martes, 15 de febrero de 2011

Un mes



Capítulo 11 “Un mes”

El último  invitado se ha despedido de los Vulturi. Como siempre que el recibo se prolonga hasta las primeras horas de la noche, no se ha servido cena; pero los principales miembros de la familia toman juntos un bocado antes de retirarse a sus habitaciones. La mesa está cubierta de los más delicados fiambres, que Heidi saborea con deleite, encantada de la distraída actitud de su esposo.
— ¿No tomas nada, Aro?
—Le pedí a Erick otra taza de café. No es bueno comer mucho de noche con el calor que está haciendo.
—Si siguieras mis teorías, te sentirías muy bien y pesarías treinta libras menos; pero no es cosa de discutir por eso.
— ¿Tu tampoco comes nada, Irina?
—Sírveme un poco de galantina y otro poquito de jamón, y la pechuguita de aquel pollo frío, pero la pechuguita solamente. No sé qué me pasa que no puedo pasar bocado. Si el tío Aro me regalara un poquito de su Jerez...
—Naturalmente. Erick, tráele una botella.
—No sé qué le pasa a mi Jerez que desaparece. Alguien se lo bebe.
—A Isabella le gusta mucho. Dice que es el único  vino que le gusta realmente.
— ¿Donde está Isabella?
—Me dijo que no tenía ganas de comer. Le dolía un poco la cabeza y salió al jardín a despejarse. Supongo que hay que dejarla con sus extravagancias. Sin contar con que puede estar apenada contigo.
—Isabella nunca se apena. Estuvo encantada toda la tarde en el comedor, con Edward Cullen; habrá comido de todo seguramente.
La mirada de don Aro se ha alzado en mudo reproche a su sobrina, mirando luego a James con afectuosa inquietud.
—Tú eres el que no ha probado bocado, James.
—No tengo deseos, papá. Aun no me encuentro bien.
—Un vaso de Jerez te vendrá divinamente. Cédele un poco la botella, Irina.
—Oh, si... naturalmente. No me había dado ni cuenta que me la habían puesto delante.
—No quiero nada. A mí también  me duele algo la cabeza. Ha sido una tarde de calor y de ajetreo, son detestables estos recibos a los que viene tanta gente. Con permiso de ustedes.
— ¿Vas a salir?
—Mike Newton me espera en el Casino. Quede de ir enseguida y ya debe estar impaciente. Con tu permiso, mamá.
— ¡Hijo...al menos dame un beso!
—Sí, mamita. Buenas noches. Hasta mañana.
La mirada de todos le ha seguido hasta la puerta; James cruza el hall muy despacio y luego se detiene indeciso un momento; como si luchara consigo mismo. Al fin gira sobre sus talones y va decidido hacia la puerta que sale a los jardines laterales.
Con ansia creciente va recorriendo los senderos, escrudiñando los rincones oscuros, estremeciéndose cada vez que cree distinguirla, y al fin, se detiene bruscamente junto a aquel mismo banco de piedra, semioculto entre los arbustos, donde Isabella dijera su amor a Edward.

