sábado, 18 de septiembre de 2010

CAPITULO 2

—Bella, ¿realmente crees que es buena idea? No tienes por qué arrastrarte hacia tu ex marido, ¿sabes? Y mucho menos por mí. No después de cómo te trató aquel día.
La voz de Alice era vehemente. Bella, que estaba haciendo la maleta, se detuvo un momento para mirar a su prima. Desde pequeñas fueron muy unidas, sus madres eran hermanas y se habían criado juntas. Ambas fueron a la misma universidad, hasta que Alice tuvo que dejarla cuando quedó embarazada.
Cuando el padre del bebé se largó, Bella le prestó su hombro para llorar y también acompañó a su prima en el parto.
Y Alice le devolvió el favor cuando el matrimonio de Bella se rompió y ella ni siquiera era capaz de levantarse de la cama por las mañanas. Ahora, en ocasiones, ambas bromeaban acerca de las terribles experiencias que habían pasado siendo tan jóvenes, pero entonces, ninguna de las dos se hubiera reído de ello.
Cuando su negocio de catering empezó a despegar, Bella se dio cuenta de que iba a necesitar ayuda. Fue entonces cuando su prima favorita resultó ser la persona perfecta. Siendo madre soltera, Alice estuvo encantada de tener un horario flexible. Además, era buena cocinera. Y así, lo que empezó siendo un acuerdo temporal se convirtió en algo permanente que satisfacía a ambas.
Bella dobló una camiseta y la metió en la maleta.
—En primer lugar, no me estoy arrastrando hacia nadie. Tengo derecho a llegar a un acuerdo y me debo a mí misma obtenerlo. Y en segundo lugar, no lo estoy haciendo por ti. Parece como si te estuviera haciendo un favor, pero no es así. Mi empresa te debe dinero y yo voy a asegurarme de que lo cobres. Reconozcámoslo —añadió gentilmente—, además de tener que pagar el alquiler, tienes un hijo a tu cargo.
Alice parecía preocupada.
—No puedo soportar verte tan preocupada como lo has estado en las últimas semanas. Sinceramente, me las apañaré de alguna manera. Además eres mi hermana, no podría cobrarte ese dinero. Y no quiero que te vayas.
—No te preocupes, de ninguna manera te abandonaré, y tampoco a mi sobrino, ustedes son mi familia —dijo Bella cerrando su pequeña maleta—. De todas formas, esto es mucho más que una deuda. Es algo que tenía que haber resuelto mucho antes. No puedo seguir fingiendo que el matrimonio nunca se celebró. No tiene sentido. Necesito pasar página —suspiró—. He sido muy cobarde en lo que se refiere a Edward.
—No me extraña. Se comportó como un cerdo contigo. No entiendo cómo pudiste casarte con él —Alice hizo una mueca—. Bueno, quizá sí pueda entenderlo...
En aquel momento sus miradas se cruzaron. Ambas sabían por qué Bella se había casado con él.
Una vez que Edward Cullen había decidido que te quería, ¿qué mujer no lo hubiera hecho? Ahora, a Bella no le resultaba difícil echar la vista atrás y ver lo insensata que había sido, pero nadie podría haber evitado que se enamoraran. Ella no era la primera adolescente ingenua que lo hacía y, sin duda, tampoco sería la última. Lo que debía haberse quedado en un corto y apasionado romance llegó a convertirse en un precipitado matrimonio.
—El simplemente está...
—Mimado.
—Bueno, eso sí por mimado entiendes tener todo lo que siempre has deseado tener en la vida. Lo que por supuesto, le ha venido caído del cielo.— pero «mimado» le hacía parecer un niño pequeño y si de algo había certeza era de que Edward era todo un hombre.
Bella se encogió de hombros.
—Él simplemente lleva otro estilo de vida. Eso es todo. Una vida que no tiene nada que ver con la mía. Y ya es hora de librarme de él.
— ¡Pero si ya lo hiciste!
Bella agitó la cabeza, de tal forma, que su sedosa cabellera castaña resplandeció a la luz.
—De eso se trata. No me siento realmente liberada. Mientras permanezca casada con él, aunque sólo sea porque un papel lo diga, me sentiré unida a él. No puedo remediarlo —dijo consciente de que hablar de él le hacía experimentar todo tipo de emociones contradictorias.
Alice le entregó un tubo de crema solar.
— ¿Cómo te sientes al pensar que vas a volver a verlo? — pregunto de repente.
