lunes, 7 de febrero de 2011

Todos contra mí



Capítulo 9 “Todos contra mí”

Los lugares más importantes y más concurridos de Rio, vieron cruzar gallardo jinete y esplendida amazona, a Edward Cullen junto a Isabella Vulturi. Murmullos, cuchicheos, comentarios, miradas de admiración y miradas de envidia, y al fin, cuando el sol alzándose en lo alto del cielo color de turquesa derrama sus rayos más ardientes, cascada de oro derretido sobre la ciudad, Sultán y Goliat emparejan sus pasos junto a la verja de la mansión de los Vulturi, y ganan acelerando el ancho sendero enarenado.
—Hasta aquí, Edward.
— ¿Me permites ayudarte?
— ¡Desde luego!
— ¡Erick! ¡Erick! Por favor, hágase cargo de los caballos.
El mozo de cuadra ha acudido solicito, y mientras Isabella, entregadas las riendas, sonríe a Edward Cullen.
—Hoy se han portado maravillosamente.
—Les hicimos correr poco. Me hubiera gustado cansarles.
—No quisiste que llegáramos hasta Copacabana.
—Temí que se nos hiciera tarde para regresar.
—Estoy segura que aun no son las doce; tiempo sobraba.
— ¿Por qué no lo dijiste antes?
—Deseaba complacerte. Me pareció que tenías un deseo especial de pasear por la ciudad.
—Así es; por los lugares más concurridos de la ciudad. ¿Te molesta que te hayan visto a mi lado?
— ¿Molestarme?
— ¿No temes a los comentarios?
— ¿Por qué he de temerlos? Soy absolutamente libre y dueña de mi voluntad.
—Te han visto algunos de tus amigos, hombres que seguramente te han pretendido.
—Sí; nos vio Mike Newton.
— ¿Fue tu novio?
—Yo nunca tuve novio, Edward.
— ¿De veras?
Han dado unos pasos hacia la casa buscando la sombra de los grandes plátanos. Isabella se recuesta en el añoso tronco del árbol más próximo al camino central, mientras Edward clava en ella su mirada dura, imperiosa, interrogante.
— ¿De verdad? ¿Estás segura de lo que dices?
— ¡Claro que estoy segura! ¿Por qué no había de estarlo? Siempre me preguntas como si dudaras de todo lo que digo.
—Efectivamente, dudo.
—Pues haces mal. Cuando me conozcas mejor, sabrás que no miento jamás.
—Una afirmación que suena muy bien.
—Pero en la que no crees por lo visto. ¿Sabes que tomas a veces un aire y una mirada inquisitorial?
— ¿Que te molesta mucho, verdad?
—No sé qué contestarte. De ti, mucho, mucho, no me molesta nada; pero...
— ¿Pero qué?
—Me gusta más cuando me miras de un modo más suave, cuando tus ojos me hablan de la ternura de que tan avaros se muestran tus labios.
— ¿Mis labios?
—Sí; no es un reproche; pero hemos estado juntos toda la mañana, y aun no me has dicho lo que me hice la ilusión de oír tantas veces. Claro que los lugares por donde andábamos no se prestaban mucho, pero en fin.
— ¿Que era lo que deseabas oír de mis labios?
—Si te lo digo yo, ya no tiene gracia. 
—Creo que te lo he dicho todo antes.
—Si, en cuatro palabras. Me has preguntado si quiero ser tu esposa, ¿pero acaso me has dicho que me amas?
—Supongo que eso es fácil deducirlo.
—Claro. Por fortuna soy pobre de solemnidad, nadie puede hablarme en la forma que tu lo has hecho sin amarme, porque solo amor puede llevar a un hombre a casarse conmigo.
—La deducción es exacta, amor, solo amor. Hay cosas que no necesitan preguntarse.
—Pero que resulta maravilloso oírlas. ¿No lo sabes, Edward? Te daré buen ejemplo. Edward, amor mío, ¿tanto trabajo te cuesta decirme que me amas? ¿Es preciso que sea yo quién te lo diga una y cien veces, hasta que a fuerza de escucharlo aprendan tus labios a decir palabras de amor?
— ¡Isabella!
—No te esfuerces, ya veo que no te salen. Harías menos esfuerzo horadando un túnel con tus propias manos, o quitando a paletadas una montaña, pero no importa, te comprendo, te adoro, y tal vez por ser como eres te quiero más.
—Isabella...
—Ya iras cambiando; estoy segura que iras cambiando, y aunque no cambies será igual. Te quiero como eres; creo que te quise desde el primer instante, cuando al volverme te vi en la puerta del despacho de mi tío, mirándome como deslumbrado.
