Capítulo 1 “La muerte”
La fina piragua, larga y estrecha como la hoja de una espada, remonta lentamente al margen del Río Cuyaba, al golpe rítmico de los seis remos que la impulsan.
— ¡Arriba!... ¡Arriba!... ¡Arriba!...
Seis torsos morenos se inclinan sudorosos para volver a alzarse tensos por el esfuerzo, mientras las anchas paletas de madera se hunden en las aguas verdosas.
— ¡Arriba!... ¡Arriba!... ¡Arriba!...
El hombre cuya voz dirige a los remeros, marcándoles el ritmo, es un indio de la raza tupi, alto, macizo, recio, como tallado en caoba vieja. A su voz, los galeotes parecen reanimarse a realizar el mayor esfuerzo y sus ojos mongólicos, casi azules de puro negros, buscan la aprobación del hombre blanco, sentado justamente en el medio de la piragua, con el casco de corcho sobre la nuca y la mirada inquieta recorriendo las márgenes del río donde se amontona la selva.
—¿Cuando llegaremos al poblado ese?
—Los hombres están remando bien, patrón, pero la corriente es fuerte.
—Te he preguntado cuando llegaremos.
—Hoy patrón; si no nos agarra la tormenta.
Ha mirado el largo y estrecho trozo de cielo que deja libre la selva sobre el río, como interrogando a las nubes negras henchidas de amenaza de lluvias y truenos.
—Hace ocho días que estoy de viaje. Ocho días remontando este río que parece no acabarse nunca.
—No es igual bajar el río que subirlo; hay que tener paciencia, patrón.
—Paciencia... ¡paciencia!...
El hombre blanco ha apretado los labios como para contener la emoción dolorosa que le embarga mientras su mano inquieta oprime aquella carta doblada en el fondo del bolsillo de su chaqueta, y sus ojos vuelven a recorrer el litoral oscuro y verde, mientras el indio responde con el frío laconismo de las razas primitivas.
—Contrataste mi barca para llevarte a Porto Nuevo y a Porto Nuevo te llevo.
—¡Es allí!, ¿En aquellas casas de paja que se ven en el playón de arena?
—No, patrón. Porto Nuevo todavía está lejos, mucho más lejos.
—¡En el fin del mundo por lo que veo!
En el fin del mundo, en el corazón de la selva, en el rincón más apartado del Estado de Matto Grosso; esto es, en el centro mismo de América, en las selvas de aquel Brasil inexplorado e inmenso, se alza en efecto Porto Nuevo.
Aldea de mineros, de buscadores de oro, de aventureros ansiosos de jugarse la vida, de desesperados; en guerra abierta con el universo. Así se presenta a los ojos del hombre que llega.
—Llegamos, patrón... Este es Porto Nuevo.
Edward Cullen no ha aguardado un instante para saltar a las mal unidas tablas del muelle, aspirando, como si el aire le faltara, el vaho pegajoso, húmedo y caliente de los pantanos entre los que se alza el pueblo.
Es un hombre alto, delgado, musculoso, de anchas espaldas y puños recios. Un mechón de cabellos cobrizos, le cae lacio sobre la frente; los ojos, de un color verde como dos esmeraldas se entrecierran como para adquirir mayor fuerza; por la camisa de lino entreabierta se ve el ancho pecho de atleta, y sacude las piernas largas y ágiles, torturadas por la inmovilidad de la piragua durante días enteros.
—¿Qué te debo?
—Lo convenido, patrón, y lo que sea tu voluntad para el aguardiente de los muchachos que han remado bien.
—Toma, coge tu dinero y el resto para ellos.
—Que Dios te ayude, patrón.
—¡Espera! ¿Sabrías decirme donde vive Anthony Masen?
—Traigo y llevo carga de estos muelles, desde hace años, patrón; pero no bajo nunca a Porto Nuevo. ¿Por qué no preguntas en la taberna?
