Capítulo 22 "No me dejes"
Bella espoleó a su yegua blanca por el camino que rodeaba la pared musgosa de la ciudadela.
El animal estaba nervioso, como en un reflejo del estado de Bella después de la espeluznante muerte que acababa de presenciar. Uno de los guardias había caído en una oxidada trampa de oso que James había escondido bajo un lecho de hojarasca. Cerrándose como si fuera la boca de un tiburón, había partido al hombre por la mitad. Era imposible saber cuántos otros dispositivos semejantes les depararía el lugar, o qué otras sorpresas tendría reservadas James para todo aquel que se atreviera a traspasar su guarida.
Bella examinó la pared del fuerte y llamaba al pequeño por su nombre tan alto como le pareció prudente y reconsideró si había sido una buena idea ir allí en su estado. No se sentía débil, pero tampoco podía decirse que estuviera en plena forma, sobre todo después de ver morir a ese soldado.
Después de una dura cabalgada de más de treinta kilómetros, Emmett la había conducido a ella y a un puñado de hombres de la guardia real por el sombrío sendero que llevaba hasta la antigua fortaleza de los Salvatore. Se habían mantenido alejados del foso mortal, escondido por una suave ondulación de la verde campiña, asegurándose de no tropezar con él. Escoltándola, los hombres habían cabalgado en silencio, tensos y vigilantes. Después, se habían aventurado por el frondoso bosque, desplegándose conforme se acercaban a la fortaleza donde Edward había dicho que quizá podrían haber escondido a su hermano.
De repente, Bella creyó oír una voz aguda que gritaba a lo lejos.
— ¡Estoy aquí! ¡Socorro!
— ¡Príncipe Alec! ¡Alteza! —llamó ella de nuevo, más alto esta vez.
Escuchó con todas sus fuerzas.
El viento había amainado. No se oía ni un pájaro en los árboles.
— ¡Socorro!
La voz parecía venir de debajo de la tierra. Cabalgó de un lado a otro de la zona de la que parecían venir los gritos.
— ¡Siga gritando, alteza! ¡Le encontraré!
— ¡Aquí! ¡Estoy aquí!
Saltó del caballo y siguió el sonido de los gritos del chico hasta una parte de la muralla en la que las piedras estaban caídas en el suelo, a unos metros de distancia. Gritó a Emmett mientras ella se arrodillaba y empezaba a retirar las piedras más pequeñas.
Emmett vino corriendo.
— ¿Qué ocurre?
— ¡Creo que está en alguna sala subterránea cerca de aquí! ¡Tal vez en un anexo de las antiguas mazmorras!
— ¡Socorro!
— ¡Alec! ¡Soy Emmett! ¡Vamos a sacarte de ahí! —gritó por la grieta del muro que Bella había empezado a despejar.
— ¡Emmett! ¡Sácame de aquí! —gritó el pequeño príncipe desde las profundidades de la tierra.
— ¿Está herido, alteza? —gritó Bella.
— ¡No!
Después de quitar unas cuantas piedras más pudieron verle a través de un agujero de unos veinte centímetros de diámetro. El príncipe estaba allí debajo, mirándoles desde la oscuridad.
Bella se volvió hacia Emmett con una mueca.
—No podemos sacarle por aquí. Tenemos que entrar y tratar de encontrar la salida desde dentro.
Emmett asintió.
—Está bien. Entraré contigo, pero deja que los hombres intenten retirar estas piedras, sólo por si no podemos encontrar otra forma de sacarle.
—Está bien. —Emmett explicó al muchacho lo que iban a hacer mientras Bella llamaba a los guardias que quedaban y les pedía que tratasen de quitar las piedras caídas de la pared del castillo.
— ¡Alteza, no se ponga debajo de donde están trabajando! ¡Una de estas piedras podría caerle encima! —le advirtió Bella.
—Sí, señora. —Alec se apartó, obediente.
Emmett la miró por el rabillo del ojo, sonriendo, mientras caminaban hacia la entrada de las ruinas del castillo.
—Vas a ser una madre formidable, si me permite que se lo diga, alteza.
Bella abrió la boca.
— ¿Cómo lo sabes?
Él se rio.
—Lo llevas escrito en la cara. Felicidades por la buena noticia.
Agradecida, aunque algo avergonzada, le miró con el ceño fruncido, pero sin reproches. Después apretaron el paso, sabiendo que el destino de Edward dependía de lo rápido que pudieran rescatar al príncipe y llevarlo a Belfort para probar la verdad sobre el asesinato del obispo.
