miércoles, 9 de febrero de 2011

Dura decisión


Capítulo 7 "Dura decisión"
Bella corrió con la velocidad que da el instinto de supervivencia.
Esquivando a los invitados disfrazados que se interponían en su camino, bajó la escalinata de mármol de dos en dos peldaños, corriendo por los pasillos del palacio como si el mismo diablo la persiguiera. Pasó volando por donde estaban los malabaristas y bufones del jardín hasta llegar al camino.
Los guardias de la puerta no le entorpecieron el paso. Estaba exhausta, pero sacó fuerzas de flaqueza para seguir adelante, corriendo el kilómetro que había hasta llegar a la ciudad, y una vez allí hasta la plaza.
Una multitud revuelta la rodeó. Con el pecho palpitante, se detuvo allí, con el vestido roto, sin poder creer lo que veía.
El ruido de las bombas que había preparado para Jacob había alterado también a la multitud, ya de por sí inquieta por la repentina marcha del Rey. La gente que se había reunido junto al cadalso esa mañana, había entendido la explosión como un pistoletazo de salida, lo que había hecho que se lanzaran rugiendo contra los soldados que patrullaban la plaza. Bella se volvió y vio un agujero de más de metro y medio en uno de los muros de la cárcel. Todavía humeaba. En la otra dirección, había comenzado otro fuego alimentado por los largos meses de sequía. La gente abucheaba a los soldados, como si hubiesen dejado de temer a sus bayonetas. Algunos habían empezado a saquear los escaparates de las tiendas, mientras otro grupo de histéricos trataba de echar abajo las horcas que habían montado los hombres del príncipe en las primeras horas del día.
— ¡Deteneos! ¡Deteneos! — se oyó gritar a Bella con furia, pero nadie parecía escucharla. Se apartó con la mano el pelo que le caía por la cara y miró a su alrededor angustiada.
En cualquier momento, existía el peligro de que alguno de los campesinos dijese o hiciese algo inoportuno, de manera que los soldados convirtiesen el amotinamiento en un gran baño de sangre. Por si esto fuera poco, existía el riesgo de que los fuegos se extendiesen y acabasen quemando a toda esta multitud. Lo único que deseaba era que al menos Jacob y los demás hubiesen escapado, según el plan, y estuviesen pronto a salvo, en el bote, rumbo a la península italiana.
Bella siguió gritando a la gente que la rodeaba, tratando de calmarles, pero pronto se hizo evidente que sólo el Jinete Enmascarado podría manejar con autoridad a la multitud y restaurar la calma. Abriéndose paso entre el gentío, consiguió llegar hasta el establo de alquiler en el que había dejado su ropa y su montura.
Se deshizo rápidamente de su rasgado vestido azul y se vistió de negro escondida detrás del caballo. Después de montar en él, tragó saliva y se colocó la máscara de satén negra, sabiendo que en el momento en el que apareciera como el Jinete Enmascarado sería arrestada. Pero no tenía otra opción. Ya había causado demasiados problemas la noche anterior y tenía que evitar que la violencia se descontrolara.
Unos minutos más tarde, el Jinete Enmascarado entraba cabalgando en la plaza por uno de los laterales y se abría paso entre la multitud.
— ¡Mirad! —empezó a gritar la gente.
El caballo de Bella se encabritó, pero ella consiguió mantenerse en la silla, gritando con voz masculina:
— ¡Tranquilos! No hay nada que temer. ¡Vuelvan a sus casas! —Apremió a su caballo para que se adentrara entre la gente. La tensión parecía ir remitiendo y vio con alivio que su aparición había surtido efecto—. ¡No se queden ahí en medio! ¡Vayan a ayudar a los soldados a sofocar el fuego! —les ordenó enfadada.
La gente retrocedía y se apartaba al verla, tocando su caballo cuando pasaba al lado, como si fuera a darles buena suerte. Sin embargo, los soldados también la habían visto y se acercaban a ella peligrosamente. Sabía que se le acababa el tiempo.
— ¡Escuchadme! ¡Vuelvan con sus familias! —repetía sin cesar—. ¡Compórtense de la manera en que el rey Carlisle hubiese querido!
— ¡El príncipe le ha apartado del trono! —gritó alguien.
— ¿Quién os ha dicho eso? —preguntó—. ¿Tenéis pruebas?
El hombre se quedó callado, limitándose a mirar hoscamente a Bella y a la multitud.