El indio ha vuelto a saltar a la piragua, haciendo una seña a los remeros, indiferentes al gesto de Edward Cullen, que extiende la mano como queriendo detenerlos.
—¡Arriba!...
La barca se aleja. Han seguido remontando la corriente, sin mirar al hombre cuyo rostro parece más sombrío en aquel momento. Aun aquel indio enigmático e indiferente era un compañero para él. Ahora se vuelve para mirar al pueblo con una horrible sensación de absoluta soledad. Apenas puede dársele ese noble a los barracones diseminado a la orilla del río, a las dos docenas de casuchas de adobe que se amontonan en el centro, al remedo de plaza pública, donde ubicadas frente a frente, como desafiándose, están la iglesia y la taberna.
—Porto Nuevo...
Tras vacilar un instante ha ido hacia la taberna y otra vez sus dedos estrujan la carta doblada en el bolsillo de su chaqueta como pidiéndole los remedios necesarios para responder al ruego que hay en ella.
—¿Podría informarme alguien donde vive Anthony Masen?
Todos los ojos se han clavado con estupor en el recién llegado, como si no le comprendieran; pero algunos señalan al hombre que ocupa el centro del grupo; un noble alto, musculoso, grueso, con rubicunda faz de alcohólico, que arrebata más que tomar la botella que le acerca el cantinero.
—¿Es usted el que puede informarme, señor...?
—Eleazar... Eleazar es mi nombre. Y no tengo porque informar de nada a nadie. Probablemente no buscara usted a Anthony para nada bueno.
—Si lo conoce le ruego que me informe. Acabo de llegar a Porto Nuevo, ocho días de viaje, solo por verle. El indio que me trajo me aconsejó que preguntara en la taberna.
—Ya se acabaron los buenos tiempos en que Anthony compartía su whisky con nosotros. Siga su camino y pregunte en otra parte. Aquí no nos importa lo que le pasa a usted.
Una ira súbita descompone el rostro del forastero pero antes de que acudan a sus labios las palabras, antes de que el violento ademán con que va hacia los borrachos se complete, una mano firme y suave le ha sujetado por el brazo.
—¿Quiere usted venir conmigo, señor?
—¡Eh, que!...
—Le ruego que venga conmigo. Creo que puedo darle los informes que necesita.
Anthony Masen le esperaba a usted. Venga.
Pocos pasos les han bastado para estar fuera de la taberna y Edward mira con extrañeza el chaleco cerrado, la chaqueta negra, el rostro pulcramente afeitado y los ojos serenos, claros y azules que se fijan con interés en él.
—Le vi bajar de la piragua. Y estaba en la puerta de la Iglesia cuando cruzó usted la plaza. ¿Será usted Edward Cullen?
—Exactamente. ¿Cómo sabe?
—Yo soy el Reverendo Jasper Whitlock y fui muy amigo del hermano de usted.
—¿Fue?, ¿Quiere decir que no lo es ahora? Sin embargo...
—Le llevaré a la casa de su hermano después que hayamos hablado y que haya descansado unos momentos; se le ve muy fatigado, amigo mío. Venga conmigo, vivo aquí, junto a la Iglesia.
—No importa mi cansancio. Si sabe usted donde vive Anthony, indíquemelo, se lo ruego. Necesito verle enseguida; estoy seguro de que me espera desesperado...
—Ya no le espera... No pudo esperarle.
—¿Qué dice usted?
—Su hermano ha muerto.
*****
—Beba, amigo mío. Beba usted, se lo ruego. Un poco de whisky cae muy bien en momentos como este. Por la pena que usted demuestra, veo cuánta razón tenía el pobre Anthony en aguardarle, en confiar en usted, en pensar que todo hubiera sido distinto para él si usted hubiera estado al lado suyo; pero por desgracia...
—¡Llegue tarde!... ¡Llegue demasiado tarde! Tardó demasiado en escribirme esta carta Anthony. Fueron inútiles todos mis esfuerzos. ¡Dios no quiso permitir que llegase!... ¡Dios parece que no mira hacia la tierra!...
