viernes, 1 de abril de 2011

A dónde ha ido

Capítulo 3 “A dónde ha ido”

El Convento de Nuestra Señora de Water Springs

Somerset, Inglaterra.

Bella estaba apoyada en sus manos y sus rodillas en el medio del huerto de  hierbas del convento, sus trenzas castañas arrastrándose por la suciedad del suelo  mientras ella avanzaba lentamente para enterrar su nariz en las hierbas. Avanzó lentamente, fila por fila, oliendo las hojas fragantes, las flores, y las bayas oscuras,  en busca de la planta correcta.

Un gato gordo  y anaranjado con un solo ojo paseaba con paso perezoso en  el patio empedrado y se desplomó pesadamente. Bostezó y se desperezó estirando sus patas; luego giró la cabeza hacia atrás, se lamió una vez. Después de un minuto lánguidamente desvió su ojo del sol y lo clavó en el halcón gris que se había posado en la manija de una canasta.

Ni el gato ni el pájaro se movieron.

¡Ésta! con un  grito Bella  rompió una ramita verde de una de las plantas y se sentó sobre sus talones desnudos. ¡Es esta! sostuvo la hierba contra la luz del sol. Miró detenidamente la hierba por un momento largo antes de de mascullar, —Quizás  no es esta.

Bella frunció el ceño por un momento. Debería haber escuchado con más atención  cuando la Hermana Amice explicaba sus descubrimientos. Las hojas de esta planta no tenían forma de corazón y el interior del tallo no era verde brillante sino amarillento. Mordiendo su labio, Bella clavó sus ojos en las plantas del huerto, retorciendo la ramita con un sentimiento de inquietud y confusión.

Ninguna de ellas tenía hojas en forma de corazón, esa era la planta que necesitaba para su última receta de cerveza.

Después de unos pocos segundos de silencio estudió la ramita de la hierba otra vez, luego la lanzó a la canasta de mimbre y se arrodilló allí para tocar el anillo de su madre mientras pensaba.

La tutora de Bella en el convento, la  Hermana Amice, estaba convencida que si el navegante griego Pytheas había escrito sobre la cerveza de brezo 250 años antes de Cristo, entonces la bebida tenía que haber existido, pues Pytheas nunca había escrito  una mentira. Pero la monja había muerto antes de poder perfeccionar la receta.

Pero Bella se determinó a fabricar esa cerveza. Quienquiera que tuviese la suerte de descubrir esa receta secreta se haría rico en un breve tiempo. Descubrir la receta para fabricar cerveza de brezo era la última —idea maravillosa— de Bella.

Era  también su oportunidad para ganar su independencia. Una mujer podría fabricar y vender cerveza sin perder respetabilidad y sin manchar su reputación. De hecho las mejores cerveceras eran monjas. Para ella, la clave para lograr su independencia, para poder controlar su vida, estaba en las notas incompletas de la Hermana Amice sobre la receta perdida.

Bella se movió a lo largo de las filas de hierbas, tomando una ramita de cada planta y lanzándolas a la canasta hasta que estuvo llena.

El halcón la observó por un momento. Ella lanzó la última ramita hacia él. Él se movió y la atrapó con su pico.

Bella se rió y sacudió  la cabeza. ¿Pitt, qué harás con esa hierba?

Él graznó en respuesta, agitó sus alas, y saltó fuera de la canasta con la hierba sujetada en su pico. Pitt se pavoneó delante del gato con su pecho tan hinchado  como si fuera un pato relleno más que una feroz ave de rapiña.

Pitt  actuaba mas como un pato que como un halcón. Él no cazaba. Hasta donde Bella sabía él nunca había volado hasta ese momento;  Pitt agitó sus alas e intentó   molestar al gato tuerto.

El halcón había llegado al convento en el hombro de un acróbata ambulante quien aseguraba que le habían vendido un pájaro sin ningún valor en la feria de Nottingham. Bella lo oyó haciendo negociaciones para vender el halcón por unos  pocos cobres a un mercader del pueblo.

¡Puede convertirlo en el relleno  para un pastel picante! ¡Él no vale un pito! el acróbata había asegurado.

Con lo cual Pitt, de pito, obtuvo su nombre.

¡Lady Isabella! ¡Lady Isabella! un muchacho de cabellos cafés aceleró sus pasos a través del patio, iba gritando como si Dios en persona se hubiera aparecido a la vuelta de la esquina.

El niño saltó sobre un estanque con peces y tropezó con sus  propios pies y golpeó violentamente una fuente. El agua de la fuente se derramó en el huerto creando un montón de barro. Él chico patinó directamente sobre el barro y terminó cayendo boca abajo, para detenerse en las rodillas de Bella.

Bella tenía barro en todas partes. Se limpió los ojos, se puso de pie, y lo miró con el  ceño fruncido.