—No lo creo. Vuelve a casa y deja de decir esas mentiras. —Bella siguió cabalgando. Cerca de las recién construidas horcas, se encontró con un pequeño grupo de campesinos que intentaban echarlas abajo—. Pueden encerraros por destruir lo que es propiedad del Gobierno —les advirtió.
— ¿De qué lado estás? —le gritó uno de ellos. Antes de que pudiera responder, escuchó una voz familiar.
— ¡Bell!
Ella se dio la vuelta y vio bajo la máscara a Jacob caminando entre la multitud. « ¡Diablos, no! ¿Por qué sigue él aquí?»
Mirando temerosa en todas las direcciones, vio a más soldados que se acercaban a caballo hacia allí, aunque aún a bastante distancia. Cuando viniesen a por ella, Jacob volvería a ser capturado.
Sin dudarlo dos veces, instó a su caballo en dirección a su amigo y una vez junto a él le espetó con furia.
— ¿Qué demonios estás haciendo aquí todavía?
— ¡Esperándote! ¡Vamos, el carruaje está justo en uno de los laterales de la plaza! —gritó, con sus ojos castaños encendidos y su cabello lacio oscuro despeinado.
— ¡Maldita sea, Jacob! —Se bajó del caballo—. ¡Eso no era lo que habíamos planeado! ¡Sabes que no puedo dejar a mi abuelo! ¡Ahora monta en este caballo y huye!
— ¿Acaso crees que tu abuelo quiere ver cómo te quedas y te ahorcan? No pienso dejarte aquí para que te maten. Te vienes a Nápoles con nosotros. —La cogió por la muñeca y empezó a tirar de ella.
— ¡Apártate de mí! —le gritó ella, deshaciéndose de su apretón—. ¡Vete, ya! ¡Tu familia te necesita! ¡Yo me encargaré de despistar a los soldados, pero vete! Vete, por favor. Ya vienen...
De repente, se les acabó el tiempo. Los soldados del príncipe Edward les habían alcanzado.
Bella tiró su estoque con un grito y se puso delante de Jacob.
—¡Dejad que se vaya! ¡Es a mí a quien queréis!— Los soldados se negaron. Jacob salió del segundo plano en el que ella había tratado de protegerle y en el minuto en el que trató de dar el primer puñetazo, todo el infierno cayó sobre ellos. Los ciudadanos de Ascensión, enfadados y ya de por sí nerviosos, se arrojaron sobre los soldados del príncipe.
Jacob se defendía como podía, aunque pronto llego el gran Sam para cubrirle la espalda. Bella se encontró en medio de la refriega, zarandeada como una claraboya en medio de una tormenta marina, golpeada por la multitud e indefensa ante la fuerza de los hombres que la rodeaban. Su espada no le servía en las distancias cortas. Isabella desistió, recurriendo a los puñetazos, codazos y puntapiés, esquivando como podía los salvajes golpes que le llovían por todos lados.
Repentinamente, algo le golpeó en la cara, cegándola. Se tambaleó, tropezó y cayó sobre el pavimento casi sin respiración.
Por un momento, se quedó allí tumbada jadeando corno un pez en medio de la arena, después gimió cuando los soldados llegaron y la levantaron del suelo, esposándola junto a los otros.
En quince minutos, Jacob, Paul y Sam Black estaban una vez más en la cárcel.
Esta vez, Bella estaba con ellos.
El baile continuaba. Los asistentes estaban demasiado ocupados divirtiéndose como para saber que afuera, la multitud se estaba rebelando en la plaza principal, a sólo unos kilómetros de distancia.
Edward sí que había sido puesto al tanto de lo que ocurría, y esperaba las noticias con ansiedad. De pie, en la barandilla que dominaba el salón de baile, bebió un trago de whisky. Estaba enfadado y nervioso por los enfrentamientos del exterior, con la cabeza llena de preguntas acerca de esa insufrible castaña.
¿Quién era y cómo demonios lo había hecho? ¿Cómo había burlado a sus guardias? El pequeño granjero, Seth, había escapado, por supuesto. ¿Por qué había ella entrado en el palacio, arriesgando el cuello para liberarle? ¿Cuáles eran sus planes? ¿Había ella planeado la revuelta?
Impaciente por saber algo de ella, salió del pequeño balcón y entró en la habitación, donde sus amigos pedían su sangre. La mayoría de ellos habían sido robados por el Jinete Enmascarado. La noticia de que la forajida fuese una joven mujer les humillaba hasta el punto de hacerles perder la compostura. Habían sido humillados y querían venganza. Escucharles sacaba de quicio a Edward.
— ¡Quiero ver cómo muere en la horca! —dijo Caius, a pesar de haber estado flirteando con ella sólo unas horas antes, un hecho que con seguridad lo que hacía era intensificar su rabia.
