jueves, 10 de febrero de 2011

El primero



Capítulo 10 “El primero”

— ¿No baja la señora?
—No lo sé, señor. ¿Quiere que suba a preguntar?
—Suba y dígale que la estamos esperando para sentarnos a la mesa, y que me agradaría muchísimo que Irina viniera también.
—La Señorita Irina ha vuelto a acostarse, y la señora mando llamar el médico.
—Está bien. De todos modos haga lo que le he dicho, y ordene al pasar que sirvan el almuerzo.
Don Aro Vulturi ha reprimido con esfuerzo un gesto de disgusto, mientras James apura de un sorbo la segunda copa de vermouth.
— ¿Por qué no suspendes el recibo de esta tarde, papa?
—Esos recibos son tradicionales en esta casa. Me extraña que no lo recuerdes. Nunca se suspendieron sino por causas verdaderamente graves. No creo que la escena de hace una hora, por desagradable que sea dé suficiente motivo para que nuestras costumbres se alteren.
— ¡Es absurdo, crispante, lo que ha ocurrido! Razón tenía Irina en temer a Isabella.
—Sí, la teme. Sin embargo, la busca y la desafía.
— ¿Crees que es cierto lo que dijo Isabella?, ¿Consideras capaz a Irina?
—Ya no se de lo que es capaz nadie, hijo de mi alma. La vida me ha deparado últimamente tan amargas sorpresas.
—Sí, papá; pero…
—Calla. Ahí llega tu madre.
—A Irina le ha dado otro ataque, ahora estaba mejor y la dejé con la doncella. ¿Por qué no subes a ver si la convences de que tome alguna cosa, James? Esa criaturita se nos va a debilitar hasta el último extremo, ¡apenas prueba bocado! Y con disgustos como el que esa malvada acaba de darle. Te aseguro que no se me pasa la rabia, estoy que la sangre me hierve. ¿Para qué demonios me sujetaste la mano?
—Ya era bastante lo que había ocurrido. No era preciso seguir dándoles a los criados el espectáculo vergonzoso de otra escena de esas.
—Siempre defendiendo a Isabella.
—Creo que hoy no puedes decir eso.
—Te limitaste a mandarle que se nos quitara de delante, con lo que la libraste de que yo le tirara algo a la cabeza. La trataste demasiado bien, sin embargo estoy segura que te pesa como si hubieras cometido una injusticia.
—Bueno, mujer; ya está bien.
—No está bien. Esta rematadamente mal. La pobre Irina tiene marcados en la cara los cinco dedos de esa…, bueno, no sé cómo calificarla.
— ¿Quieres dejar ya ese asunto?
—No lo dejo; quiero saber hasta cuando tenemos que estar soportando a la tal Isabella, si es posible consentir que trate a Irina de esa manera.
—No lo he consentido; estoy absolutamente seguro de que no volverá a ocurrir nada semejante.
— ¡Si me dejara llevar de mis impulsos, la ponía en la puerta de la calle inmediatamente!
— ¡Basta, Heidi; te supliqué antes que diéramos por terminado el desagradable incidente!
— ¡Lo cual es magnífico para Isabella, y no hay derecho!, ¡Mira si tendré razón que ni siquiera James la defiende!
—Yo, mamá...
—James prefiere no meterse en nada, y hace muy bien. Vamos a la mesa.
—Una niña delicada, enferma. Es un abuso incalificable.
— ¿No basta mi promesa de que no volverá a repetirse nada parecido?
— ¡Es que no puedo yo sufrir su presencia después de lo de hoy, es que no puedo!
—Yo hallaré solución al problema; pero sin escándalo, sin que tengamos que escuchar los comentarios de la gente.
— ¿De veras?, ¿Consentirías en enviarla a cualquier otra parte fuera de aquí?
—Lo deseo tanto como tú puedas desearlo.
— ¡Aro de mi alma! Por fin una vez en la vida estamos de acuerdo. ¿Buscaras a quién mandársela, a quién endilgársela?
—Sí, Heidi; te lo prometo.

