sábado, 18 de septiembre de 2010

CAPITULO 3


Cuando Edward irrumpió en la vida de Bella, ella era tan solo una estudiante de hostelería de diecinueve años que sobrevivía gracias a una beca y a los trabajos ocasionales que aceptaba siempre que podía. Mientras que muchas de las chicas de su edad se divertían de fiesta en fiesta, ella se dedicaba a preparar y servir cócteles de marisco.
Ocasionalmente, trabajaba como camarera en eventos que requerían que se recogiera el pelo y llevara un elegante uniforme para ofrecer canapés a gente de muy alto nivel.
La noche en la que conoció a Edward, Bella no sabía en honor de quien o que se celebraba la fiesta. Tampoco sabía quienes serian los invitados. Se trataba de otro grandioso acontecimiento celebrado en los fastuosos salones de una mansión con vistas a St. James Park. El emplazamiento era muy elegante y, haciéndole justicia, los invitados también lo eran. No podía ser de otra forma. La mayoría de las mujeres lucían increíbles piezas de joyería.
Bella estaba tan ocupada sirviendo copas de champán y absorta en el murmullo de los asistentes, que no se percato de la presencia de aquel hombre de piel blanca como la nieve y de belleza exótica al otro lado de la habitación.
Edward se aburría. Se encontraba en la recta final de un viaje alrededor del mundo que su padre le había obsequiado como recompensa por haberse
graduado en Harvard. Recientemente, había estado en París, Milán, Madrid, Praga y Berlín. Volver a disfrutar de Europa le había hecho recordar cuanto la había echado de menos y lo ansioso que estaba por volver a casa. A Grecia.
No estaba seguro de cuando la camarera hizo huella en su subconsciente haciendo que todos los factores determinantes de la química y el deseo sexual se pusieran en marcha. Ella no era particularmente su tipo. Era castaña, y a él le gustaban las mujeres rubias, pero se movía con una gracia exquisita. La había visto abrirse paso entre la multitud con facilidad y mover la bandeja como si estuviera bailando una danza sin música. Y el hecho de que todos los hombres de la sala quisieran poseerla aumento su determinación. Quería tenerla. Él, que siempre era capaz de conseguir cualquier mujer que escogiera...
«Ven a mí», le ordeno en silencio. Y, como había pasado muchas otras veces a lo largo de su vida, ella eligió ese preciso instante para obedecer su orden.
¿Acaso aquella mirada tan intencionada había hecho que Bella se viera hechizada por aquellos ardientes ojos color esmeralda? ¿O había sido su altura o su aire exótico lo que había hecho que ella detuviera su mirada sobre él un segundo más de lo debido?
Y así fue como Bella acabó sonrojándose, estúpida y exageradamente. Como si nunca un hombre la hubiera mirado antes así.
Porque ninguno lo había hecho. Bueno, en realidad, nunca un hombre como aquel y nunca de aquella forma, haciendo que le faltara el aire y el estomago se le encogiera de los nervios.
Pero al girarse deliberadamente, le ofreció a Edward la reacción que necesitaba.
Verla de espaldas a él con la melena recogida dejando al aire su esbelto cuello era mucho más que tentador. Aquel gesto de rechazo le había resultado tan seductor como la mujer en sí misma. Después, mucho después, meditaría sobre su significado, pero en aquel momento sus hormonas estaban revolucionadas.
Esperó a que ella se acercara a él no simplemente porque fuera su deber, ya que estaba allí para servir a los asistentes, sino porque él la había incitado a hacerlo. Y estaba funcionando. Siempre lo hacía.
Al acercarse, a pesar de sonrojarse, Bella adopto una actitud desafiante.
—Al fin —murmuro él.
— ¿Un canapé, señor?
El aparto la bandeja impacientemente.
— ¿A qué hora terminas?
—Esa es un pregunta muy impertinente, señor.