— ¡Isabella!
— ¡James! Sí, soy yo, Acércate. ¿Cómo pudiste dar conmigo?
—No salí a buscarte.
—Debí suponerlo, pero ya que la casualidad te ha traído aquí, ¿quieres sentarte un rato y que charlemos?
—Yo...
—Si no te molesta mi compañía.
— ¿Por qué habría de molestarme?
—No sé. Pero hace días que no sé muchas cosas.
— ¿Cómo?
—James... ¿Por qué no te sientas?
— ¿Para qué?
—Para hablar con calma. Es necesario, indispensable, que tú y yo hablemos como los grandes amigos que fuimos, como los hermanos que aspiro a que sigamos siendo.
—Hermanos...
—No me rechazaras como hermana, James. Me darías el disgusto más grande de mi vida, no comprendiéndome. Yo sé que es duro, que es difícil; pero sé también  que si hay alguien sobre la tierra capaz de comprenderme, tienes que ser tú, James. El comprensivo, el sincero, el generoso.
— ¡El imbécil!
— ¡James!, ¿por qué dices eso?
— ¿Y tú me lo preguntas?
—Yo, si yo que no te he ofendido ni con el pensamiento; que he sido contigo leal y sincera como nadie, que por nada de este mundo hubiera querido hacerte sufrir, y que en medio de la alegría de mi amor, no tengo más pena que la de tu frialdad y tu despego.
— ¿Mi frialdad?, ¿Mi despego? Creo que exageras. No creo haber cambiado tanto.
—Has cambiado totalmente. Eres otro para mí desde aquella noche, más exactamente, desde aquella tarde del asalto de esgrima, en que no quisiste siquiera cruzar conmigo tu florete. ¿Por qué, James?, ¿Por qué?
—Por nada. No ha pasado nada.
— ¿Fue por él, verdad?, ¿Por Edward? Ese día me di cuenta de que le amaba.
— Pero...
—Déjame hablar, no me interrumpas. Es preciso que hablemos francamente. No quiero que pienses que he sido desleal, que no he apreciado lo muchísimo que vale el amor que me ofreciste, que no me hubiera considerado la mujer más dichosa de la tierra al haber podido corresponder a él. Pero es el destino quién decide estas cosas. Vistas fríamente, resultan absurdas, incompresibles; vivimos rodeados de afectos agradeciéndolos, correspondiéndolos, pensando que nuestra vida está en ese círculo familiar que nos rodea, y un día, de pronto, llega un hombre, un hombre cualquiera que no sabemos quién es ni de dónde vino, y sentimos que tiene más fuerza que todo el pasado, que con una sonrisa, con una mirada nos roba el corazón, se apodera de nuestra voluntad, de nuestra conciencia, que por seguirle lo dejaríamos todo. Seria monstruoso, si no fuera la misma ley de la Naturaleza quién nos mandara a hacerlo, y es esa ley inexorable, la misma que hace crecer los arboles, la misma que mueve las moléculas, que hace encresparse el mar y girar los astros la que me hizo amar a Edward Cullen.
— ¡Isabella!
—Tú lo comprendes, James, ¿verdad?, ¿verdad?, Tú lo comprendes y me perdonas.
— ¿Le amas realmente?
—Sí, James.
— ¿Sin ningún dolor, sin ningún remordimiento?, ¿Sin derramar una lagrima por los que pudieron haber cifrado en ti toda la felicidad de este mundo?
— ¿Tu, James?
—No hablo de mí.
— ¿De quién entonces? No iras a pensar que ese tonto de Mike Newton...
—No hablo de Mike Newton.
—Entonces, no te entiendo.
—No me entiendes. No quieres entenderme, es mejor quizás.
— ¿Quieres explicarte?
— ¿Para qué? Me has dicho que eres feliz y con eso debe bastarme. Me has pedido que te perdone por no haber correspondido a mi amor. No tengo nada que perdonarte. No poder amar no es un delito; el delito consiste en fingir que se ama por ambición, por interés, por deseo de dominio malsano.
— Pero en mi no puedes haber visto nunca nada de eso.
—Para mí no. Has sido leal rechazándome. Y supongo que aun tengo que agradecértelo.
—James...
—Si era eso todo lo que querías saber,  ya esta logrado.
—No quiero que me guardes rencor.
—No te lo guardo. ¿Tienes algo más que pedirme?
—No, James; nada. Si hubiera encontrado tu corazón, tu noble corazón, te habría suplicado que intervinieses con tío Aro en favor de Edward.
— ¿En favor de Edward, o en favor tuyo??
—Bueno, de los dos. En este caso los intereses son comunes.
—No lo creo. Al contrario.
— ¿Por qué dices eso?
—Porque no creo en la sinceridad de tu amor por él.
— ¡James! ¿Estás loco?
— ¡No te creo capaz de amar a nadie, y el mayor favor que le has hecho a un hombre jamás, es el que me hiciste a mi rechazándome!
Ha echado casi a correr tras tan duras palabras, mientras ella trata de detenerlo desconcertada.
— ¡James!... ¡James!...
Ha corrido tras él unos pasos deteniéndose al verle ganar ya la verja lateral; llevándose las manos a las sienes, donde la angustia parece golpear, y otra vez el nombre amado, aquel a quién todos la impulsan en su desvío, sube como único  consuelo a sus labios.
— ¡Edward! ¡Parece que fuera un crimen amarte! ¡Un crimen que nadie me perdona! Pero no importa; te amo... ¡Te amo!