Su nombre era Thud y tenía una extraña propensión a la torpeza y los accidentes. Unos minutos con él, y uno llegaba a conocer esa desconcertante característica del muchacho.

Él levantó su cuello y la contempló. Sus ojos  eran como dos lunas llenas en medio de una masa de barro; parecía como si se hubiese sumergido en el. Thud escupió un pedazo de tierra, y luego estornudó.

¿Te lastimaste? Bella se  inclinó sobre él.

Él sacudió  la cabeza vigorosamente.

Ella dio un paso atrás y sacudió el barro de sus ropas, luego se movió hacia el gato y lo movió con su pie desnudo.

Arriba Cíclope el gato no se movió. Sal de encima de mis zapatos.

Él abrió su ojo felino y le dio una mirada desdeñosa. Ella metió un pie debajo de su cuerpo lleno de barro y deslizó el zapato de madera. Él giró  y la miró con una expresión molesta, luego caminó con paso cansado hacia la canasta.

Thud terminó de sacudirse el barro, luego se quedó allí meciéndose nerviosamente.

Ella le clavó su mirada fija, Quédate quieto.

Él se congeló.

¿Por qué estás tan  ansioso?

Llegó Un Mensaje él comenzó a moverse nerviosamente otra vez. Vienen visitas  al convento.

Bella se puso el otro zapato y lanzó una mirada a Thud por sobre su hombro. A menos que sea el rey en persona, dudo que necesites correr de esa manera.

¡Pero él  finalmente vendrá! Un jinete trajo la noticia. Ahora mismo. Él vino en  un caballo con campanillas doradas en los arneses.

Ella se enderezó, consciente de que sólo el rey o gente muy rica y noble tenía los mensajeros que cabalgaban con campanillas doradas.

¿El rey vendrá aquí?

Thud frunció el ceño por un momento. ¿El rey? ¿Él también? Nadie me dijo que él vendría.

Me refiero al jinete con las campanillas doradas. El mensajero.

Oh Thud se rascó la cabeza, frunciendo el ceño. ¿Él era el mensajero del rey, también? No lo sabía.

Bella se quedó  allí por un momento y se preguntó cuánto tiempo le llevaría  descubrir quién vendría.

Thwack, el hermano de Thud, venía caminando.  Si Thud estaba allí, entonces Thwack  pronto aparecería… a su propia velocidad  y a su propio tiempo,  que era algún momento entre el ahora y el fin del mundo.

Pues mientras Thud siempre andaba con prisa, Thwack nunca tenía prisa. Él se volvió hacia Thud. ¿El mensajero del rey estuvo aquí? Miró a su  alrededor.  ¿A dónde está?

Thud  se encogió de hombros. No lo  sé.  Lady Isabella dijo que el rey vendría.

¿Y me perdí eso también? Thwack dio un suspiro decepcionado. Dos mensajeros en un solo día y me los perdí.

Bella miró a los niños. Estoy confundida.

Sí. Yo también dijo Thud con seriedad. No supimos de la visita del rey.

Bella contó hasta diez, luego hasta veinte.  Cuando llegó a cincuenta y cuando supo que no iba a estallar,  dijo: Cuéntame sobre el mensajero.

No vi al mensajero del rey Thud miraba su espalda por sobre su hombro  mientras sacudía salvajemente el barro pegado allí.

Ella le dio un momento, luego hizo un nuevo intento. ¿Quién vino?

El rey. Me acabas de decir eso. Él clavó los ojos en el barro pegado en sus manos, se encogió de hombros y se las limpió en la parte delantera de su túnica.

Thud…

Él la miró, luego ladeó su cabeza. Me confunde, mi Lady.

Yo me siento confundida.

Demasiados mensajeros masculló él.

Ella tomó una respiración profunda, luego pasó su brazo alrededor de los hombros huesudos del niño.  Se inclinó a su lado y con mucha paciencia preguntó, ¿Qué viniste a decirme?

Sobre el mensajero.

¿Qué pasa con él?

Él tenía campanillas doradas en su caballo.

Ya me dijiste eso. ¿Qué más?

Él traía el distintivo del León Rojo.

¿El León Rojo? Bella dejó de respirar.

Sí. Edward Cullen, el León Rojo.

Su prometido. Después de tanto tiempo, ella casi se había olvidado que él realmente existía. Bella estaba segura que él se había olvidado de ella. Él tenía que estar en la Cruzada por cuatro años.

Pero cuatro años se habían convertido en seis, con un solo mensaje en un año, y ese mensaje ofensivamente había estado dirigido a la abadesa y no a ella, que era su prometida. Tomó una respiración profunda y preguntó, ¿Cuál es el mensaje?

—Que te preparares para su llegada. Él y sus hombres estarán llegando en unos pocos días.

Bella no habló. No podía. Su mente daba vueltas pasando de una emoción a otra: enojo, miedo, cólera y excitación.