— ¡Esperemos que la cojan esta vez! —dijo Mike—. Y cuando lo hagan, espero que no estés pensando en salvar a esa putita, Edward. ¡Es una amenaza!
—Ella es una maravilla —dijo él en voz baja. Los demás no pudieron oírle, tan enzarzados estaban en su propia lluvia de vanidad. El beso más puro que nunca había recibido.
También a él le escocía el orgullo, pero Edward no sabía qué pensar. Isabella Swan era un misterio que necesitaba resolver lo antes posible. Ella le enfurecía, le confundía, le desconcertaba... y sin embargo, había conseguido que sintiera respeto por ella, ya que la chica había demostrado un temperamento que raramente había encontrado en los demás, ya fueran hombres o mujeres. «Y pensándolo bien, hasta esta noche en la que él la había besado, nadie lo había hecho antes...»
Ella debía pensar que él era el más estúpido de todos, siguiéndola como un perro, pensó con rabia. Sin duda, debía estarse riendo de él a gusto. ¡No lo permitiría! Tenía que poner a esa mujercita en su sitio.
— ¿Quién es, Edward? —le preguntó el joven vizconde Emmett McCarty, el más prudente y sensible de sus amigos.
«Mi justo castigo», pensó con extraña preocupación.
—Una Swan. Su nombre es Isabella.
Emmett arrugó el entrecejo.
— ¿Swan? ¿No hubo un marqués de Swan que arruinó su vida bebiendo y jugándose su fortuna cuando éramos niños?
—Me pregunto si sería ése su padre —dijo Edward con una mueca.
Justo entonces, alguien llamó a la puerta.
Tomas fue a abrir.
Un teniente de la guardia real saludó, casi sin aliento por su precipitación.
—Alteza, los fuegos están controlados y la revuelta ha sido doblegada. Les hemos cogido.
Edward se dirigió hacia él con entusiasmo.
— ¿A todos?
—El pequeño se nos ha escapado.
— ¿Y el Jinete Enmascarado?
—Bajo custodia, señor.
Sonidos de satisfacción llenaron la sala, como si el caballo favorito de los señores acabase de ganar la carrera. Edward miró incómodo a sus amigos, molesto al oír que el tono de sus comentarios era cada vez más salvaje.
— ¡Vayamos a beneficiárnosla! —bramó Félix como un perro de caza.
—Cálmate —le ordenó Edward con sequedad. Después se volvió hacia el teniente—. Felicite a sus hombres. Olvide al chico, él no tiene importancia.
— ¿Interrogamos a los prisioneros, alteza?
—Déjeme eso a mí. Diga a sus hombres que no quiero que nadie abuse de estos prisioneros... y encierre al Jinete Enmascarado en una celda individual para pasar la noche.
— ¡Edward! —le susurró Mike—. ¡No deberías darle un tratamiento especial!
Él se dirigió hacia su amigo, bajando la voz.
— ¿Debo dejar que pase la noche compartiendo la litera con los matones del reino? Por Dios bendito, es aún virgen.
— ¿Virgen? ¡Lancémonos a ella entonces! —gritó Caius con una risa de borracho, golpeándose el muslo de forma provocativa.
Edward le miró, después miró a los demás y se sintió como si fuera la primera vez que los veía. Pensó en los inocentes ojos de Isabella de color chocolate. Cuanto más alto gritaban pidiendo su sangre, más urgente era su deseo de protegerla. Este sentimiento le iba dominando, especialmente ahora que Emmett le había recordado el pequeño escándalo sucedido hace unos doce años, lo que sospechó supuso la ruina del padre de Isabella... y de la fortuna de la familia.
Estaba muy enfadado con la chica, pero no importaba lo que le hubiese hecho a él y a sus amigos, ella era joven y valiente, y hermosa... y el tono de sus voces era horrible.
— ¡Le enseñaremos una lección que no olvidará nunca!
—No la tocaréis —dijo Edward con tono tranquilo, mirándoles a los ojos.
Algunos dejaron de reír de repente. Otros se miraron sorprendidos por su tajante reproche.
Con recelo, se volvió hacia el teniente.
—Lleve al Jinete Enmascarado a la sala de interrogatorios mañana a las siete, pero asegúrese antes de que dejó esa parte de la cárcel intacta —añadió con sequedad.
—Sólo la parte oeste del muro está dañada, alteza. Los mamposteros lo han inspeccionado ya y dicen que puede repararse fácilmente.