****

— ¡María, María!
— ¿Llamaba la señorita?
— ¿Están ya en la mesa?
—Sí, señorita.
— ¿E Isabella?
—En su cuarto, señorita; no ha salido de él.
De un salto con aquella agilidad felina con que se mueve a veces, Irina ha dejado la cama arrojando a un lado la colcha de seda. Nerviosamente va de un lado a otro de la están cama, aún la rabia enciende sus pupilas y sus puños se cierran como si pretendiera estrujar en ellos a la que desde niña le obsesiona, encendiendo su hoguera de rencor y de envidia.
— ¡Ojala no saliera nunca más de allí!, ¡Ojala se quedara muerta!
— ¡Señorita!
— ¡No iras a repetirle mis palabras a nadie, chismosa!
— Señorita, yo...
— Como lo hagas le diré a mi tía que te entiendes con el portero, que te vi la otra noche.
— ¡Señorita!
—Y te pondrá en la calle, porque ya sabes que la mujer del portero es ahijada suya, y le diré muchas cosas tuyas que sé también.
— ¡Pero señorita!
—Ahora silencio, y tráeme la comida pronto. Quiero acabar antes de que tía Heidi regrese. ¡Vuela, idiota!
—Sí, señorita. Ya va, ya va.
— ¡Espera! ¿Le hablaste al médico?
—Sí, señorita. Le dije que no viniera hasta después de las nueve.
—Bien. Ahora tráeme de todo, una botella de Jerez también, ¿del de mi tío, sabes?, Ya sabes donde lo guarda.
— ¡Pero no quedan más que seis botellas!, Van a notar la falta.
—Ya le echaran la culpa a alguno de los criados nuevos, ¡Vuela!
— ¡Voy, señorita!
—Y no hables demasiado porque te costara caro. ¡Anda!
De un empujón la ha hecho cruzar el umbral de la puerta, cerrándola después. Luego, sigilosamente saca del bolsillo de su pijama una llave pequeña y la hace funcionar en la cerradura del mueble próximo a la cama. Un grueso texto de medicina, marcado en varias páginas, absorbe su atención durante unos momentos. Concienzudamente parece estudiar los síntomas de una dolencia, luego lo cierra y una breve sonrisa aparece en sus labios.
— ¡Isabella!, ¡maldita!, te has dado el gusto de abofetearme; pero lo vas a pagar muy caro. Por esto, por esto, perderás a Edward también.

