miércoles, 20 de abril de 2011

Primer encuentro

Capítulo 4 “Primer encuentro”

El Castillo Swan

La vieja Cope juró a cualquiera que  la escuchara que ella era una druida.
Esto a pesar de que el culto druida había desaparecido varios siglos atrás. La vieja galesa afirmaba  que era una adivinadora; que tenía el don de  la visión.

Cuando dos cuervos a los que se les ocurrió dormir en  un olmo cerca de  la casa  del tonelero, la vieja Cope le dijo a la viuda sin hijos del tonelero que ella daría a luz gemelos. Todos se habían reído hasta que la viuda visitó la feria de Michaelmas, y allí se casó con un herrero de Brecon.

Antes de que tres cosechas hubieran pasado, ella había tenido cuatro hijos  saludables, nacidos de dos a la vez. Por las semanas después de ese episodio las mujeres del pueblo marcharon como corderos a donde Cope para que les hiciera  predicciones acerca de todo, desde partos hasta el futuro en el amor.

Las aldeanas no eran personas constantes, y pronto la vieja Cope y sus profecías pasaron al olvido. Pero si alguien les hubiera preguntado quién era la criada más fea del valle, entonces hasta el último aldeano hubiese respondido que era Jessica la chica ganso, quien tenía la gran desgracia de parecerse a sus gansos.

Lo que nadie más sabía era que Jessica había visitado a la vieja Cope durante una noche de luna llena. Después de esa visita la chica ganso se levantaba cada mañana y se lavaba la cara con el rocío de un penacho de valeriana rosada que crecía sobre una roca en el Río Wye, luego desayunaba con sopa nabos.

Unas dos semanas más tarde, el trovador más guapo que alguna vez visitara el pueblo de Clawdd se enamoró perdidamente de Jessica la chica ganso y prometió solemnemente tocar su lira para cantarle al mundo de la extraña belleza de la muchacha. Lo último que los aldeanos supieron  de ellos fue el día después del casamiento, cuando el trovador y una Jessica  sonriente  partieron en una carreta, llevándose el grupo de gansos que graznaron hasta desaparecer en el horizonte.

Desde ese entonces, las profecías de la vieja Cope rara vez eran ignoradas. Si ella señalaba seis cisnes negros y decía que eso era un augurio, todos preguntaban si era un buen o mal augurio. Si el viento se alteraba repentinamente, entonces las mujeres entraban de espaldas a sus casas. Si había una luna naranja, entonces todos dormían con una pluma de gorrión debajo de sus almohadas para prevenir  que las pesadillas se convirtieran en realidad.

Pero para el hermano Berty, el monje del Castillo Swan, la vieja Cope era una hereje. Y si alguien equivocadamente mencionaba que la vieja galesa poseía el don, el Hermano Berty se santiguaba y decía unos Padrenuestros, y luego extendía sus plegarias por una hora más. Él toleraba a Cope por piedad a su enfermedad mental, por benevolencia y por caridad… y también porque Dios se lo había dicho.
Parecía que Dios le hablaba al Hermano Berty. Todos los días.

Por eso esa misma noche, cuando alguien sonó la campana en los portones del castillo después de la medianoche, la vieja  Cope se sentó en su manta de dormir y gritó, — ¡Problemas! ¡Son problemas! ¡Cuatro campanas significan problemas!

Nadie  quería responder  a la llamada. Excepto el hermano Berty. La profunda voz de Dios le había ordenado que lo hiciera.

La campana de los portones sonó y sonó, como si alguien golpease el metal con un martillo de guerra. El hermano Berty tomó una vela gruesa de uno de sus altares  y la encendió con una antorcha fijada en la pared de la capilla. Caminó arrastrando los pies a través del patio y se movió hacia la casa del guardia, preguntándose por  qué Dios no lo dejaría dormir esa noche.

Bostezando, tropezó con unos cuantos perros que estaban durmiendo y buscó al guardia nocturno. Oyó un ronquido fuerte. En lugar de estar custodiando la entrada, el guardia estaba dormido en un banco de piedra en un rincón oscuro con una jarra de cerveza vacía en su mano relajada.