—Bien, eso me alegra. Ésas son las órdenes.
— ¡Sí, señor! —El hombre se cuadró, saludando.
Edward asintió a su saludo de despedida, apartando de su mente la preocupación de dejar a Isabella en manos de los burdos y peligrosos carceleros. Pero corría el riesgo de delatarse si la trataba con demasiados miramientos. Además, teniéndola entre barrotes por la noche, podría estar seguro de que no escaparía de nuevo, y de que sus pervertidos amigos no podrían ponerle la mano encima. Tenía la esperanza de que una vez se les pasara el efecto del alcohol, sus ánimos volverían a ser más civilizados. En cuanto a la señorita Isabella, su pequeña amiga tendría que pasar una larga noche en la oscuridad de una celda, lo que le permitiría reflexionar sobre su destino. Quizás por la mañana se mostrase más displicente con él.
Levantó la mirada y encontró a Mike sacudiendo la cabeza con disgusto hacia él.
—No puedo creer que te pongas de su parte y no de la nuestra.
—Aún no me he puesto del lado de nadie. Será el tribunal el que decida.
—Te conozco. Encontrarás la manera de hacer que se libre de la horca, porque no puedes resistirte a la belleza de una mujer. No te dejes embaucar por sus mentiras. ¡Es una criminal, Edward! ¡Es una ladrona! Ya hemos pasado por esto, ¿recuerdas?
—Cuida tus palabras —gruñó, sin querer admitir que Mike había dado justo en el clavo de sus preocupaciones. Sería muy fácil para una joven tan inocente y dulce, con esa vulnerabilidad en la boca, aprovecharse de él... y, sin embargo, era precisamente el hecho de no poder predecir cuál sería su próximo movimiento, ni poder controlarla, lo que más le excitaba.
— ¿No ves cómo está empezando ya a manipularte? Si ayudas a esa descarada, estarás en sus manos para que pueda hacerte lo que quiera. Precisamente como Lauren...
—No pronuncies ese nombre delante de mí —le advirtió con furia, cortando a Mike en el momento en el que la puerta se abría y don Aro irrumpía en la habitación seguido de los demás consejeros.
—Ah, por el amor de Dios —murmuró Edward para sí—. ¿Qué están haciendo aquí estas arpías?
— ¡Hay fuego y una revuelta en la ciudad esta noche, alteza! —anunció el primer ministro, mientras se dirigía hacia él como si estuviese totalmente preparado para cargar contra él—. Pensamos que debería saberlo... ¡si no está demasiado ocupado con su propio divertimento!
—Los fuegos ya se han controlado y la revuelta ha sido también disuelta —dijo Edward con calculada paciencia, eludiendo el insulto con diplomacia—. Vuelvan a sus casas.
— ¡Desde luego que no! —exclamó como si hubiese sido él el ofendido—. Su alteza no lleva más de unas pocas horas en el poder y no tiene experiencia en crisis políticas. El gabinete se hará cargo de todo a partir de ahora. Su majestad no esperaría menos de nosotros. Vaya y siga disfrutando de su fiesta, al fin y al cabo, es su cumpleaños —añadió en voz baja, mirando a los otros nobles.
Ellos carraspearon con comprensión.
— ¡Señor, va a perdonar la vida a esa bandida, aun cuando nos robó todo y lo repartió por ahí! —gimoteó Mike, encomendándose al primer ministro—. ¿No puede hacer que entre en razón?
Don Aro miró a Edward con sagacidad.
—Sí, he oído que el Jinete Enmascarado ha sido capturado. ¿Y dices que es una mujer?
—Una Swan —contestó Edward con ternura—. ¿Ninguno de vosotros puede ver que todo lo que ha hecho ha sido en beneficio de los demás? Yo he visto su casa, sus vestidos. No ha gastado ni un céntimo en ella, y estoy seguro de que vosotros podéis vivir muy bien sin ese oro.
—La ley no hace distinciones por motivos o circunstancias, alteza —dijo don Aro, saboreando sus triunfantes palabras y mirándole con esos ojos que parecían indicar que utilizaría cualquier excusa para enfrentarse a Edward, ahora que el Rey no estaba—. Es su deber, como estoy seguro de que ya sabe, colgar a esa criminal.
—Sé cuál es mi deber —dijo en voz baja, con todo el estoicismo del que era capaz. También sabía que los asesores de su padre estaban esperando a que cometiera el más mínimo error para hacerse con el poder antes de que él heredase el trono de su padre.