****

— ¡Edward!
— ¡Isabella! ¿Qué haces aquí?
—Aguardándote.
— ¿Pasa algo? Tu tío acaso...
—Mi tío está en su despacho, supongo esperándote. Aunque todavía no son las tres, y James le acompaña.
— ¡James!
—Se encerraron juntos después de almorzar. Me lo dijo María, porque yo no fui a la mesa, ¿sabes?
Es en la entrada principal del palacio de los Vulturi, y mientras el portero cierra la ancha verja que Edward acaba de franquear, Isabella  le ha tomado de la mano para llevarle a través de floridos vericuetos, casi hasta el pie de la escalera de mármol, donde un surtidor desgrana el fresco encaje de sus aguas sobre el cuerpo desnudo de una estatua.
—Aquí no nos verán. Podemos hablar.
—Otro de tus rincones secretos.
—Es absurdo; lo comprendo. Te parecerá muy incorrecto lo que hago; pero es que no sé lo que pasa. Todo se ha vuelto para mi tan extraño en esta casa.
— ¿Sin que tu adivines la causa, verdad?
—Solo una puede ser: nuestro amor.
—Ah...
—Nunca fuiste santo de la devoción de mi tío, y en cuanto a James, no sabes hasta que punto me siento atormentada. Es otro, ¡otro! Anoche me habló en una forma de la que nunca le creí capaz.
—Anoche...
—Ya tarde, cuando se fueron todos. Salió al jardín por casualidad, quise explícale, pensé que entendería lo que es nuestro amor, que podía ganarle para nuestra causa, pero es inútil. Esta ciego de despecho y de celos.
— ¿Ah sí? ¿Qué te dijo?
—De ti nada malo. Al contrario.
— ¿Pero, que te dijo?
— ¿Para qué repetir la locura de unas palabras que solo la cólera pudo poner en su boca? No hay que darle más importancia de la que tiene.
—Tú eres quién se la estás dando.
—Yo, si. A pesar mío; pero es que fue algo tan extraño.
—Repítelo.
—Recuerdo más el sentido que la frase, pero era algo así, como que está dispuesto a ayudarte, en contra mía.
—James es un perfecto caballero.
—Nunca lo he dudado. ¿Pero qué tiene eso que ver?
—Como pocos noble y leal.
—Te entiendo menos que a él, Edward. 
— ¿De veras no crees que haya nada que él pueda decir a su padre a favor mío y en contra tuya?
—Bueno, como no sea alguna alusión sutil a mi falta de dote, pero en James es inconcebible y además imperdonable.
—Tú misma le diste siempre mucha importancia al dinero.
—Es cierto, lo confieso. Antes de enamorarme lo consideraba algo primordial.
—James ha tomado tus ideas al pie de la letra.
—Mis ideas se desvanecieron la primera vez que me besaste en los labios. Entonces comprendí que todo era secundario fuera de esta embriaguez divina del amor.
— ¡Isabella!, Isabella, si fuera verdad...
Edward ha vuelto a tomar las manos de Isabella, en un repentino ademan ardiente, apasionado; olvidado por un instante de todo lo que no sean sus propios sentimientos, aquel borbotón de emoción sincera que sube a su garganta impulsándolo hacia aquella mujer.
¿Sera verdad su amor?, ¿Sera posible que un sentimiento sincero haya podido cambiar aquel corazón duro, frío y orgulloso para Anthony? Si ella al menos hablara, si confesara la verdad, si no tratara de engañarlo.
Pero aquella mirada limpia, ingenua casi, aquella constante interrogación frente a todas sus alusiones, lo que el supone un decidido propósito de callar, de fingir, de disimular con la más admirable de las farsas, paraliza de repente sus sentimientos, ahoga su voz en la garganta, le hace erguirse de nuevo, frío , calculador, decidido a continuar su propósito siniestro.
—Edward...
—Nada, déjame y perdóname; hablaremos después. Tu tío me aguarda.
— ¡Espera!
—Es ya la hora.
—Faltan unos minutos. No sé lo que me pasa, Edward; pero tengo miedo.
—Serás mía pese a todo lo que se oponga. Ven.
—No, no sería correcto que llegásemos juntos, podría disgustarse tío Aro aun más de lo que esta. Yo daré la vuelta, subiré por el otro lado, y creo que me pondré a rezar para que Dios te ayude.
—No, Isabella; no reces.
— ¿Por qué?
—Tal vez conmigo no seas tan dichosa como sueñas. ¿No se te ha ocurrido pensarlo alguna vez?
—No acostumbro pensar tonterías tan grandes.
—Ahora si son los tres, voy a...
— ¡Espera! ¿Cómo sabré el resultado de la entrevista? ¿Dónde, cuando te veré?
—Supongo que tu tío te dará la respuesta enseguida.
— ¿Y si no lo hace?
—Te enviaré un mensajero.
— ¿No puedes venir tu mismo?, ¿Acercarte al fondo del jardín por la reja? Allí el follaje es muy espeso, te aguardaré, iré hacia allá apenas te vea salir de la casa. ¿Me complacerás, Edward?
—Sera portarnos como dos chiquillos; pero puesto que lo deseas, lo haré.
— ¡Que Dios te lo pague, vida mía!
—No vale la pena. Hasta después.
Se ha ido muy de prisa, huyendo de la emoción  que la envuelve, con un miedo repentino de hablarle de amor y de ternura, de olvidar locamente su juramento, y los ojos de Isabella le contemplan cruzando la terraza, duro, firme, altanero, más fuerte a cada paso cuanto más se aleja de su lado.