—Soy un hombre muy impertinente —respondió dedicándole una sonrisa propia de los dioses griegos protagonistas de miles de mitos y leyendas—. ¿Aceptaras si prometo comportarme como un caballero y dejarte en casa antes del amanecer?
Bella dudó. Presentía que aquel hombre solo traería problemas, pero aun así...
—A las nueve —respondió resueltamente.
Se dio media vuelta y se marchó diciéndose a sí misma que, probablemente, no se molestaría en aparecer. Seguramente, se trataba de un juego que empleaba para pasar el tiempo y ver cuántas mujeres accedían a tener una cita con él.
Sin embargo, allí estaba esperándola en la entrada de servicio. Parecía triste, pero al mismo tiempo formal y seductor con aquel abrigo negro con el cuello subido para aplacar el frio y el viento.
— ¿Te apetece comer algo?— pregunto el—. ¿O acaso trabajar con comida te quita el apetito?
Era una observación muy perspicaz, lo que, naturalmente, le hacía aún más atractivo.
—A veces. Pero no tengo hambre —respondió ella.
—Yo tampoco.
Bueno, no de comida. Pero no puede decírsele a una mujer, cuyo nombre ni siquiera conoces, que lo único que te apetecería sería comerla a ella.
Desde el punto de vista de Edward, aquel romance no contaba con ninguno de los ingredientes necesarios para hacer que funcionara. Ella era inglesa, pobre y no tenía muchos estudios. Por el contrario, era muy guapa. Y aun virgen. Pero aquel sorprendente descubrimiento le resultaba una gran responsabilidad.
Asombrosamente, había descubierto que aquello le remordía la conciencia. Se había dado cuenta de que, simplemente, no podría acostarse con ella y abandonarla después. La verdad era que ella no tenía ninguna de las cualidades que buscaba en una pareja.
¡Además, él ni siquiera estaba buscando pareja!
Pero Edward pasó por alto algo que nunca pensó que le sucedería. Los sentimientos no se encontraban en su lista de prioridades, así que cuando sucedió, no supo reconocerlo. Trató de negarlo. Hasta que sus negativas sonaron falsas incluso para sus oídos. Se había enamorado.
El sentimiento más sobrecogedor que había experimentado a lo largo de su vida había sido la pasión. Y quizá porque siempre había sido bastante escéptico acerca de su existencia, le costó más admitirlo. Pero entonces ya era demasiado tarde para luchar contra ello.
Una noche, hundió su rostro en la perfumada melena de Bella mientras ella se aferraba a él con fuerza. Frustrados, ambos dejaron de besarse en aquel momento.
Edward sabía que ella le quería tanto como él a ella. Y sabía que tenía que decírselo antes de que ella se anticipase.
—Te quiero, Bella, agapi mu.
A Bella el corazón le dio un brinco de alegría, pero, aun así, lo miro enfadada.
—No tienes por qué decirme eso solo porque quieras irte a la cama conmigo. Voy a acostarme contigo de todas formas.
— ¿De verdad? —murmuró él.
—Sabes que sí.
Inclinó la cabeza y con sus labios empezó, provocativamente, a hacerle a Bella cosquillas en los labios.
—Entonces, quizá te haga esperar.
— ¿Esperar? —instantáneamente Bella presionó su cuerpo contra el de él dejándose llevar por la urgencia que ambos sentían por comenzar a conocerse sexualmente. — ¿Esperar a qué?
—A que te conviertas en mi esposa—dijo vacilando. Aquella no parecía su voz y Bella lo miró fijamente con asombro y al mismo tiempo con esperanza.
Después, ella se daría cuenta de que él no le había propuesto matrimonio. En aquel momento estaba demasiado enamorada y emocionada como para darse cuenta, pero el solo había utilizado la palabra esposa posesivamente.
— ¿Tu esposa?