En ese momento, James se unió al grupo, entrando en la habitación con un gesto de saludo grave a los hombres y dirigiendo a Edward una mirada de interrogación. James era de la familia: la presencia de al menos uno devolvería sin duda algo de la confianza en Edward.
—Caballeros —dijo, levantando la barbilla—, quédense tranquilos de que cuando haya oído todos los hechos, decidiré el destino de la señorita Isabella. Hasta entonces, no estoy dispuesto a dejar que las masas la linchen. Pero ustedes tienen que calmarse —añadió preocupado.
— ¿Calmarnos, mientras la justicia está siendo entorpecida?
—Eso es una exageración.
— ¡No lo creo! —El primer ministro se estiró tratando de parecer más alto—. ¡Si vuelve a interponerse en el cumplimiento de la ley una vez más, alteza, no cuente conmigo como aliado! Edward interiorizó estas palabras y guardó silencio un momento, con la mirada fija en el suelo.
—Don Aro, me está usted desilusionando. —Levantó sus ojos y dirigió una mirada sobria a la cara del primer ministro—. Pensé que sería capaz de olvidar sus problemas personales conmigo por el bien de Ascensión, pero veo que aún me culpa de la muerte de su sobrino. Sé que él fue como un hijo para usted, pero yo no tuve nada que ver con su muerte.
Un silencio abrumador inundó la habitación. Incluso los salvajes amigos de Edward parecían conmocionados. Demetri Vulturi había sido amigo de todos ellos y les resultaba difícil mencionar su nombre.
Todo el mundo miraba fijamente a Edward. Don Aro tembló de ira.
—Usted estaba allí. Pudo haberle salvado, pero no lo hizo, y para mí es como si le hubiese matado a sangra fría. Sabía tan bien como todos que el duelo estaba prohibido, pero no le detuvo. No, en vez de eso, fue su segundo —dijo amargamente.
—Él era mi amigo. No podía negarme a su petición.
—El podría seguir vivo hoy si hubiese cumplido con su deber. Sólo era un muchacho. —El hombre perdió la compostura.
—Lo mismo que yo.
—Pudo haberle detenido. ¡Él te admiraba, como todos los demás!
—Traté de detenerle. Demetri quería sangre y yo no podía decirle cómo vivir su vida.
— ¡Los duelos están prohibidos! —gritó él angustiado—. ¡No hizo caso de la ley entonces, y parece que va a ignorarla ahora también! ¿Quién tendrá que morir ahora para que se divierta?
— ¿Cómo se atreve? —bramó Edward, dando un paso hacia él.
—Caballeros, caballeros —irrumpió James con educación, interponiéndose entre los dos. Miró a Edward con dureza y después se volvió a don Aro—. Comportémonos como hombres civilizados.
La interrupción del duque diluyó un poco la tensión que se respiraba en el ambiente. Miró a su alrededor, hacia donde estaban los otros.
—Mi querido don Aro, su majestad dejó al príncipe Edward a cargo de Ascensión por una razón. Desde luego que su majestad conoce su deber. Esto es incuestionable. Por deber, por lealtad, por su propio orgullo, en realidad, no me cabe ninguna duda de que mi primo servirá a la justicia. Cuando esta mujer sea condenada a muerte, la gente sabrá que pueden confiar en él tanto como en el propio rey Carlisle.
Edward le miró desconcertado.
— ¿Estás sordo? La gente ama al Jinete Enmascarado. Si cuelgo a la chica, ellos me odiarán incluso más.
James pareció desconcertado, pero entonces sonrió con paciencia. Edward sintió cómo la ira le dominaba al ver los aires de superioridad que se gastaba su primo. Edward sentía simpatía por James, pero agradable o no, nunca podría llegar a confiar en él totalmente.
—Si no la cuelgas, Edward, ¿quién va a respetar tu autoridad? —preguntó James no sin cierto juicio—. La verdad, no veo que tengas otra opción.
—Por supuesto que tengo otra opción —dijo con ímpetu—. Soy el príncipe regente, ¿no? Un hecho que todos parecen dispuestos a olvidar. —Con una mirada de disgusto, se alejó de ellos, sin saber muy bien qué pensar.
« ¿Colgar a Isabella?», pensó, como si el pensamiento le estuviera matando. Rompería antes algún jarrón heleno o quemaría a la Mona Lisa. ¿Cómo podía destruir a alguien tan joven, mucho mejor y más bondadosa que él? Había querido envolver su dulce piel de seda y su cuerpo de besos, y ahora debía mandarla a la horca. Sólo el pensarlo le atormentaba. Él era la autoridad judicial suprema de Ascensión en ausencia de su padre y sólo él tenía el poder de salvarla. Aun así, ellos tenían razón. ¿Quién respetaría su autoridad si la dejaba escapar?