—Cálmese, amigo mío. Comprendo su dolor; ya sé por Anthony lo que él significaba para usted.
—Era mi único hermano, Reverendo.
—Sé que más que hermano supo usted ser un padre para él, no obstante al llevarle pocos años. Ocho, ¿verdad?
—Sí. Éramos hermanos de madre solamente. Por eso tenemos distintos apellidos.
—Anthony me habló largamente de eso durante los pocos días de nuestra amistad.
—¿Pocos días?
—No fuimos amigos, como usted comprenderá, mientras el frecuentaba la taberna. Eleazar, ese a quién se dirigió usted primero, fue su compañero inseparable durante los nueve largos meses que Anthony estuvo en Porto Nuevo. Con el encontró la mina, con el pasó días y noches bebiendo.
—¿Qué dice usted? ¿Ese hombre era amigo de mi hermano?
—Anthony no era el mismo que usted conoció seguramente, cambió mucho aquí, en este ambiente, y no deba culparlo demasiado por eso. Un gran dolor puede también cambiar al hombre más noble, cegarlo, enloquecerlo.
—¿Un gran dolor?
Edward Cullen ha vuelto a ponerse de pie. Su esplendida figura parece más alta, más recia, en la modestísima salita del Reverendo Jasper Whitlock. Hay un temblor de angustia en sus labios y casi bruscamente rechaza el vaso que el pastor vuelve a ofrecerle.
—Perdóneme, Reverendo; no deseo beber en estos mementos. Necesito toda la lucidez de mi espíritu, necesito que me diga usted la verdad. Un gran dolor, ha dicho usted, ¿Fue acaso un gran dolor lo que trajo a Anthony a Porto Nuevo? ¿Lo que lo apartó de su empleo, de sus amigos, de su carrera, de su vida feliz en Río de Janeiro?, ¡Siempre temí algo de esto!
—Solo los ambiciosos vienen a lugares como este. Los que ambicionan minas de oro y diamantes como Eleazar. Los que ambicionan como yo, ganar almas para el cielo... Su hermano Anthony tuvo aquí la obsesión de la riqueza, buscó infatigablemente la mina que había de convertirle en millonario en pocos meses; pero lo dejó todo cuando llego aquella carta, la carta de aquella mujer...
—¿Qué mujer era esa? Acabe, Reverendo Whitlock, se lo suplico. Fue una mujer, ¿verdad?
—Así creo. Una mujer que le hizo buscar la riqueza, que le hizo buscar después la muerte, al rechazarle cuando la había alcanzado.
—¿Qué me está usted diciendo? ¿Buscó Anthony la muerte por su propia mano?
—Los datos que yo tengo sobre el particular son bastante vagos. Solo sé decirle que sabía que iba a morir, puesto que escrituró la mina a nombre de usted.
—¡A nombre mío!
—Todos los papeles están perfectamente en regla y en mi poder. Cuando se haya calmado, cuando se encuentre con fuerzas, le llevaré hasta el bungalow de su hermano, en las afueras del pueblo. No es demasiado lejos y aun están allí todas las cosas. En una nota para mí me pedía que las pusiera en manos de usted.
—¿Entonces mi hermano se ha suicidado?, ¡Mi hermano ha muerto por una mujer!, ¿Puedo sabe su nombre, Reverendo?, ¿Quiere decírmelo ahora mismo, en el acto?
—Mi pobre amigo. Su nombre, el nombre de ella no lo sé. Sospecho que solo Anthony podría decirlo y se llevó su secreto a la tumba. Su hermano bebía espantosamente; tomaba luego medicinas y calmantes para aplacar sus nervios, píldoras, narcóticos, ¡qué sé yo! El hombre más fuerte no hubiera podido resistir y él llego al total agotamiento.
—¡Es increíble! ¡Increíble! Un muchacho como Anthony que parecía tener toda la alegría de la vida. Sólo porque usted me lo dice, porque usted me lo asegura, puedo creer que es verdad todo esto.