Edward se había dejado llevar por un extraño deseo primitivo al decírselo. Sintió esa necesidad en lo profundo de su ser. Había descubierto la poderosa fuerza del amor y esa novedad le hizo querer disfrutarla al máximo.
—Sí. Debemos hacerlo —dijo simplemente—, ya que estoy seguro de que es muy difícil que dos personas sientan lo que nosotros sentimos el uno por el otro.
Sus padres intentaron evitar el matrimonio, pero el ignoró resueltamente sus palabras. Incluso la madre de Bella se opuso a la unión. Su viaje a Cornwall para que la madre de Bella conociera a Edward terminó en una tremenda discusión entre madre e hija en la que ambas terminaron llorando.
Mientras tanto, a Edward le habían mandado a comprar una botella de champan.
— ¡Pero yo lo quiero, mama!
—Lo sé, cariño —dijo su madre—. Y creo que él también te quiere, pero aun es muy pronto. El matrimonio ya es en sí demasiado difícil como para no tener en cuenta que ambos sois muy jóvenes y muy diferentes.
— ¿Es porque papá te dejó? —preguntó Bella, sin darse cuenta de que quizá ése era un factor decisivo en su precipitada decisión
Sin haber tenido una figura masculina a su alrededor durante la adolescencia, Bella siempre había visto a los hombres como figuras distantes Los únicos con los que estaba familiarizada eran los personajes de ficción que había visto en los libros a los que Edward bien podía compararse. Y a su primo, el oso Emmett, que desde que su padre las abandonó había estado ahí para ella.
—Simplemente me gustaría que esperaras —le dijo su madre.
Pero ellos no querían esperar, así que se casaron en secreto sin tener en cuenta a quienes estaban haciendo daño, a pesar de que, al final, fueron ellos mismos los que salieron malheridos. Edward volvió a Atenas con su joven esposa. Bella intento ser generosa. Se dijo a si misma que la familia Cullen no estaba haciéndola sentir incomoda deliberadamente. Pero así era como ella se sentía.
Nadie sabía que Edward tenía intención de casarse, así que, naturalmente, nadie había previsto un lugar para que ambos vivieran. El pequeño dormitorio de Bella le parecía todo un lujo si se le comparaba con la posibilidad de mudarse con sus suegros, las dos hermanas menores de Edward y un montón de empleados. Bella podía imaginarse la forma en la que todos mirarían a esa chica pálida y castaña que no era capaz de pronunciar ni una sola palabra en griego.
— ¿No podemos vivir en nuestra propia casa?— Preguntó a Edward cuidadosamente.
Pero su orgullo no le permitía decirle que su padre se había negado a entregarle parte de su herencia hasta que le demostrara que podía ganarse la vida por sí mismo.
—Apenas me han visto en cuatro años. –le dijo entre besos—. Será mejor que nos quedemos con ellos un tiempo. Te sentirás mas protegida mientras conoces tu nuevo país.
Su nuevo país. Aquellas palabras no parecían muy alentadoras, además, algunas de las diferencias que existían entre ellos se hicieron aun más evidentes cuando ambos se reunieron con la familia de Edward.
—Esta es mi familia —dijo Edward mientras caminaba junto a Bella por el enorme salón de la casa familiar en el que fueron recibidos— Estos son mi madre, mi padre y mis dos hermanas.
Ka... Kalimera —tartamudeó Bella.
¡Kalispera! —corrigió una de las hermanas de Edward entre risas.
—Es un placer conocerte, Bella. —le dijo la madre fríamente en ingles. Después se dirigió a su hijo en griego.
Edward frunció el ceño y respondió en el mismo idioma. Así, emprendieron una acalorada discusión. Solo después, en la intimidad de su dormitorio, Bella tuvo la oportunidad de preguntarle si su madre se había enfadado.
¿Debería Edward contarle la verdad? ¿Debería decirle que su madre le había acusado de tirar por la borda su juventud y un montón de oportunidades por haberse casado precipitadamente con una mujer a la que apenas conocía y que ni siquiera hablaba su idioma?
