miércoles, 9 de febrero de 2011

Os odio


Capítulo 10 “Os odio”
 Bella se paseaba de un lado a otro de la habitación, al borde del pánico. En cierta ocasión —¡parecía haber transcurrido una eternidad!— se había jurado que jamás tendría miedo de un lancasteriano, ya fuera rey o campesino. Pero eso fue antes de haber visto en la Corte a Edward, con su calma absoluta, los ojos verdes como  el fondo del mar y a la vez brillantes como el fuego del infierno, pronunciando dulces palabras que encerraban una amenaza que la hacían estremecer incluso ahora, con sólo recordarlas.
Furiosa, trató de abrir por enésima vez la puerta, pero no se movió. A sus ojos acudieron lágrimas de cansancio y frustración. Volvió sobre sus pasos y subió a la tarima para observar la tina llena de agua caliente frente al fuego. Había permanecido allí esperándola, como si alguien hubiera sabido que iba a llegar esa noche. Y tal vez había sido así; Edward podía haber ordenado a uno de sus hombres que fuera por delante.
Se había bañado rápidamente, el terror apoderándose de ella cada vez que oía un ruido procedente de abajo. No tenía intención de que él la sorprendiera bañándose. Pero, tal como Edward le había advertido con brusquedad, tenía asuntos que atender y aún no había venido. Ella se había apresurado a salir de la tina y a ponerse el delicado vestido de terciopelo azul que alguien había dejado allí. Y ahora se paseaba de un lado a otro, tirando inconsciente de las cintas del escotado corpiño para tratar de cubrirse más.
Se detuvo y cerró los ojos, suplicando coraje. ¿Se proponía matarla esta noche, tal vez con el mismo atizador que ella había utilizado en su contra?
¡Oh, maldita sea! Sabía muy bien cómo prolongar la tortura y la venganza. Hubiera preferido que pidiera su cabeza en la Corte, cuando ella todavía conservaba algo de ánimo fatalista, en lugar de obligarla a recorrer toda esa distancia y dejar que sufriera tantas horas de tormento.
Bella abrió los ojos y reparó en los tapices que cubrían las ventanas, simples saeteras realmente estrechas, al otro extremo de la habitación. Ella era delgada y ágil; quizá pudiera escurrirse a través de ellas y saltar al parapeto de abajo. Aunque también podría romperse una pierna, pensó. Pero ¿qué era la amenaza de una pierna rota comparada con la venganza que le esperaba a manos de Edward Cullen?
Se acercó a las ventanas y arrancó con desespero el tapiz de caza de su padre, que cayó al suelo. Observó la ranura con creciente consternación; estaba más alta de lo que había pensado, y era más estrecha. Pero aún así... retorciéndose y aplanándose un poco, pasando primero los hombros y después las caderas...
Se dio la vuelta y vio el taburete del tocador. Lo cogió y, respirando entrecortadamente, lo arrastró hasta el muro bajo la ventana. Se subió en él de un salto y se dio impulso hacia arriba, pero se echó a temblar cuando miró hacia abajo y vio lo lejos que parecía el parapeto.
De pronto la puerta de la habitación se abrió de par en par con tal estruendo que el terror le atenazó de nuevo el corazón; el taburete sobre el que estaba subida se volcó y Bella quedó colgando de la ventana. Volvió la cabeza de forma instintiva y vio a Edward, implacable, observando sus esfuerzos desde el umbral de la puerta. Llevaba la espada como siempre, a un costado, y tenía las manos en las caderas. Su silueta casi llenaba el umbral; el arco apenas era más alto que su cabeza y la capa flotaba a su alrededor. Tenía un aspecto majestuoso y absolutamente despiadado.
Bella soltó un gemido y se aferró con desespero a la piedra. Había llegado el momento de la verdad.
Hizo esfuerzos frenéticos, ¡ya casi lo había conseguido! Pero unas manos como el acero la agarraron por la cintura y se vio arrastrada hacia abajo y arrojada al suelo. Aterrizó con brusquedad y luchó por recuperar el aliento mientras se apartaba el cabello de los ojos.