****

Son las seis de la tarde. Un cuarteto de cuerdas ejecuta amenizando el suntuoso té, y como siempre en cada fiesta, la más florida sociedad de Rio llena los amplios salones de la vieja mansión señorial, orgullo del aristocrático barrio, donde aun parecen soñar con el pasado, las sombras de la antigua corte brasileña.
Vestida de azul claro, peinada y arreglada con el mayor esmero, Irina espía desde su atalaya favorita: la rotonda de cristales, donde su vista domina por entero el concurrido salón y la amplia terraza del frente.
— ¿Te sientes bien, hijita?
— Mucho mejor, tía; no te preocupes por mí, no te inquietes.
—No hubiera querido que te levantaras sin que antes te viera el médico.
—El doctor Gerandy siempre viene con retraso, tiene tantos enfermos.
—Ya sé que no fue culpa tuya; pero hubieras podido esperar.
—Ya sabes que el tío Aro se disgusta si hay recibo y no estamos en el.
—Siempre pensando en los demás, hijita; pero tu salud es lo primero. Si no te sientes bien, te vuelves a tu cama tranquilamente. ¿Vienes ahora al comedor conmigo?
—Si no te importa, preferiría quedarme  aquí.
—Está bien; como quieras. Ya te mandaré a James a hacerte compañía.
Al quedar sola, Irina va rápidamente hacia los cristales. Espía con ansia la entrada de la gran escalera, y al fin cuando una alta y arrogante figura, destacando de los demás, avanza hacia la puerta, levanta la mano llamándole.
— ¡Ingeniero!, ¡Ingeniero Cullen!
—Irina, ¿Me llamaba usted?
— ¡Oh, dispénsame! Me sentí mal de pronto. ¿Quiere ayudarme a llegar hasta aquel sofá?
— ¡Con mucho gusto! ¿Qué le pasa?, ¿Qué tiene?
— ¡Ay, qué mal me siento!
— ¿Pero cómo se levanto estando enferma?, Porque está enferma desde esta mañana. ¿Quiere que llame a alguien?, ¿acaso a doña Heidi?
— ¡No, no!
— ¿A Isabella, entonces?
— ¡Isabella sería capaz de darme veneno!
—Bueno, a eso no se qué contestarle. ¿Entonces?
—No llame a nadie. Acompáñeme nada más un momento. Se me pasará enseguida, como otras veces, no es nada. ¿Verdad?, Tengo las manos heladas y si no fuera por el colorete, me vería más pálida que una muerta.
—Le repito que no comprendo por qué ha hecho el esfuerzo de dejar su cama.
— No tenía  más remedio. Isabella se ha negado a ayudar a tía Heidi; no la encontrará usted hoy en el comedor, seguramente.
— ¿Isabella?, Pero yo creo...
— No vaya usted a decirle una palabra, se pondría furiosa otra vez. Hemos tenido un disgusto espantoso, tremendo.
— ¿Ah, sí?
— ¡No puede usted hacerse una idea!, Isabella es una fiera. Dispénseme, usted tiene una gran simpatía por ella y yo no quiero ofenderla delante de usted, ¡le he perdonado tantas cosas! La de hoy es más difícil, ¡fue horrible!
— ¿Qué está usted diciendo?
—No debiera decirle nada. Me da vergüenza. Vergüenza por ella. ¿Creerá usted que ha llegado a pegarme?
— ¿Cómo?, ¿Qué? Y usted consintió...
—Es mucho más fuerte que yo, ¿qué puedo hacer?
— ¡Realmente es el colmo!
—No vaya usted a decirle que yo se lo dije. Me odiaría mas, me haría la vida imposible. A veces Isabella me da miedo; yo creo que está loca.
Va a continuar, pero la voz de Isabella suena cerca e Irina palidece asustándose, ésta vez de verdad.
