Capítulo 5 “Tenía que ser ella”
— ¿Quieres más te, Aro?
—Oh no, no. Absolutamente nada. Solo estoy deseando ver esos asaltos.
Aro Vulturi ha rechazado la taza de té que por segunda vez le ofrece Heidi. El amplio local destinado para ejercicios y sala de armas, en el suntuoso palacio, esta concurrido como pocas veces aquella tarde; es un salón lo bastante grande para poder servir de pequeño teatro.
Un tablado en forma de escenario presenta el lugar para la esgrima y en lugar de lunetas, son cómodas butacas de cuero y livianas mecedoras de Viena, pequeñas mesas y otros mueblecillos auxiliadores los que ocupan la parte destinada a los espectadores.
Se ha servido té, licores y frutas según el gusto de cada cual. Y hasta una docena de simpáticos mozalbetes en traje de esgrimista van de un lado a otro haciendo y escuchando comentarios sobre los pasados asaltos.
—¿Félix Moreau ha estado fantástico, verdad, papa?
—Sí hijo, y también Alec Bright. Si sigue este entusiasmo por la esgrima será cosa de volver a establecer los premios de copas y medallas que repartíamos aquí cada año, en tiempo de mi abuelo y de mi padre.
—No creo que el entusiasmo dure mucho. Los muchachos de ahora encuentran eso de la esgrima bastante anticuado.
—Pues a mí me encanta. Es el deporte de mayor nobleza, sobre todo entre caballeros. Una de las pocas cosas que no me gusta de los americanos es eso de dirimir las cuestiones de honor a puñetazos.
—Me satisface oírte hablar así, hijo de mi alma. Eso me índica cuanto queda en ti de nuestra vieja raza.
—A mi lo único que me gusta es lo bien que te queda ese traje; por lo demás, estoy temblando que se hagan una herida o que se salten un ojo con uno de esos dichosos floretes.
James ha sonreído satisfecho de la mirada de orgullo maternal, en que le ha envuelto Heidi. Realmente se ve bien con aquel traje hecho correctamente a su medida, y siente un pequeño e inconfesable placer, al verificar que Edward Cullen no parece el mismo, aprisionado por aquel peto que le queda estrecho, sombrío y pensativo; como si los más negros pensamientos le atormentaran.
Esta sentado en un rincón un poco apartado; pero hacia el va James con gentil sonrisa de anfitrión.
—No ha tomado usted nada, Cullen.
—No deseo nada, gracias.
— ¿Quiere tirar un asalto conmigo mientras esperamos a Isabella?
— ¿Qué le pasa a Isabella?, ¿Por qué no está aquí ya?, ¿Tanto tiempo necesita para mudarse de traje? Hace ya una hora que la dejamos.
—Piense en lo que hemos tardado nosotros.
—De todas maneras.
—Ahí viene Irina, ella sabrá. Voy a preguntarle.
Ha cruzado rápidamente el salón yendo hacia la puertecilla, donde efectivamente acaba de aparecer Irina en traje de tarde; y mientras los invitados se aprestan a presenciar la nueva exhibición de esgrima, se acerca para hablarle en tono impaciente y confidencial.
— ¿Bajó contigo Isabella?
—No.
— ¿Dónde está?
—La deje en su cuarto, y tardara un rato en bajar. Ni siquiera había empezado a cambiarse.
— ¿Ah, no?
—Tú sabes cómo es ella. Le encanta que la esperen.
—No, no sabía.
—Y yo todavía quisiera que tardara más.
— ¿Cómo?
—En cuanto aparezca, ya no tendrás ojos más que para mirarla.
— ¿Tú crees?
—Y tendrás razón. Yo no soy de esos envidiosos que niegan la verdad. En traje de esgrimista está muy guapa.
Ha fruncido los labios en una mueca casi infantil, como si fuera a romper a llorar, apoyando su mano en el brazo de James que la mira nervioso y desconcertado.
— ¿Quieres sentarte a mi lado un ratito mientras ella llega?, ¿No es mucho sacrificio para ti?
—No es ninguno. Deja las tonterías de esa clase.
—Comprendo que te fastidio, James; pero sufro tanto.
— ¿Tú sufres?, ¿Tú?
—A veces creo que más de lo que puedo resistir. Ven, hace demasiado calor aquí dentro. Necesito un poco de aire.
Ha tirado de él obligándole a cruzar la puerta. Y ahora están bajo aquella especie de camino techado de glicinas y madreselvas, que conduce, desde el cuerpo central de la casa, hasta el amplio pabellón donde están instalados los salones de armas y gimnasia.