—En su carta, le decía algo, ¿no? Me dijo que le había escrito a usted y que tenía fe en que usted llegara para liberarlo, para arrancarlo de aquí, aún contra su voluntad si fuera preciso. Su hermano me hablo más de una vez de su energía y de su entereza, Edward.
—¿De qué sirven la energía y la entereza contra lo que no tiene remedio?
—Sírvanle al menos para soportar mejor esta gran pena.
—Mis propios sentimientos no me preocupan, Reverendo; pero él... él...Todo fue extraño, incomprensible en su conducta desde que salió de Río de Janeiro. Me escribió una absurda carta en la que ni siquiera me decía hacia donde emprendía viaje.
—Tengo entendido que salió de la Capital sin rumbo fijo. En el tren conoció a Eleazar que fue quién le trajo a Matto Grosso, quién le arrastro hasta Porto Nuevo. Aquí vivió como un insensato mientras buscaba la riqueza, esa riqueza que anhelaba como una obsesión.
—¡Para ella!... ¡Por una mujer que tenía un precio! Dígame cuánto sepa, hábleme claramente, por favor, Reverendo. Piense que he cruzado el país entero para acercarme a él, que llegué con la esperanza de salvar a mi hermano del peligro de que me hablaba en esta carta, estas cuatro líneas de desesperación y de locura, y le hallo muerto, muerto de esa manera... ¡Es para volverme loco yo también!
—Comprendo lo que siente; pero no puede hacer otra cosa que ensayar la virtud de la resignación y recoger su herencia.
—¡Que me importa la herencia! ¡Que me importa esa maldita mina que le costó la vida a mi hermano! Lo único que quiero, lo único que necesito es averiguar, saber. ¡Lléveme usted a su casa, Reverendo!
—Por desgracia no puedo salir en este momento. Es aquel bungalow que se ve en lo alto de la colina. El del techo de pizarra. Pero repito que sería preferible...
—Gracias por todo, Reverendo. Después nos veremos.
Se ha ido muy de prisa y una suave voz de mujer suena a espaldas del pastor.
—Padrecito.
—¡Eh!
En la puerta que separa su modesta sala de la iglesia, hay una muchachuela indígena, cuyos pies descalzos se acercan a él sin hacer ruido. Viste una estrecha túnica de colorines, los cabellos muy negros le caen en dos trenzas casi hasta las rodillas. Sobre la piel color de cobre, brillan con reflejo acerado los grandes ojos negros.
—¿Era el amo nuevo, Padrecito?
—Sí.
—¿El hermano del patrón Anthony?
—Sí.
—¿Fue para allá?
—Sí. Pero no vayas tú a perturbarle. Quiere estar solo, necesita estar solo.
—Pero allí esta mi ropa, y mi cama. Y él amo Anthony me pagó un año de jornal adelantado. Con lo que me dio compré estos collares. Yo debo pagarlos trabajando para él.
—Te agradecería mucho más que lo dejes en paz; al menos hasta mañana. Ya dispondrá él después lo que desee.
—¿Viene a quedarse?
—No sé nada, Kachiri.
—¿Y va a estarse solo allá en la montaña... sin que nadie le haga su comida? Toda la casa esta desarreglada. Como usted echó las llaves y no me dejó entrar. ¿Cómo sabe usted que el amo nuevo no me quiere, padrecito?
— Está bien, Kachiri. Se lo preguntaré más tarde, cuando vaya a buscarlo. Ahora ven conmigo. Te vendrá muy bien escuchar el sermón que voy a decir esta tarde.
*****
En la cumbre de la colina, única prominencia del terreno en toda la comarca, se alzan tres bungalows de madera, uno de ellos totalmente abandonado, proclamando que nadie le habita de mucho tiempo atrás; uno recién pintado de chillones colores, rodeado de arboles y de una especie de jardín tropical; y el último, el más lejano, acaso el más pobre, el de aspecto más sombrío, aquel en que el grueso techo de pizarra parece pesar sobre las despintadas paredes, es el que habitara Anthony y cuya puerta franquea ya Edward Cullen, cada instante más contristada el alma.