El lugar estaba muy oscuro, excepto por unos rayos blanquecinos que se colaban por las grietas del muro. El interior de la ciudadela aparecía esbozado por el juego de sombras y luces. Todo en planos y ángulos, las columnas partidas reposaban en el suelo otrora lujoso de la gran habitación. Ahora, su único adorno consistía en unas gruesas telarañas que cubrían las esquinas como si fueran de seda. Una escalera parecía conducir a la nada, terminando en medio del aire.
Emmett y ella se acercaron sigilosamente a la gran habitación, buscando la forma de acceder a las entrañas de la fortaleza, donde Alec había sido recluido. La nebulosa oscuridad que lo cubría todo pareció hacerse más espesa conforme avanzaban por el viejo castillo.
— ¿Qué fue lo que provocó la escisión de la familia real y la consiguiente expulsión de los Salvatore de Ascensión? —susurró Bella, rompiendo el silencio conventual que dominaba el lugar.
—Según la leyenda, dos hermanos se enamoraron de la misma mujer—contestó el vizconde, que abría el camino con valentía.
Bella se encogió de miedo.
De repente, se escuchó un golpe como de algo que se rompía y el suelo cedió bajo sus pies. Con los reflejos adquiridos en su etapa de bandolera, Bella consiguió hacerse atrás justo a tiempo, pero Emmett perdió el equilibrio, tambaleándose peligrosamente. Trató de encontrar un sitio donde agarrarse, pero fracasó y cayó en las profundidades del subsuelo.
Bella gritó al ver que Emmett suplicaba auxilio.
Se tumbó en el borde del agujero alargando los brazos.
— ¡Emmett! ¡Emmett! ¡Responde!
Unos segundos más tarde, oyó unas voces aturdidas.
— ¡Estoy bien! —gritó desde abajo—. Creo que me he roto el tobillo. —Oyó cómo maldecía para sí—. Al menos, no he caído en una superficie de lanzas metálicas, por lo que debo considerarme afortunado —añadió con pesar—. Creo que es mejor si vuelve a salir y pide ayuda a alguno de los guardias, alteza.
—No, no puedo dejar a ese niño aquí. Además, no creo que su celda esté ya lejos. —Bella dudó, casi incapaz de verle en la oscuridad. Parecía haber caído en una celda de contención a unos cuatro metros de profundidad—. Volveré a por ti en cuanto haya rescatado a Alec.
—No te preocupes, no voy a ir a ningún sitio de momento —respondió, tratando de parecer animoso—. Por favor, ten cuidado. Edward me cortará el cuello si resultas herida.
—Lo tendré. Volveré lo antes que pueda.
Bella se armó de valor y siguió avanzando sola. Cruzó con cuidado la siguiente cámara que encontró. Al final de ella, un gran tablero parecía cubrir lo que podía ser una pequeña puerta.
Se acercó a ella y retiró el tablero para poder echar un vistazo al interior. Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, vio una escalera. No le quedaba más remedio que bajar por ella.
Para su sorpresa, la escalera no se movió ni un ápice y ella pudo llegar a tierra firme sin contratiempos. Al girar sobre sí misma, vio que se encontraba en una especie de mazmorra. Había cuatro puertas rodeando la habitación central. Con la garganta seca por el miedo, fue inspeccionando una a una todas las estancias. Se abrazó el vientre con un instinto maternal, como si quisiera proteger a la criatura que portaba en su interior. El aire parecía traer un olor demoníaco.
— ¡Alec! ¿Dónde estás?
Siguió el sonido de la contestación del niño lo mejor que pudo y después de unos cuantos pasos en falso, por fin llegó a donde él estaba. Sorprendentemente, la llave de la celda colgaba de un oxidado clavo de la pared. Por fin, pensó mientras la cogía, había algo que se ponía a su favor.
Abrió rápidamente la celda y se acercó al muchacho. Le dijo quién era y le dio un abrazo. Alec era un chico robusto de diez años con grandes ojos marrones, mejillas sonrosadas y rizos oscuros. Bella estaba impaciente por sacarle de allí. Le tomó de la mano y le condujo a toda prisa lejos de la celda, deshaciendo el camino realizado hacía sólo unos minutos. Corrieron por la estructura laberíntica que conducía a la cámara de tortura. Allí les esperaba la escalera, su única posibilidad de salir de ese lugar macabro.
Pero justo en el momento en el que Bella pensó que estaban a salvo, sintió una especie de brisa al llegar a la habitación de los horrores. Levantó los ojos y vio que el tablero había sido retirado.
Apenas tuvo tiempo de ver a James caer junto a ella desde el techo, con la agilidad y el sigilo de una pantera negra. Sus miradas se encontraron. Bella tenía los ojos muy abiertos, fuera de sí. Impulsivamente se colocó delante del príncipe, protegiéndole con su cuerpo.