La campana sonó otra vez, aun más fuerte que antes. El hermano Berty se sobresaltó cuando el sonido le hizo rechinar los dientes. Sostuvo la vela cerca de la mirilla y la abrió de un tirón. Se quedó con la mirada fija hacia afuera, nadie se movió, luego alzó la vela más alto y echó otra mirada. Un segundo más tarde él hizo la señal de la cruz y levantó la vista hacia los cielos. —Oh Dios Santo creo que  te olvidaste de decirme algo.

Bella estaba dentro del solar en el Castillo Swan, de pie delante de una columna esculpida con la imagen de William el Conquistador. Los galeses que había ocupado el castillo hasta hacia poco habían usado esa columna de roble para colgar sus dagas.

Ella dio un paso hacia atrás y contempló el parecido con William por un momento.
William el Conquistador ahora tenía dos hoyuelos.

Giró y caminó impacientemente por un minuto o dos, las advertencias de la vieja  Cope todavía frescas en sus oídos.

—Prendan las velas nuevas esta noche — había dicho la Vieja Cope. —Hubo tres halcones dando vueltas alrededor de la torre al amanecer, el viento al amanecer venía del este, y el cocinero encontró gusanos en la levadura.

Bella le había preguntado qué significaban esos signos, pero la vieja Cope sólo había dicho que ese era un conocimiento exclusivo para ella y que Bella debía descubrirlo. Adularla no había funcionado. La vieja Cope había ido a una ladera cercana, había encendido una hoguera, luego había bailado alrededor de ella y había entonado unos cánticos con voz fuerte que hicieron que el Hermano Berty se encerrara en la capilla. Él había pasado la mayor parte del día de rodillas rezando.

Durante la cena, Bella había dejado pasar el pan sin tomarlo, en su mente sólo veía la levadura agusanada cada vez que miraba una hogaza de pan. Sólo comió un pedacito de queso y un potaje con guisantes verde. Ahora, tenía acidez en el  estómago y ni siquiera la leche calentada con miel le permitía dormir.

Ella caminó inquietamente por el cuarto, estaba aburrida y ansiosa. Cuando pasaba al lado de la vela hacía que la luz titilara proyectando sombras fantasmagóricas sobre las paredes de piedra. Las observó por un segundo, luego apretó sus puños y se dio la vuelta para salir.

Sobre la muralla, la silueta en forma de campana se sacudía, parecía el cuerpo del Hermano Berty cuando se reía, su barriga gorda temblaba como una gelatina.

Ella soltó sus puños y se movió, cruzó sus manos por sobre la cabeza y miró su propia sombra. La sombra parecía un pájaro remontando el vuelo sobre las paredes, tenía la forma de un halcón.

Recordaba haber observado a las aves desde la ventana de su cuarto pequeño en el convento y haber deseado ser un halcón o una alondra y  poder emprender su propio vuelo.

Una mujer de la nobleza no tenía libertad. Ella había nacido para obedecer los deseos de hombres.

Por centésima vez se preguntó cómo sería su vida si no hubiese nacido mujer.

Bella caminó hasta una pequeña ventana del castillo y abrió el postigo de madera. Se quedó mirando fijamente el cielo oscuro y se preguntó cómo sería ser libre como los hombres. ¿Cómo sería participar de una cruzada, dormir bajo las estrellas en el otro extremo del mundo y conocer lugares y personas exóticas? Se preguntó cómo  sería ser un caballero, y qué había hecho su prometido durante todos esos años. Intentó imaginar cómo sería él.

¿Tendría  un mentón afilado como un hacha, manos gordas como jamones, y cicatrices por todo el cuerpo? ¿Se llamaría León Rojo porque su cabello era abundante como el del herrero? Esperaba que no. Al herrero le salían pelos desde adentro de sus orejas y de su nariz.

Tenía tantas preguntas atormentando su cabeza que era imposible conciliar el sueño en ese estado. No importaba cuantas veces lo había intentado. Ella yacía completamente alerta en la cama, como le había sucedido en todas las noches desde que  había llegado al castillo que alguna vez había sido su hogar.

