jueves, 10 de febrero de 2011

Eres una plebeya

Capítulo 18 “Eres una plebeya”

—¡No confío en ninguno de los dos! —gritó Bella.
James dio un paso hacia ella y la agarró del brazo con fuerza.
—¡Míralo, Bella! No le pasa nada a su cara. Sólo lleva una máscara para engañarnos a todos. ¡Está loco!
Edward avanzó hacia él y lo apartó de Bella de un empujón. James le lanzó un puñetazo. Edward se agachó y esquivó el golpe. Cuando se irguió, James se disponía ya a golpearlo de nuevo. Edward le asestó un puñetazo en la mandíbula justo antes de que James le propinara un golpe en el hombro. Pero se tambaleó, y Edward se lanzó sobre él y lo agarró con fuerza.
—¡Intentas matarnos a todos! —bramó James.
—¡Maldito bastardo! Sólo quiero saber la verdad.
—¡Sir Jason ha muerto! —gritó James.
—Yo no lo maté —replicó Edward—. Cielo santo, podrías haber…
—¡Desgraciado! —James intentó darle un puñetazo, pero Edward se lo impidió y lo agarró de la garganta.
—¡Basta! —gritó Bella, agarrando a Edward del pelo—. ¡Basta! ¡Lo vas a matar!
Edward intentó recuperar la compostura y soltó a James. Éste se levantó al tiempo que del bosque salía una luz. Emmett apareció montado a caballo.
—¡Lord Cullen! —exclamó.
James se incorporó e intentó quitarse el polvo de la ropa. Otros dos caballos llegaron tras el de Emmett. Charlie y Waylon iban en ellos.
—¡Bella! —Charlie se bajó del caballo como una exhalación y corrió junto a Bella, tomándola en sus brazos.
Emmett y Waylon permanecieron un instante sobre sus monturas. James y Edward se miraban el uno al otro con ira, y Charlie los miraba a ambos como a los tigres de un zoológico.
—¡A su cara no le pasa nada! —le dijo a Edward, frunciendo el ceño.
—¡Precisamente! —exclamó James—. ¡Pero a su alma sí!
Bella se desasió suavemente de los brazos de su tutor y se echó el pelo hacia atrás.
—¿Cómo murió sir Jason? —preguntó gélidamente.
Hubo un instante de silencio. Emmett contestó al fin:
—De una mordedura.
—¿De un áspid? —inquirió ella, incrédula.
—Sí.
—¿Cómo?
—Nadie lo sabe —dijo Edward—. Al menos, aún. El áspid estaba en su piso. Al parecer, sir Jason sabía que la serpiente estaba allí. La mató de un disparo, pero no antes de que lograra morderlo.
Bella se acercó a Edward echando chispas por los ojos y le dio una palmada furiosa en el pecho.
—¡Tú estabas allí! ¡Estabas con él en el museo el sábado, disfrazado de Arboc! ¡Qué idiotas hemos sido! ¡Ninguno de nosotros se dio cuenta!
—Estuve allí antes, pero no llegué a ver a sir Jason —le dijo Edward.
—¿A qué fuiste? —preguntó ella.
—A echarle un vistazo al terrario y a averiguar si alguien había manipulado el cierre —titubeó—. Además, Arboc se ocupaba de la limpieza. Tenía que pasar unas horas limpiando y barriendo los desperdicios de la noche anterior.
—¡Me has mentido! —gritó ella.
—Miente a cada paso —masculló James.
Pero Edward mantenía los ojos fijos en Bella.
—No, nunca te he mentido. No te he dicho ciertas cosas porque tenía que asegurarme de que podía confiar en ti, de que no estabas trabajando para ellos.
—¡Trabajar para nosotros! —repitió James—. ¿Para qué?
Edward se volvió hacia él.