No conseguiría sino seguir siendo un bufón a los ojos del mundo, engañado una vez más por una mujer. Además, ¿qué precedente sentaría para los futuros criminales si la perdonaba? «Ah, gatita castaña, en menudo problema me has metido ahora.»
—Dejadme —murmuró. Necesitaba tiempo a solas para pensar—. Todos vosotros.
—Alteza... —empezó don Aro.
—Maldita sea, obedecedme —gruñó en voz baja, furioso. Había tenido suficiente. Se volvió para enfrentarse a ellos y les increpó—. ¡Salgan de mi casa, todos! —Al oír su gruñido, salieron corriendo hacia la puerta, como si hubiesen soltado a un león en la habitación—. Emmett, baja y di a esa condenada orquesta que recoja los instrumentos. ¡Saca a toda esa gente de aquí! La fiesta se ha terminado. Terminado. ¿Me habéis oído, inservibles y holgazanes patanes? —gritó a sus amigos—. ¡La fiesta se ha terminado!
Edward se quedó en pie, con el pecho tembloroso.
Se fueron y él se quedó solo.
Se pasó los dedos por el flequillo del pelo, notando que le temblaban ligeramente por nerviosismo y, para ser sinceros, también por miedo. Sentía de forma deplorable que el peso que recaía ahora sobre sus hombros le venía grande. Revueltas. Incendios. Sequías.
Cortesanos que se unían contra él, amigos que se convertían de repente en extraños bárbaros... ¿o habían sido siempre así y él había sido demasiado superficial para darse cuenta?
Abatido, desilusionado por aquellos a los que conocía, incluido él mismo, caminó hacia la vitrina de las bebidas y se sirvió un pequeño vaso de whisky. Dio un trago y sintió el calor que le quemaba todo el camino del esófago hasta el estómago. Se limpió la boca con el revés de la mano y su mirada recayó después en la bandeja con las fotografías de las cinco princesas. Sus amigos se habían burlado de él toda la noche sobre eso.
Miró fijamente esos rostros que no le decían nada.
Isabella Swan debía ser colgada. Sin duda.
Ya había sentido antes esa masculina y estúpida necesidad de salvar a damiselas en apuros. Simplemente la ignoraría, decidió, porque sabía que no debía confiar en su instinto de caballerosidad. Isabella no era del tipo de mujeres al que uno quisiera salvar. Seguramente apartaría la mano si él se la tendiese. No. Dejaría que fuese a la horca, como debería haber dejado que Lauren fuese a prisión por sus deudas en el pasado. Ella se lo había buscado. Mike tenía razón, las dos eran unas ladronas.
De repente, dio un gruñido de dolor y arrojó al suelo la bandeja con las fotografías. Los marcos se rompieron. Levantó la mirada de sus dispersas y ausentes sonrisas y se miró a sí mismo en el elegante espejo que tenía frente a él.
«No necesito responder ante nadie —había dicho, salvaje y libre, con la luz de las estrellas alumbrando su pelo—. Es simplemente lo que yo he elegido.»
Edward dejó caer la barbilla hasta casi el pecho. Ahora, también él debía hacer su elección.

Bella se acurrucó en la oscuridad, sobre un catre lleno de polillas, en el suelo, con las rodillas pegadas al pecho. Después de un momento de intranquilidad, consiguió conciliar el sueño con la frente apoyada en las rodillas. Se despertó al oír un golpe metálico en la puerta de hierro de la celda.
Estaba inmersa en un sueño donde el agua danzaba en la fuente de Edward, aquella que había visto frente a su palacete. En su sueño, se arrastraba, a gatas, para poder llegar hasta ella, sin conseguirlo nunca. Impotente miraba esa cascada de agua cristalina que caía de la fuente, tan hermosa... Pero no estaba a su alcance, la cadena que tenía en el tobillo le impedía llegar hasta ella, cuando todo lo que deseaba era sumergir su boca y sus manos en el agua para aplacar esa sed tan espantosa.
El sueño se acabó al despertar, pero la sed se mantuvo.
Se incorporó cuando los guardias empezaron a descorrer el cerrojo de la puerta. Se apresuró a ponerse la máscara negra para que nadie viera el miedo escrito en su rostro. Cuando la puerta se abrió, se cubrió los ojos con el brazo, deslumbrada por la luz del sol. Cegada, sintió unas manos grandes que la cogían del brazo y le desencadenaban los tobillos. Después, la empujaron hacia la salida de la celda.