—Por ahí viene. No quiero que me vea hablando con usted; me lo ha prohibido. No quiero que tía Heidi se disguste si vuelve a maltratarme. No le diga que me ha visto, se lo ruego. Nos veremos más tarde.
Ha desaparecido con su portentosa agilidad, mientras Isabella  llega por el otro lado.
— ¡Oh, Edward!
—Buenas tardes, Isabella.
— ¡Edward! ¡Gracias a Dios que has venido! ¡Tenía  tanta necesidad de verte!
— ¿Tuviste algún disgusto?
—Sí. Pero no hablemos de eso. ¿Para qué? Son cosas que quiero olvidar. Lo único  importante es que estas delante de mí, que estrecho tus manos, que puedo asomarme a tus pupilas para ver en ellas la lealtad de tu corazón. Lo único  importante es que te quiero, y me quieres. Hoy necesito que me lo digas, no una, sino muchas veces. Necesito el amparo de tu amor, la alegría de tu amor, y la fe en la vida que tu amor me da. Edward, mi Edward. El día entero me lo he pasado mirando hacia el Hotel, enviándote mensajes con el pensamiento, pidiéndote que no tardaras demasiado. Tenía  tal ansia de oírte hablar, de mirar tu sonrisa, de apoyarme en tu brazo tan seguro, tan fuerte.
—También es fuerte el tuyo, Isabella. Podrías ser una reina de amazonas, parece siempre que no necesitas de nadie.
—No lo creas. Hoy necesito de toda tu ternura, de todo tu afecto. Sonríe, mi Edward. ¿Por qué estas tan serio?
—Me dices que has tenido un disgusto. No creo que ese sea motivo para sonreír.
—Sonrió porque ya estás aquí; tu, el único que puede borrar todas mis amarguras con una sonrisa, con un beso. Mi Edward.
Ha alzado la cabeza como ofreciendo la fresca rosa de sus labios; pero antes de que Edward llegue a ella, antes de que sus labios rocen aquellos rojos y tersos que por él tiemblan, aparece Aro Vulturi.
—Buenas tardes, ingeniero Cullen. Le esperábamos por la puerta principal; es la costumbre en las casas decentes de Rio de Janeiro.
Su voz suena cortante, agresiva casi, mientras Edward se separa vivamente de Isabella; más herida aún que él, por aquel tono y aquellas palabras.
—Supongo que también será la costumbre en San Paulo; pero como usted parece haber vivido la mitad de su tiempo en plena selva.
— ¡Tío Aro!
—No esperé verte aquí, Isabella.
— ¿Eh?
—Creí que esta tarde no te permitiría salir de tu cuarto la jaqueca.
— ¿Quieres que vuelva a él?
—No es necesario puesto que ya te sientes mejor. Confió en que podrás atender a los invitados y ayudar a tu tía como siempre.
—Sí, tío.
—En el comedor está.
—Bien...
—Despídete del ingeniero Cullen.
Más que en las palabras corteses hay una orden en la mirada imperativa, fija en Isabella  con una dureza que nunca usara para con ella. Pero el alma altiva de la muchacha se rebela, relampaguean sus ojos castaños, se eleva con nobleza su altiva frente, y hay toda una dulcísima promesa en la expresión  con que se vuelve al ingeniero Cullen.
—Te ruego que me aguardes, Edward. Volveré dentro de un momento.
— ¡Isabella!
—Apenas haya terminado de ayudar a mi tía en lo que ella quiera. Con permiso.
—Bien, ya veo que han llegado las cosas al más lamentable de los extremos. ¿A qué hora recibió usted su invitación para venir a esta casa, ingeniero Cullen? No recuerdo haberla firmado.
Edward ha hecho un verdadero esfuerzo para contenerse, respondiendo con seca cortesía bajo la dura mirada del dueño de la casa.