****

—Papá; son casi las tres. Dentro de unos minutos estará aquí Cullen.
—Ya lo sé. He dado la orden de que me avisen en cuanto llegue para hacerle pasar.
—Viene a pedirte la mano de Isabella.
—Naturalmente.
— ¿Qué vas a responder, qué actitud vas a guardar frente a él?
— ¿Cuál puede ser?, sino la que ordena mi rectitud y mi caballerosidad; de acuerdo al mismo tiempo con la más estricta justicia.
—La justicia puede tener distintos aspectos, según desde donde la miremos.
—No lo niego; pero en esencia solo es una, que bien distingue cualquier alma honrada lo malo de lo bueno, pese a toda la filosofía y a todos los sofismas.
Don Aro Vulturi se ha puesto de pie, un poco impaciente frente a las apremiantes preguntas de su hijo. Están solos en el amplio despacho, pero por la pequeña puerta de cristales que comunica con el comedor, se ve cruzar a veces como una sombra inquieta, alguien espía tras ella, aunque padre e hijo, demasiado embebidos en sus pensamientos, no se hayan dado cuenta; son los ojos interrogadores, los pasos leves, el oído siempre atento de Irina.
— ¿Tomaste informes? ¿Sabes algo concreto de Edward Cullen?
—Tuve la suerte de que vinieran a mis manos. Supe anoche por causalidad, que uno de los dueños del Banco Brasileño había estado al frente de la Sucursal de San Paulo durante muchos años. Esta mañana fui a verlo, y me dio un informe amplísimo.
— ¿Ah, sí?
—Con toda la experiencia del mundo y de la vida, me equivoque. Tuviste razón al afirmar que Edward Cullen es un caballero. Al menos, hasta ahora lo ha sido; quedó huérfano siendo casi un niño, hizo su carrera con grandes esfuerzos, y creo que tiene un hermano o un medio hermano, a quién ayudó mucho también. Mi amigo no recordaba el nombre; pero no creo que importe para nada eso.
—Desde luego.
—No hay ninguna tacha de honor ni de educación ni en él, ni en los suyos.
—No puedo negar que los informes son buenos. ¿Pero qué hará con Isabella? ¿Dónde la llevará? No creo que tu hayas podido retirarle de la noche a la mañana tu afecto, no puede ser que no te importe, que su suerte te sea indiferente.
—Porque no me lo es, he tomado todos esos informes. Anoche estaba dispuesto a decirle que no, rotundamente; hoy he pensado que tal vez no tenga derecho, si ella como parece le quiere.
—La falta de Isabella será imperdonable para un hombre como Edward. Si algún día llegara a averiguarla, la rechazará brutalmente. Lo considero capaz hasta de matarla, y ella no es de las que confiesan. Anoche habló conmigo, habló como si fuera inocente, como si nada temiera, y estoy seguro que sostiene la misma actitud frente a Edward.
—Lo he pensado y lo he temido también, y si llegara el caso, cumpliré con mi deber.
— ¿Qué quieres decir?
—Si ese hombre la hace su esposa, será sabiéndolo todo; es nuestro deber para con él y también una forma de protegerla a ella; aunque sea doloroso, aunque parezca cruel, aunque me cueste el más amargo momento de mi vida, le hablaré claramente, pero... Abre esa puerta. Alguien toca.
Un criado ha aparecido con gesto solemne.
—El señor Edward Cullen.
—Que pase. Y tú, James, déjame.