— ¿Dónde me llevan? —les increpó. Tenía la garganta seca y espesa.
—Cállate. —El guardia la empujó para que caminara delante de él por el húmedo y frío corredor de piedra.
Ella lo hizo tambaleándose hacia la luz, con las cadenas tintineando. Los soldados y los demás guardias se materializaron en la penumbra. Mareada y débil, distinguió un corredor con franjas de luz que se dibujaban en el suelo de piedra, y seis hombres uniformados que la conducían a algún lugar desconocido, con la luz del sol iluminando sus bayonetas.
Oía las botas de los soldados golpeando el pavimento, pero el sonido de sus pasos enérgicos y contundentes no podía esconder los cánticos y los clamores de la multitud en la distancia. Escuchó, sabiendo que esas voces tenían algo que ver con ella, pero sin poder distinguir lo que decían.
—Entrad al prisionero.
Los guardianes de la torre bajaron su ceremoniosa hacha de batalla, se hicieron a un lado y abrieron la enorme puerta que se hallaba en el largo corredor de la cárcel.
Los guardias metieron a Bella en una habitación lúgubre y cargada. Se tropezó, cayendo al suelo de rodillas con una maldición de dolor. Sin quitarse la máscara, trató de inspeccionar el lugar en el que se encontraba.
Parecía ser una habitación para interrogatorios o una sala de audiencias de algún tipo. Estaba custodiada por una línea de soldados de la guardia real, armados convenientemente y colocados cada diez pasos por todo el perímetro.
Había altas ventanas y una gran chimenea con el hogar vacío. Apoyado en la pared más larga, había un trono de madera subido en un estrado de piedra y, sobre él, la figura inmóvil de un hombre.
Se le erizaron los pelos de la nuca. Le conocía. La luz perezosa de la ventana caía sobre él, por lo que sólo la inmensa silueta del príncipe se veía de forma clara en la oscuridad de la habitación. Con los codos apoyados en los brazos del trono, se golpeaba la cara rítmicamente con los dedos, reflexio nando. No necesitaba moverse ni hablar para hacer notar su imperial presencia. Un aura de autoridad le rodeaba, palpable y elocuente en la amplitud de sus hombros y en su mandíbula cuadrada perfilada por el sol. Su mirada pesaba físicamente y en su quietud, era tan peligroso como un fiero león en las sombras, moviendo perezosamente la cola, silencioso, a la expectativa. El miedo corrió renovado por sus venas. Podía muy bien imaginar lo enfadado que debía estar con ella. Tenía algo que ver con el orgullo masculino, del que él no carecía precisamente, y ella había zarandeado su... realeza.
Conforme se le iban acostumbrando los ojos a la penumbra, pudo ver que el príncipe vestía completamente de negro. Después del refinamiento de la noche anterior, la severidad de ahora parecía de alguna forma acrecentar su poder de seducción. Su camisa de mangas caídas dejaba entrever la majestuosidad de sus brazos y sus hombros, mientras el chaleco se ajustaba perfectamente a su duro pecho, moldeando su esbelta cintura. Llevaba unos pantalones negros de montar de piel, que además de parecer de la mejor calidad, daban la impresión de ser cómodos y flexibles. Cubría los pies con unas elegantes y brillantes botas Wellington.
La observaba con una mirada fría y gris.
Con un gesto impaciente de la mano, grande y refinada a través del rayo de luz que se colaba por la ventana, el príncipe pidió a los guardias que la acercaran, y se llevó una vez más los dedos a su seductora boca.
El curtido guardia dio un paso adelante para cumplir la orden y después la cogió para que se pusiera en pie. Empezó a empujarla con energía. Pero cuando quiso tocarle el pecho, su gruñido de sorpresa fue reemplazado por un grito de dolor, mientras, de forma refleja, levantaba las manos esposadas y las balanceaba hacia él.
— ¡No me pongas las manos encima!
No sabía de dónde podía venirle tanta fuerza.
Por si no había quedado claro, golpeó al guardia en la cara y después se dio la vuelta y se impulsó con un salto para golpearle con fuerza en el pecho. Cuando otro de los guardias se acercó lo suficiente, levantó la rodilla y le golpeó con ella la entrepierna.
El soldado cayó, pero sólo un segundo después tenía la punta de la bayoneta de otro clavada en el cuello. Se quedó paralizada, con la barbilla bien alta y la respiración entrecortada.
Entonces, desde lo alto del trono se oyó una risa baja acompañada de un suave pero insolente aplauso.