—Estoy aterrada —contesto sinceramente Bella.
— Tú puedes hacerlo prima, eres una mujer fuerte e independiente Bella, no dejes que te someta. Y si trata de obligarte a algo, no lo pienses dos veces y regresa a casa, que por el dinero no te preocupes, ¿entendido? —dijo mientras le tomaba las manos.
—No te preocupes Alice, todo va a salir bien, te lo juro.
—Te voy a extrañar mucho, vuelve pronto.
—Yo también Alice, no sabes la falta que me van a hacer tú y mi sobrino, cuídalo mucho, te quiero.
—Yo igual, cuidate mucho.
Las dos primas se abrazaron cariñosamente, eran como hermanas, y lo que le pasaba a una le dolía a la otra, como si le hubiera pasado a ella misma. Se despidieron y Bella emprendió el camino hacia el aeropuerto.
Se sintió un poco revuelta al embarcar en el avión de una de las compañías aéreas griegas de bajo coste en la que había comprado el billete. Se sentó en su asiento y empezó a pensar lo diferente que le había resultado viajar a Grecia en el pasado. Esa vez, estaba rodeada de mochileros, sin embargo, mientras estuvo casada con Edward, siempre había volado con estilo. ¡Y qué estilo! La primera vez que la había llevado a su ciudad natal, Bella no podía creer que eso le estuviera sucediendo a ella. Era como estar dentro de una película de Hollywood en las que el director no tiene proble mas de presupuesto.
Habían puesto a su disposición uno de los aviones privados de la familia Cullen, pero incluso en medio de toda la felicidad que sentía por haberse casado con el hombre del que estaba enamorada, a Bella se le había erizado la piel al tener el primero de una serie de malos presentimientos. Ella era una extraña. Una chica inglesa. Y, además, pobre. Una de las guapas azafatas le había dirigido una mirada de asombro como si hubiera estado pensando: «¿por qué diablos se ha casado con ella?», Bella recordó que ella también había pensado lo mismo. Consciente de ello, se había alisado el vestido nuevo que Edward le había regalado mientras pensaba si realmente ella era lo suficientemente buena para un multimillonario griego.
De manera perceptible, había alzado la barbilla para mirarlo. Sus brillantes ojos verdes la habían bañado de una luz verde como el resplandor de las esmeraldas a la luz del sol.
—Mi riqueza te intimida un poco, ¿verdad, agapi mu?—. Le había preguntado él suavemente.
Bella había podido recobrar el vigor a través del tacto de sus dedos. De repente, se había sentido fuerte como él
—Tu riqueza no me importa lo más mínimo —había declarado apasionadamente—. Te amaría incluso aunque no tuvieras una dracma.
Él la había mirado con aprobación, pero quizá Bella se hubiera hecho un favor a sí misma si le hubiera confesado que la gente que tenía alrededor sí la intimidaba. No era nada fácil estar rodeada de gente que se preguntaba qué era lo que tu marido había visto en ti al mismo tiempo que, sin duda, hacían apuestas acerca de la duración del matrimonio. Pero, si él lo hubiera sabido, ¿acaso habrían cambiado las cosas?
Bella agarró del carrito de las bebidas una lata de refresco de cola. Estaba sedienta y se la bebió rápidamente. «Basta ya», se dijo a sí misma. «Deja de recordar. Céntrate en la realidad, que es un infierno. Vas a Atenas con un objetivo. Ver a Edward y poner fin a tu matrimonio. El ha forzado esta situación. Y también recuerda que sigue siendo tan autoritario como siempre».
Miró a través de la ventanilla mientras el avión volaba sobre el mar Egeo y empezaban a descender hacia a Atenas. A medida que se acercaban a tierra, podía ver la aglomeración de edificios y la congestión del tráfico que había en las calles. Todo el mundo pensaba que Atenas era calurosa, ruidosa y sucia, pero Bella conocía otra ciudad. Una Atenas secreta y desconocida para los turistas que Edward se había encargado de mostrarle.
Él le había enseñado los verdes parques escondidos en medio de la ciudad. La había llevado a comer a pequeñas tabernas que, por la noche, estaban iluminadas por las guirnaldas de luces de colores que pendían de los árboles próximos a ellas, mientras que la gente bailaba y te animaba a unirte a ellos. Y allí, descalzo. Edward también había bailado con ellos sonriendo y agitando la cabeza.