—¿Y aquí vivía mi hermano!... ¡Aquí murió!... Aquí arrastró una vida miserable. ¿Por culpa de quién?, ¿De quién?
En un pequeño armario abierto de par en par, se amontonan los frascos; remedios contra la malaria, contra las fiebres tropicales, contra las picaduras de insectos venenosos.
—Aquí vegetó más que vivir, enfermo, abandonado. Aquí vio venir la muerte, o la busco el mismo, desesperado ya.
—Buenas tardes.
—¡Eh, que!
—Buenas tardes, señor. ¿Será usted el pariente que esperaba Anthony?
—Seguramente, pero...
—Yo soy su vecina más próxima. Vivo en el bungalow pintado de amarillo. Soy la esposa del doctor Eleazar.
—¡Ah!
Venciendo su amargura, Edward Cullen ha reparado con más atención en la mujer que entrara casi furtivamente. Es joven y no es fea, no obstante su gesto de cansancio y las canas prematuras que blanquean sus sienes. Su mirada triste, sus modales suaves, le han predispuesto en favor de la recién llegada.
—Me mira usted sorprendido.
—Se lo confieso. Nunca pensé que ese señor Eleazar estuviera casado, y menos con una dama.
—Oh. Su opinión es muy amable, aunque no para mi esposo, ciertamente.
—Si es el quién la envía.
—Oh, no. Él todavía no ha regresado. Pero yo le vi a usted subir desde el pueblo y por la ropa y el aire, no me pareció usted uno de los tantos buscadores de minas, sino algo distinto. Cuando vi que abría las puertas de la casa de Anthony y que entraba aquí, no me quedó duda de que se trataba de su hermano Edward de quién él tanto hablaba, y por fin me decidí a presentarme. De una manera bastante incorrecta, pero en fin... Aquí no es como en la ciudad. Esta vida es distinta.
—Y terrible para una mujer como usted, a lo que adivino.
—No puede usted imaginárselo. Por eso no hay que culpar demasiado a la novia de su hermano.
—¿La novia de mi hermano?
—Bueno... Usted sabrá toda la historia.
—No sé absolutamente nada. El Reverendo Whitlock, que es la única persona del pueblo con quién he hablado, apenas me ha podido dar datos muy vagos. Sé que mi hermano estaba enfermo, que hacía una vida infernal, que desesperado, tal vez hasta buscó la muerte por su propia mano. Y sé que todo eso fue por causa de una mujer. Una mujer a la que usted parece conocer.
—Oh, no. Solo por el retrato.
—¿Qué retrato?
—El que estaba en aquel marco. Su hermano de usted lo hizo pedazos aquella noche, cuando recibió la carta, y desde entonces no se ocupó más de nada. Bebía y bebía como un loco. Llegaba al amanecer arrastrándose. Y aún mandaba a la muchacha a traerle más whisky de la taberna. Pero mi esposo y los peones siguieron trabajando en el lugar que él había indicado y así hallaron la mina.
—Me cuenta usted cosas increíbles.
—¿Y no sabía usted nada de esto?
—No. Mi hermano salió de Sao Paulo para trabajar en su carrera, para desempeñar un importante cargo.
—¿Su carrera?
—Mi hermano era abogado. ¿No lo sabía usted?
—Nunca lo dijo.
—Llegó a ser el hombre de confianza del millonario Vulturi en Río de Janeiro. Un día abandonó su cargo; la sed de oro pareció enloquecerle.
—Una noche, hablando con mi esposo, muy bebidos ambos, le oí contar algo así. Él quería ser rico, su novia le había prometido aguardarlo si lograba hacerse rico en un año; y el vino a Matto Grosso, comerció en ganados, estuvo entre los buscadores de diamantes del Río Parana; sufrió de paludismo, de malaria. Mi esposo lo trajo a Porto Nuevo.