Unos bancos de mármol bordean el camino, y hacia uno, un poco más apartado, como arropado entre el ramaje de los arbustos, es hacia donde Irina conduce a James con la decisión de un designio diabólico.
—Pero por Dios, Irina…
—Ven aquí. Siéntate y óyeme. Dedícame diez minutos nada más; después estarás al lado de ella toda la tarde.
—Pero Irina...
—No es más que un momento. Si supieras todas las dudas, todas las zozobras, todas las angustias que pasan por mi alma.
Nadie parece haber notado la evasión de James e Irina de la sala, nadie, excepto el sombrío visitante que vino desde Matto Grosso a la Capital. Aún no sabe impulsado por qué fuerza, Edward ha cruzado también aquella puerta, procurando pasar inadvertido: acaso presiente en la actitud y el gesto de Irina, que algo importante puede escuchar.
Tal vez es solo el ansia de saber algo de Isabella. Sin que ellos le vean, se ha deslizado por detrás de los bancos; quiere saber, necesita saber; no importa el medio ni el recurso de que tenga que valerse; y acierta a ocultarse tras el macizo de enredaderas, en el preciso instante en que Irina y James toman asiento en el banco a quién sirve de espalda.
—Irina te doy mi palabra de honor que no entiendo lo que te pasa, ni lo que tratas de decirme.
—James. Es tan duro y tan difícil. Quisiera que tú lo adivinaras.
—Te juro que no tengo cualidades de mago.
—Ya lo sé; ni siquiera de hombre avisado.
— ¿Cómo?
—Resultas tonto a fuerza de ser bueno.
— ¡Irina!
—Es la verdad, la tristísima verdad. Y yo, que no puedo soportar verte tan ciego, yo que sufro hasta morirme porque sepas toda la verdad; tengo miedo de que no me creas, de que me juzgues calumniadora y mala.
—De sobra sabes que eso no puede ser, Irina. ¿Quieres dejar ya ese tono dramático? Eres una chiquilla, una adorable chiquilla, a quién quiero como una hermana. No quiero que estés triste ni que te preocupes, ni que tengas porque quejarte de nadie. Soy tu hermano mayor y te ayudare a ser feliz.
—Yo no puedo ser feliz, mientras tu…
— ¿Mientras yo, que?
—Nada, nada.
— ¿Otra vez las lágrimas? Pero criatura, ¿Quieres dejarte de sentimentalismos tontos? Anda, dame el brazo; volvamos a la sala de armas. Tomaremos un par de copas de Oporto y me prometerás no volver a estar triste.
—Lo único que te interesa es quitarme de en medio y callarme.
—No, Irina…
—Lo comprendo perfectamente. Me quitaría yo misma. No es por mí que sufro; es por ti, James.
— ¿Por mi?
—Por ti, James; por ti que no sabes nada, y a quién no puedo decir nada.
— ¿Y qué habrías de decirme?
—No, no. Es inútil; nunca me creerás.
— ¿Sabes que me estas poniendo en duda?
—Estar en duda es lo mejor que podría ocurrirte; así no te engañaran.
— ¿Quién trata de engañarme?
—Ella.
— ¿Que estás diciendo?, ¿A quién te refieres?
—Ella, para ti, no es más que una. La mujer a la que has entregado la vida y el alma, Isabella, si quieres que te hable más claro.
James ha palidecido; pero más aun que él, con un temblor más doloroso y más hondo, se ha agitado Edward Cullen, estremecido hasta las entrañas.
Su mano crispada se ha hundido hasta el bolsillo, extrayendo aquel cuadrado de seda, bordeado de finísimos encajes, aquel pañuelo de mujer que rescatara de entre las cosas de su hermano, donde una inicial, una "I" ancha, de elegante trazo, parece marcarle con demasiada claridad el camino.
James se ha puesto de pie casi con brusquedad. Por un momento siente el impulso de alejarse de Irina, de no escucharla más; pero un agudo, un finísimo dardo de celos, penetra en su alma envenenándole y deteniéndole a pesar suyo.
—Hace días que tratas de decirme algo de Isabella. Pero no empleas sino medias palabras. ¡Si vas a seguir así, más vale que no me digas nada!
—No sabes lo que diera por poder callarme, pero la conciencia no me deja. Oh, ¡James!, ¡James! Tienes razón; más vale que no te diga nada. Después de todo, no soy yo quién debe hablar.
—Espera, Irina; aguarda, aguarda.
—No, James, no.
—Sí. Habla, habla.