—Para encontrar eso por lo que fueron asesinados mis padres. Verás, hay una entrada medieval al castillo y túneles que van de la cripta a la entrada secreta de más allá de la muralla. Creo que, antes de morir, mi padre descubrió dónde estaba la entrada y el trazado de los túneles. Alguien más lo sabe y ha estado entrando en el castillo a escondidas —empezó a moverse de nuevo hacia James—. Puedo imaginar lo que ocurrió en Egipto, y, cuando me lo imagino, vuelvo a revivirlo todo otra vez. El asesino amenazó primero a mi madre, hasta que mi padre le dijo todo lo que sabía. Las cajas ya habían sido embarcadas. Posiblemente había cosas a las que no podía responder. Pero debió de decirle al asesino, o a los asesinos, dónde estaba la entrada exterior a los túneles, y, por lo tanto, a la cripta. Si las cajas estaban aquí, en el castillo, y alguien poseía esa información, podía entrar sin que nadie se diera cuenta. Mi padre habría dicho o hecho cualquier cosa por salvar a mi madre. Así que habló. Seguramente habló mucho tiempo, intentando ganar tiempo, desesperado por salvarle la vida. Debía de saber que, dijera lo que dijera, los asesinos no tenían intención de dejarlos con vida. Pero intentó ganar tiempo, rezando porque alguien fuera en su ayuda…
Edward se detuvo, sintiendo que el dolor lo abrumaba de nuevo. Luego continuó:
—Su muerte no fue fácil. Primero los torturaron. La autopsia demuestra claramente que mi madre tenía hematomas en los brazos. Los asesinos no dejaron nada al azar. Las serpientes mordieron a mis padres una y otra vez. ¿Que si quiero venganza? ¡Cielo santo, sí! Pero no quiero matar a nadie. Sólo quiero saber la verdad y que se haga justicia.
Siguió un silencio. Luego James sacudió la cabeza.
—Edward, lo que estás diciendo… no puede ser cierto.
—Ven a estudiar las notas de la autopsia, James —dijo Edward—. Tengo la extraña sensación de que sir Jason lo sabía. No sé exactamente qué sospechaba, pero algo sabía. Y por eso está muerto.
El triste aullido de un lobo se elevó hacia el cielo.
—Deberíamos volver al castillo —dijo Charlie juiciosamente—. Aquí no podemos hacer nada.
Edward temió de pronto que Bella se negara a volver; que insistiera en que era hora de que Charlie, Waylon y ella volvieran a su humilde hogar, lejos de todo aquello. Pero no fue así.
—Sí —dijo ella—. Es hora de volver —y se acercó a Waylon, que seguía montado a caballo—. ¿Me echas una mano, Waylon? Estoy muy cansada y no tengo ganas de volver andando.
Waylon se inclinó, la agarró del brazo y la ayudó a montar. Charlie regresó a su montura.
Edward se percató de que, pese a que era el conde de Masen, todos habían decidido que James y él podían volver a pie. Dio media vuelta y echó a andar hacia la casa. James se puso a su lado.
—¿Una entrada secreta, dices?
—Mi padre descubrió mientras estudiaba los archivos de la familia que un acérrimo defensor de Carlos I hizo excavar un túnel. Sospecho que en aquella época servía para la entrada y salida de emisarios. En los años que siguieron, dejó de ser necesario. No vuelve a hablarse de él hasta después de la época de Ana Estuardo y la Ley de Unión con Escocia de 1750. Esa historia fascinaba a mi padre. Hablaba de ella de vez en cuando. Su pasión era el Antiguo Egipto, pero también estaba convencido de que había muchos enigmas por descubrir aquí, en nuestra propia casa —se quedó callado un momento—. Si se hubiera quedado aquí…
Ambos tenían largas piernas y caminaban aprisa. Pronto cruzaron el puente levadizo y se acercaron al castillo atravesando el patio. James señaló el carruaje que había al otro lado.
—Creo que es hora de que me despida. Yo… creía realmente que querías hacerle daño a Bella —dijo con esfuerzo—. Supongo que me he comportado como un tonto. En cuanto la conocí… en fin, no sólo era preciosa, sino también increíblemente inteligente y segura de sí misma. Incluso se permitía coquetear un poco, aunque no tenía intención de emprender una aventura romántica de ninguna clase. Yo pensaba que, siendo un noble de poca monta, debía casarme por encima de mi rango. Pero cuando anunciaste tu compromiso, me di cuenta de que era un auténtico imbécil. Oh, Bella sabía que me tenía hechizado. Pero yo me creía demasiado bueno para ella. En fin, esta vez he perdido. Pero seguiré siendo su más ardiente defensor. Y, si tus intenciones no son serias, si te atreves a hacerle algún daño, juro que descubrirás lo temible que puedo ser como enemigo —a Edward lo sorprendió la repentina y apasionada declaración de James—. Verás, he entrado en razón —añadió éste—. Estoy dispuesto a casarme con ella. Y a cuidarla el resto de mi vida.
