jugadas para alargar el proceso de divorcio y, aunque ella ganara al fin, podría llevarle meses o incluso años hacerlo. Mientras tanto, sus facturas seguirían amontonándose. Y, con un negocio tan pequeño como el de Bella los impagos e intereses podrían hacer que todo se fuera al traste.
Pero eso no sería lo peor. Lo peor sería la repercusión que el cese del negocio tendría sobre la mujer que trabajaba para ella, que confiaba en ella. Sabía que las circunstancias de Alice, su prima, no eran fáciles. Ella había trabajado duramente y le había mostrado a Bella lealtad absoluta. Y ella no estaba dispuesta a poner en peligro el medio de vida de esa gran mujer por no tener la aprobación de su ex.
—Así que quieres pelea, ¿verdad, Edward?
—Llevo el espíritu de la lucha en la sangre, Bella —murmuró—. Ya lo sabes.
Pero él jamás había luchado para evitar perderla. Por el contrario, se había rendido a la primera oportunidad sin haberse cuestionado la veracidad de los hechos. Librar una batalla legal contra un hombre que aún hacía que el corazón se le acelerase, aunque hoy por hoy fuera de rabia, era lo último que necesitaba o quería.
Bella se colocó un mechón de pelo detrás de la oreja. «Deja a un lado los sentimientos en este asunto», se dijo a sí misma. «Háblale como si fuera un cliente a punto de elegir el menú para la cena de gala anual del club de tenis. No dejes que se dé cuenta de que te esta intimidando»
— ¿Hay algo que pueda hacer para que cambies de opinión y podamos solucionar esto de forma pacífica? —le preguntó con calma.
A pesar del repentino tono sereno que había adoptado, Edward se dio cuenta de que aquélla era una pregunta clave y, al hacérsela, ella le estaba confiriendo el bastón de mando.
Esbozó una leve sonrisa. Estaba disfrutando de la familiar sensación de tener el control. Pero ¿qué otra sensación era mejor que un orgasmo? Ninguna, pero, sin duda, la sensación de poder era mucho más duradera.
Contemplando el cielo azul, empezó a imaginarse el pescado que tomaría a la hora de comer en una sombreada terraza en un escondido oasis de la ciudad. Después, quizá saldría a navegar con uno de sus yates. Se daría un masaje en cubierta y quizá disfrutaría de la compañía de la pelirroja. Eso, si aún tenía ganas de ella. Edward bostezó.
—Quizá sí —le dijo suavemente haciendo una pausa a propósito. Sabía que los silencios telefónicos podían parecerle una eternidad a cualquier adversario—. ¿Por qué no vienes aquí y lo discutimos?
Bella se puso tensa. Cada uno de los receptores de su cuerpo dio la señal de alarma al oír una sugerencia tan descabellada.
— ¿Te refieres a... Atenas?
— ¿Por qué no?
— ¡No seas ridículo, Edward!
— ¿Acaso te parece extraño? —preguntó—. Es aquí donde una vez viviste. El lugar al que solías llamar hogar. Aunque ambos sabemos lo incierto que era. Porque tu vida aquí era tan falsa como tu deseo de ser una buena esposa. ¿Acaso es eso por lo que no soportas la idea de venir de nuevo a Grecia, Bella?
Ella podía pensar en un montón de razones, pero Edward era la principal. La última vez que lo había visto, él le había dicho que preferiría pudrirse en el infierno que volver a verla. Así que, ¿qué había cambiado? Instintivamente, Bella se humedeció los labios secos. Nada había cambiado. Tampoco lo habían hecho los insultos que él le profería. El la odiaba. Y se lo estaba dejando muy claro.
—No veo la necesidad —susurro Bella.
— ¿Ah, no? Quizá podría ser más... considerado si vinieras aquí y me pidieras el divorcio a la cara.
— ¿Pedírtelo? —repitió a pesar de que el corazón le latía con fuerza—. ¿Crees que necesito pedirte permiso? ¿Qué necesito tu consentimiento? ¡No vivimos en la Edad Media!
Pero Edward sí lo hacía. Siempre lo había hecho. Sólo que ella era muy joven entonces para darse cuenta de ello. A pesar de su educación en el extranjero y sus maravillosos trajes y zapatos italianos, en él latía el corazón de un hombre primitivo.
—Eso es lo que dice la ley, Edward. ¿No lo en tiendes? Desde luego, así es como funciona en Inglaterra.