— ¡No te rías de mí! —le gritó, haciéndose daño en el cuello con la punta que la amenazaba.
Al hablar, su voz profunda retumbó con gentileza, aunque no sin cierto sarcasmo.
—Quítate la máscara.
Nervioso e impaciente, Edward observó cómo el guardia la rodeaba. Detrás de la tela negra, sus fieros y chispeantes ojos inspeccionaban al hombre.
El hombre se acercó a ella con cautela. La chica profirió una maldición cuando por fin le retiró la máscara. De repente, una cascada castaña de cabello ondulado caía libremente sobre sus hombros, dorado bajo la tenue luz de la estancia.
El hombre se quedó boquiabierto y ella se limitó a sisearle, como una gata salvaje, hasta hacerle retroceder.
Los otros guardias abrieron un pasillo ante ella para que pasara, respondiendo de forma instintiva a su innato e inconfundible aire de autoridad. Cuando al fin pareció satisfecha con la distancia, la señorita Isabella dirigió su mirada fría y cortante a Edward.
Él seguía sentado, inmóvil con el codo apoyado en el brazo del asiento, con los dedos oscureciendo perezosamente su boca y el corazón silenciosamente alterado. Sólo una mirada le había bastado para desearla allí mismo, con tanta necesidad como la experimentada la noche anterior cuando la había espiado entre la multitud. El mismo deseo que sintió la primera noche que la conoció en aquel desolado salón.
Ella... le despertaba sus sentidos, su mente, su adormecido corazón. Su belleza le quitaba la respiración como si el agua helada de un arroyo de montaña le salpicara, tan fría como dolorosa, y a la vez, tan estimulante, cristalina y pura.
Juana de Arco vino a su memoria, con sus manos entrelazadas en el regazo, con esa irresistible barbilla altiva y esa mota de hollín en la mejilla. Tenía un aura de orgullo que la rodeaba como la luz de la mañana. La camisa holgada negra y el chaleco que llevaba escondían sus virginales curvas, pero los pantalones seguían sorprendentemente cada línea de sus piernas y se ajustaban a sus gloriosas caderas. Era esbelta y fibrosa como una potrilla.
Cuando Edward volvió a mirarla, encontró a una Isabella desafiante, de pie con una pose fría y descarada, lejos de parecer intimidada o impresionada. Y él, que sabía todo lo que había que saber sobre mujeres, seguía sin tener ni idea de lo que iba a hacer con ésta, que parecía apenas mayor que una niña. Su belleza no era tan evidente como la de otras mujeres a las que él estaba acostumbrado a frecuentar. Si estuviera hablando de rosas, ella sería un orgulloso y silvestre lirio atigrado. Las demás brillaban como polvo de diamantes al lado de ella, que era la pura simplicidad de un ópalo perfecto. Había mucho más que belleza en Isabella: una vida tumultuosa y un espíritu ardiente.
Su padre tenía razón, pensó Edward con una sonrisa ligeramente reflexiva al mirarla. Necesitaría a alguien en quien confiar a su lado, y no podía imaginarse a un aliado más incondicional e intrépido que al valiente Jinete Enmascarado.
Se había pasado la noche en vela tratando de encontrar una salida a sus dos angustiosos destinos, y por fin la había encontrado.
Cambiaría su vida aunque tuviese para ello que protagonizar un último escándalo, y cumpliría las expectativas de su padre antes de su muerte. Maravillaría a Ascensión con su brillante liderazgo y daría un heredero a la Corona. Su salvaje belleza había encendido en él la chispa que necesitaba para arder. Por si esto fuera poco, rompería con la dominación que ejercía su padre sobre su vida y lograría hacerse con el control de su destino. Allí de pie, desafiándole con unos ojos color chocolate, estaba su de claración de libertad.
Era ella. Por supuesto, sería fatal hacerle ver lo importante que era en sus planes. Cuando las mujeres intuían una puerta, trataban de abrirla al máximo, como él sabía muy bien. Tenía que proceder con precaución, sabía lo que iba a decir para conseguir lo que quería y al mismo tiempo, mantenerla a raya, por que estaba claro que esta mujer que le miraba era de las problemáticas.
Ah, había tomado una decisión sobre Isabella Swan. Y mientras miraba a su futura esposa, tuvo la intuición, en lo más profundo de su alma de granuja, que era él el que iba a entregarse.

1 comentario:

  1. hola Gracy es increible esta historia , me parece triste que esten envenenando al Rey ojala se descubra pronto y espero que Bella acepte la propuesta de Edward , pero que pasara con James, Aro y los demas esta complicado un abrazo patricia1204

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