—Deslumbrado... has dicho la palabra exacta, como frente a un abismo de fuego en el que presintiera que iba a consumirme, a desaparecer, a ser aniquilado.
— ¿Aniquilado? Dices cosas extrañas.
—Olvídalas.
—Es una solución muy fácil que me ofreces siempre que no comprendo tus palabras, ¿no sería más sencillo explicármelas?
—No hay nada que explicar, no vale la pena. ¿Quieres que entremos a la casa? Tal vez sería conveniente que hablase hoy mismo con don Aro Vulturi.
—No, Edward; hoy no.
—Después de habernos exhibido juntos en los lugares más concurridos de Rio, me parece lo más correcto de mi parte, a menos que desees conservar tu libertad, que te moleste la idea de tener un novio oficial. Que quieras ocultarme.
— ¿Por qué se te ocurre esa idea tan desagradable? ¡Ocultarte, ocultarte! ¿No sabes que soy feliz? ¿No sabes que quisiera gritarle al mundo entero que te amo?
— ¿Por qué quieres entonces que calle?
—Por unos días solamente, hasta por unas horas, quizá. Dame tiempo de preparar el ánimo de mi tío, de hablarle a James de algo que para él será doloroso, de no hacer daño con nuestro amor a los que me quieren, a los que me ampararon dándome su cariño. ¡Déjame no ser una ingrata!
Isabella  ha apoyado su mano ligera, fina mano color de ámbar, en el hombro de Edward, mientras una infinita dulzura pasa por su semblante, deteniéndolo acaso en el ansia de saborear su presencia unos minutos más, acaso de arrancar a sus duros labios las palabras de amor que tanto anhela escuchar de ellos, acaso con la esperanza de asomarse un poco más al alma apasionada y huraña de la que son ventanas los grandes ojos verdes.
— ¿Ingrata? ¿Te preocupa la idea de parecer ingrata?
—No tanto de parecerlo, como de serlo, Edward. James me ama. ¡Oh, no pongas esa cara! Supongo que te disgustará, pero no hay razón para ello. Me quiere desde antes de que tu llegaras. Y si considera que le han robado lo que tenía ya por suyo...
—Te tenía ya por suya. Bueno es escucharlo de tus propios labios.
—Celoso mío. No me mires así. Me amaba, y con la santa confianza del que ama, confundía con amor mi afecto fraternal. Seguramente le parecía  absurdo que yo pudiera rechazarle.
— ¿Y tú por qué no le amas?
— ¿Vuelves a hacer preguntas tontas? A menos que sientas la necesidad de oírme responder que al corazón no se le manda, y que da la pequeña casualidad que quiero a otro, menos amable, menos galante, que vale para mi más que el mundo entero.
—Isabella...
A pesar suyo se ha conmovido, mientras Isabella continua con tierna sonrisa.
—Perdóname si el retrato no es muy halagador; pero con frecuencia no mereces nada más. Eres tan exigente, tan desconfiado, que a veces me pregunto: cómo puedes amarme, si tienes de me una idea tan lamentable.
—Perdóname, Isabella. Soy un hombre extraño. Pero si tú supieras como anhelo hacerte mía, llevarte lejos de aquí, estar donde solo seamos tú y yo frente a frente, hacer que me adores, que me idolatres.
— ¿Para idolatrarme tu también?
—Para sentir que me perteneces, que eres mía nada más.
Casi rudamente ha vuelto a estrecharla en los brazos temblando de una emoción extraña, y hay tanto fuego en sus pupilas y hay tal pasión en aquel beso con que ha aprisionado los labios de Isabella, que los grandes ojos castaños se cierran como saboreando un éxtasis soñado.
— ¡Edward! Mi amor, mi vida.
—Isabella ¿Eres capaz de amar?
— ¿Y eres capaz tu de preguntármelo? ¿No lo ves? ¿No lo palpas? Si apenas has hablado, si nada has tenido que hacer para que este amor mío se te ofrezca sumiso. Si todo en mi debe hablarte de mi amor. Más que mis palabras, mis gestos, mis miradas. Edward ¿por qué parecen siempre interrogarme tus ojos?
—Tal vez porque me parece mentira que tú puedas amarme.
Le ha besado la mano casi ceremoniosamente. Luego, un deseo de huir, de alejarse, se clava en él con ansia insoportable.
—Hasta la tarde.

