martes, 15 de febrero de 2011

Yo cuidaré de ti


Capítulo 8 "Yo cuidaré de ti"
Bella hizo lo que pudo por mantener la barbilla alta y los hombros hacia atrás, en una pose desafiante, pero no podía evitar temblar, temiendo más a Edward que a todo el escuadrón de soldados juntos. Con un gesto casi aburrido de la mano, hizo que sus hombres se retiraran. Al momento, se encontraron solos, mirándose el uno al otro en un silencio hostil.
El tierno amor de la noche anterior se había desvanecido en los ojos de este tirano remoto y meditativo. Su rostro anguloso y duro parecía esculpido en granito.
—Estoy muy descontento, Isabella. ¡Muy descontento!
— ¡Venga, cuélgame! ¡No me importa! —gritó desesperada, nerviosa y a la defensiva—. ¡No te tengo miedo!
— ¿Colgarte? —preguntó suavemente—. Pensémoslo un momento, querida. Colgarte sería una sentencia demasiado ligera por los... inconvenientes que me has causado. —Se levantó del trono y bajó con naturalidad los tres escalones del estrado, acercándose a ella.
Caminó y pasó junto a ella hasta una mesa larga y rectangular que había en el centro de la habitación y movió una de las sillas de mimbre, haciéndole un gesto.
—Siéntate.
Ella mantuvo la mirada fija en él al acercarse y sentarse en la silla de madera, bastante agradecida por la invitación, dada su débil condición.
—Las manos en la mesa.
Una vez más obedeció, roja de ira por la humillación. Era terrible verse humillada de esa forma ante un hombre a quien quería en secreto provocar el respeto y la admiración. Ese deseo no dejaba de atormentarla en sí misma, porque no había nunca conocido a nadie como él, tan vibrante y magnético, tan excitante en la proximidad.
Él empujó la silla en la que estaba sentada con irónica caballerosidad y después se inclinó por encima de su hombro, plantando las manos en la mesa alrededor de su cuerpo, cercándola. Ella podía sentir su aliento cálido al lado de la oreja. Cerró los ojos y se quedó completamente quieta, arrollada por su presencia física.
—Perdiste esto en el baile —susurró, rozándole la mejilla con la punta de su nariz al colocar un pequeño objeto en la mesa ante ella.
Sorprendida, Bella abrió los ojos al ver uno de sus pendientes de plata.
—Lo dejaste en mi dormitorio —añadió sensualmente.
Molesta por su indirecta se apartó, con el rostro encendido de rabia, aunque al menos consiguió controlar su lengua.
Con una sonrisa arrogante, como si supiera perfectamente el efecto que estaba causando en ella, se incorporó y caminó lánguidamente rodeando la mesa. Al llegar al otro lado, sacó una silla, la giró suavemente y se sentó a horcajadas en ella. Rodeando el respaldo con los brazos, apoyó la barbilla en el brazo y la miró con sobriedad.
—Cuéntamelo todo.
—No puedo hablar hasta que no me des agua —dijo con voz ronca.
Arrugó el entrecejo y la estudió. Entonces asintió y se levantó. Caminó hacia la puerta y pidió en voz baja a uno de los soldados que trajese agua. Unos minutos más tarde volvió con una jarra y un vaso de latón. Vertió el agua en el vaso conforme iba acercándose a ella. Le tendió el agua y ella tomó, temblorosa, el vaso de su mano. Con los brazos cruzados, el príncipe observó su manera ansiosa de beber. Ella parecía estar en el paraíso, llenando de agua su boca, refrescando su garganta... Y en tonces abrió los ojos al sentir que él le sujetaba el brazo con una mano firme.
—Bebe despacio, te vas a poner mala —murmuró, deteniéndola desde un lateral de la mesa.
Ella bajó el vaso y se quedó ensimismada con los ojos fijos en el objeto metálico, evitando así tener que encontrarse con los de él. Cuando levantó los ojos, vacilante, le sorprendió ver que tenía la mirada fija en sus labios húmedos. Ella apartó los ojos, mareada al recordar sus besos lentos y profundos de la noche anterior. Ah, era un hombre perverso, y se sentía absurda por no poder dejar de desearle, a pesar de saber que iba a mandarla a la horca.