Edward miro a Bella. Sus bellos ojos chocolate sólo reflejaban preocupación, así que la rodeó con sus brazos. ¿De qué serviría sembrar discordia?
Las dos mujeres más importantes de su vida pronto aprenderían a quererse la una a la otra.
—Ven aquí —murmuró—. Y déjame que te ame. — Y cuando ella se encontraba entre sus brazos nada más parecía importar.
Pero la luna de miel no podía durar eternamente. Edward tenía que ir a trabajar con su padre al imponente edificio Cullen desde el que controlaban su imperio naval. Sus esfuerzos por demostrar su valía se traducía en horas de trabajo. En cierta forma, le daba cierta satisfacción ser el primero en llegar y el último en marcharse.
Mientras tanto, Bella intentaba acomodarse. Se buscó un profesor de griego en el centro de la ciudad y se propuso resultar adecuada a los ojos de la madre de Edward. Pero no era fácil.
La única cosa que hacía bien de verdad era cocinar y los Cullen ya tenían un cocinero.
Los días se le hacían interminables. Con Edward trabajando tanto era difícil poder hacer nuevos amigos griegos en Atenas, y sabia que su familia política se tomaría mal que contactara con ingleses.
Una noche en la que Edward llego de trabajar tarde a casa, le dijo a Bella que se marchaba a Nueva York. Ella empezó a aplaudir de alegría. Así al menos podrían pasar algún tiempo juntos...
— ¡Qué bien! Nunca he estado en América.
El rostro de Edward se ensombreció.
—Voy a acompañar a mi padre, Bella mu. Es un viaje de negocios.
— ¿No hay sitio para tu mujer?
—Es un viaje para hombres —le respondió de manera cortante. ¿Acaso no podía entender que aquello formaba parte de su aprendizaje? Pero al ver su cara se ablandó—. Debo estar al lado de mi padre, ¿no crees, agapi mu? Ya es mayor y esta delicado.
A ella le habría gustado decir: «No me extraña. Esta siempre trabajando». Pero también quería ser comprensiva. Ser una buena esposa. Si de todas formas iba a irse con su padre a Estados Unidos, ¿no debería al menos despedirle de buen grado?
Tiempo después se preguntaría si aquel viaje no fue planificado con el propósito de separarlos.
Era difícil señalar exactamente cuando se dio cuenta de que su matrimonio no iba a ninguna parte. Quizá fue cuando Edward tuvo que prolongar su estancia en Nueva York. O quizá cuando su suegra y sus cuñadas dejaban de hablar en griego y cambiaban de mala gana al inglés siempre que ella aparecía.
A pesar de todos los lujos que tenía a su disposición en la residencia de los Cullen, no había nada que ella pudiera hacer excepto ser una buena esposa. Pero su marido estaba ausente. Y ella se sentía perdida, sola y a la deriva sin saber qué ha cer.
Cuando Edward regresó, fue difícil. Como si tuvieran que empezar a conocerse de nuevo y eso, teniendo en cuenta que, desde el principio, ellos no habían llegado a conocerse demasiado. El parecía haberse distanciado de ella, parecía alguien diferente al amante que había conocido en Londres. Y su distancia hizo que ella se alejara más de él.
Bella no se sorprendió cuando Edward le dijo que su padre y él iban a irse a Extremo Oriente. Ni siquiera se disgustó. Era como aceptar un destino inevitable.
Pero también sabía que se volvería loca si permanecía allí esperándole para siempre. Quizá hacer un viaje por su cuenta la ayudara a aclarar sus
ideas y buscar una solución. O bien hacer que todo fuese como antes.
—Me gustaría irme a casa una temporada —le dijo a la madre de Edward una mañana.
— ¡Pero esta es tu casa! —Exclamo la señora Cullen frunciendo el ceño—. ¿Y Edward? ¿Está de acuerdo?