—No me lo perdonarías nunca; me odiarías como si yo tuviera la culpa de lo que ella ha hecho.
— ¿De lo que ella ha hecho?
—Más me vale callar.
—No. Ahora no callaras. Ya has dicho demasiado. Cuando se insinúan las cosas en la forma en que tú acabas de hacerlo, no hay más camino que hablar pronto y claro.
— ¡No hablare!
—Hablaras porque te lo mando.
— ¡Oh, James! No me aprietes así, me haces daño.
—Discúlpame, no fue mi intención; pero necesito que hables. ¿Qué sabes de Isabella?, ¿Es acaso novia de Edward Cullen?
—Si fuera eso solamente.
— ¿Si fuera eso solamente, qué? Acaba. Es eso, y además...
—No James. De Edward nada, absolutamente nada que yo sepa. Lo que tú has visto y nada más. Ay, James querido, tú eres como mi hermano. Ya antes lo has dicho, y siendo como mi hermano, yo no puedo callar; pero no puedo hablar tampoco. Le pedirías cuentas, armarías un escándalo, lo sabrían los tíos, ¡sería horrible!
James se ha erguido respirando profundamente para contener la emoción que le embarga; está muy pálido y un sudor helado empapa sus sienes y sus manos.
— ¿Quieres hacerme el favor de hablar claro?, ¿Qué pasa con Isabella?
—Cuando hable creerás que la estoy calumniando.
—No creeré nada. Habla.
— ¡Oh, James, James! Para que yo hablara tendrías que darme tu palabra de honor, que jurarme, sí, jurarme por la vida de tus padres, que ni Isabella ni ellos sabrán nunca que he sido yo quién te ha dicho la verdad.
— ¿Qué verdad?
—La verdad sobre Isabella.
— ¿Cuál es? La estoy esperando. Y espero que para acusarla estés muy segura y tendrás pruebas que presentar.
—Yo no la estoy acusando, James.
— ¿Qué es entonces?
—Nada, nada. Más vale que no hable.
—Ahora tienes que hablar aunque no quieras. Ahora tengo yo que saber toda la verdad. ¿De qué pensabas acusar a Isabella?
—Yo no la acuso y tengo pruebas además.
— ¿Pruebas de qué?
—De que no debe casarse con ella un hombre honrado.
— ¿Qué...? ¿Qué has dicho?
— ¡James, me rompes los brazos!, ¡Suéltame!
— ¡Estas suelta! Pero por última vez ¡habla!
—No diré una palabra si no me juras antes, que Isabella nunca lo sabrá, que no le dirás nada a tía Heidi, que no le harás ningún daño. Júramelo, James ¡Júramelo!
— ¡Esta bien! ¡Te lo juro! Pero júrame que no dirás nada que no sea verdad. Júrame que me probaras cuanto dices, ¡y no llores más!
Irina ha secado sus lágrimas, el diabólico relámpago cruza otra vez por sus pupilas y ahora es ella la que se agarra al brazo de James con ansia desesperada.
—Ven al fondo del jardín, donde nadie pueda escucharnos. Por aquí va a pasar ella dentro de unos segundos. Pueden vernos, pueden oírnos, y lo que voy a confiarte, James, solo tú tienes que oírlo, solo a ti soy capaz de decírtelo, para salvarte de una mala mujer. ¡Porque te amo, James! ¡Porque te amo!
Solo un instante ha cruzado el asombro por las pupilas azules de James. Bruscamente inquieto mira a todos lados. Luego, su mano endurecida por la angustia, aprisiona con rabia el brazo de Irina, arrastrándola a través de los macizos de flores, a donde espera que nadie les vea ni les oiga; pero Edward Cullen ha seguido sus pasos; cien veces más tembloroso, más pálido, más envuelto de angustia que el propio James, más desgarrada el alma por el presentimiento de aquella revelación que ya creé adivinar.
—Habla.
—James, si tú supieras el sacrificio que me cuesta. Sólo por ti. Sólo por ti seria capaz de hacerlo.
—Acaba de hablar, Irina.
—Ya veo que no te importa nada, ni mi dolor, ni mi sufrimiento, ni mis lágrimas, ni mi amor siquiera.
—¡Oh, Irina!
—Ya sé que ella es el mundo entero para ti, que fuera de ella no ves ni oyes, ni te importa nada. Estás ciego, loco. Eres capaz de dar un escándalo, de preguntarle a ella, de hacer que se enteren los tíos.
— ¡Ya te he dado mi palabra de honor de callar! ¿Qué más quieres? ¿Qué más exiges? Te estás burlando de mi.