Con los dos codos apoyados en la mesa, Isabella hundió el rostro entre las manos.
Transcurrió un buen rato de silencio y ninguno de los dos se movió, ella sentada en la mesa con la cabeza entre las manos y él de pie al otro lado, observándola con impaciencia, los brazos cruzados a la altura de su enorme pecho.
— ¿Por qué lo hiciste?
Ella exhaló profundamente y bajó las manos, viendo la imagen que daban sus dedos al entrelazarse.
—En mis tierras tengo a doscientas almas que dependen de mí para comer, alteza. Cuando la sequía llegó y arruinó nuestras cosechas, supe que si no conseguía el dinero de algún lado, ellos morirían de hambre. Intenté otras formas. Vendí todas las joyas de mi madre, pero me negué a vender mi cuerpo a ese puerco de Forge, por eso recurrí al Jinete Enmascarado. Sin embargo —admitió, tragándose su orgullo—, nunca fue mi intención llegar tan lejos.
—Fue una estupidez. ¿Te das cuenta, Isabella, que me veo obligado por la ley a colgarte?
Ella se enderezó y levantó la barbilla.
—Si esperas que suplique clemencia, estás perdiendo el tiempo. Conocía desde el principio las consecuencias de mis actos y estoy preparada para morir.
Él la miró fijamente.
—Por el amor de Dios, ¿siempre te comportas de esa manera?
Ella se encogió de hombros.
—Mi pequeña ladronzuela, tu vida está en mis manos y debo recordarte que también lo están las de esos campesinos a los que pareces estar tan unida.
Su mirada perdida recuperó de repente el interés al oír mencionar a los hermanos Black.
— ¿Qué va a ocurrir con ellos?
Puso la mano en el respaldo de la silla, al otro lado de la mesa.
—Dime una cosa. El mayor... Jacob. ¿Está enamorado de ti?
— ¿Cómo? ¡No! —se burló, ruborizándose repentinamente.
—Quiero la verdad.
Parecía confundida.
—Yo... no lo sé. Espero que no.
Él empujó la silla hacia fuera y se sentó, rozando con los dedos la superficie llena de marcas de la mesa.
—Ayer, el hombre estaba dispuesto a morir en la horca antes de revelar la identidad del Jinete Enmascarado. Yo mismo le pregunté y aun así seguía insistiendo en que él era el Jinete Enmascarado. Estaba dispuesto a morir en tu lugar.
—Bueno, yo haría lo mismo por él, pero no es ese tipo de... —vaciló, con una expresión de incertidumbre— amor. Los Black son como hermanos para mí.
Él se echó hacia delante y preguntó con suspicacia.
— ¿Quieres decir que tu noble Jacob nunca se te ha declarado?
— ¡Por Dios, no! ¡Le rechazaría si lo hiciese, y él lo sabe!
El príncipe trató de contener una sonrisa.
—Entonces, ¿es fácil suponer que tú tampoco estás enamorada de él?
—El amor —declaró— es para los tontos.
Él la estudió como hipnotizado.
— ¿No eres un poco joven para hablar de esa forma, querida?
—Yo no soy tu querida. ¡Es más, no soy nada tuyo! —replicó, sintiéndose atrapada y abochornada por la manera tan ansiosa en la que él la miraba—. ¿Vas a decirme cuál es mi sentencia o vas a seguir aquí atormentándome? Porque no entiendo a dónde quieres llegar con este tipo de preguntas que no tienen nada que ver con lo que nos ocupa.
—Desde luego que sí, es un asunto de vital importancia —le dedicó una sonrisa distante—. Perdóname, los monarcas debemos ser en estos asuntos de lo más cuidadosos. Están demasiadas cosas en juego, ¿sabes? Las cuestiones de legitimidad son parte de nuestra vida real.
— ¿Y qué tiene todo eso que ver conmigo? —replicó.
—Bueno, por ejemplo, cuando des a luz, tendrás que hacerlo delante de algunas personas. Y otra cosa importante: la noche de nuestra boda, tendremos que mostrar una muestra de tu virginidad a los ancianos del Consejo...
Bella no esperó a oír el resto.