¿Era todo una farsa?, se preguntó Edward. Tal vez todos estuvieran representando una comedia. Pero ¿era aquello de veras una declaración de amor hacia Bella? ¿O era sólo una argucia para apartar las sospechas de él?
—Puedes quedarte tranquilo, James. No permitiré que Bella sufra ningún daño. Y, si descubriera que alguien intenta causarle algún mal, lo mataría en el acto, aun a riesgo de vérmelas con la horca.
Se sostuvieron la mirada mientras una brisa se levantaba en el patio.
—Bueno, entonces, ¿qué hacemos ahora? Parece que todos sospechamos de todos. ¿Qué podemos hacer? Tiene que haber alguna respuesta. Sir Jason ha muerto —dijo James—. Y el museo es una institución sumamente respetable. La arrastraremos en nuestra caída si no encontramos un modo de salir de esta locura.
—¿Locura? Sí y no. Alguien está sacando tesoros del país. ¿Está loco? Yo creo que no, habiendo de por medio una fortuna.
—¡Gathegi! Sospechas que Gathegi le está comprando piezas robadas a… ¿a quién?
—Si lo supiera, ya tendríamos al culpable —dijo Edward, lanzándole una mirada penetrante.
—Yo jamás le habría hecho daño a tu madre —le dijo James, sacudiendo la cabeza.
—Y yo no iría por ahí matando a la gente sin razón —replicó Edward—. Creo que la policía pronto empezará a interrogarnos a todos.
—Y, si tenemos un poco de suerte, averiguarán lo que está pasando —dijo James.
—Sobre todo, si los asesinos tienen suerte. Porque si soy yo quien descubre lo que está pasando, me temo que no me quedará más remedio que recordar con pelos y señales cómo murieron mis padres. Buenas noches, James —dijo Edward, y se dirigió cansinamente hacia el castillo.


Mientras iban a caballo, Charlie sugirió que abandonaran el castillo.
—No podemos hacer eso —le dijo Bella.
—¿Por qué?
—Porque la respuesta está aquí.
—¡Pero estamos en peligro! La gente se está muriendo —dijo Waylon.
Bella se apeó del caballo al llegar al patio del castillo.
—Waylon, si estás preocupado, debes irte a casa.
—¿Qué?
—Bella, Waylon tiene razón —dijo Charlie—. A Riley lo mordió una cobra, y ahora sir Jason está muerto. No me preocupa Waylon, ni yo mismo, nosotros ya hemos vivido bastante. Pero Bella, niña… ¡Cielo santo! Sé que estás comprometida con un conde, pero, chiquilla, tu vida vale mucho más que un título.
—Charlie, esto no tiene nada que ver con un título. Esta noche hemos averiguado algunas cosas. Estamos a punto de descubrir el misterio. No vamos a marcharnos —dijo ella con firmeza—. Yo, por lo menos, no pienso hacerlo. Pero tal vez vosotros dos deberíais iros.
—¡Y dejarte aquí! —exclamó Charlie, horrorizado.
—No quiero que os pase nada —dijo ella suavemente.
—Bella…
—Perdona, pero voy a darme un baño —le informó ella, y los dejó allí plantados.
Al entrar en la casa, hizo caso omiso de Sue, que se estaba paseando por el vestíbulo, llena de nerviosismo.
—¡Bella! —exclamó Sue, espantada, al verla aparecer—. ¿Qué ha pasado? ¿Dónde está Edward? ¿Y James? Me dijo que te vio salir corriendo de la casa. ¡En dirección al bosque!
—Sí, me metí en el bosque. Edward y James volverán enseguida. Buenas noches. Me voy a mi habitación.
—¡Pero Bella!
—Buenas noches —repitió Bella con firmeza.
Al llegar a su cuarto, cerró la puerta con llave y se quitó la ropa sucia. Llenó la bañera, ansiosa por quitarse la suciedad y el polvo y se metió en el agua, sabiendo que Edward iría a verla. Y, naturalmente, así fue.
Bella no lo oyó entrar en la habitación hasta que apareció en la puerta del cuarto de baño y se recostó en el marco, mirándola.
—Creía que ibas a marcharte —dijo con suavidad—. Que seguías enfadada.