—Podría responderle, repitiéndole las palabras de su hijo James, al que seguramente desea usted desautorizar en este momento; pero prefiero ventilar este asunto con él, señor Vulturi.
—No deseo que mi hijo James se mezcle en nada de eso, y le hago la justicia de pensar que no es usted culpable más que a medias. Vino usted por sugerencia de Isabella.
—Pensé que la señorita Vulturi estaba en su casa, que no tomaba atribuciones ni derechos excesivos al recordarme que hoy era la tarde de recibo de ustedes, y si es a eso a lo que se refiere, la explicación es clara, don Aro.
— ¿Y si yo le rogara que saliera usted de esta casa?
—Sería una ofensa que no podría perdonarle a nadie, más que a usted.
— ¿Puedo saber por qué razón me la perdonaría?
—Porque las apariencias me condenan.
— ¿Apariencias? Creo que cuando llegué hace un momento, su actitud era bastante incorrecta.
—Quiero presentarle mis excusas por ello, y aclarar mi conducta. Ya sé que antes debería haberlo hecho, y le aseguro que esta mañana mi primer impulso fue acercarme a usted. Por sugerencia de Isabella, como usted dice, que quería ser ella la que hablase primero, dejé las cosas para luego; pero ya veo que no lo ha hecho, o que sus palabras han sido acogidas con desagrado.
—No lo ha hecho. Asuntos de familia lo impidieron.
—Se que ha habido un disgusto y lo lamento. Espero no haber sido yo la causa.
—En modo alguno.
— Lo celebro, ya que las circunstancias me obligan a hablar inmediatamente. Señor Vulturi, deseo casarme con su sobrina. Indíquenme la hora en que puede recibirme mañana para expresarle a usted mis pretensiones y manifestarle mis sentimientos.
— ¿Que está diciendo?
—Se que son impropios la hora y el momento; pero no quiero que este mal entendido se prolongue. Deseo hacer cuanto antes mi esposa a la señorita Vulturi, y tengo la conformidad de ella.
— ¿Para casarse?
—Por parte de ella no hay inconveniente, y será un honor darle a usted cuantos informes requiera respecto a mi persona, y cuantas informaciones desee. Ahora, si aun desea usted que abandone su casa...
Cortando sus palabras, Heidi surge en la puerta. Su expresión es de franca y simpática acogida.
— ¡Oh, ingeniero! Si estaba usted aquí. Ya lo habíamos echado de menos.
—A sus pies, Heidi.
— ¿Que tarde de calor, verdad? Es el peor verano en diez anos, ¿no le parece?
—Cuando usted lo afirma.
—Verdad. No tiene usted la suerte de haber nacido en nuestro Rio. Supongo que estará deseando tomar algo fresco. Vaya hacía el comedor; Isabella  se ocupa de los invitados. Vaya.
—Muchas gracias, Heidi; espero la última palabra del señor Vulturi.
—Vaya usted al comedor, puesto que la dueña de la casa lo desea, y recuerde que mañana le aguardo en mi despacho a las tres.
— ¡Muchas gracias; me honrare en ser puntual! Con permiso de ustedes.
Se ha marchado. Heidi se vuelve interrogadora a su marido.
— ¿Qué pasa? ¿Qué quieren decir esas caras y ese tono solemne?
—Soy yo el que podría  preguntarte, que pasa para que te muestres tan amable con ese hombre, y para que te haya cambiado el humor de esa manera.
—Isabella me ha pedido perdón por primera vez en su vida.
— ¿Ah, sí?
—Y me ha rogado, casi con lágrimas en los ojos que intervenga contigo en favor de su ingeniero. El amor le ha cambiado el metabolismo, a lo que parece.
—Su ingeniero. ¿Te dijo eso?
—El muchacho viene con la mejor intención. Quiere casarse inmediatamente y es de las primeras familias de San Paulo.
—Por lo visto tu estas muy conforme.
—No te lo niego. Siempre vi en Isabella a un verdadero peligro para James.
— ¿Qué?
—No es la mujer que una madre quisiera para su hijo único. Buen provecho le haga al ingeniero Cullen.
—Por lo visto todos están de acuerdo.
—Y yo conforme contigo por primera vez. Al fin se te ha caído la venda de los ojos, estás viendo a Isabella tal cual es. Hoy me dijiste que consentirías en sacarla de esta casa, y yo te digo, mejor que mandarla fuera, levantando la ola de chismes y de comentarios que surgiría irremediablemente, es aprovechar la ocasión de casarla.
— ¿Con Cullen? Un hombre que no sabemos quién es.
— ¡Bah! Tonterías, ella le quiere, y el está dispuesto a cargar con ella, sabiendo que no tiene dinero. Su desinterés es absoluto, según me dijo Isabella. Creo que no podríamos encontrar un candidato mejor que este.
Don Aro ha bajado la cabeza sin responder. A pesar de su desilusión, de su enojo, no ha arrancado aun a Isabella de su afecto y es como si su instinto paternal presintiera el peligro que representa para Isabella, Edward Cullen. Todo cuanto hay en el de oscuro, de sombrío, de extraño y siniestro, se le presenta terminante y claro.
Recuerda su amargura, su retraimiento, su feroz actitud, durante el asalto de esgrima, y mueve la cabeza con gesto negativo, como defendiendo el último reducto de su conciencia.
—No puedo fiarme del capricho de ella, ni de tu afán por verla fuera de esta casa. Tengo que ver con calma las cosas, tengo que pensar mucho antes de resolver.
—Mientras más lo pienses, más lio te haces. Todo está perfectamente, hasta el proprio James ha dado un cambio maravilloso. Hace dos o tres días que no se acerca a ella, y en cambio con Irina no puede estar más amable ni más cariñoso. Aprovecha este momento.
—Ya veré lo que hago.
— ¿Para qué lo citaste a las tres mañana?
—Me pidió hora para pedirme la mano de Isabella.
— ¿Pero como no me dijiste eso? Debías haber empezado por ahí. ¿Lo quieres más correcto, más decente y más caballero?
—La situación en que le encontré aquí,  junto a Isabella, no admitía otra actitud. Un instante más y se hubieran besado tranquilamente, donde cualquiera podía verlos. Supongo que eso ya no te parecerá tan correcto ni tan decente.
— ¡Ay, Aro, los tiempos cambian!  La juventud se enamora en este siglo de distinta manera; en vez de cartitas y ramos de violetas, optan por los abrazos y los besos. La culpa debe ser del cine.
—De quién sea no lo sé; pero prefiero que no entren en mi casa esas costumbres tan modernas.
—Pues por eso, hombre, por eso. Que se casen y se larguen tranquilamente. Nuestra misión estará cumplida y ya no nos queda sino asegurar la dicha de nuestro James con ese ángel de Irina.
—Pero...
—Le quiere ella, le quiere desde hace mucho tiempo, y esa sí que me gusta para él; esa sí que es dulce y buena. La criatura más inocente, la mejor muchacha de la tierra.