Se levantó como con un resorte de la silla, aunque pronto un dolor en el estómago causado por el agua la hizo doblarse y sentarse de nuevo con un pequeño grito. Agarrándose el estómago, se encogió en su silla.
Edward estuvo a su lado en un instante, arrodillado y sosteniéndola por el hombro con su mano grande y firme.
—Tranquila, respira hondo. Se pasará. —Le acarició con ternura, tratando de hacer desaparecer los espasmos—. ¡Qué mujer! —suspiró—. Eres fuerte, Isabella Swan. Dios sabe que serás una buena Reina.
— ¿De qué estás hablando? —carraspeó, con la cara roja.
— ¿Olvidé decírtelo? Vas a casarte conmigo, ésa es tu sentencia.
Ella le miró lívida.
—Debes de estar borracho.
—Sobrio como un cura.
— ¿Te has vuelto loco? —Era casi un grito.
Él sonrió... de forma encantadora.
— ¡No me casaré contigo! ¡No!
—Claro que lo harás, querida. Vamos, Isabella... aquí me tienes, arrodillado ante ti, postrado con una rodilla en el suelo por ti. Pongo mi reino a tus pies. —Su tono era desenfadado, sus ojos brillantes—. Parece que he conseguido por fin dejarte sin palabras.
Ah, era una broma. Sí, eso era. Ahora lo entendía. Quería estrangularle hasta que esa mueca infantil y taimada desapareciera de su delgada boca.
—No intentes engatusarme, Edward Cullen. —Postrada aún por las náuseas, furiosa e incrédula, seguía sujetándose el estómago cuando le miró, con el pelo cubriéndole la cara. No podía creer que una mujer tan poco atractiva en estos momentos pudiese recibir una proposición de matrimonio del hombre más deseado del siglo.
— ¡Primero me disparas! ¡Después me llevas a la fuerza a tu habitación y tratas de seducirme! ¿Ahora, a qué clase de juego perverso estás jugando conmigo?
—Calla, Isabella. No seas tan suspicaz. —Él retiró un mechón de su pelo, tocándole el hombro como si ella ya le perteneciese.
Bella empezaba a sentirse de verdad aterrada.
—No estás hablando en serio.
—Desde luego que sí.
— ¡No puedo casarme contigo! ¡Ni siquiera me gustas!
—Eso no es lo que me decían tus besos la otra noche —susurró con una sonrisa satisfecha.
— ¿De verdad crees que soy tan ingenua que no puedo ver lo que estás haciendo? —preguntó, entrecerrando los ojos—. ¡Intentas burlarte de mí!
Él levantó las cejas.
— ¿Por qué iba a hacer eso?
— ¡Para vengarte de mí por haber robado a tus estúpidos y superficiales amigos! Sé que vas a colgarme o algo peor, así que deja este juego cruel...
—Calla —dijo con firmeza, cogiéndole la cara con su guante negro, en un toque tan suave que la hizo llorar. Él le mantuvo la mirada como si quisiera reconfortarla y darle confianza—. Esto no es ninguna broma. Estás metida en un buen lío. Digamos sólo que me divierte ayudarte. Naturalmente —añadió, y su toque se convirtió en tierna caricia—, espero que, a cambio, tú también me ayudes.
Ella le miró con la boca abierta, sin creer lo que oía.
— ¿Cómo?
—Ah, de varias formas —susurró, rozándole la mejilla con los nudillos—. Tienes el linaje adecuado. Eres, si no me equivoco, sana para tener hijos.
— ¿Hijos? —repitió, palideciendo. Por el amor de Dios, estaba hablando en serio. ¿Su princesa? ¿Su reina? No tenía la menor idea de cómo ser Reina. La cabeza le daba vueltas al mirarle. Era cierto, ella ostentaba el gran nombre de los Swan, pero nunca había sido presentada en sociedad debido a la delicada situación económica de su familia.
—Siento mucho si mi proposición no ha sido todo lo romántica que debiera, pero no soy un hombre sentimental —dijo él con un ligero encogimiento de hombros, bajando la mano—. Además, tú dijiste que el amor era para los tontos, algo que yo comparto. Me dijiste en tu finca que no tenías intención de casarte, pero me temo que entregaste tu libertad al actuar al margen de la ley. ¿Entiendes, Isabella? Sencillamente, yo he en contrado la forma de utilizarte.