Los brillantes ojos azules de James parecían emitir un destello vivido y felino en la oscuridad reinante.
Dio un paso hacia ella. Bella buscó su espadín, pero él la cogió por la garganta, obligándola a ponerse de puntillas.
—No, señora —dijo con suavidad—. Las manos arriba.
Casi sin poder respirar, obedeció. Él le quitó el arma y volvió a ponerla en el suelo.
—Sabes lo que voy a hacer contigo, ¿verdad? —susurró.
Ella apretó la mandíbula y le sostuvo la mirada, desafiante
Él sonrió levemente, el brillo de sus ojos renovado.
—Volved a la celda, los dos.
Bella se quedó donde estaba, ocultando el miedo que tenía.
—Deja que el muchacho se vaya. Es sólo un niño. Por el amor de Dios, James, él es tu hermano.
—Es demasiado tarde... gracias a ti, doña Isabella. Todo ha acabado ahora. Ese estúpido de don Aro ha empezado a comprender. Tú has arruinado mi futuro. ¿Nos ves a los tres aquí? Pues así es como podía haber sido. Alec en el trono. Yo gobernando Ascensión a través de él. Y tú en mi cama.
Ella hizo una mueca de disgusto y apartó la cara.
—Pero has tenido que venir a arruinarlo todo. Y ahora voy a hacerte pagar por ello. —La empujó, mandándola justo en la dirección por la que acababan de venir.
— ¡Eh! —gritó el príncipe, dando un paso hacia el hombre que le cerraba el paso.
James levantó la mano para golpearle, pero Bella cogió rápidamente al chico con ella, librándole de su aireada respuesta.
Mirándola con odio, James bajó lentamente la mano.
—Vamos, Alec —murmuró Bella, rodeándole los hombros con el brazo mientras le hacía volver a la celda. El corazón le latía con rapidez. James caminó detrás de ellos, por lo que no vio a Bella mirar al techo, donde había dejado a los guardias trabajando con las piedras.
—Siéntate —ordenó James al chico mientras fijaba la vista en Bella y se quitaba lentamente los guantes negros—. Es posible que quieras darte la vuelta mientras yo castigo a tu tía, Alec. Esto no va a ser muy agradable.
Alec les miró aterrorizado.
Bella tiritaba de miedo. No había escapatoria. Sólo podía rezar para que los guardias estuvieran aún cerca y pudieran oírles.
Con este pensamiento como esperanza, levantó su cara pálida hacia el único rayo de luz que había traspasado la roca. Suspiró profundamente y dejó escapar un grito agudo, el grito más fuerte que había dado nunca:
— ¡Socorro!
Su grito se vio apagado por el sonido burbujeante de la risa de James.
Temblando de miedo, Bella bajó la barbilla para mirarle. Cuando él dio un paso hacia ella, retrocedió.
—No hagas esto, James. Yo... yo sé cosas sobre ti —dijo, tratando de entretenerle.
—Tú no sabes nada sobre mí —gruñó, con los ojos iluminados.
—Sé que has sufrido lo indecible —fingió, mirándole con condescendencia—. El hombre que envié para que te investigara me dijo muchas cosas sobre tu pasado. Encontró a tu antigua niñera, Nunzia. ¿La recuerdas? —le preguntó mientras tragaba saliva y continuaba retrocediendo.
Él la conducía lentamente hacia la parte de la celda construida en roca viva.
—Nunzia le contó a mi amigo cómo el rey Carlisle conoció a tu madre dos años antes de que ascendiera al trono. Era sólo un joven que viajaba por el mundo cuando conoció a tu madre una noche en la ópera. Su relación duró tres días antes de que volviera a embarcar. Sé que tu madre se casó entonces con un bruto sin piedad, y que cuando supo que estaba embarazada, trató de hacerlo pasar por su hijo, pero el barón, el hombre que creías que era tu padre, nunca se creyó el engaño. Y sé que te hizo pagar por ello, castigándote todos los días de tu vida por el crimen de haber nacido.
—Cállate, puta —gruñó él, con una voz demoníaca—. Nunca debiste interponerte en mi camino.
—Sé que te golpeaba de una manera horrible, y sé que tu madre te contaba en secreto historias de tu verdadero padre... un Rey bueno, justo y apuesto. Te obsesionaste con él. Pero le odiaste porque nunca vino a salvarte.
—Vas a tener una muerte muy dolorosa, Isabella. —Se abalanzó sobre ella.
Ella consiguió esquivarle.
En ese momento, se oyeron unas voces masculinas provenientes de la cámara donde estaba la escalera. Bella guardó silencio, al darse cuenta de que eran los guardias. Debían haber encontrado la entrada, acercándose en respuesta al grito que había dado.
James se volvió al oírles y después la miró amenazante.