—Pero yo soy griego —le recordó con orgullo—. Y tú estás casada con un griego.
Bella abrió la boca para decirle que no le importaba, pero se contuvo. De hecho, ya había hablado demasiado. Si supiera que había estado informándose de los aspectos legales del divorcio, él se convertiría en un adversario aun más duro. Sin embargo, Edward había dicho la verdad. El era combativo por naturaleza. ¿Seguro que no había otra forma de arreglarlo?
—Ven a verme —le dijo suavemente interrumpiendo sus pensamientos—. ¿O acaso no te atreves, Bella?
¿Se atrevía? Una vez, ella se había derretido como la cera en sus expertas manos. El la excitaba con la maestría de sus caricias y el sedoso tacto de su lengua. Tan sólo una mirada de Edward era suficiente para estimularla y arder en deseos. Pero siete años era mucho tiempo y, en ese periodo, ella había dejado de ser una chica para convertirse en toda una mujer. Una mujer sensata que no iba a enamorarse de nuevo de un diablo de ojos verdes que sabía cómo transportar a una mujer al paraíso. Pero que, sin embargo, no sabía cómo amarla, confiar en ella ni compartir su vida juntos.
—Si accedo a reunirme contigo, ¿no podría ser aquí en Londres? —añadió esperanzada.
Eso sería mucho mejor. Podrían reunirse en cualquier hotel anónimo del centro. Después, ella podría tomar un autobús y salir de su vida para siempre.
Edward sonrió. Sabía que estaba a punto de conseguir lo que quería. Fuera, hacía un calor insoportable, pero allí dentro el aire era fresco como el agua en primavera. El amaba su ciudad natal a pesar del ruido, el calor y el bullicio que la hacían tan colorida y vibrante. Le divertiría mucho ver de nuevo allí a su fría y serena ex mujer. Ella era la antítesis de la ciudad. ¿La desearía aun?
—No tengo ninguna intención de ir a Londres.
—Pero es más fácil para ti poder viajar hasta aquí.
Al oír la inseguridad en la voz de Bella, su sonrisa fue la de un depredador que acaba de atrapar a su presa.
— ¿Y por qué piensas eso, agapi mu?
Aquella expresión de cariño hizo que ella se sonrojara, pero el cinismo con la que la había dicho bloqueo los recuerdos románticos que evocaba.
—Porque tu trabajo es... flexible —dijo odiándose por titubear. Pero ¿cómo iba a decirle: «Porque eres rico y puedes hacer lo que te dé la gana mientras que yo tengo que trabajar parar ganarme la vida. Porque tengo una pila de facturas que pagar y ni siquiera estoy segura de que pueda permitirme pagar el billete de avión a Grecia»?
El sonrió, encantado.
—Obviamente, ésa es la ventaja de ser tu propio jefe —observó.
—Bueno, yo también soy mi propio jefe —contesto indignada—. Pero, al contrario que a ti, a mí nadie me ha puesto las cosas en bandeja.
Aquello no le sentó nada bien. Nadie solía criticarle.
— ¿Y a qué tipo de trabajo te dedicas actualmente, Bella?
Miró las rosas de azúcar que había sobre la mesa. Estaban listas para decorar la tarta de cumpleaños que acababa de hacer. A pesar de que estuvieran bañadas de azúcar blanquilla, en su interior aún eran de color rosa, como el ramo de flores que ella había llevado el día de su boda. No importaba que su matrimonio no hubiera durado porque, en el fondo de su mente, aún existía. Había algo que le impedía olvidarlo. Y, algunas veces, ese recuerdo era tan fuerte, que le daban ganas de gritar en voz alta para autocompadecerse. Pero la autocompasión no era un sentimiento muy agradable. Además, no llevaba a ningún sitio.
—Aún me dedico a la hostelería, Edward —le dijo resueltamente—. Nada ha cambiado.
—Entonces te sugiero que te tomes unas vacaciones. Ven a Atenas y podremos llegar a un acuerdo entre nosotros —continuó sin piedad—. Porque, si quieres el divorcio, ésa es la única forma de poder obtenerlo.
Edward colgó el teléfono resueltamente. La puerta se abrió de repente. Allí estaba de nuevo la guapa y sexy pelirroja que, mientras recorría el despacho en dirección a él, se iba desabrochando el vestido.
sospecho q EDDy VA A SER UN BASTARDO EN ESTA HISTORIA
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