****

— ¡Oh, Irina! ¿Estabas ya levantada? ¿Te sientes mejor?
—A la vista salta. Muy contenta debes venir esta mañana cuando estás tan amable.
—Sí. He dado un esplendido paseo.
— ¿Sola?
—Con Edward. Demasiado lo sabes, puesto que has estado mirando desde esa ventana.
— ¡Que penetración! ¿Cómo pudiste verme si estaba la cortina echada?
—Las cortinas de encajes son tu especialidad; nos conocemos desde hace anos, Irina.
En el recodo que forman tres ventanales que caen desde el amplio hall sobre los jardines laterales, Isabella ha encontrado a Irina; una bata de seda sobre las ropas de cama, zapatillas silenciosas y los largos cabellos rubios sueltos sobre la espalda. Sería realmente un conjunto angelical, sin aquella burlona expresión, sin aquella sonrisilla perversa, que asoma a sus labios casi siempre que queda a solas con Isabella.
—Te advierto que no he sido sólo yo la que notó tu coloquio bajo los árboles. Erick y la doncella te estaban espiando; te lo digo para que si llega a oídos de los demás, no pienses que les he ido con el cuento. ¿Qué? ¿Se te ha declarado el ingeniero Cullen ya?
—Sí. Se me ha declarado, y hablará muy  pronto con el tío Aro. No tendrás que resistir mucho la tentación de ir con el cuento a tía Heidi. Puedes decírselo si te da la gana.
—Ya sabes que con ella no hay cuidado. Está deseando que te cases con quién sea y que te largues. La pobre no te soporta; no sé por qué será.
—Podría responderte muchas cosas; pero  no quiero discutir esta mañana contigo; ni contigo ni con nadie. Me siento demasiado feliz. Tus insidias no me hacen daño. Qué gran coraza es la felicidad.
— ¿Te sientes realmente dichosa?
—Sí, Irina. ¡Si tú supieras hasta que punto ser dichoso da ganas de ser bueno!
— ¿De veras?
—Todo nos parece distinto. Que fácilmente perdonamos todas esas pequeñas ofensas que en los días grises nos amargan la vida. Con que generosidad quisiéramos repartir nuestra felicidad a manos llenas. Que todo el mundo sonriera, que todo el mundo sintiera como siento yo, en esta mañana maravillosa que el sol entero se me ha medido en el pecho.
— ¿Y todo por Edward Cullen?
— ¿Te parece mentira?
—Supongo que habrás puesto todo tu amor propio en conquistarlo.
—No se trata de conquista. En este caso, creo que sería más exacto decir que la conquistada soy yo. ¡Su amor me fascina! ¡Me envuelve! ¡Me penetra hasta la medula de los huesos! ¡Corre como mi sangre por las venas! Me hace latir el corazón más de prisa.
—Ya... ¡Lo que llaman locura de amor!
— ¿Te ríes? ¿Te burlas? ¿Te sorprende? Nunca quisiste a nadie, Irina, ¿verdad?
— ¿Qué?
—Sí. Nunca quisiste a nadie. Y yo, ahora, por la primera vez, siento el deseo de que hablemos con franqueza; porque he pensado de repente, sintiendo yo el amor, que acaso tu enfermedad tenga remedio.
— ¿Mi enfermedad? ¿Qué dices?
—Tienes el corazón duro, el alma seca. Viviste solo para tu egoísmo. Finges, engañas, mientes. Tu avaricia no tiene límites. Eres pobre y anhelas la riqueza. Eres altanera y te finges humilde, para que te soporten junto a si los soberbios. No sabes disfrutar de ningún bien, porque el bien de que otro disfruta es el único que tu quieres.
— ¡Isabella, me estas insultando!
—Te estoy disiento la verdad, por primera vez. Te estoy hablando como a un ser humano. Como hermana, como amiga; como algunas veces, quién sabe con que intención, me pediste tu que lo hiciera. Irina, tu eres desgraciada, el mal que haces no te da dicha de ninguna especie; por eso es que sigues aferrada a tus pequeñas maldades, a tus actitudes mentirosas, a tu mundillo de falsedades, que a fin de cuenta, ¿qué es lo que puede darte? ¿Un vestido nuevo? ¿Unos muebles más caros? ¿Una alhaja o un regalo cualquiera? ¿Una sonrisa más de tía Heidi? ¿Tú crees que vale la pena de arrastrarse como un gusano por cosas tan pequeñas?
— ¿Pero qué estás diciendo? ¿Cómo te atreves?
— ¿A ser sincera? ¿A hablarte con el corazón  en la mano? ¡Porque la felicidad me hace sentirme tan buena, tan valiente, tan fuerte, que hasta a ti soy capaz de quererte! De darte el mejor de los consejos: ¡ama, Irina! Ama sinceramente, entrega el corazón  a un amor verdadero, quiere a un hombre con toda tu alma, no para ser feliz, sino para tratar de hacerlo dichoso a él, y tu propia felicidad será el premio.
— ¡Basta! ¡Basta! ¿Qué te crees?
—Creo que acaso quieras a James realmente, y que él es tan digno de ser amado.
— ¡Calla!
— El camino de su corazón está libre para ti. No te estorbo, ve por él. Se feliz y puede que llegues a ser buena.
— ¡Basta! ¡Basta! ¿No me estás oyendo? ¿Quién eres tú para hablarme como lo haces? Recogida, pordiosera. ¡Hija de un cualquiera, que no tienes que estar en esta casa, donde yo estoy con todos los derechos!
— ¡Irina!
— ¡Malvada! ¡Maldita! Maldita sí. Te odie siempre. Y ahora vienes a tirarme a James como si fuera una piltrafa que se le da a un perro.
— ¡Irina! ¿No has comprendido? Estás loca.
— ¡Te odio! ¡Te odio! Te he aborrecido desde niña, y muy pronto te he de ver como yo quise; arrojada de todas partes, despreciada como la última ramera.
— ¿Qué?
—Como las mujerzuelas con que te criaste junto a tu padre.
— ¡Cállate!
—Tu padre el borracho. El tramposo, el ladrón.