La mirada aterrorizada de Bella se clavó en las botas de Edward, firmemente separadas. Retrocedió precipitadamente y se arrimó a la pared para poner distancia entre ambos. Entonces se obligó a desplazar la mirada hacia arriba, hacia las cañas de las botas, los músculos de las piernas marcados a través de la piel de las ajustadas calzas, el borde inferior del sayo. Apretando los dientes y tragando saliva —y rezando una última plegaria lastimera— se obligó a seguir subiendo por las estrechas caderas y el imponente pecho hasta llegar a los ojos, y deseó que los suyos se mostraran tan desafiantes y desdeñosos.
—Eso ha sido una estupidez, ¿no os parece? —preguntó él con cortesía, alargando una mano para ayudarla a levantarse.
Ella se quedó mirándola, pero no la aceptó y prefirió levantarse sin su ayuda.
—No —dijo ella llanamente.
Bella estaba de espaldas a la pared cuando él avanzó un paso hacia ella, sin tocarla pero tampoco liberándola del devastador y verde fuego de sus ojos. Se estremeció y se aferró a la piedra de detrás en busca de apoyo. Él había hablado con voz suave y tranquila, pero su cólera era tan tangible que ardía en el ambiente, como los rayos que rasgaban el cielo en una noche de verano.
Edward torció el gesto en una sonrisa en absoluto divertida, luego se alejó de ella y se soltó la vaina de la espada para dejarla caer sobre una de las sillas junto al fuego.
—¿Ha sido un intento de fuga... o de suicidio? —interrogó con tono indiferente.
—¿Acaso importa? —replicó ella.
Él se encogió de hombros, se dirigió a la cama y se sentó.
—Supongo que no —respondió.
Siguió observándola mientras se quitaba las botas con expresión enigmática. De repente una mueca de diversión apareció en su rostro, pero los ojos seguían brillándole con furia latente.
Bella desvió los ojos hacia la vaina y la espada. Él siguió la dirección de su mirada y sonrió.
—¿Estáis pensando en atacarme con mi propia espada?
Ella levantó la barbilla.
—Se me ha pasado por la cabeza.
Él enarcó una ceja despacio. De pronto el pánico y la desesperación se apoderaron de Bella y, con un agudo grito, se apartó de la pared y corrió desesperada hacia la puerta. Apenas había levantado la tranca, cuando ésta fue devuelta a su sitio de golpe. Volvió la cabeza y vio que él estaba detrás. Las lágrimas empezaron a nublarle la vista, pero Bella no pensaba permitir que él las viera. No se dejaría humillar; había jurado no acobardarse.
Se dio la vuelta y arremetió furiosa contra él. Edward no hizo ningún comentario pero su expresión era inexorable cuando la sujetó por las muñecas. Bella lo golpeó fuertemente en la ingle con la rodilla, y él profirió una maldición al tiempo que la soltaba. Como una gacela, ella lo esquivó y se precipitó sobre la cama en un intento desesperado por alcanzar la espada. Logró cogerla y rodó sobre la espalda para empuñarla contra Edward, que sonrió y retrocedió unos pasos. Hizo una reverencia y dijo.
—¿Vendréis ahora por vuestra venganza, milady? Me gustaría ver cómo lo hacéis.
—¡Lo haré! —gritó ella—. ¡Voy a atravesaros con la espada y abriros en canal! —Se apoyó en la silla para darse ánimos y avanzó con cautela hacia él con aire amenazador.
Edward esbozó una sonrisa sinceramente divertida. No estaba en absoluto asustado.
—¡Os mataré, lo juro! —repitió ella.
—¡Oh, no dudo que lo intentaréis! —dijo él con tono burlón—. Creedme, Bella, no he olvidado vuestro último intento, pero me temo que no soy una presa tan fácil como desearíais.
—No quiero... —Se interrumpió con un grito de consternación cuando, de un puntapié propinado con segura y aturdidora rapidez, él le arrancó la espada de las manos, que cayó lejos de su alcance.
Bella tragó saliva al ver cómo Edward recogía la espada del suelo con aire indiferente. Aún no se había atrevido a moverse cuando él se dio la vuelta con la espada en la mano y le puso la punta del frío acero en la garganta.
—Estáis tentando a la muerte, milady —dijo dulcemente.
—¡Pues matadme y acabemos de una vez! —replicó ella.
Pero sus palabras no eran sinceras y ella lo sabía. Se le había quebrado la voz al pronunciarlas. Él sonrió levemente y la recorrió con la mirada. Se le contrajo un músculo bajo la camisa y ella contuvo la respiración cuando la punta de la espada empezó a descenderle por la garganta. Ella temió lo peor, pues él desplazaba la espada hábilmente sobre su cuerpo, pero no le provocó ni una gota de sangre. Cortó con la hoja las cintas que mantenían sujeto el corpiño y éste se abrió dejándole los senos a la vista.