A pesar de su intención de no caer en el sentimentalismo o la nostalgia, sintió una punzada de arrepentimiento cuando el avión aterrizó en la tierra natal de Edward. En Inglaterra, hubiera sido más fácil aparcarlo en un rincón de su mente y pensar que la experiencia de su matrimonio había sido algo que había vivido en otra vida. Pero ahora tenía que aceptar que ese viaje iba a traerle, necesariamente, recuerdos dolorosos de todo lo que él había significado para ella. No sabía lo que sucedería, pero estaba segura que después de ese viaje, nada volvería a ser lo mismo.
Más le valía prepararse para ello y armarse de valor, ya que el instinto le decía que iba a necesitar todo el que fuera capaz de reunir. Si flaqueaba o permitía que los sentimientos la hicieran vulnerable, entonces sería una presa fácil para su listo y calculador marido.
Después de recoger su equipaje, Bella salió al exterior. A pesar de que sólo era junio, el calor era capaz de derretir el asfalto y hacía mella en su pálida piel, que brillaba debido al sudor. Su vestido de algodón estaba empezando a pegársele al cuerpo. Tomó un taxi. Afortunadamente, tenía aire acondicionado así que se recostó en el asiento de atrás sintiéndose aliviada.
La radio sonaba a todo volumen mientras que el conductor cantaba alegremente. El tráfico era muy denso, pero el cielo estaba totalmente azul y Bella recordó que allí se encontraban el Partenón y la Acrópolis. Y que ése era el lugar donde la leyenda cuenta que la diosa Atenea creó el olivo. Fue entonces cuando deseó ser una mera turista a punto de pasar unas fabulosas vacaciones bajo el sol. Aquello era mucho más alentador que tener que reunirse con su rico ex marido.
A pesar del insufrible tráfico, el taxi llegó por fin a la imponente torre de acero y cristal en la que se encontraba la sede del imperio Cullen. Nerviosa, dio más que una buena propina al taxista. Podía sentir cómo empezaban a sudarle las manos cuando, al pasar por unas puertas giratorias, se encontró en medio de un amplio vestíbulo.
El aire acondicionado hizo que se le pusiera la piel de gallina. Una elegante mujer pelirroja, que se encontraba en la recepción, la miró como si acabara de aterrizar desde Marte.
La mujer le dirigió una pregunta en griego y entonces, cuando vio cómo Bella intentaba a duras penas traducir, volvió a preguntarle otra vez en un perfecto y fluido inglés.
— ¿Puedo ayudarla? —le preguntó en un tono que sugería que Bella podía encontrarse en el sitio equivocado.
—He venido a ver al Señor Cullen —dijo Bella.
— ¿Edward Cullen?
Ne—. Asintió Bella utilizando una de las palabras que había aprendido en griego y que aún recordaba.
— ¿Cual es su nombre, por favor?
—Isabella —dijo obligándose a dirigirle una sonrisa a aquella desagradable recepcionista—. Isabella Cullen.
Bella se preguntó si era sólo su apariencia física después de un largo viaje lo que había hecho que la recepcionista se quedara boquiabierta. ¿O acaso...?
— ¿Cul… Cullen? —repitió la otra mujer atónita.
—Sí —asintió Bella con entusiasmo disfrutando de aquel inesperado y divertido momento ya que, ciertamente, no esperaba tener muchos durante su estancia allí—. Soy su esposa. Creo que me está esperando. Aunque tampoco le dije a qué hora llegaría. ¡Ya sabes cómo son los vuelos regulares!
— ¿La está esperando? —dijo de nuevo la mujer pelirroja.
De repente, Bella se puso en alerta ante el hecho de que semejante respuesta no fuera, para nada, profesional. ¿Aquella mujer simplemente tenía un mal día o es que Edward ahuyentaba a sus visitas utilizando a tan bella criatura?
Al contrario que la pelirroja, ella no llevaba un vestido de lino de firma. De todas formas, no en tendía cómo una recepcionista podía permitírselo con su sueldo.
—Quizá podrías avisarle que estoy aquí —insistió Bella.
La pelirroja se rió por un momento. Era como si alguien acabara de darle muy buenas noticias.
—Será un placer —dijo tomando el teléfono, pero la sonrisa desapareció de su cara cuando, obviamente, le dieron instrucciones de hacer pasar a Bella inmediatamente.