— ¿Utilizarme? —preguntó débilmente.
Él asintió.
—Por fortuna, aun siendo una criminal, nunca has sido verdaderamente violenta. Los dos sabemos que el pueblo de Ascensión ama al Jinete Enmascarado. Eres algo así como una heroína nacional, mientras que yo, por el contrario... bueno, la gente del pueblo no me ama precisamente. Los plebeyos son sólo eso, plebeyos, pero yo deseo que mi gente me quiera como quieren a mi padre. Tú, señora mía, eres precisamente el instrumento que necesito para ganármelos. Esto te servirá de dote. —El príncipe levantó la máscara negra de la mesa y la balanceó frente a sus ojos.
Con los ojos muy abiertos, miró primero a la máscara y después a él.
— ¿Su alteza quiere utilizarme... por mi influencia ante el pueblo?
Él observaba su reacción de cerca, con una pizca de misteriosa emoción en sus verdes ojos, pero su tono continuó siendo despreocupado.
—Sí. Eso lo resume bastante bien.
—Entiendo —dijo ella, dejando caer los ojos, con la cabeza hecha un lío—. ¿Cuál sería exactamente mi cometido?
Él se encogió de hombros con cinismo.
—Tendrás que hacer poco más que estar a mi lado, saludar a la multitud y parecer feliz.
Pero él había hablado de hijos. Ella le estudió, sin saber qué pensar. Desde luego, como príncipe heredero, sabía que una de sus obligaciones era tener descendencia, y ella, como futura esposa, tendría la obligación de procurársela. Desde siempre había tenido un miedo irracional a la maternidad, pero en ese momento, la noción le parecía tan imposible, inimaginable e irreal que ni siquiera conseguía atemorizarla.
Lo que de verdad le daba miedo era que un bribón sin principios, en el que no se podía confiar, fuera su marido, y lo que era peor, mucho peor, que llegara a enamorarse de él y se convirtiese en su esclava.
—Sé razonable, Isabella —murmuró, viendo la batalla que libraba en su interior—. No es momento para orgullos.
Ella se sujetó la frente con la mano y le miró desconfiada.
— ¿Qué les ocurrirá a los hermanos Black? La única forma de que acepte esto es si les dejas en libertad.
— ¿Cómo? ¡No seas absurda! —replicó él, viendo cómo se venía abajo toda su fachada de seguridad en sí mismo—. ¡No pienso dejar que se vayan cuando los dos sabemos que son culpables ante la ley! ¿Quieres que me convierta en el hazmerreír de todos?
—Entonces me temo que no hay nada de qué hablar. Todos los crímenes que cometieron los hicieron porque yo se los mandé. No puedes salvarme y encerrarles a ellos por el resto de sus vidas.
Él la miró como si no creyese lo que oía.
—Dios, eres una joven muy testaruda. —Se levantó de su posición agachada junto a ella y se alejó moviendo la cabeza.
En el silencio que prosiguió, no pudo hacer otra cosa que observar a Edward que maldecía una y otra vez en voz baja mientras caminaba por la habitación, comiéndose el espacio con sus largas piernas, terminando cada uno de sus pasos con un giro limpio de soldado. Era una sensación extraña e incómoda, saber que ese hombre controlaba el destino de sus vidas. Esperaba que no acabase por mandarles a todos a la horca, a ella incluida, pero la lealtad exigía que se mantuviera fiel y leal a sus amigos de la misma forma que ellos lo habían sido con ella.
El príncipe la miraba de vez en cuando, con una expresión que podía ser tanto de nerviosismo como de hostilidad, o ambas cosas a la vez. En el extremo más alejado de la habitación, se de tuvo de perfil hacia ella. Con las manos en las caderas se volvió y la miró dudoso.
—Destierro.
Bella absorbió esta palabra.
— ¿Serán libres?
—Es más que generoso —la advirtió—. El destierro, señorita Isabella. Es mi última oferta —se detuvo. Tocándose los labios con uno de sus dedos mientras pensaba, empezó a caminar hacia ella—. Por supuesto, tengo un par de condiciones para ti a cambio. —Se agachó y plantó ambas manos en la mesa frente a ella, probándola con una mirada intensa—. En primer lugar, debes darme tu palabra de que dejarás esta afición tuya a hacer de heroína de los pobres. Ya te has arriesgado tontamente mucho tiempo y no quiero tener una esposa dedicada al bandolerismo. No habrá más Jinete Enmascarado.