Ella no se movió; se quedó rígida, paralizada. Lo miró y vio que se encogía de hombros y se dirigía a coger la capa. Luego movió la lumbre con la espada.
—No tengo intención de mataros, Bella —dijo por fin—. Dios sabe que estaría en mi derecho, pero como caballero tengo un código de honor. Sin embargo... —se volvió hacia ella, hablando lenta y pesadamente—, no tendría escrúpulos en ver cómo recibís unos buenos azotes. Un castigo más bien suave para una pequeña zorra asesina, mentirosa y traicionera.
Bella se echó a temblar.
—Nunca traicioné la Corona que yo reconocía —murmuró al tiempo que se volvía y miraba fijamente el suelo.
Percibió un movimiento y el sonido de algo que caía a sus espaldas, y miró con el rabillo del ojo. Edward se había despojado del sayo forrado de piel y lo había arrojado sobre una silla encima de la espada. Bella respiró hondo al ver que se quitaba la elegante camisa de lino blanco. Consciente de la fascinante desnudez de su pecho y hombros, de su fuerte y musculosa complexión, se obligó a mirar en otra dirección.
—¿Y bien? —dijo él impaciente—. Estoy esperando.
El tono inesperadamente exigente de su voz hizo que ella se volviera con inquietud.
—¿Qué?
—El cumplimiento de una promesa.
La luz del fuego le iluminaba el pecho y los hombros, arrancando reflejos dorados al tiempo que subrayaba cada músculo y tendón. El fuego también había alcanzado los ojos. Tenía el aspecto de un demonio allí de pie, alto y poderoso, con las manos en las caderas en actitud impaciente.
—Creo que es aquí, más o menos, donde todo empezó. —Sonrió con sorna—. No, me equivoco. Yo estaba aquí junto al fuego y vos de rodillas a mis pies, rogándome que os poseyera en esta misma cama. ¿Habéis olvidado vuestra promesa de complacerme, de acudir a mí como una dulce novia? Yo no —advirtió con frialdad—. Os di la oportunidad de echaros atrás, ¡pero fuisteis muy insistente, milady! Claro que yo no conocía vuestras intenciones. Ya os advertí que si me hacíais una promesa, tendríais que cumplirla. ¡Y por Dios que lo haréis, señora!
A Bella se le escapó una risita nerviosa, pero enseguida se tranquilizó.
—¡Usted me desprecia!
—¡Desde luego que os desprecio! —exclamó él con amargura.
—Entonces... —logró susurrar ella.
—He decidido que os deseo, Bella. Y una cosa tiene poco que ver con la otra.
—¿Dónde está la admirable galantería de los lancasterianos? —preguntó ella con brusquedad.
—Fue enterrada viva en lo alto de un acantilado —respondió él, cortante.
—Dijisteis que no hacíais la guerra contra las mujeres.
—Milady, al engañarme acabasteis con todas las concesiones que puedan hacerse al sexo débil. Vuestra promesa se cumplirá... con o sin vuestra cooperación. Es el único voto que hice mientras yacía agonizante en una tumba de rocas. —Inclinó ligeramente la cabeza, y su amarga sonrisa volvió a aparecer—. Venid aquí, milady. Empezaremos ahora mismo.
—¡Jamás iré a vos! ¡Jamás! —gritó ella, negando con la cabeza.
—Entonces iré yo —replicó él con una pequeña reverencia burlona.
—¡No! ¡No! —exclamó ella con rabia y desesperación.
Edward avanzó con calma hacia Bella y ésta se volvió dispuesta a escapar... a donde fuera. Pero él la sujetó por el cabello en cuanto dio el primer paso. Ella soltó un grito de dolor y frustración al verse arrojada en sus brazos, su larga melena castaña rojiza esparcida sobre los hombros y el pecho de Edward.