—Pues claro. Absolutamente —exageró. Cuando se lo dijo, a Edward no pareció hacerle mucha gracia pero, después de todo, ¿que podía decirle cuan do él se encontraba a miles de kilómetros de distancia?
—Está bien, si él te dio permiso yo no tengo por qué oponerme, ve querida y vuelve cuando quieras —pero la madre de Edward no quedó muy convencida, y contrató un investigador privado en Londres, para que siguiera a su nuera a todas partes y la informara de todos sus movimientos. Esto no era para mantener protegida a la esposa de su hijo, sólo quería que Bella tuviera un error, así fuera el más insignificante, para demostrarle a su hijo que no era la persona correcta para ser su esposa.
Bella, sin sospechar absolutamente nada fue a visitar a su madre, cuyo recibimiento fue poco convencional.
— ¿Que ha sucedido?
—Nada. ¿Por qué debería haber sucedido algo?
—Ninguna recién casada abandona a su marido en el primer año de matrimonio a menos que algo vaya mal.
— ¡No lo he abandonado! —dijo Bella pacientemente—. De todas formas, el no está en casa. Está de viaje. «Últimamente, siempre lo está».
Pero resultaba difícil defender una relación que, como ella bien sabía, no estaba basada en unos sólidos pilares. Así que Bella se fue a casa de Alice, quien entonces vivía en un diminuto apartamento junto a su bebe, que empezaba a gatear.
— ¡No sabes la suerte que tienes! —Exclamó Alice después de que Bella intentara convencerla de que ser la mujer de un multimillonario no era tan maravilloso como parecía—. ¡Cuidado! ¡Estas a punto de sentarte encima del puré de manzana!
—No hay sitio para mi aquí —dijo Bella recogiéndolo con un trozo de papel de cocina. Echando un vistazo a su alrededor, vio que la ropita del bebe estaba colgada en los radiadores. Por eso aquello parecía una sauna. Agarró a su pequeño sobrino Evan en brazos y suspiró—. Pero es que tampoco quiero volver a casa de mi madre. Me saca de quicio.
— ¿Por qué no vuelves a casa?
Pero, ¿donde se encontraba su hogar?
—Porque Edward no está y su madre me odia. No soy lo suficientemente buena para su querido hijo.
— ¿Y qué mujer lo es? —pregunto Alice irónicamente—. ¿Por qué no te quedas en casa de Emmett? El tiene un montón de espacio en su apartamento. Y hace demasiado tiempo que no ves a nuestro primo favorito.
—Tienes razón Alice, hace mucho tiempo que no veo al oso. Me iré con él, estoy segura que no le molestará, recuerdo que siempre me decía que yo era como su hermanita pequeña.
—Pues ya lo tienes, ve con él oso, y visítame los días que te encuentres en la ciudad, de verdad te he extrañado mucho.
—Yo también duende, y no te preocupes que vendré todos los días a visitar a mi sobrino favorito. —dijo mientras le agarraba la cabecita al pequeño Evan.
Emmett McCarty era primo de Alice y Bella por parte de mamá también. Tenía un montón de habitaciones vacías en su lujoso apartamento de la zona portuaria londinense. Emmett tenía un futuro prometedor en la City, el centro financiero de Londres, y estaba encantado de tener a su hermanita en su apartamento, la quería mucho, y desde pequeños fueron muy unidos, los dos junto con Alice se hacían llamar a sí mismos, los tres mosqueteros.
—Entonces Em, ¿me das asilo en tu apartamento?
—Naturalmente Belly, eso no tienes ni porque preguntarlo, tu eres mi hermanita, y como sigo siendo un soltero empedernido, no hay ningún problema para que te quedes aquí. Además si te encargas de cocinar, me tendrás muy contento —terminó su primo con una risa atronadora, que casi le hace estallar los oídos a Bella, pero ella también rió, eso era lo que amaba de su primo, la facilidad de reírse de todas las cosas, siempre la había hecho reír en los momentos más difíciles de su vida.