Pero Swan no era el mismo lugar que ella recordaba de su adolescencia. El castillo había sido capturado por los galeses poco después de la muerte de su padre. Ella había pensado que había perdido el castillo para siempre. Hasta que había leído el mensaje que su prometido había enviado a la abadesa un año atrás. Swan había sido recuperado por Eduardo, quien había sido coronado rey un año antes.
Ahora ella y sus tierras pertenecían a su futuro marido por orden real.

Ya no sentía el castillo como su casa. Era un lugar extraño para ella,  frío y oscuro  aun con la luz del día. Las paredes estaban más altas que antes y ahora estaban hechas de piedras más gruesas, más pesadas, las paredes la hacían sentir como si estuviera encerrada en una torre.

Hubo postigos sólidos en las ventanas en lugar de simples cortinas de cuero. Ahora aun por las mañanas la habitación estaba oscura y olía a humo y humedad.

Los muebles eran enormes, pesados y toscos. No había quedado nada de lo que había pertenecido a su familia.

Ninguno de los tapices. Ninguna de las alfombras. Ningún arcón o ninguna de las finas sabanas de lino. La cama era de madera y el colchón era de paja que se clavaba en su piel cuando dormía. Encima del colchón había una áspera manta de lana que le causaba aún más comezón sin mencionar a las pulgas.

Los gorriones y las palomas que antes anidaban en los alféizares ahora volaban libremente por todos los cuartos dejando sus deposiciones en los pisos. Les había llevado algunos días a ella y a unos pocos criados que habían regresado al castillo limpiar  toda esa porquería.

Había poco de lo que una mujer pudiera enorgullecerse. Sus hijos, quizá su marido, y seguramente su casa. Por el orgullo y la dignidad de las mujeres que antes habían habitado ese lugar, ella quería que Swan volviese a ser lo que había sido. Quería que su casa fuera hermosa. Pero no lo era, ella se mantenía recluida en los viejos aposentos, atendiendo sus propios asuntos mientras esperaba que su prometido llegara.

Intentaba reprimir el profundo miedo que sentía al pensar que finalmente vería al hombre cara a cara, un hombre conocido como el León Rojo. Ese no era un apelativo que invocase una imagen agradable y amable.

Por más que lo intentara, no podía dejar de lado su aprensión. Estaba allí, en su mente, presente y real como una pesadilla de la cual uno se quiere despertar para poder olvidarla. Pero ella no podía olvidar que su vida y su futuro descansaban ahora en las manos de un completo desconocido.

Bella había resuelto encontrarle en igualdad de condiciones. Ella decidió que cuando lo viera frente a frente caminaría hacia él con el mismo movimiento gracioso de las damas de la corte de la reina, sin miedo, con total confianza. Su orgullo le hizo querer mostrarle exactamente lo que él había preferido insensiblemente ignorar.

Golpeó ligeramente su dedo contra su boca, cerró sus ojos, y pensó en esas damas elegantes. Intentó describirlas en su mente, para captar la imagen correcta.

Después de un momento dio dos pasos atrás, luego otros dos. Tomó una respiración profunda y levantó su mentón, inclinó su cabeza para adoptar un aire confiado y ligeramente arrogante, luego deslizó sus pies hacia adelante con un movimiento que parecía el de un cisne sobre un lago.

Unos pocos pasos y se sobresaltó. Las suelas de sus zuecos chirriaron contra el suelo de piedra y produjeron un sonido igual al acero siendo afilado contra una piedra. El sonido le hacía rechinar los dientes.

Inclinó su cabeza, y dijo: —Bienvenido, caballero —comenzó a bajarse en una reverencia, luego se enderezó, golpeando un dedo impacientemente contra su mejilla. —No, no es así como se hace —masculló con el ceño fruncido.

Dio marcha atrás otra vez, enderezó sus hombros y extendió una mano, luego la dejó caer relajadamente para obtener una imagen de debilidad femenina antes de avanzar lentamente.

—Sir Edward. Es maravilloso conocer a un caballero de tanto renombre —hizo su reverencia, luego se levantó con sorprendente gracia. — ¿Me podría decir, mi Lord, en qué se ha entretenido estos últimos cuatro años? ¿Cortando cabezas? —hizo una mueca con su lengua saliendo por la esquina de su boca. — ¿Hirviendo personas en aceite? —tomó una palangana de cerca de una ventana y la vertió hacia afuera mientras fingía una risa malvada.