—Estoy furiosa —contestó ella mientras se frotaba un codo—. Estoy más que furiosa. Y me apena muchísimo lo de sir Jason. Mi vida es un desastre. Y tú eres un monstruo.
—Pero sigues aquí.
Bella lo miró. Edward tenía las facciones tensas y los ojos oscurecidos.
—Pertenezco al departamento —dijo ella—. Sir Jason ha muerto, y eso me afecta personalmente, lord Cullen.
—Ah.
Ella dejó el jabón y el paño y, levantándose, echó mano de la toalla. Luego se acercó a él con los ojos entornados.
—¡Serás canalla! —le dijo, dándole un empujón en el pecho—. ¡Tenías que saber que tu armario escondía un túnel!
Edward la agarró de las muñecas y dijo:
—No lo sabía, te lo juro. No me he enterado hasta esta noche.
Bella comprendió de pronto que era improbable que fuera de otro modo. Ella había atravesado una pared desmoronada para tomar el camino que conducía a aquella salida del túnel. Levantó la mirada hacia él, consciente de que sus ojos reflejaban miedo.
—Ése no era el único túnel. Había otro pasadizo. En realidad, tomé esa ruta por accidente. Edward, alguien podría entrar y… y subir aquí.
El negó con la cabeza.
—No, ya no. Emmett y Jasper están en la cripta, sellando el túnel con cemento y ladrillo.
Ella escudriñó sus ojos y suspiró.
—Entonces, cuando oías ese ruido, es que había alguien en la cripta.
—Eso creo. Esta noche, desde luego, había alguien. ¿Se puede saber qué hacías allí? ¡Eres una insensata! ¿Cómo se te ocurrió bajar estando la casa llena de gente?
Ella levantó la barbilla.
—Alguien me tiró por las escaleras.
—¿Qué? —Edward le apretó las muñecas hasta hacerle daño.
—Oí murmullos.
—¿En la cripta? ¿Y tú dónde estabas?
—Está bien, reconozco que pensaba bajar a la cripta. Pero me paré en la escalera —hizo una pausa y observó su cara. Creía en él. Había visto la verdad en sus ojos durante su apasionado discurso en el bosque.
Y, sin embargo, habría jurado que James también era sincero.
Abrió la boca dispuesta a decirle que estaba casi segura de saber dónde estaba la cobra de oro, la pieza que parecía espolear la osadía del asesino. Pensaba decirle que los susurros que había oído eran amenazas contra su vida. Pero no tuvo ocasión de hacerlo.
—Bella, voy a sacarte del castillo.
—¿Qué?
—Mañana. Nadie lo sabrá. Te llevaré a casa de las hermanas, para que te quedes allí.
Ella se apartó de un tirón.
—¿Con tu hija? —preguntó.
Él frunció el ceño y la miró con enojo.
—¿Mi hija?
—Están criando a tu hija, ¿no es cierto? Son unas jóvenes encantadoras, pero no pienso ir a vivir a su casa y ser otra carga para ellas —Edward la miró un momento con ira; luego se dio la vuelta y se dirigió a su dormitorio. Ella vaciló y luego lo siguió—. ¡Nos has hecho más que mentirme y engañarme desde que te conozco! —gritó.
—No, Bella, yo nunca te he mentido.
—No, simplemente me has escamoteado la verdad.
—No puedes quedarte aquí —dijo él—. Es demasiado peligroso.
—¡Pues no pienso irme!
Edward dio media vuelta y, acercándose a ella, la agarró de los brazos y la atrajo hacia sí.
—¡Una noche más! —murmuró.
Bella levantó la cara para preguntarle qué quería decir exactamente, pero Edward la apretó contra su pecho y se apoderó de su boca apasionadamente. Bella dejó caer la toalla y se rindió en sus brazos. Edward introdujo los dedos entre su pelo húmedo y los deslizó a lo largo de su espalda; agarró la curva desnuda de su trasero y la apretó contra él. Luego se apartó de ella, observó sus ojos, buscando qué decir, y al fin movió la cabeza y volvió a besarla.