—Y Anthony lo sufrió todo, lo afrontó todo, por una miserable mujer a la que era preciso comprar con dinero. ¡Es inaudito, increíble!
—Su propio hermano lo comprendía así, señor Cullen; pero aquella mujer le obsesionaba. Esperaba hacerla cambiar. Cuando llegó la carta…
—Dos veces me ha hablado usted ya de esa carta. ¿La vio usted? ¿La leyó? ¿Supo exactamente lo que decía?
—Decía que iba a casarse con otro... Uno que ya era millonario.
—¡Oh!
—Su hermano bebió como nunca aquella noche. Desde allá sentía yo sus gritos, el ruido que hacía al destrozar los muebles. Kachiri, la indita que le servía, llegó temblando a mi casa, dijo que su amo se había vuelto loco. Mi marido no estaba. Yo, con mucho miedo, me decidí a acercarme. Su hermano estaba solo en medio de la sala, había destrozado el retrato de ella y lloraba como un niño sobre sus pedazos.
—¡Es absurdo, increíble!
—Él le aguardaba a usted, sin embargo. Comprendo su pena, su gran pena de usted.
Ha callado impresionada por el dolor que refleja el viril semblante de Edward Cullen, y queda silenciosa mirándole, mientras él inclina la cabeza como bajo el peso implacable de la desgracia, para alzarla casi desafiante después.
—¿Cómo era la mujer del retrato?
—Muy hermosa, ciertamente. Una verdadera belleza. Un porte aristocrático, delicado, hasta cierto punto se comprende que tuviera miedo de compartir todos estos trabajos con su hermano. Para una muchacha de buena familia, criada en la capital, esto es peor que el infierno.
—Pero no vaciló en ordenarle a él que se hundiera en este infierno.
—Cuando se ha nacido en la abundancia se tiene miedo de ser pobre.
—¿Nunca dijo su nombre mi hermano?
—Nunca. Era un perfecto caballero.
—¿Qué tenía eso que ver?
—Es indiscreto, pero tengo entendido que ella le había amado generosamente antes.
—¿Quiere decir que había sido su amante...?
—Eso pienso. Son cosas muy delicadas; claro que yo no tengo la seguridad. Pero ese mismo secreto en que su hermano guardaba el nombre, aún cuando hubiera bebido hasta perder el sentido casi, indica algo, ¿verdad?
—Su suposición es muy acertada. Y era lo único que le faltaba a la dama del retrato; ser además de todo, una mujer liviana. ¡Maldita!
—Señor Cullen.
—Perdóneme. Me exalto hasta no ser dueño de mis palabras. Pero le aseguro que...
—¡Oh, mire usted! El Reverendo.
El pastor llegaba en efecto a la puerta, grave y sereno como siempre.
—No se alarme, señora Carmen. Vine a buscar al señor Cullen por si quería pasar la noche en mi casa y hacerme el honor de acompañarme a la hora de la cena.
—Es usted muy amable; pero...
—Confío en que no ha de desairarme. Bajaremos juntos dentro de un rato.
—Reverendo... No crea que he venido por curiosidad... Yo...
—Eleazar salió de la taberna y no tardará mucho en llegar. Se disgustará si no la encuentra.
—¿Salió ya? Con permiso de ustedes entonces. Me voy más tranquila dejándole bien acompañado, señor Cullen. Si puedo servirle en algo…
—Buenas tardes.
Se ha ido casi corriendo, mientras una sonrisa compasiva asoma a los labios del Reverendo.
—Espero que no le habrá molestado demasiado la visita de la señora Carmen. Es una buena mujer a quién él tiraniza sin piedad. A veces habla más de lo que debiera; pero...
—Ahora habló menos de lo que yo hubiera querido escuchar. Sus palabras y las de usted, solo me han dado la tristísima certidumbre de que todos ignoran el nombre de la mala mujer que destrozó la vida de mi hermano.
—¿Y no le parece a usted que es mejor?, ¿Qué gana con alimentar rencores que le amarguen?