—James querido.
—Por última vez, ¡habla! ¿Por qué no puede casarse con Isabella un hombre honrado?
—Porque ella no lo es.
— ¿Qué?
—No pongas esa cara, o no podre seguir hablando. Ella no tiene la culpa. Tú sabes cómo se crió, tu sabes cómo era su padre.
— ¿Que tiene que ver su padre en todo esto?, ¿Por qué pretendes que no es honrada?, ¿Por lo que hicieron los demás?
— ¡No iría pura al altar!
— ¿Por qué?, ¿Por quién?, ¿Cuál es su amante?
—James, no levantes la voz.
— ¡Me estás diciendo que Isabella tiene un amante!
—No, no.
— ¿Entonces qué?, ¡Acaba!
—Ella quiso a un hombre, o pareció quererlo. A un hombre que la adoraba; pero que no podía casarse con ella porque era pobre, ¿sabes?, no tenía nada. E Isabella sueña con ser rica, con ser la dueña de esta casa, con tener el mundo a sus pies.
— ¿Qué hombre era ese, y que paso con ese hombre?
—Casi vivió en esta casa, era como un secretario del tío Aro. Se veían a diario, salían juntos; estaban horas y horas perdidos en este jardín.
— ¿Y qué más?
—Salían a pasear a caballo por los campos, solos, totalmente solos.
— ¿Y qué?, yo también lo hago y no pretenderás…
—Tú eres distinto; tú no serias capaz de una infamia.
— ¿Y ese hombre?
—El no tuvo la culpa, ella era quién lo sonsacaba.
— ¿Qué…?
—Sin mala intención, por coquetear. Pero el que juega con fuego, con fuego se quema.
— ¿Y qué?
— ¡Oh, James! No quieres comprenderme.
— ¡Quiero obligarte a que hables claro, enterarme hasta de la ultima silaba, beberme todo el veneno de tus palabras!
— ¿Crees que lo hago por mal?, ¿No te das cuenta?
—No quiero darme cuenta de nada sino oírte hasta el fin. ¿Cómo se que lo que dices es verdad?, ¿Cómo sabes que ese hombre fue amante de Isabella?, ¿Cómo puedes probarlo? Dijiste que podías.
—Si preguntaras a los criados.
— ¿Los criados?, ¿Pero los criados saben?
—No hablaran. Los tiene de su parte. Ella siempre tiene a la gente de su parte; las subyuga, las domina, las maneja como quiere. Y cuando uno desesperado habla, creen que lo hace por mal.
—No es eso. Admito que digas la verdad; que hubo aquí un hombre de quién Isabella estuvo enamorada, hasta adivino quién es. No le conocí, pero le oí nombrar demasiado, ¿Anthony Masen, verdad?
—Sí. Primero fueron novios; pero nadie lo supo, nadie más que yo. Ella no quería que tía Heidi se enterara. No quería estar comprometida para poder flirtear con los demás. Ellos disimulaban que se querían; se veían de noche, a escondidas en el jardín. Aquí mismo. ¿Te has fijado qué el cuarto de Isabella tiene una ventana sin rejas? Por las enredaderas es muy fácil trepar y el entraba en su cuarto.
— ¿Lo sabes tú? ¿Lo viste tú?
—Sí, James, lo vi muchas veces. El primer día creí que era un ladrón; salí corriendo de mi cuarto, fui a gritar; pero Isabella se había dado cuenta y me tapo la boca.
— ¿Qué estás diciendo?
—Me metió en su cuarto casi arrastrando, me maltrató. Sí, me maltrató. Es mucho más alta, mucho más fuerte que yo.
— ¡Irina!
—Te lo juro. Me amenazó con matarme, si se lo decía a tía Heidi. Parecía una fiera. Me dio miedo y también lastima. Si tía Heidi lo hubiera sabido la habría echado de la casa.
—Hiciste muy mal en callar. ¡Debiste decírselo todo a mi padre!
—Me dio miedo. El tío Aro no me quiere a mí, la quiere a ella. Contar una cosa así es horrible. Me hubiera odiado como tú; como tú me estas odiando, y ella no me habría perdonado jamás.
Ha retrocedido cubriéndose el rostro con las manos, mientras James devora su angustia y su rabia. Y no duda; cuanto ha dicho Irina le parece lógico, claro; cree tener ante sí la escena, y la voz quejumbrosa sigue derramando como gotas de veneno corrosivo, razones y palabras.