Bella se separó de él y, muy seria, le quitó la chaqueta de los hombros, deshizo el nudo de su corbata y desabrochó cuidadosamente los botones de madreperla de su chaleco y su camisa. Edward se apartó y, mientras observaba intensamente su rostro, se quitó la camisa y volvió a atraer a Bella hacia sí. Ella bajó la cabeza un momento, preguntándose si Edward sabía que estaba dispuesta a arriesgar su vida por estar con él, por sentir su vitalidad y su ardor, por sentirlo respirar. Él acarició su barbilla, le alzó de nuevo la cara y se apoderó de su boca con un ardor apenas refrenado. Y aunque Bella estaba ávida, él se tomó su tiempo; le besó los labios y le lamió los lóbulos de las orejas, pero incluso aquellas leves caricias parecieron robarle a Bella las fuerzas que aún le quedaban. Ella deslizó los dedos sobre su espalda, introdujo las manos bajo la cinturilla de los elegantes pantalones negros que llevaba Edward, encontró al fin los botones de su parte delantera y metió las manos bajo ellos, prodigándole insistentes caricias.
Edward la apretó contra él y, mientras la besaba, se quitó los zapatos. Luego se despojó de los pantalones, y Bella se encontró apretada contra su miembro palpitante, pensando vagamente que era ella la que estaba loca y que no le importaba lo más mínimo, mientras él la levantaba en brazos y caían sobre la cama, donde ella tan rara vez había dormido, a pesar de las colchas, las almohadas y todo lo demás. Sus bocas dejaban rastros húmedos sobre la piel del otro, se unían y se fundían una y otra vez, y volvían a separarse, hasta que se sintieron tan entretejidos como lo estaban sus cuerpos, y la locura del deseo y el ansia los convirtió en uno solo. Y, mientras él se movía, ella comprendió cuánto lo amaba, lo necia que era, y que, pese a todo, estaba dispuesta a arriesgar su vida por él, porque Edward había logrado convertirse en su vida entera, y ya no le importaba lo que era mentira y lo que era verdad.
Sin embargo, esa noche Edward no se quedó con ella.
Cuando parecía que el techo se había convertido en el cielo y había estallado en estrellas y que nada en el universo podía ser tan apasionado y tan ardiente, Edward se levantó bruscamente de su lado.
—Mañana te vas —le dijo con aspereza.
Y, para asombro de Bella, se alejó de ella y regresó a su habitación, cerrando la puerta secreta que comunicaba ambas estancias y que él mismo había abierto.
Asombrada, Bella se quedó mirando el techo, el cual había vuelto a recuperar su prosaica naturaleza. Todavía le ardía la piel y el corazón le latía enloquecido.
Al fin, se incorporó. Buscó el camisón que Sue Clearwater le había dado la primera noche y se lo puso. Luego miró la pintura de Nefertiti. Edward le había dicho una vez que, si lo necesitaba, sólo tenía que empujar el lado izquierdo del marco.
Bella titubeó; luego se acercó al cuadro. Y, poniendo la mano sobre él, abrió de nuevo la puerta escondida.
Edward no estaba en su dormitorio, sino en el despacho que había más allá, ataviado con una bata que llevaba bordado el escudo de armas de su familia. Estaba sentado a su escritorio, estudiando unas notas, y la miró como si fuera una intrusa.
—No voy a marcharme ahora que tengo las respuestas —dijo Bella.
—Nadie tiene las respuestas —dijo él con aspereza—. La policía ya sabe que se están vendiendo clandestinamente antigüedades a compradores de otros países y que ha habido asesinatos. Ahora este asunto está en sus manos.
—Pero yo sé…
—¡Basta ya! Entiende de una vez que estás en peligro. Siempre te empeñas en aparecer donde nadie te llama. Esta noche podrías haber muerto. Pero tenías que internarte en la oscuridad de todos modos. ¡Tenías que lanzarte de cabeza a la muerte!
—¡He encontrado lo que tú no has podido encontrar en un año! —replicó ella, furiosa.
—¿Ah, sí? Ahora que lo pienso, ¿cómo encontraste el pasadizo?
—Lo encontré porque me quedé encerrada en la cripta y tenía que salir. Y porque quienquiera que esté saqueando tu castillo no había colocado bien la lápida.
—Eso es lo que importa. Te quedaste encerrada en la cripta.
—¿Acaso no me metiste en esto para que consiguiera información, para utilizarme como espía? —preguntó ella.
Él la miró con enojo.
—Sí, exactamente. Y ya no necesito tus servicios.