— ¡Por supuesto Em, yo me encargaré de cocinar!
Emmett era encantador y hacia buena compañía, salían juntos a todas partes, iban de compras, a pasear con el pequeño Evan al parque, a casa de Alice, cualquiera que los viera dirían que eran la pareja perfecta, pero ellos eran casi como hermanos. Bella no le quiso decir que estaba casada, ya que eso implicaría contarle de todos los problemas que tenía, y no quería preocupar a su primo.
El investigador que la madre de Edward contrató, había tomado en fotografías todas y cada una de las salidas que hacían Emmett y Bella. Investigó el nombre de él, y su ocupación, y le hizo llegar todos estos datos. Pero al parecer no era tan bueno en su trabajo, ya que omitió el pequeño detalle de que Emmett era el primo de Bella. Y como era de esperarse, encontró el pretexto perfecto para separar a su hijo de aquella mujer.
En cuanto tuvo aquellos datos en sus manos, no dudó, ni se tentó el corazón para mostrárselos a su hijo.
—No, madre, esto… esto no puede ser cierto, ella no me puede estar engañando —dijo mientras apretaba fuertemente las fotos y los papeles que tenía frente a él.
—Hijo, yo no sé por qué insistes en engañarte a ti mismo, las pruebas son muy claras, Isabella te está engañando con otro. Pero si aún así no lo crees, ve y búscala a Londres, para que lo veas con tus propios ojos, y que te explique por qué se fue. Y espero que cuando te des cuenta de que no es una buena mujer, te comportes como todo un Cullen, y sepas cuál es tu lugar.
Edward no sabía qué hacer, pero de algo estaba seguro, si Bella tardaba más en llegar, no le importaría nada, la iría a buscar a Londres.
Pronto Bella se dio cuenta de que hacía más de una semana que había hablado por última vez con su marido. Y en el fondo, sabía que no podían continuar así.
Intentó ponerse en contacto con él, pero cuando llamaba a casa de los Cullen no obtenía respuesta. ¿Debería dejar un mensaje? ¿Qué le diría?
Estaba preocupada. Sabía que tenía que retomar el control de su vida Si había problemas, ambos tendrían que afrontarlos, pero, ciertamente, no seguir ignorándolos.
Empleó su energía en preparar una magnifica cena. Al llegar a casa y verla, Emmett esbozó una enorme sonrisa mientras se desabotonaba el cuello de la camisa.
— ¡Vaya! ¿Qué he hecho yo para merecer esto?
—Ser un fantástico primo, y quererme tanto como lo haces —le dijo Bella ofreciéndole una copa de champan.
—Esto me suena a despedida —comento él.
—Así es —dijo Bella sin que le pasara desapercibida la decepción que reflejaban los ojos de Emmett. Ese sería otro problema que se solucionaría con su partida.
El ambiente se estaba volviendo demasiado hogareño. Se estaba acostumbrando demasiado a la compañía de Emmett, y si se quedaba más tiempo, después la despedida sería más difícil.
¿Por qué era la vida tan complicada? El guiso estaba delicioso y ambos se bebieron la mayor parte del vino, pero cuando Emmett puso un disco de Frank Sinatra, Bella bostezo y supo que se quedaría dormida si se descuidaba.
Se dio una ducha y después se dispuso a preparar café envuelta en un quimono de seda mientras el pelo se le secaba al aire. Fue entonces cuando alguien llamó a la puerta.
Emmett frunció el ceño.
— ¿Quién demonios será?
—Ni idea —dijo Bella poniéndose en pie—. No te molestes. Abriré yo.
Pero cuando abrió la puerta le pareció estar viendo un fantasma. Se quedó helada. ¿Cuánto tiempo hacia que no veía a su marido así? Aquel musculoso cuerpo y esos ojos esmeralda que la miraban...