Entonces él empezó a mover las manos con claras intenciones; las posó en el cuello, las deslizó despacio hasta los hombros desnudos y, con un rápido movimiento, le arrancó el desgarrado vestido, que cayó a sus pies. Bella sofocó un grito cuando sus senos desnudos entraron en contacto con el áspero vello del pecho de Edward. Trató de esgrimir los puños contra él, pero él los aprisionó con garras de acero. Ella se disponía a asestarle un golpe con la rodilla cuando de pronto se vio levantada en vilo. Los brazos de Edward eran duros como una roca; por mucho que forcejeara o tratara de arañarlo, estaba prisionera. Lo miró a los ojos y no vio ninguna señal de compasión; la severa línea de su boca no mostraba piedad.
—¡No! —chilló.
Pero él hacía caso omiso de sus gritos y sólo parecía tener una intención. Se dirigió a la cama y apartó del dosel las colgaduras para seguidamente arrojarla encima.
—Ha llegado el momento de ver el gran regalo que me prometisteis —dijo con calma.
Ella rodó sobre la cama tratando de escapar, pero él ya estaba a su lado, apoyado en un codo y sujetándola por el cabello. Cogió tranquilamente la vela situada junto a la cama, la sostuvo encima de Bella y observó cómo yacía, exhausta, agotada y temblando. Luego emitió un sonido desdeñoso, apagó la vela de un soplo y la dejó en su lugar.
Se levantó y por un instante ella quedó libre. No podía verlo en la oscuridad, pero oyó cómo arrojaba las calzas y las medias.
Bella siguió debatiéndose como un animal herido. Rodó sobre la cama y se puso de pie de un salto, pero no podía ver nada. Dio un traspié en el borde de la tarima y soltó un grito al sentir sobre su piel desnuda las manos de Edward, las ásperas palmas, los largos y poderosos dedos. La levantó en brazos y a la pálida luz de la luna ella lo miró a los ojos, sintiendo cómo las lágrimas afloraban a los suyos.
—¡Sois una bestia, un animal de la peor calaña! —gritó—. ¡Jamás he conocido a un hombre tan atrozmente cruel!
Por un instante Edward se quedó rígido. Ella sintió toda la tensión contenida en él como un enorme muro de calor.
—¿Cruel, milady? —contestó cortante—. ¡No sabéis nada de la crueldad! ¡Crueldad es un cuchillo clavado en el vientre, una herida sangrienta en la garganta, el asesinato de un niño aún por nacer!
Empezó a avanzar de nuevo, esta vez con pasos vacilantes. Tiró de las colgaduras y las arrancó del dosel. Bella fue presa del pánico... y del remordimiento.
¿Qué había dicho? ¿Por qué el rostro de Edward había adquirido una expresión tan amenazadora y cruel? Se estremeció, consciente de pronto de que él estaba completamente desnudo, al igual que ella. De que sus manos la tocaban como hierros de marcar candentes. De que su cuerpo era firme como la piedra y rezumaba un poder ardiente y explosivo.
Aturdida y aterrorizada por el cambio producido en él, Bella no pudo seguir luchando. Edward la arrojó sobre la cama y se tumbó sobre ella; notó su erección contra el muslo y sintió náuseas... porque el enorme miembro palpitaba como el trueno contra su piel desnuda. Todo él era músculo, firme e implacable. Tan firme como la promesa de fuego infernal en sus ojos. No había rastro de debilidad, ni vulnerabilidad: su odio hacia ella se había desencadenado por completo. Bella estaba demasiado atónita ante su primitiva y cruda masculinidad, rígida, vigorosa y aplastante, para moverse siquiera.
Él se alzó sobre ella con tal fuego en los ojos, la mandíbula apretada en un gesto tan cruel, que Bella no pudo evitar suplicar. Había fracasado, era una cobarde... pero estaba dispuesta a suplicar compasión.
—¡Por favor! —susurró confusa—. ¡Por favor!
Él había introducido una rodilla entre las suyas; ella la notó contra la parte interior del muslo, caliente frente a las puertas de su virginidad. Las lágrimas afloraron a sus ojos, y se odió, pero tenía que suplicar.
—Luché de la única manera que podía. Por favor... jamás deseé matar a nadie. ¿No lo comprendéis? Estaba desesperada. Tuve que utilizar las únicas armas que poseía... —susurró suplicante, mientras sus ojos adquirían un color chocolate cristalino.
De nuevo las palabras de Bella parecían haber tocado la fibra sensible de Edward. Seguía decidido, pero bajó los ojos y dejó de apretar la mandíbula.