Un arañazo en la puerta los sobresaltó a ambos. Edward levantó una ceja. Ella cruzó los brazos sobre el pecho y dijo:
—Estamos prometidos.
—No. El compromiso se ha roto. Dios mío, Bella, ¿qué pensabas? ¡Eres una plebeya!
Aquellas palabras eran el golpe más cruel que Bella había recibido nunca, a pesar de que se había empecinado en negar que Edward pensara casarse con ella. Sin embargo, la idea de vivir con él, de despertarse a su lado, de dormir con él por las noches, se había convertido en parte de sus sueños.
—¡Cielo santo, no me mires así! El compromiso se ha roto. Serás compensada —dijo él en tono cortante—. ¡Pero no seguirás viviendo en el castillo!
Sonó otro arañazo en la puerta y se oyó preguntar a Sue Clearwater:
—¿Edward? Edward, lo lamento, pero Ayax estaba en mi habitación y se ha puesto a arañar la puerta como un loco.
Temiendo desvelar sus emociones, Bella dio media vuelta, dispuesta a escapar de allí. Pero no le dio tiempo. Edward se levantó bruscamente y abrió la puerta. Ayax entró brincando y se abalanzó sobre él.
—¡Abajo, Ayax, abajo! —dijo Edward, templando sus palabras al acariciarle las orejas al perro.
Sue miró fijamente a Bella. Ésta le sostuvo la mirada. Entonces Ayax saltó hacia ella. La pilló desprevenida, y estuvo a punto de tirarla al suelo.
—Oh, Edward, lo lamento —murmuró Sue.
—No pasa nada, ya está aquí. Por el amor de Dios, a ver si esta noche podemos dormir un poco —dijo Edward con impaciencia.
—Ah, sí. Dormir… —musitó Sue, y se marchó.
—¿Por qué has hecho eso? —preguntó Bella, furiosa y al borde de las lágrimas—. Es probable que Charlie te pida una satisfacción, ¿sabes?
—No te querías ir —contestó él—. ¿Qué iba a hacer? Y no te preocupes por Charlie. Ya no vivimos en la Edad Media. Puede abofetearme una docena de veces con un guante blanco, pero no te preocupes, no le haré ningún daño a tu guardián.
Ella lo miró, atónita. Edward dejó escapar un gruñido y se acercó a ella; la tomó suavemente en brazos, se sentó frente al fuego y la acomodó sobre su regazo. Mientras sacudía la cabeza y le acariciaba el pelo.
—Tengo que esconderte. No puedo poner en peligro tu vida.
—Es decisión mía…
—No. Esta vez, no te toca a ti decidir.
—Creo —dijo ella— que sé dónde está la cobra de oro. O, al menos, sé dónde buscarla.
Edward se apartó de ella y escudriñó su rostro.
—¿Dónde?
—A menudo enterraban a las momias con amuletos entre los vendajes —dijo.
—Sí, claro —repuso él—. Pero para que merezca la pena matar por esa cobra de oro, no puede ser tan pequeña como un amuleto.
Bella negó con la cabeza.
—En realidad no sé qué es. Y no estoy segura de que alguien lo sepa, puesto que nunca ha sido catalogada. Y, si la hubieran sacado de la tumba junto con el resto de los tesoros, alguien la habría visto y sin duda la habrían catalogado.
—Me he perdido. Dices que seguramente no es un amuleto. ¿Entonces…?
—Es una pieza más grande, pero creo que está enterrada con la momia.
Él sacudió la cabeza.
—El cuerpo del sacerdote fue desenvuelto.
—Pero ¿y la momia de Hethre? ¿Está aquí o en el museo? —preguntó ella.
—En ninguno de los dos sitios —respondió Edward—. Que sepamos, al menos. La momia de Hethre nunca fue encontrada… o, en todo caso, identificada.
—Puede que no haya sido identificada porque quienes la enterraron se esforzaron para que no pudiera reconocérsela. Puede que la cobra de oro fuera un objeto mágico, no sólo para ahuyentar a los saqueadores de tumbas, sino también posiblemente para proteger al pueblo.
—¿De qué?
—De la propia Hethre. Puede que los antiguos egipcios también tuvieran miedo de su poder. Tal vez por eso la enterraron sin ninguna señal que la identificara, pero con un talismán que asegurara que no volvería a ejercer su poder mágico sobre ellos.

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