—O… — Ella se dio vuelta y con ambas manos empuñó un arma imaginaria; luego hizo una mueca de disgusto — ¿Simplemente partiendo en... —movió el arma hacia abajo y gruñó ruidosamente —...en dos a los ateos con su hacha de guerra?

Se enderezó otra vez para adoptar su postura femenina, miró hacia la columna, y sonrió dulcemente. — ¿Una maza, te parece? ¿Una maza con pinches de metal? Si, ¿por qué  no? —agitó sus pestañas como una dama boba. — ¿Qué es que lo que me  pregunta? —sonrió. —¡Oh! sí caballero. Puedo ver sus músculos muy bien formados —.Haciendo una pausa, ensanchó sus ojos con admiración fingida. —¿Si me gustaría tocarlos? Ciertamente caballero, pero tendrás que arrodillarte porque no puedo alcanzar su cabeza llena de aire desde aquí.  Soy sólo una mujer pequeña, débil, y una buena para nada que no puede esperar casarse.

Bella lanzó un suspiro exagerado y apretó firmemente sus manos contra su pecho.

—Esperar a un hombre es una prueba muy difícil. ¿Podría decirme caballero, qué   lo hizo dignarse a venir a casarse conmigo? —miró suplicantemente la columna.  —Quizá estaba preocupado porque yo me estaba haciendo demasiado vieja como para ser madre —inclinó la cabeza, levantó un dedo en el aire como si le hablara a todos; luego se dio la vuelta. — ¡Oh! Sí, es así. Un hombre debe tener un heredero, ¿verdad? Un hijo varón, por supuesto. ¿Y qué harás con nuestras hijas mujeres? —golpeó su brazo en el aire como si espantara una mosca molesta. —Sin duda lanzar a esas criaturas inservibles al foso del castillo hasta que nazca un hijo varón que puedas entrenar para ser tan insensible y grosero como vos.

Bella puso  una mano sobre su mejilla  fingiendo preocupación.  — ¡Oh Dios mío!,  me olvidaba. Qué tonta que soy. Por supuesto mandarás a tus hijos varones a alguna fortaleza lejos de casa para que algún otro idiota grosero los entrene y para que ellos nunca conozcan el amor de una madre. Porque seguramente una madre los criaría para ser cobardes llorones y no hombres de verdad —levantó el borde de su túnica con sus manos. —Nosotras las mujeres somos criaturas tan tontas e inservibles, sólo útiles para dar a luz y para llevarlas a la cama —en puntas del pie  dio vueltas en círculos, como si estuviera luciendo un vestido de seda, luego se bajó en una reverencia más profunda.

Fue en ese mismo momento que ella oyó un aplauso. Un aplauso fuerte.

Se enderezó y giró tan rápidamente que la llama de la vela se movió violentamente.

Dos caballeros altos estaban de pie en el umbral de la habitación. Uno de ellos estaba apoyado contra el marco de la puerta. Él se reía.

El otro hombre lo miraba como si él nunca se hubiera reído en su vida.

Ella se quedó paralizada, sus pies repentinamente se habían convertido en dos rocas. Miró a uno y al otro, finalmente eligió observar al hombre guapo de cabello castaño que estaba riéndose y caminando hacia ella.

Él tomó su mano, luego se inclinó de modo respetuoso. —Sir Emmett McCarty, mi Lady —se enderezó y le dio un guiño malicioso. — Y mi compañero —inclinó la cabeza haciendo un gesto al otro hombre —El conde de Masen.

En otra ocasión cuando escuchara el título conde habría hecho una breve reverencia de cortesía, pero ahora no estaba segura. Pues era un momento terriblemente vergonzoso y a ella le habría gustado poder olvidarlo. Había conservado su mirada fija en el guapo caballero castaño.

Todavía sonriendo, él se volvió al otro hombre y le dijo, —Ella no necesitará tu hoja de afeitar —y continuó sonriendo ampliamente.
El otro caballero no estaba nada divertido.