Por un momento, Bella no dijo nada, la boca tensa. Pronto empezaba a haber órdenes, pensó, entre hombre y mujer, dueño y esclava. Le hubiese gustado pedirle a cambio una promesa de fidelidad, pero pensó que era mejor no forzar las cosas demasiado. No tenía sentido pedirle ningún voto cuando sólo le pedía un matrimonio de conveniencia, diseñado para salvar su cuello y ganar para él el afecto de su pueblo. Suponía que debía hacerse a la idea desde este momento de que Edward el Libertino no cambiaría nunca. Él mismo lo había dicho: «Siempre habrá una Tanya Denali».
— ¿Y su segunda condición, señor? —preguntó, con un deje de resentimiento en la voz.
Intensificó su mirada, perforándola, llenándola hasta lo más profundo.
—En segundo lugar, si eres mi esposa, no debes mentirme nunca. Puedo perdonar cualquier cosa excepto la mentira. Cae en la fragilidad humana, desilusióname, déjame, rómpeme el corazón, pero nunca, nunca, me mientas.
Ella sabía muy bien por qué Edward le pedía eso. De repente se sintió incómoda y rara al recordar la vieja historia de cómo una hermosa mujer de la corte, se había convertido en espía y había seducido y engañado al príncipe cuando era sólo un inocente muchacho. El país había estado a punto de entrar en guerra con Francia. Todo el reino conocía la historia, quizás el mundo entero. Ahora, la fiereza de sus ojos la cautivó hasta casi perder el aliento. Él le había dado todo lo que ella había pedido, a cambio sólo de su honestidad.
Por primera vez, se preguntó si no había sido profundamente herido por la traición de esa mujer. ¿La había amado? No le cabía ninguna duda de lo humillado que debía haberse sentido ante un error tan garrafal y sabido por todos. Pensó en esas infinitas mujeres y en el rechazo que en realidad sentía por todas ellas, rechazo que escondía bajo un muro de galanterías.
—Honestidad, Isabella. ¿Puedes cumplirlo?
—Sí, príncipe Edward —dijo débilmente, sintiendo cómo su corazón se aceleraba, comprendiendo que esta vez era su corazón y no su cabeza quien mandaba—. Sí puedo.
—Entonces, ¿estamos de acuerdo?
Ella tragó fuerte.
—Sí, eso parece.
—Bien —dijo suavemente, como si no le importara—. Enviaré a mis sirvientes para que te cuiden y a un médico para que se ocupe de esa herida.
—Gracias —replicó, con un ridículo tono de normalidad.
Acercándose a ella, sacó una pequeña llave del bolsillo de su chaleco y le cogió las manos para abrirle las cadenas. Después de quitárselas las puso a un lado y examinó sus muñecas, pasando suavemente sus pulgares sobre su piel pálida y algo dolorida.
Edward levantó los ojos y la miró fijamente en silencio.
Por un segundo, sostuvo esos ojos grandes de ella con los suyos, pareciendo cada vez más sobrecogido por la importancia de lo que acababan de decidir. Pero pronto apartó esa emoción de sus ojos y le soltó las manos, girando la cabeza.
—Espera aquí. Volveré enseguida para llevarte al palacio.
—Como desees, señor —respiró. Era como si el corazón fuera a explotarle por la loca temeridad que iban a cometer. Tenía la cabeza hecha un lío. La bajó y escuchó sus suaves pasos que atravesaban el suelo de piedra. «Dios, ¿qué acabo de hacer? ¡Yo no quiero casarme y desde luego no deseo ser madre!»
«Ya es demasiado tarde.»
Hubo una pausa.
—Isabella.
Con una mano en el pestillo, Edward buscó sus ojos desde el otro lado de la habitación.
—Yo cuidaré de ti —dijo. Después abrió la puerta y salió.

1 comentario:

  1. wao acepto que consecuencias traera esto para los dos? un abrazo patricia1204

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