****

—Adelante, Cullen. Hágame el favor de sentarse. ¿Un cigarrillo?
—No, gracias.
—Ha llegado usted muy puntualmente.
—Conozco lo elemental de los deberes sociales, aunque, por desgracia, en esta casa las circunstancias me han hecho cometer tonterías, que le dan a usted pleno derecho a dudarlo.
—No se preocupe de eso, han sido efectivamente tonterías, en fin, dejémoslo. Le librare decirme el objeto de su visita, puesto que los dos lo conocemos perfectamente, y le diré con toda franqueza, que emplee las horas que median entre el momento de concertar esta cita y el de realizarla, en tomar informes de usted.
—Traía para usted una lista de las personas que pudieran informarle.
— ¿Entra en ella el subgerente del Banco del Brasil?
—No, ciertamente. Tuvo ciertas diferencias políticas con mi padre, y me temo que lo que él pueda decir de mi...
—Los informes que me ha dado son excelentes, me satisface que pertenezcan a alguien que esta fuera de esa lista. ¿Quiere dármela de todas maneras?
—Aquí tiene.
—Bien.
—Son gentes con quienes he trabajado; no tengo amigos íntimos ni familiares próximos.
—Es usted muy competente en su carrera; eso lo supe siempre. Ya sé que cuenta con ella y con su ánimo de trabajar.
—Puedo enseñarle los papeles de una mina de oro en Matto Grosso.
—Ah...
—Hágalos examinar por un experto. Aquí los tiene.
Ha puesto en sus manos un rollo de documentos que el señor Vulturi examina atentamente antes de opinar.
—Entiendo algo de minas. Así, por encima veo que su hallazgo es importante. Pero la tiene a medias con otro propietario.
—El cincuenta por ciento pertenece al hombre que en la actualidad la explota. El primer puñado de pepitas de oro que sacaron de ella, me ha producido varios miles de Contos de Reis.
—Ya lo veo, ya lo veo. Es usted rico, y esto sí es para mí una verdadera sorpresa. Debo decirle que de todas maneras mi sobrina llevara al matrimonio dinero propio.
— ¿Cómo; qué?
—Jamás pensé en casarla sin dote, no lo habría hecho de ninguna manera; pero se trata además de un delicado asunto de familia, que ni aun mi esposa conoce y que ella ignora totalmente.
— ¿Asunto de familia?
—El padre de Isabella era primo hermano mío, me hizo favores que valen infinitamente más que el dinero; el duelo que costó la vida fue salvaguardando mi honor políticamente.
— ¿Que dice usted?
—Deshizo una torpe calumnia forjada contra mí por uno de esos envidiosos, que son como reptiles, dejando su baba venenosa sobre la huella de todos los que siguen el camino recto.
—Ah...
—Una verdadera conspiración de canallas. Mi primo, Charlie Vulturi les salió  al paso. La deshizo con su prestigio y su energía; luego, con un pretexto cualquiera, desafío al peor de todos ellos.
— ¿Y murió en el duelo?
—Castigó al miserable, le dejó marcado en la cara para siempre; pero recibió  una herida de la que murió poco tiempo después.
—Lamentable.
—No puede usted imaginarse hasta qué extremo. Era el hombre más noble y más generoso que he conocido; tal vez por eso sus finanzas estaban tan deplorablemente desordenadas, que hecha la liquidación general, aun hubo que pagar algunas deudas, que se saldaron, naturalmente. E Isabella  vino a esta casa como hija propia.
— Ah…
—Un tercio de mi fortuna será para ella cuando yo muera, y el día de su matrimonio la dotaré como corresponde. ¿Frunce usted el ceño? No parece satisfacerle.
—No me satisface en absoluto. Si estuviera en mi mano rechazar ese dinero.
—De ninguna manera. Lo único  que le pido es que guarde silencio hasta el día de la boda. Mi esposa y yo tenemos grandes diferencias de criterio, ella detestaba al padre de Isabella, tenido por la oveja negra de la familia, y lo hacía responsable de algunas calaveradas de mi juventud. Durante muchos años acaricié la idea de casar a Isabella  con James, hubiera sido una gran dicha, pero aparte de la inclinación de ella hacia usted, hay algo duro y cruel, lo más doloroso de cuanto tengo que decirle; pero lo considero un deber de hombre y de caballero.  En el pasado de mi sobrina hubo una locura, algo que por fortuna no ha trascendido en modo alguno al público, y que solo tres o cuatro personas sabemos: ella quiso locamente a otro hombre..., tal vez yo me considero culpable por haberlo introducido en mi casa como a un familiar, dándole una confianza que no merecía; pero es preciso que usted sepa que ella...