Thud y Thwack la miraron e intercambiaron miradas de sorpresa, luego de perplejidad. Thwack jaló de su vestido y se quedó mirándola con cara seria. — Pensamos que estarías encantada. ¿No tienes nada que decir, mi Lady?

—Sí —ella se dio vuelta y miró el paisaje hacia el este. Un largo silencio la rodeó   mientras recordaba cómo sus sueños habían muerto día tras día en los años que había pasado allí.

—Tengo algo que decir —Bella se enderezó como alguien que espera ser golpeado. Clavó los ojos en la muralla del este con una mirada estrecha, una mirada que no era de buen augurio para su prometido o para su matrimonio. Todo lo que dijo fue, —Ya era tiempo.

El pequeño convento de paredes blancas estaba localizado entre las colinas suaves  de la campiña inglesa. Fundado un siglo atrás y consagrado a la Santísima Virgen, Nuestra Señora de Water Springs, tenía las palabras “Benedictus Locus” —el lugar bendito— talladas en su piedra fundacional.
Hoy más que nunca, el convento necesitaba de todas las bendiciones divinas que pudiera obtener.

—Madame —Edward Cullen apoyó sus manos en el escritorio de la abadesa, se inclinó hacia ella, y la inmovilizó con una mirada letal que hacía poco por disimular su cólera. —Debe haber algún tipo de error. Lady Isabella no puede haberse ido.
La abadesa mantuvo su posición. —Ella partió el día después de que su mensaje llegó.

Edward se paseó delante del escritorio, mirando encolerizadamente el piso. —Ella partió, —él repitió, luego se detuvo delante de la abadesa otra vez. — ¿Partió? ¿Simplemente partió? Ella es una mujer. Una mujer no puede simplemente irse cuando ella quiere.

—Usted no conoce a Lady Isabella.

— No, no la conozco. Pero sé que ella estaba aquí, bajo la protección del rey hasta que yo regresara.

— Ella estaba bajo su protección. Eso es verdad. Pero él estaba ocupado con  el rey francés y nosotras estamos muy lejos de Londres, Mi Lord.

— ¡Por Dios! ¡Maldición! —Edward cerró un puño y golpeó el escritorio.

—No maldiga aquí, Sir Edward.

Él se enderezó. — ¡Ella es una simple mujer!

De reojo, vio a Emmett sobresaltarse.

La abadesa se puso derecha como la Santa Cruz y lo miró con una expresión casi tan arrogante como la de una reina. — ¿Una simple mujer? Como yo —Su voz se puso aun más fría que la suya. —Como la santa  virgen y como lo es la reina, y podríamos agregar, como lo es su madre.

Ante eso, Edward pasó una mano por su cabello cobrizo. Él se tomó un momento  para encontrar paciencia e inspiró profundamente. —De regreso al caso en cuestión. Eso es Lady Isabella, quien estaba aquí bajo su protección y ahora se fue  vaya a saber Dios a dónde.

—Nunca le dije que no sabía a dónde se había ido. Sólo le dije que se fue.

La mujer debería haber sido una reina, pensó Edward, mirando su expresión arrogante e imperiosa. Muchos caballeros valientes se acobardaban bajo la mirada penetrante de Edward. Los enemigos rogaban clemencia. Pero esa mujer le hablaba como si él fuera una mera molestia. Muy lentamente, preguntó, —¿Dónde está ella?

— ¿La golpeará?

— Nunca he golpeado a una mujer —hizo una pausa, luego miró con el ceño fruncido a la abadesa. —Sin embargo, hay momentos en los cuales debo reprimir  ese deseo.

Emmett gimió y golpeó la palma de su mano contra su frente.

—Para usted puedo ser una simple mujer, Mi Lord, pero soy una mujer de Dios, y una mujer que tiene algo de poder. Enfrento mis batallas con plegarias y soy propietaria del convento y sus tierras.

—Como le he dicho. Nunca he golpeado a una mujer y no tengo intención de proceder de esa manera en el futuro, ya sea con usted o con Lady Isabella —plantó sus manos en el escritorio otra vez. — ¿Ahora me dirá dónde está ella?

— ¿No la golpeará? —La abadesa repitió. Suspiró y golpeó ligeramente un dedo  contra sus labios fruncidos. —Supongo que no le haría ningún bien si lo hiciese.

Edward y Emmett intercambiaron una mirada desconcertada.

— Lady Isabella ha ido al Castillo Swan.

—Por Fin —Edward dijo entre dientes, y se dio vuelta.

— ¡Un momento! —La abadesa se puso de pie.

Con una mano en la puerta, él giró y miró hacia atrás.

—Traté de desalentarla para que no hiciera eso.

—Aparentemente no puso demasiado empeño.

La abadesa sonrió y luego soltó una risa irónica. —Lady Isabella tiende a hacer lo que considera mejor, Mi Lord.

—Ya no —dijo Edward bruscamente, y salió. 

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