Ella intentó disimular su temor. No sabía quiénes eran esos hombres ni por qué estaban ahí. Incapaz de desviar la mirada, se quedó con la mirada fija en las facciones duras y los ojos verdes helados del hombre alto de cabello cobrizo, buscando una respuesta.

— ¿Es el conde de Masen? —preguntó, casi sobresaltándose cuando su voz salió tan baja. Pensó que había sonado asustada y entonces levantó su mentón e intentó  mostrarse digna y valiente.

—Recibí el título de conde un año atrás.

Ahora que él finalmente hablaba, notó que tenía una voz profunda y tan helada como la mirada en sus ojos. Él caminó lentamente hacia ella, pareciendo más alto y más grande con cada paso que daba. Ella se rehusó a retroceder, si bien su instinto le decía que echarse a correr tan pronto como pudiera.

Él se detuvo cuando estaban apenas a un metro de distancia.

Todos y todo parecieron desvanecerse. El ambiente se puso repentinamente  pesado como si los postigos hubieran estado cerrados y faltara el aire.

Un segundo más tarde hubo un movimiento en la puerta. El conde se dio vuelta  tan rápidamente que casi se desmayó. Su mano estaba en la empuñadura de su espada y había sacado una daga con su otra mano.

Thud, con toda la gloria de su torpeza, entró en el cuarto vistiendo un camisón de lana. Sus piernas delgadas como patas de un pollo y sus pies demasiados grandes asomaban debajo del borde de la prenda.

Él se detuvo rígidamente. —Yo la protegeré, mi Lady —llevaba una antorcha sacada de la pared como si fuera una espada.

Sir Emmett levantó una mano. —No hay necesidad de prendernos fuego muchacho. Nadie será dañado.

Por un segundo ella pensó que había oído al conde decir algo entre dientes, y fijó su mirada en él. Sus ojos estaban todavía en Thud, pero había guardado la daga.
Thud miró a ambos hombres escépticamente. — ¿Por qué debería creerles?

—El conde de Masen no miente —habló por segunda vez.

— ¿Un conde? —Thud sólo había visto un caballero en su vida, un acontecimiento acerca del cual él hablaba constantemente. Thud se quedó con la mirada fija en el conde con la misma expresión que un peregrino tendría cuando miraba una reliquia santa por primera vez.

—Sí —dijo Sir Emmett. —Pero es un título muy nuevo, muchacho.

Thud todavía clavaba sus ojos en el caballero de cabello cobrizo. —¿Recibió el título por su valor, Mi Lord?

Emmett extendió la mano y despeinó el cabello marrón de Thud. —Fue así. El rey rara vez otorga títulos de conde a los cobardes, muchacho.

El conde no dijo nada esta vez.

El momento de silencio pareció prolongarse por una eternidad.

Si él golpeaba al niño, ella lo patearía, luego correría a ponerse detrás de Sir Emmett que parecía un hombre protector. Ella dudaba que él los matara. No estaría aquí a menos que quisiera algo. Parecía el tipo de hombre que fácilmente tomaría lo que fuere que deseaba.

No dudaba que ese caballero alto podría ganar diez títulos de conde en el campo de batalla. Cuando ella lo miró, quiso desaparecer.

Podía imaginarse lo que sería confrontarlo cuando él estaba montando un enorme caballo y teniendo un arma en la mano.

Ella se bajó en una reverencia refinada, con la cabeza profundamente inclinada a modo de respeto. Luego se levantó y lo contempló. — ¿Qué lo trae a Swan, Mi Lord? —Cuando él no le contestó, ella ofreció una respuesta. — ¿Albergue? —Él  inclinó la cabeza.

— Ya Veo —ella hizo una pausa, pero él guardó silencio. — ¿Provisiones? —agregó. Otra inclinación de cabeza.

Ella no sabía si desease que él le hablara o solamente que se fuera. —Sólo he estado en el castillo Swan por unos pocos días, mi Lord. Desconozco lo que tenemos de provisiones.

Ella comenzó a dar un paso, pero él extendió la mano y le aferró el brazo. Él se quedó con la mirada fija en ella. —No hay prisa. Estaremos aquí por mucho tiempo.

Ella recorrió con la mirada su mano y su brazo y luego miró sus ojos estrechados. — ¿Qué le hace pensar que es bienvenido, Mi Lord?