—¿Por favor qué? —preguntó con voz ronca—. ¿Todavía creéis que hay hombres escondidos en vuestra habitación que saldrán a rescataros en cualquier momento? No lo harán, os lo aseguro. Esta noche, milady, os toca cumplir vuestra promesa. Así que decidme honestamente, si sois capaz de ser honesta, qué pretendéis.
Ella cerró los ojos temblorosa y cuando habló su voz apenas fue un susurro.
—Por favor, no me hagáis daño.
—Entonces recordad vuestra promesa, Bella. Aquella noche jurasteis acudir a mí tan dulce como una novia. No tratéis de hacerme más daño. No sólo he soportado el ataque de un atizador empuñado con destreza en vuestras manos, sino también la rabia de vuestros puños, uñas, dientes... y rodilla.
Ella no se atrevió a abrir los ojos ni a confiar en la nota divertida que percibió en su voz. Pero podía sentirlo con todo su ser; era agudamente sensible a él, consciente de su cuerpo, de las velludas piernas y pecho, las estrechas caderas, los firmes músculos, la palpitante erección...
Él estaba inmóvil sobre ella y permaneció así largo rato hasta que finalmente se apartó y se tendió a su lado, Bella aún no se atrevía a abrir los ojos.
Entonces volvió a tocarla, pero esta vez el contacto fue tan leve que ella casi se arqueó instintivamente para sentirlo más. Edward le deslizó la palma de la mano sobre el vientre y las caderas con un movimiento lento y delicado. Siguió avanzando hasta que llegó a un seno y cerró los dedos en torno a éste con delicadeza, lo sopesó y se concentró en el pezón. Bella emitió un débil grito de protesta y él susurró algo que ella no oyó, pero hizo que permaneciera inmóvil y temblorosa bajo sus caricias.
—Tranquila... relajaos.
Le parecía que llevaba una eternidad allí tendida, temblorosa y tensa, mientras él la acariciaba, susurrándole al oído. Había luchado y había perdido. No era capaz de seguir resistiéndose. Sólo podía cerrar los ojos y sentir sus caricias.
Edward se mostró tierno y paciente, y al poco rato ella dejó de temblar. La sosegó con sus hechizantes palabras. Aún no se había rendido del todo, pero el miedo poco a poco la abandonó. El roce de las manos de Edward no era doloroso, sino tranquilizador, como si removiera algo en su interior y no pudiera evitar responder dulcemente...
A la pálida luz de la luna Edward continuó envolviéndola en su magia. Su paciencia era infinita. Ella se daba cuenta vagamente de que se estaba rindiendo a un nivel muy distinto del simple sucumbir a una aplastante fuerza. Se había vuelto dolorosamente sensible a sus caricias. Tenía frío, pero sentía calor allí donde la tocaba y empezó a suspirar por él. No por Edward Cullen, su enemigo, sino por la fuerza masculina que yacía a su lado. En un rincón de su mente sabía quién era él, pero ese rincón empezó a retroceder, empujado por las nuevas sensaciones que no dejaban sitio a ningún otro pensamiento. Bella se sentía viva como no se había sentido jamás.
Volvió a gemir cuando él cambió de postura, acercó la cobriza cabeza a ella, y tras posarle la boca sobre el seno, le lamió con delicadeza el pezón. La presión de la boca aumentó y lo succionó ligeramente para a continuación rodearlo y simplemente rozarlo.
No podía recordar cómo había llegado hasta allí, pero tenía los dedos enredados en el cabello de Edward. Sin darse cuenta alzó la rodilla y experimentó una sensación placentera. Inhaló la fuerte fragancia que él despedía, limpia, almizclada y masculina, y aquella sensación placentera aumentó filtrándose como una bruma por todo su cuerpo, pero más intensa aún en algún punto secreto, íntimo.
Él deslizó los labios por el valle de sus senos y permaneció allí sin moverlos. Jadeante, ella lo sujetó por los hombros y se estremeció al sentir la fuerza de sus músculos. Como hombre era hermoso: firme, delgado y viril. Y...
Finalmente él buscó su boca. La miró unos instantes fijamente en la oscuridad, después le cogió las mejillas entre las manos y acercó la boca a sus labios. Los humedeció con la lengua y con una suave presión los separó. La besó profundamente, hasta lo más hondo; y en el calor húmedo e íntimo, Bella descubrió la misma dulzura invasora. Quería odiarlo, pero no podía odiar aquella sensación, y la noche se había reducido a una sensación.