****

Entrando en el lujoso comedor, aun no invadido por la gente. Edward se ha acercado a Isabella.
— ¡Oh, Edward! ¿Te avisó tia Heidi?
—Muy oportunamente, es, además, la primera vez que se muestra verdaderamente amable conmigo, y nunca en mejor ocasión que cuando don Aro me estaba poniendo en la puerta de la calle.
— ¿De veras?
—Sin ningún miramiento. La antipatía fue espontanea desde el primer momento.
—Mi tío es muy bueno, no puedes imaginarte lo bueno que es y que ha sido conmigo, hasta hoy al menos.
— ¿Hasta hoy?
—Ha cambiado de repente, y no acierto a comprender por qué, a menos que sea por ti.
— ¿Por mi?
—Deja ver si puedo explicarme bien. Mi tío nunca ha simpatizado con ninguno de mis pretendientes.
—Ah...
—Siempre deseó casarme con James.
—Un deseo muy de agradecer.
—Un deseo que yo agradezco con toda el alma, por eso te pedí esta mañana un poco de tiempo, quería evitar rozamientos, disgustos, quería impedir también que sufrieras por mí ningún desaire, ninguna molestia.
—Cualquier cosa que se sufra por ti, está bien empleada. No soy de los que creen que puede alcanzarse un objetivo sin dificultades y tropiezos; acepto de antemano el precio que tenga que pagar por conseguir lo que deseo.
— ¡Como me satisface oírte hablar así! Pensamos lo mismo en tantas cosas, Edward, y me sirve de tanto tu ejemplo. Después de oírte ya no me importa a mí también pagar el precio que sea, soportar repulsas y disgustos, pasar por la pena de ver a tío Aro tan distinto conmigo. Es como si de pronto haya dejado de quererme, de estimarme, de creer en mí.
—En el disgusto de esta mañana le dio la razón a Irina, ¿verdad?
— ¿Como sabes que mi disgusto fue con Irina?
—Bueno, lo supongo. Es la que suele pagar los platos rotos.
— ¡Irina!, ¿Que dices?
—Contigo al menos.
— ¡Que equivocado estas! Irina es de las que hieren silenciosamente.
— Y tú de las que abofetean.
— ¿Quién te dijo?
—Me lo imagino; entra en tu tipo, como dices tú algunas veces; y tratándose de una infeliz como Irina.
—Irina no es una infeliz.
—Supongo que pretenderá algunas veces cobrar su silencio. Pero tú eres de las que saben imponerse.
—No sé a qué silencio te refieres. Irina no tiene nada que callar por cuenta mía, nunca fuimos amigas.
— ¿Nunca le hiciste confidencias?
—Empieza porque no tengo confidencias que hacer. Mi mayor defecto es el exceso de franqueza. El disgusto de esta mañana comenzó por eso, porque fui demasiado franca, porque mostré el alma desnuda a quién no era capaz de comprenderme; pero ya te he dicho que lo olvidemos. Lo único  que me duele es la actitud de tío Aro, y la de James también.
— ¡Ah, James!
—En toda la tarde no se ha acercado a mí un momento.
— ¿Lo sientes mucho?, ¿Lo lamentas mucho?
—Debería decirte que no, ya que pones esa cara de celoso; pero no sería sincera y ni aún por complacerte quiero dejar de serlo. El afecto y la estimación de James son cosas que estimo enormemente.
— ¡Pues tendrás que vivir sin ellas!
— ¿Qué?
Le ha mirado sorprendida de su brusquedad y el sigue hablándole con la sombría pasión de otras veces.
—Porque vivirás para mí solamente, porque voy a ser un avaro de tus sonrisas, de tus miradas; hasta de tus pensamientos; porque he soñado con encerrarte en un círculo de hierro y de fuego de donde no puedas escapar, como no se escapa del infierno.
—Si son tus brazos ese círculo, tu infierno será mejor que la gloria.
Le ha tomado las manos apasionadamente, mientras Edward vacila, rota la voluntad al contacto de aquellas manos suaves y cálidas.
— ¡Isabella!
— ¡Por favor, no vayas a besarme en este momento! Nos están  observando desde la puerta del salón. Allí están James y Mike Newton.
—Mis predecesores.
— ¿Por qué dices eso? En el camino de mi corazón nadie te ha precedido. ¿Te ríes?, ¿No me crees? Detesto a los celosos, ¿te enteras? Pero no hay amor sin celos; tengo que perdonarte al fin y al cabo y me consuela pensar que tengo toda la vida para convencerte. Nunca quise a nadie antes que a ti, ¡eres el primero y serás el último, Edward!