Él la soltó. —Este castillo es mío.

—Este castillo pertenece al Lord de Swan, quien es mi prometido. No creo que Sir Edward ni el rey le den permiso de quitarme Swan, Mi Lord…

Hubo destello de luz en sus ojos que ella no pudo identificar. Ese hombre podría sacar su espada y hacerle un tajo en la cabeza de un momento a otro.

—Soy Edward Cullen.

Los ojos de Thud se abrieron aun más grandes. — ¿El León Rojo?

—Sí —él se apartó de Thud e inmovilizó a Bella con una mirada letal. —El León Rojo con “cabeza llena de aire”.

Ella deseó que el piso de piedra se abriera y la tragara. Él dio un paso hacia ella.
El mero instinto la hizo dar dos pasos atrás. Él la siguió. Ella dio dos pasos más, y él se movió con ella como si estuviera asechando a una presa.

Ella dio un paso más y chocó contra la pared fría del lado de la ventana. Ella apoyó sus manos contra la piedra y levantó la mirada hacia él. Él llevó su mano hacia la cara de ella.

—No me golpees.

Ella oyó a Sir Emmett ahogar una risa y ella le lanzó una mirada desesperada. Emmett sacudió la cabeza ligeramente, diciéndole con un gesto que Edward no la dañaría.
Su prometido clavó sus ojos en ella silenciosamente, su mano cerca de su mejilla.
— No golpeo a las mujeres indefensas.

En lugar de aliviarla, sus palabras la molestaron, la hicieron sentir débil, estúpida e incapaz de lograr algo sin ayuda. Por un breve momento casi deseó que él la hubiera abofeteado en lugar de decir eso. Un golpe fuerte no parecía tan malo comparado con las palabras condescendientes que él usó.

Él tomó su mentón, de modo que ella no tuvo alternativa más que mirarlo a la cara.  No era un hombre bello. Era un guerrero. Un hombre cuya vida eran la armadura, la guerra y las armas. Y una mirada a él  no dejaba duda que su virilidad se había formado en un campo de batalla.

Su cabello era cobrizo como el fuego legendario de la profecía de Cope, y sus facciones parecían talladas en piedra. Una cicatriz delgada cruzaba su sien y  contrastaba con el color bronceado de su piel, producto de la exposición al sol desértico de las tierras de Oriente.

Él era bronceado. Todo en él era oscuro. Su expresión negra. Excepto sus ojos. Eran verdes. No verdes como el mar del pacifico. Ni azules como el mar al atardecer. Sino un verde esmeralda, como las esmeraldas también era dura y fría. 

¿Quién era ese hombre en cuyas manos ella debía colocar su vida y sus tierras? Era  obvio que él era un hombre para ser temido. Ella había visto a algunos guerreros como él antes, pero los había conocido bien. Él sólo parecía ser un guerrero, una cota de malla fría y un hacha de guerra, alguien sin emociones humanas.
Se preguntó si encontraría un corazón dentro de él o sólo una imagen borrosa y distorsionada de lo que una persona debería ser.

Él se movió más cerca de ella y plantó sus manos a cada lado de ella, inmovilizándola entre sus brazos que eran del tamaño de troncos.

Ella solamente se quedó allí con la espalda contra la fría pared de piedra, incapaz de moverse mientras luchaba por encontrar algo para decir.

—Estás muy cerca de la ventana, mujer.

La razón parecía haberla abandonado.

—No te pongas tan cerca de la ventana —él le dio una sonrisa sin humor y rozó su mejilla desde la sien hasta el mentón con su dedo calloso. —No tengo mucha práctica en lanzar a criaturas inservibles al foso del castillo.

2 comentarios:

  1. jojojo!!!
    la actuacion de bells me hzo reir!!!
    pobre Edward "leon rojo con cabeza de aire"!
    hehe... genial cap.. me encanto como pusiste el blog... se ve de lujo!!!
    bueno, bueno... espero nuevo cap... besos!!!!

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  2. Esta historia ya me engancho. Promete ser ineresante y esos dos van a discutir mucho. por favor no te tardes en actualizar.
    ANONIMA DE P.R.

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