Gimió instintivamente cuando Edward volvió a recorrerle el cuerpo con las manos, le acarició los muslos y le separó las rodillas. Ella intentó protestar bajo los labios de Edward, que poco a poco dejó de besarla.
—Tranquila... dejad que os toque —susurró sin apartarse.
Ella le aferró los hombros, procurando no moverse ni protestar, y él volvió a besarla con avidez, tratando de distraerla mientras le introducía la mano entre las piernas. Ella le clavó las uñas en la espalda en respuesta a la abrasadora sensación que experimentó. Él la miró y sonrió con una mueca que seguía siendo burlona, y sin embargo parecía muy tierno comparado con el hombre que poco antes había creído que se proponía matarla.
—Tranquila —volvió a murmurar.
Le rozó ligeramente los labios al tiempo que frotaba su ardiente cuerpo contra el de ella, haciéndola estremecer. Volvió a deslizarle la lengua sobre los senos y el vientre, luego le separó las piernas y la lamió con una caricia íntima que prendió fuego en ella como un reguero de pólvora. Bella se retorció, temblando y gimiendo, pero él le cogió las manos y las sujetó con fuerza; la profundidad de los besos y los movimientos de la lengua provocaron en ella un torrente de sensaciones en todo el cuerpo. Sacudía la cabeza en protesta porque lo odiaba y no podía seguir resistiéndose, y oyó cómo él reía entre dientes. Finalmente se alzó sobre ella, las manos de ambos todavía entrelazadas, y por un momento ella lo odió de verdad al ver su expresión de triunfo. Sin embargo sentía como lava derretida allí donde él había estado. Entonces Edward le sujetó una mano a cada lado de la cabeza e inclinó el rostro para volverla a besar, muy despacio, y descansar poco a poco el peso de su cuerpo sobre el de ella, separándole aún más las piernas con las suyas. Ella se estremecía y retorcía debajo de él; lo deseaba pero al mismo tiempo quería liberarse de él.
—¿Es la primera vez? —murmuró él.
Ella se mordió el labio y respondió con voz ronca, sintiéndose insultada.
—¡Sí! —Y lo odió por haber hablado, por haber roto el hechizo que él mismo había creado.
—Entonces no puedo evitar que sintáis dolor —le dijo. Ella lo detestó aún más. Para él no era más que un pequeño contratiempo, mientras para ella era un momento de la vida que jamás recuperaría.
—¡Os odio! —susurró con aspereza.
La sonrisa de Edward era amarga cuando volvió a besarla. Le soltó las manos y ella le rodeó la espalda con los brazos para responder a aquel beso exigente que la arrastraba de nuevo hacia el reino de las sensaciones. Él volvió a acariciarla íntimamente, arrancándole una nueva serie de gemidos. Sin embargo, cuando hizo el siguiente movimiento, Bella experimentó un dolor que la cogió por sorpresa; se atragantó y trató de quitárselo de encima, pero él la mantenía sujeta. Cuando habló, en su voz no había rastro de burla.
—Tranquila... —repitió, quedándose inmóvil para que ella acomodara el ardiente miembro en su interior.
Los ojos se le llenaron de cálidas lágrimas, pero Edward siguió susurrándole palabras dulces y volvió a acariciarle y lamerle los senos. A continuación la besó en los labios con pasión avasalladora mientras empezaba a moverse lentamente.
Ella nunca sabría cuándo cesó el dolor y empezó el dulce y torrencial éxtasis. Al principio él le pareció ajeno... una presencia demasiado ardiente, profunda y dura para ser absorbida siquiera. Pero su cuerpo lo absorbió, y se retorció a su ritmo. Los movimientos de Edward no tardaron en acelerarse con un erotismo salvaje y desenfrenado. Los suaves tonos de una melodía parecieron recorrerla, y se estremeció y tembló al percibir el fluido movimiento y la fuerza de Edward, los músculos marcados, la presión de las estrechas caderas. Empezó a sentir en su interior una palpitación, el retumbar de la creciente arremetida de Edward, y, apretando el rostro contra su hombro, gritó. La apremiante urgencia que sentía dentro de ella se acrecentó; la recorrió y envolvió en un intenso y peligroso ritmo, y se sintió flotar, como si hubiera sido lanzada hacia los cielos de modo tempestuoso por el implacable y estrepitoso oleaje del acantilado. Algo pareció prender fuego y estallar en su interior, y durante un glorioso momento no existió nada salvo la dulce belleza de aquella sensación empapándola, llenándola.