Fue durante el trayecto en el ascensor cuando Bella volvió a ponerse nerviosa. Además, su aspecto no la ayudaba mucho a relajarse. Desgraciadamente, o quizá por suerte, el ascensor estaba cubierto de espejos, lo que le permitió comprobar que el viaje le había pasado factura. Después de todo, quizá la reacción de la recepcionista fuera comprensible. Trató de convencerse a sí misma de que no estaba intentando sorprender a Edward, pero, aun así, existe cierto orgullo en toda mujer que hace que quiera que su ex marido siga pensando que está impresionante.
Sacó un par de toallitas húmedas de su bolso y fue capaz de limpiar algo de la suciedad de su rostro. Llevaba el pelo recogido, pero se cepilló el flequillo justo cuando el ascensor se detuvo. No había tiempo para pintarse los labios.
Un hombre, que parecía ser el asistente personal de Edward, estaba allí para darle la bienvenida. Él la guió por una serie de interminables despachos hasta que, por fin, abrió la puerta de uno de ellos. Una tranquila y oscura figura se erguía en pie de espaldas a ella. ¿Era algo premeditado? ¡Por supuesto que lo era!
Se encontraba mirando por la ventana el perfil de la ciudad. A Bella el corazón le dio un vuelco al ver al hombre al que una vez había amado más que a su propia vida. El hombre con quien había perdido la virginidad. El hombre que le había dicho que la amaba y después le había mostrado que el amor puede romperte el corazón. El hombre con quien se había casado.
Edward Cullen.
A pesar de los enormes ventanales ahumados, la luz del sol aun brillaba sobre su cabello cobrizo.
A decir verdad, el corte de pelo que llevaba, demasiado largo y revuelto para su gusto, le hacía parecer un bandolero de aspecto sexy o un potente nadador en vez de un empresario naval. El era la fantasía sexual de cualquier mujer rica.
Y de cualquier mujer pobre también.
Bella se quedó de piedra cuando, despacio, Edward giró la cabeza hacia ella. En aquel momento, rezó para que su cara y su cuerpo no registraran otra cosa más que... ¿Qué?
Ése era el problema. ¿Cuáles eran las reglas a seguir en una situación como aquélla? ¿Cómo hay que comportarse y reaccionar ante un hombre con el que estuviste casada y no has visto en siete años? Aquél era el hombre que había simbolizado todas sus aspiraciones románticas y sueños. El hombre que poco después llegó a simbolizar sus propios sentimientos de fracaso y arrepentimiento. Porque Edward le había dejado cicatrices. Y quizá eso le hiciera ser irreemplazable. Si se les comparaba con Edward Cullen, ningún hombre parecía ser adecuado.
Incluso ahora, él tenía el poder de sumirla en un estado de confusión. Si al menos estuviera segura de sus verdaderos sentimientos hacia él... Porque, realmente, todo sería mucho más fácil si lo odiara. Pero mientras lo miraba desde el otro lado del despacho, supo que no era odio lo que sentía. Nada más lejos. Por el contrario se vio asaltada por una sensación que, definitivamente, no quería experimentar.
¿Era el deseo lo que hacía que el corazón se le acelerase? Se sintió mareada, como si su cuerpo ya no le perteneciera. Era como si estuviera mirando a través de la lupa incorrecta de un telescopio. Su mundo se había reducido al ámbito de un rostro. Su rostro.
Y, oh, era imposible no poder embriagarse de aquella belleza cruel y arrogante. La luminosidad de su tez cremosa, su sensual boca y aquellos labios carnosos que habían besado cada parte de su cuerpo hasta transportarla al paraíso una y otra vez... Pero, más que el recuerdo de todos aquellos placeres, eran sus ojos los que la embelesaban. Verdes y brillantes, en cierta ocasión la habían mirado con amor. Pero ahora solo la examinaban con desdén.
El ritmo de su corazón seguía aumentando. ¿Cómo no iba a hacerlo? Casi podía sentir cómo al bombear, se chocaba contra sus costillas. Lo que le sorprendía era que él no pudiera oírlo.
—Edward —articuló sin que sonido alguno saliera de su garganta. De repente, estaba experimentando dificultades para centrar la atención.
Por un momento se le nubló la vista, pero la recuperó segundo después. Su mente le estaba jugando una mala pasada. Se encontraba en un lugar en el que le resultaba muy doloroso estar. De hecho, había prometido no volver allí nunca.
Pero, a veces, no hay otra opción. Porque el pasado nos atrae con su fuerza.

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