Isabella no ha resistido más. Su mano se alza para caer furiosamente, una y otra vez sobre las mejillas de Irina, que grita como si la matasen.
— ¡Tía Heidi!
La señora Vulturi ha aparecido en lo alto de la escalera y corre hacia ellas.
—¿Qué?, ¿Qué pasa?, ¿Qué ha  sucedido?
— ¡Tía Heidi de mi alma!
Llorando como una niña se ha arrojado en los brazos de Heidi, cuya mirada va furiosa hacia Isabella.
—Hija de mi alma, ¿qué te han hecho?, ¿Qué le has hecho?
—La he abofeteado porque ofendió la memoria de mi padre.
— ¿Qué?
— ¡Ay, tía querida, quiero morirme!  ¡Y me moriré!
— ¿Pero cómo te has atrevido a eso? ¡Eres una infame! ¡Una abusadora! Tu proceder con esta niña enferma es canallesco. Pero te juro que no quedaras impune, porque soy capaz de...
— ¡Quieta! ¡No sigas por ese camino vergonzoso y lamentable!
Aro Vulturi ha sujetado la mano de Heidi, alzada ya sobre Isabella. Mientras James más pálido aparece también.
Isabella se ha vuelto a él, pálida, temblorosa, desconcertada.
— ¡Tío Aro! Es que usted no sabe lo que me ha dicho. Es que usted no sabe...
— ¡Pudiste pensar que Irina está enferma! Pudiste recordar que bajo este techo ha sido una norma inalterable la decencia y el muto respeto.
— ¡Tío Aro!
—No sé lo que te ha dicho, ni quiero saberlo. Sé que tu conducta lamentable y detestable no debe volver a repetirse mientras estés en esta casa. Esta casa debe merecer un enorme respeto, y no podre perdonarte si vuelvas a faltar a él.
—Yo...
—Hazme el favor de irte a tu cuarto y ahorrarnos el disgusto de verte en la mesa.

****

Como una autómata ha entrado Isabella en su alcoba. Aun no puede pensar, aun no acaba de comprender. Las piernas casi no la sostienen. Una insoportable opresión en la garganta y en el pecho parece ahogarla y va hacia la ventana buscando el aire que le falta, buscando la razón que no encuentra.
—Todos contra mí. ¡Tío Aro también! Como si me despreciara, como si me odiara. ¡Dios mío! ¿Pero qué es esto?, ¿Por qué?, ¿Por qué?
A la pregunta dolorosa, no halla respuesta su alma contristada, y vuela el pensamiento como pájaro que escapara a los barrotes de su jaula.
— ¡Edward! ¡Mi Edward! ¿Por qué no estoy al lado tuyo? ¿Por qué no estás aquí  para devolverme esa dicha tan pura que pusiste en mis manos y que se ha ido de pronto no sé cómo, no sé por qué?

2 comentarios:

  1. holaaaaa ahh extrañabaaa muchisimooo esta historiaa ahhhhhhhh como odioo a irina y a heidi por diooo las detestooo son unas viboras buenoo ya me descargue jee...pobre bella todos contra ella y edward a veces me entran ganas de pegarle va a lastimar a bella y tendria que averiguar bien como sonlas cosasss pero es tan cabezotaa y que pasara en el proximo capiiii estoy ansiosa por leerlo!!!! besosss!!!!!

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  2. Sera zorra y mosquita muerta esa irina, la odio enserio y aro y james merecen que bella se aleje de ellos por idiotas en creerle todo a irina y la tia heidi cuando se le caiga la careta a la otra zorra ojala sufra y le de un colico horrible jajajaja
    Me gusto el capitulo

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