—Por desgracia viven aunque la voluntad no les alimente.
—Lo mejor para usted sería ceder los derechos de la mina a algún Banco y liquidar con todo esto. Le será muy fácil; la mina es riquísima; tiene oro para vender y regalar.
—No me interesa el oro de la mina. A ese dinero solo le encontraría un empleo digno: La venganza.
—¡Por favor!, ¿Está usted loco...? ¿La venganza contra quien? ¿Contra una mujer cuyo nombre ignoramos?
—No es un imposible averiguarlo. Sé que era joven, que era hermosa, que pertenecía a la mejor sociedad de Río de Janeiro. Seguramente a la sociedad que frecuenta la casa del millonario Vulturi. Ese fue durante dos años el mundo de mi hermano. Parecía vivir feliz. Ella le daba esa falsa felicidad, ella lo acercó a la gloria para hundirle después en el infierno. ¿No cree usted que merece ser tratada de la misma manera?
—Por favor, cálmese. Me da miedo su exaltación. Es una locura haber pensado en la venganza. Destrozará usted su propia vida, sin que pueda remediar nada de lo que ya le ha ocurrido a Anthony.
—¿Piensa usted que mi vida no está destrozada?, ¿Piensa que puedo vivir tranquilo después de todo esto? ¿Qué puedo gozar de este dinero?, No Reverendo Whitlock. Usted es de otra raza, de otra sangre. Se ha consagrado a un ministerio divino y no comprende lo que pasa por mi alma. Pero yo sé que mi vida no tiene ya más que un objeto: cobrar esa deuda, castigar esa infamia.
—¿Pero de qué modo podrá valerse?
—No lo sé.
—Su pretensión es absurda. Aunque sea como usted dice, de otra sangre y de otra raza; soy hombre y soy joven. He sentido la indignación de todo esto. Creo como usted, que un crimen como el de esa mujer debe ser castigado; pero dejo a Dios el cuidado de toda venganza, de todo castigo. Algún día su justicia le alcanzará; algún día lloraré por todas las lágrimas que ha hecho derramar, algún día sufrirá lo que sufrió Anthony.
—Puede usted estar seguro de eso, Reverendo Whitlock.
—Deseche esas ideas que le hacen daño. Necesito verlo tranquilo para poner en sus manos muchas cosas que le pertenecen. En este maletín están los papeles de su hermano, algunas alhajas y un buen puñado de pepitas de oro puro; son de la mina y le pertenecen a usted. Valen unos cuantos cientos de contos de reis.
Ha abierto el pequeño maletín de cuero que momentos antes extrajera de un armario. Los ojos de Edward resbalan indiferentes sobre los gruesos trozos de oro, se detienen tristemente un instante sobre el reloj y la sortija de su hermano, y ven al fin algo de que la mano se apodera al instante.
—Un pañuelo de encajes. De ella, si... ¡de ella!...
Lo ha estrujado con rabia. Es un pequeño cuadrángulo de seda, leve y lejanamente perfumado; y al borde mismo del encaje, un ancha inicial que se clava en las pupilas de Edward Cullen, como queriendo desafiarle. El Reverendo Whitlock se inclina, preguntando:
— ¿Qué es?
—Poca cosa. Un pañuelo de encajes. Bastante sin embargo para señalarme el camino de la venganza!
HUY ME ENCANTA SIGO
ResponderEliminarholaaa aquiii estoyyy me pase para leerr esta nueva historiaa...guauuuu el comienzoo estuvo buenisimooo...edwarddd lo unico que quieree es venganzaaa...yy que tendra el pañuelo que dice que le señalaa el caminooo...me encanto y aqui me vas a tenerr paraa leerr...besoss me voy a leer el otro capii!!! adiosss!!!
ResponderEliminarAhhhhhhhhhhhhhhhh me gusta, me gusta Esto sera algo emocionante y pasional a mas no poder yeahhhhhhhhhh justo como me gusta jejejeje
ResponderEliminarBesos