— Ni una palabra más, señor Vulturi. No quiero saber eso, no me importa. El pasado de Isabella no me interesa; olvídelo usted como yo lo he olvidado, y permítame hacerla mi esposa inmediatamente.
Brusco, rotundo, como si no le fuera posible escuchar por segunda vez de labios de nadie, una acusación contra Isabella, Edward ha cortado la frase que con tanto esfuerzo asomaba a los labios del señor Vulturi.
No, no hubiera podido oírlo otra vez. Odio, amargura, cólera profunda, y más hondo, más quemante, más imperativo que nunca, su loco deseo de venganza.
—Agradezco en lo que vale su sinceridad y su nobleza, don Aro; pero de eso ni una palabra más.
Conmovido, con gran esfuerzo, el señor Vulturi responde.
—Gracias, ingeniero Cullen. Con toda el alma he deseado ver en usted esa actitud, ese gesto que habla bien alto de su amor por Isabella. La quiere usted con toda su alma, ¿no es eso?
Se ha acercado hasta apoyarle la mano en el hombro con gesto casi paternal. Sus ojos altivos se han dulcificado extrañamente.
— ¿La quiere usted mucho?
—Solo una condición he de poner, y es indispensable que usted acceda a ella, porque es lo único que me justifica a mis propios ojos. No recibiré un centavo de dote. No admitiré absolutamente nada.
—Pero no se trata de usted, sino de ella. No tiene usted derecho a desposeerla de lo que en justicia le corresponde.
—Ya ha visto usted que soy rico. Si Isabella es mi esposa, será dependiendo de lo que yo pueda y quiera darle.
— ¿Pero, por qué?
—Usted mismo puede hallar respuesta a poco que piense en la revelación que no le he permitido hacerme. Quiero que nunca, ni ella, ni usted, ni nadie, pueda pensar que me llevo a esta boda más interés que el que me inspira la persona de ella, y en esto si no puede haber dudas ni equívocos, esto tiene que ser claro como la luz del día.
—Le comprendo perfectamente. Pero no podré aceptar su condición si Isabella no la acepta.
—La aceptará.
—Muy seguro está usted de su amor.
—Tal vez menos de lo que quisiera. Pero considero indispensable someternos a esa prueba.
— ¿Qué no está usted seguro?
—Perdóneme que no le dé a sus palabras una respuesta concreta. He sufrido lo bastante, para desconfiar de todas las mujeres, y en este caso, sus propias palabras de hace un momento, son el mejor y el más doloroso de los ejemplos.
—No quisiera tener que confesarle que tiene razón; pero en justicia estricta, no puedo negársela.
— ¿Acepta pues?
—Después de hablar con Isabella, naturalmente. Y solo en lo que respecta a la dote: no modificare el testamento con el que mi hijo James está absolutamente conforme. Mi herencia se hará en tres partes iguales: una para Heidi, otra para James; la tercera corresponde a Isabella. Pero esto no lo sabrá nadie, aparte de él y usted, hasta el día de mi muerte.
—Que Dios retrase muchos anos, señor Vulturi.
—Si Isabella es para entonces la esposa de usted, como creo, será cuestión de ustedes aceptar o rechazar mi herencia.
—La rechazará. La devolverá a James que es a quién corresponde realmente.
—Deje su respuesta para entonces, mi joven amigo. Y hablemos de algo más urgente. Antes dijo que deseaba casarse enseguida.
—Si usted no se opone.
—No entra en nuestras costumbres. Lo menos que se considera decoroso en Rio, entre gentes de nuestra clase, son seis meses de noviazgo.
—Seis meses son una eternidad.
— ¿Le parece? Lo discutiremos con la propia Isabella esta noche, de sobremesa.
— ¿Esta noche?
—Le esperamos a usted a comer. Antes nos reuniremos en el salón y daré oficialmente la noticia a mi esposa, a mi hijo y a ella. Servirán a las ocho. Desde las siete le aguardamos a usted. Probablemente estarán también algunos amigos de confianza. Correspondiendo a su deseo, le daremos a todo la mayor rapidez compatible con el buen tono.
—Yo me atrevería a suplicarle, que abreviara el plazo a un par de meses. Es lo más que mis asuntos en Matto Grosso me permitirán estar fuera.
—Puede usted ir y volver. Un poco de ausencia no le hace daño a ningún amor sincero; más bien lo afirma y lo moldea. Ya sé que saber esperar es una ciencia que la juventud se niega a aprender. Pero yo insisto en enseñársela.
— Don Aro...
—Esta noche hablaremos.
—No me deja más camino que retirarme y volver.
—Esta es mi mano, ingeniero Cullen. Ha duplicado usted mi estimación durante la media hora que hemos estado juntos.
—Gracias. Con su permiso.