Apenas estaba consciente cuando él arremetió contra ella una última vez con una fuerza avasalladora; finalmente Edward gimió y se relajó al tiempo que vertía su semilla dentro de ella.
En medio de la oscuridad, Bella se dio cuenta con repentina y dolorosa claridad de que se había rendido por completo. El orgullo, el miedo, todo parecía haberla abandonado. Allí, esa noche, había perdido la verdadera batalla que se suponía debía librar.
Se volvió de espaldas a él con los hombros cubiertos por una fina capa de sudor y hundió el rostro en la almohada. Dejó escapar un sollozo y trató de alejarse más, pero tenía el cabello atrapado bajo el cuello de Edward. El pulgar de éste le acarició la mejilla.
—¿Lloráis? —preguntó.
Bella se apartó bruscamente de él.
—¡Creo que es la reacción normal ante una violación!
Él se echó a reír, lo que aumentó la humillación que ella sentía.
—Espero que nunca conozcáis el verdadero sentido de esa palabra, milady. —Permaneció en silencio unos momentos—. Sin duda volveréis a andar —añadió con sarcasmo—. Os lo repetiré: todavía no sabéis qué es la auténtica crueldad ni el significado de atroz. Y a pesar de que no os habéis arrojado a mis brazos, habéis estado bastante bien para empezar.
—No... —protestó ella débilmente—. ¡Os odio!
—Hummm. Bueno, querida concubina, odios aparte, yo diría que esto ha sido un comienzo. —Le recorrió el brazo con un dedo y ella trató de apartarlo.
—¡Dejadme en paz! ¡Ya me habéis causado bastante daño!
De nuevo la risa de Edward llenó la noche, esta vez divertida, franca y sosegada. Ella no pudo oponerse cuando él la obligó a darse la vuelta y mirarlo a la cara.
—No, milady, no hemos hecho más que empezar. No se me ocurriría negaros la oportunidad de demostrar vuestra valía y descubrir mayores placeres.
—¡Placeres! Aborrezco que me toquéis...
—Os gustan las mentiras, ¿verdad, Bella? Trataremos de quitaros esa mala costumbre.
Ella levantó instintivamente una mano para golpearlo, pero él la detuvo, todavía riendo. Y cuando se acercó para besarla, ella sintió un dulce escalofrío a lo largo de la espina dorsal; su cuerpo, en armonía ahora con el de él, ardió y se estremeció de anticipado placer.
Pero él se separó de ella, todavía divertido.
—Es una lástima que necesite dormir —comentó levantándose para recoger su camisa—. Pero no desesperéis, me ocuparé de que no quedéis desatendida.
Furiosa, Bella corrió a coger las sábanas y se cubrió con ellas mirándolo con recelo. Había dicho que necesitaba dormir y sin embargo se estaba vistiendo. «¡Gracias a Dios!», pensó ella, pero aún así no comprendía ni confiaba en que se marchara.
—¿Vais a dejarme sola? —preguntó.
—Ya os lo he dicho, necesito dormir —respondió él cortante, poniéndose las calzas—. Además, jamás os daría la espalda.
Recogió las botas y se dirigió hacia la puerta.
—¿Queréis decir que... puedo quedarme en mi propia alcoba? —preguntó ella.
Él sonrió.
—Exceptuando las veces que yo decida ocuparla. —Se encogió de hombros—. Sí, podéis quedaros. A menos, claro está, que me canse de torturaros. Entonces tal vez tengáis que trasladaros a una mazmorra. Todavía no lo he decidido.
—¡Dios mío! —exclamó Bella, y su voz se convirtió en un gruñido cuando empezó a comprender lo que le esperaba—. Sois el más detestable, odioso y...
—Buenas noches, Bella —interrumpió con frialdad, y se marchó.
Ella se quedó mirando la puerta cerrada largo rato, luego se levantó de la cama sin hacer caso de su desnudez y se precipitó a la puerta, pero, tal como suponía, estaba cerrada por fuera. Temblando a causa del frío, se recostó contra la puerta con los brazos cruzados sobre sus delicados senos. Todavía sentía sobre el cuerpo las caricias de Edward y se echó a llorar de rabia.

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