—Seguramente se querían. Se querían mucho. Pero Isabella tiene miedo a ser pobre, sueña con vivir en un palacio, con tener muchos criados. Cuando a los dos o tres días me atreví a hablarle del asunto, me dijo que Anthony Masen se iba a casar con ella.
— ¿Y por qué no lo hizo?
—Él le había jurado, le había prometido que volvería rico en pocos meses. Había conocido a un hombre que iba a buscar diamantes al Rio Caroni, y había firmado con él. Le hablo de Matto Grosso, de las minas de oro, de las selvas de caucho, y le pidió que lo esperara.
— ¿Entonces, Isabella...?
—Lo dejó marchar. Al principio le escribía, recibía cartas; cartas que ella quemaba después de leer. Y cuando hablábamos, siempre me decía que sería millonaria, que el volvería cargado de riquezas. Todo cambio cuando tú llegaste.
— ¿Cuando yo llegué?
—Tú ya eras millonario. No tenía que esperar que hicieras fortuna, y además, la posición, el nombre, el gusto de mandar en esta casa; de imponerse a la voluntad de tía Heidi, de obligarme a mí a callar; porque entonces ella sería la dueña de todo. Comprenderás que era mejor, mucho mejor, y planeó atraparte.
— ¿También te dijo que había planeado eso?
—No. James; no me lo dijo; pero a la vista salta. Tú te enamoraste de ella al verla, y del otro no se sabe nada. Puede ser que ella le haya escrito rompiendo con él, puede ser que piense que ha muerto, como tantos que van a la selva. ¡James!, ¡James querido, perdóname por haberte hecho tanto daño! Tú sufres, sufres. Pero si te hubieras casado con ella sufrirías más, infinitamente más; porque ella no te ama.
Ha quedado mirándolo con ansia, esperando la reacción de aquel hombre herido con golpe tan brutal; pero pasa un largo rato sin que James hable. Ha quedado inmóvil, la mirada vaga, mordiéndose los labios hasta hacerlos sangrar, como saboreando el dolor infinito que cada instante penetra más en su alma, torturándola más hondo, desgarrándole.
—James, ¡James!
—No me ama, es verdad; no me ama ni me amará jamás. Ahora lo veo claro. Ahora comprendo sus dudas, su angustia. Por eso me ha apartado de ella, por eso me rechaza.
— ¿Cómo?
— Sí, sí. ¡Me ha dicho que no me quiere, me ha rechazado! Me ha hablado de su afecto de hermanos. Es todo cuanto puede darme. ¡Y tengo que reconocer que, al menos conmigo, ha sido leal!
—James, yo te ruego...
— ¡Déjame Irina! Déjame ahora. ¡No puedo más!
— ¡James!, ¡James!
Irina ha corrido a través de los macizos del jardín, hacia el lugar por donde James se ha alejado con gesto de desesperación, como si huyera de sí mismo.
— ¡James!
Ninguno de los dos ha reparado en el hombre que llegara hasta ellos, escondiéndose tras los arbustos, el que ha oído también esa confesión, como si cada palabra fuese una puñalada; en aquel en cuyo pecho se levantan ciegas olas de furor y de angustia, amenazando con ahogarle, porque rugen con idénticas voces dentro de él; celos, amor, dolor y venganza. En aquel, cuyos puños se han cerrado, viendo caer hecha polvo su última esperanza, viendo hundirse el castillo de sueños que a pesar suyo levantara.
— ¡Tenía que ser ella!, ¡De todas las mujeres del mundo, tenía que ser ella!
Un dolor casi físico le oprime el pecho. Parece que el corazón se le detiene, que el aire le falta, como si al conjuro de aquel nombre las fuerzas le abandonaran.
— ¡Ella, tenía que ser ella; Isabella, Isabella, la única mujer sobre la tierra a quién yo hubiera sido capaz de amar!
holaaaaaaaaa....ahhhh no estoy en shockkk...aunn sigoo sin creer a irinaa creo que es una mentirosa y una manipuladoraaaaa...ella mienteeee en algooo...yy edwardd ahora si va dirigir toda su venganzaa hacia a bellaaa ohh que mall veoo toodo estoo ...y lo ultimo que dijo edward que ella hubiera sido la mujer queel podria haber llegadooo a amarrr...yo sigo diciendo que bella es inocenteee...nos leemos en el que sigueeeee....besssssosss!!!!!
ResponderEliminarMaldita irina, zorra y mentirosa aparte ainsh...
ResponderEliminarMe gusto el capitulo y james merece que bella elija a alguien mas por menso y creerle a la primera a la zorra esa
BESOS DESEDE GUANAJUATO MEXICO