****

—Papá…
—James ¿Pero estabas ahí?
—Perdóname si me quedé rondando tu puerta; pero estaba ansioso por saber.
—He dicho que si.
— Ah...
—Racionalmente no había nada que oponer. Cullen es un caballero, un hombre decente y ella le quiere.
— ¿Le dijiste?
—Era mi deber. Su única condición relacionada con eso, es rechazar rotundamente la dote de Isabella.
— Ya.
—A la noche se arreglaran detalles. Le invité a comer. Me atrevería a rogarte que no faltaras a la mesa, aunque sé que preferirías no estar presente. Es un deber penoso, como la mayor parte de los deberes; si no te sientes con fuerzas, puedes dar un pretexto, pero te agradecería que no lo hicieras.
—Está bien, padre, comprendo.
—Ahora dispénsame. Necesito hablar con tu madre y con Isabella.
Se ha ido dejándole solo. James ha dado unos pasos desorientado; sin rumbo atraviesa el despacho, empuja la puertecilla de cristales, sale al comedor, donde al sentir sus pasos, Irina abandona su puesto de observación en la ventana del jardín, para llegar inquieta hasta él.
—James... James. Estas muy pálido. ¿Qué te pasa?, ¿Qué tienes?
—Nada.
—No me digas que nada. Parece que estuvieras enfermo. Tienes las manos heladas. ¡Tiemblas!
— ¡Oh, déjame!
—James querido, sufres horriblemente. Dime lo que tienes. ¿Es por ella, verdad?, Por ella. Porque han venido a pedirla. ¿Tío Aro accede, verdad? ¿Accede? No le dijo nada, le dejó engañado.
— ¿Por quién tomas a mi padre, Irina?, El dolor más grande de su vida ha sido hablarle claro al ingeniero Cullen, y sin embargo yo se que lo ha hecho.
—Entonces... ¿No se casan?
—Sí, se casan. Se lo dijeron y no le importo. ¿Entiendes? Se ha limitado a rechazar su dote, para que ella no pueda pensar nunca que nada que no fuese amor le ha llevado hasta ella. No le importa el pasado, creo que no quiso ni oírlo siquiera.
— Es un tonto y un hombre sin dignidad.
—No digas eso. Tiene una dignidad distinta; más alta, más fuerte que la nuestra. La quiere, la quiere y se sabe amado, idolatrado por ella. Ha nacido para triunfar, para disipar los fantasmas. ¡Quién fuera como él!
— ¡Le envidias!
—Sí, sí... Quisiera pensar que le odio; pero no es odio, es envidia; son celos, rabia y vergüenza de ver que ha sido más fuerte, que me la ha arrebatado de las manos y que no se todavía como podré vivir sin ella.
—James... James.
—No puedes comprenderme. Ni tú ni ninguno de los que me rodean, ni mi padre siquiera. Ella si me comprendería si yo fuera capaz de decírselo a ella. Su alma si sabe de las pasiones sin nombre de las tormentas en que naufraga la razón; ella si tiene sangre en las venas.
— ¡James!
— ¡Déjame...déjame!
Se ha ido sin querer escucharla; pero por el lado opuesto aparece la noble figura de Aro.
— ¿Qué le pasa a James?
—Se fue para su cuarto. Esta muy triste. ¡Es horrible lo que Isabella le atormenta!
— ¿Isabella?, ¿Estaba ella aquí?
—Claro que no estaba, me refiero a su recuerdo; a lo que sufre cuando piensa en lo que Isabella le ha hecho. Ella ni siquiera se da por enterada. Ahora mismo se fue corriendo para el fondo del jardín.
— ¿Qué?
—La pobrecita debe estar impaciente, y  él seguro que se dará vuelta para encontrarse con ella y hablar a través de las rejas.
La mirada de Aro se ha endurecido, su rostro toma una fría expresión de desprecio. De arriba abajo contempla a la mujercita linda y frágil como una muñeca, y le vuelve la espalda desdeñosamente.
Una bocanada de hiel sube a los labios de Irina.
— ¡Viejo imbécil! ¡Cuando querrá el diablo que te mueras!