Con frialdad y repulsión.
— ¡Edward!—suspiró ella.
— ¿Quien es, cielo? —grito Emmett, inconsciente de que con aquella frase había encendido la furia de Edward.
Edward alzo su fría mirada por encima de su hombro hasta donde Emmett yacía despatarrado en el suelo.
Bella siguió la dirección de sus ojos y vio lo que aquello podía parecerle a Edward. El champan, la camisa desabrochada de Emmett, la bata de seda...
Cuando se giro para volver a mirarlo, el pelo húmedo le cayó sobre el pecho.
—Sé lo que estas pensando —dijo ella desesperadamente. Nunca le había hablado de sus primos, el se imaginaría cualquier cosa, menos lo que realmente era.
— ¡Maldita zorra!
Y aquel no era el momento para hacer presentaciones.
—No podemos hablar aquí. —Susurro señalando hacia el pasillo—. Ven a mi dormitorio.
Pero, obviamente, la elección de la palabra dormitorio no había sido muy afortunada puesto que su expresión se ensombreció mientras Edward cruzaba el salón tras ella.
Edward dio un portazo cuando ambos se encontraron en el dormitorio. De repente, se dio cuenta de que le estaban temblando las manos.
— ¿Cómo has podido? —acuso a Bella severamente.
—Edward, puedo explicártelo.
— ¿Cómo has podido acostarte con otro hombre? —preguntó con voz crispada mientras contemplaba la superficie de la cama en la que imaginaba el bello cuerpo desnudo de su mujer acoplado al de otro hombre.
—Por Dios, qué tontería. ¡No me he acostado con él! —protesto ella, sólo de imaginarlo se le revolvía el estomago.
Edward hizo una mueca al sentir como si le hubieran clavado un puñal en el corazón.
— ¿Has practicado todo tipo de sexo sin penetración? —le preguntó con crueldad—. ¿Consiguió hacerte llegar al orgasmo con su lengua como yo lo hago?
— ¡Baja la voz! —dijo ella furiosamente, pero fueron interrumpidos por un fuerte golpe en la puerta.
— ¡Bella! —gritó Emmett —. ¿Estás bien?
Escuchar la voz de aquel hombre fue como prender la mecha de la ira de Edward. Así que abrió la puerta y miró con desdén al hombre que parecía su propia antítesis... aunque, después de todo, quizá era eso lo que ella quería: un educado y paliducho in glés.
— ¿Y qué es lo que vas a hacer tu si no lo está? —le pregunto a Emmett osadamente.
«Emmett, por favor, no digas nada». Suplico Bella en silencio, pero veía como le estaba plantando cara a su marido con la misma eficacia de un ratón enfrentándose a un león.
— ¡Yo la protegeré! —prometió el. Era su prima, y no sabía quién era aquel hombre. No acostumbraba a meterse en los asuntos privados de su prima, pero no permitiría que nadie la lastimara.
—Eso es digno de elogio. —Respondió Edward con desdén—. Pero guárdate tu orgullo, amigo mío, ya que puedo machacarte bajo la suela de mi zapato si así lo deseo —sus palabras estaban llenas de veneno y desdén—. Quédatela. Toda ella es ahora tuya.
Y entonces fue cuando el hielo verde de su mirada la atravesó. Y pronunció aquellas palabras que había recordado hasta el día de hoy.
—No eres más que una mujerzuela, una prostituta barata. Maldigo el día en que me case contigo.
Y ahora, siete años después, la expresión de su rostro era semejante.
La boca de Edward esbozo un gesto de puro desprecio.
— ¡Pero si es Bella! ¡La pequeña e irresistible maquina sexual! —murmuró sarcásticamente—. ¿Pero qué...? ¿Qué es lo que te ha pasado, Bella? ¡Estás espantosa!

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