****

—El primero, ¡el primero! ¿Oíste eso, Anthony? Si algo queda vivo en nosotros después de la muerte, en el pobre cementerio de Matto Grosso han debido estremecerse tus huesos.
Edward otra vez esta en el cuarto del Hotel. Pasaron las horas de la fiesta, veloces y ardientes, y ahora está solo frente al tumulto de sus recuerdos. Aun le parece llevar grabada en las pupilas la imagen de Isabella; aun en sus manos está el perfume de ella, aquel perfume fresco, primaveral, al que trasciende toda la más bella muchacha de Rio de Janeiro.
Y ahora el retrato de Anthony esta frente a él, aquel viejo retrato de los días de estudiante, en que aun parece más joven, más ingenuo; más soñador, más indefenso. Aquel retrato frente al que resulta más monstruosa la acción que encendió en él el terrible anhelo de la venganza; aquel retrato que de repente también le enfurece, como si le abrasara una extraña llamarada de celos.
— ¡Tú la tuviste en tus brazos! Fue tuya; sí; estoy seguro de eso. Habrías tenido que ser de piedra o de hielo, para resistir, estando franca su ventana; la ventana de esa alcoba por la que entraste tantas veces, ¡y que podría importarte exponer la vida, pensar que podías estrellarte al caer, si al final estaba ella, si te aguardaban sus labios y sus brazos! ¡Ahora no me sorprende que enloquecieras!
Ha arrojado con rabia el retrato sobre la mesa, para buscar otro; el que hace solo unas horas recibiera, el retrato de ella, puesto en sus manos con tierno pudor de enamorada, y tiembla mientras sus ojos la contemplan. El inmóvil cartón parece cobrar vida, los ojos castaños casi relampaguean, la roja boca sonríe a la vez tentadora y exquisita.
— ¿Seria un retrato como este, aquel a quién hablabas durante noches enteras, Anthony?, ¿Fue frente a esta imagen que inmolaste la vida, como frente a una divinidad todopoderosa y cruel?, ¡El primero! ¡El primero! ¡Tú si fuiste el primero; y como te envidio en este momento!

2 comentarios:

  1. holaaaaa ahhh como detestoo a heidi y a irinaaa que malditaa ya le fue con todo el chusmerioo a edwardd y edward no me gusta igual como rata a bella ahora a ella la tratan todos re mal pobree...y el tontuelo de edward deberia averiguar bien que sucedio to creo que se va a llevar una sorpresa por que me parece que le va a ser le primeroo yy ahi se va a dar cuenta que hay algo quen o cierra...bueno nos leemos en el proximo mi odio hacia irina aumenta en cada capitulo...besotes!!!!

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  2. Hay edward que menso eres, lo que tienes de guapo lo tienes de idiota pero ya te daras de topes contra la pared o como viviras en la selva ya te daras de topes con las enrredaderas o que se yo jejejeje
    Me gusto el capitulo
    BESOS DESDE GUANAJUATO MEXICO

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