****

Isabella y Edward han llegado casi al mismo tiempo al lugar de su cita, allí donde la gran verja de bronce se alza más de dos metros firmemente empotrada en el muro de piedra, protegiendo el fondo del jardín, que más parece por aquel lado un bosque florido y espeso.
Las manos trémulas de ella han aprisionado las de él; los ojos buscan con angustia la respuesta del rostro enigmático que esta frente a ella; aquellos ojos verdes que tanto preguntan y tan poco responden; aquellos labios sensuales que el dolor y la amargura afinan, haciéndolos crueles.
— ¿Malas noticias?, ¿Se niega?, ¿No te dio el consentimiento?
—La mejor noticia del mundo para mí; accede.
— ¡Edward de mi vida!
—Había  tomado informes por su cuenta. No me opuso ningún inconveniente.
— ¡Edward mío!, ¡Soy la mujer más feliz de la tierra! ¿Pero es posible que llegues a decirme eso, sin que te brillen los ojos, sin que rías y cantes y enloquezcas como enloquezco yo, de felicidad?
— Isabella...
— ¿Por qué no hablas?, ¿Por qué no puedes inventar palabras nuevas? ¡No importa! ¡Mi vida, mi alma! A mí también me parecen pobres las palabras que te estoy diciendo, porque el lenguaje, comparado con lo que siento, es tan pequeño.
Edward no acierta a responder, siente una angustia como si le estallara el pecho, y es un alivio cuando los pasos de Don Aro suenan muy cerca.
—Espera, creo que vienen. Me voy.
—Aguarda. Será el jardinero, no es preciso.
—Debo irme.
—Efectivamente, ingeniero Cullen.
— ¡Don Aro!
— ¡Tío Aro!
—Tengo el don de llegar inoportunamente. Pero más vale que sea yo, después de todo, y no un sirviente poco cuidadoso en repetir las cosas y en darle un sentido que espero que no tengan.
—Perdone nuestra incorrección, señor Vulturi. Le rogué a Isabella  que me viera después de la entrevista con usted.
—Muy caballeroso como inútil. Fui yo quien le rogué que viniera. Estaba demasiado impaciente.
—No te faltaban motivos de inquietud, conociéndome como me conoces; pero supongo que ya te habrá tranquilizado el ingeniero Cullen.
—Tío Aro, perdóname. Le quiero tanto, ¡tenía tanto miedo! Has estado tan extraño conmigo últimamente, como si no me perdonaras que le quisiera, como si me odiases por haberle dado mi corazón; por haber traicionado tu sueño.
—Te equivocas. No soy de los que pretenden marcar pautas al sentimiento. Me conformo con sostener inflexiblemente las del honor, no perdonando ni transigiendo con ninguna infracción a ellas.
—No sé qué tratas de decirme, tío. Pero si le das a esta cita inocente un sentido que no tiene...
—Dejemos esta cita inocente. En realidad me alegro mucho de volverlos a encontrar a los dos a solas. Antes, cuando hablé con el ingeniero Cullen, me negué a que la boda se hiciera con la rapidez que él pretendía.
—Ah...
—Fue un error. El señor Cullen estaba en lo cierto. No tienen por qué esperar. Esta boda no tiene por que ceñirse por los cánones de otras, sus circunstancias son extraordinarias.
— ¿Por qué?
—Por mil detalles, entre otros, la prisa del ingeniero Cullen en ir a cuidar de sus intereses. ‘Acaso ha olvidado decirte románticamente que es co-dueño de de la mina más importante de oro, descubierta en Matto Grosso en los últimos treinta años?
— ¡Edward!, ¿Es cierto eso?
—Puesto que lo oyes de mis labios, no creo que puedas dudarlo.
—No, tío, desde luego; pero es que me parece un sueno de Las Mil y una Noches. Nunca pensé...
— ¿En el oro de Matto Grosso? Pues sí, existe. En el infierno verde de la selva, un hombre puede hacerse millonario en unas semanas, mientras cientos de ellos pierden la vida.
—El ingeniero Cullen quiere llevarte en su próximo viaje. No puede estar ausente más de dos meses. El viaje toma casi dos semanas. Las dificultades de aquí podrán solventarse en tres.
— ¿Tres semanas?
—Para formalidades y papeles. ¿Estás dispuesta a casarte dentro de un mes, Isabella?
— ¡Estoy dispuesta a casarme esta noche!
—Te casarás dentro de un mes. Hablaré con mi abogado inmediatamente. Hasta la noche, Cullen.
— ¡Un mes!, ¡Es asombroso! ¿Y es tío Aro quién ha dicho eso? Un mes, ¡treinta días!
—Treinta eternidades van a parecerme. Un mes para ser mía, mía totalmente. Allá en el infierno verde, en la maraña de la selva.
Le ha atraído a la reja besándola con un beso de fuego, mientras los ojos de Isabella se cierran y una paz infinita, una felicidad sin nombre inunda su alma, pura y apasionada, ingenua y ardiente.


2 comentarios:

  1. hola ahhhhhhhhhhhhh me entraaa la locuraa estaa irinaa por dioss que brujaa todooss le creen lo quedicee ella es una mentirosaa ...yy bella y edward van a casarcee ahhhhh que lindoo pero a la vez no por las razones por las cuales lo hace edwardddd vamoss tiene queseguir investigando se cerro con quees bella y no averiguooo nada masss...me da ganas de reventarloooo...jajaaj"""" nos lemos en el sigueinteee...haber que pasaaaaa...!!!!!!

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  2. Ahhhhhhhhhhhhhh un mes y cañangas ñangas jajajajaja soy una cerda mental en verdad jajajajaja
    Me encanto el capitulo, sigo odiando a irina y espero que james y aro sufran por idiotas
    BESOS DESDE GUANAJUATO MEXICO

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