—Cuando vuelva —dijo—, los dos moriréis.
Con esto, salió dando grandes zancadas de la celda, deteniéndose sólo para echarles el candado.
Sobre ellos, una de las grandes rocas había girado hacia atrás, por lo que la luz entraba ahora desafiante.
— ¡Alteza! —susurró una voz masculina.
Deslumbrada por la luz, Bella miró hacia arriba y vio al último de sus hombres. El fornido guardia había seguido trabajando, retirando con determinación las piedras hasta que la abertura fuera suficientemente grande como para permitir que el chico saliera por ella.
Bella no perdió el tiempo.
— ¡Alec! —Le puso una mano en el hombro, dirigiéndose a él con gravedad—. Voy a levantarte. Coge la mano del guardia y él tirará de ti hacia arriba. Después debes cabalgar con él hasta la ciudad y contarle a don Aro lo que ocurrió exactamente con el obispo. ¿Puedes hacerlo?
El chico de pelo rizado miró lleno de miedo hacia la puerta.
—James me dijo que me cortaría en pedazos si decía alguna vez a alguien lo que había ocurrido. Y creo que lo decía de verdad.
—No lo hará, Alec. Nosotros te protegeremos. Edward te protegerá de James, pero primero tienes que ayudar a Edward. Cuéntale todo a don Aro, ¿de acuerdo?
El asintió con valentía.
—Sí, señora.
—Está bien, ahora voy a levantarte.
Abriendo las piernas para no perder el equilibrio, apretó los dientes y puso al muchacho sobre sus hombros. Con cuidado, se puso de pie sobre sus hombros hasta que pudo alcanzar las manos del guardia, quien rodeó con fuerza las del pequeño. Tirando de él con fuerza, consiguió sacarle de allí sin demasiado esfuerzo.
Poco después, el guardia miró brevemente hacia abajo y arrojó una cuerda para Bella. Ella deambuló por la celda, mientras el hombre trataba de apartar otra gran piedra para hacer más grande el agujero. Aunque puso toda la fuerza de su cuerpo en ello, el pedrusco no se movió ni un ápice. El agujero era demasiado pequeño para Bella, por muy delgada que estuviese.
— ¡Isabella, amor mío!
Miró aterrada hacia la puerta de la rejilla, mientras la voz de James llegaba hasta ella como en un eco.
— ¡Voy a por ti ahora!
Levantó la barbilla, miró hacia arriba, pálida, y se dirigió al asustado guardia.
—No puedes dejar que coja a Alec. El testimonio del chico es lo único que puede salvar a Edward. Llévale de vuelta a Belfort... ahora. No hay tiempo. Llévatelo ya. No quiero que... lo oiga.
—Pero...
— ¡Date prisa! —le ordenó angustiada—. Coge la cuerda, para que James no la vea. Y... dile a mi marido que lo quiero.
La cara del guardia se puso lívida.
—Tome mi arma. —Le tiró la pistola por el agujero. Ella la cogió al vuelo, su última esperanza estaba ahora entre sus manos. Después, el hombre arrojó la talega de pólvora y las balas y se despidió de ella con seriedad—. Adiós, principessa —dijo. Se levantó y se llevó a Alec con él.
Bella rezó para que consiguieran salvar las trampas que James había escondido en los alrededores. Las manos le temblaban al tratar de cargar la pistola. Sólo tenía un disparo. No creía tener tiempo para volver a cargar y disparar una segunda vez contra James. ¿Y si no conseguía herirle en una parte vital?, pensó. James estaría herido, pero con la fuerza suficiente como para destruirla. Si al menos tuviera la maldad de incapacitarle de forma instintiva...
El corazón le latía con fuerza, la cabeza le daba vueltas, pero, al coger la pistola, una idea diabólica le sobrevino de repente.
Miró primero la bolsa de municiones y después, la puerta de hierro.
Se convertiría en una trampa mortal para James. Era muy arriesgado, pero James tenía una fuerza casi sobrenatural. Una simple bala no le detendría. Tenía que proteger a su hijo... al hijo de Edward... al futuro rey de Ascensión. Tenía que sobrevivir a esto, aunque sabía que las posibilidades eran casi inexistentes.
«Es mi única esperanza.»
Caminando hacia la puerta de hierro, puso una rodilla en el suelo y extendió la pólvora haciendo un círculo del tamaño aproximado al de un hombre. Cuando James abriese la puerta y entrase en la celda, caminaría directamente al círculo de pólvora negra antes de llegar a ella, y cuando lo hiciera, dispararía su única bala no contra él, sino sobre la pólvora derramada en el suelo. Con el estallido de la bala, la pólvora prendería y haría un gran círculo de fuego. Se quemaría, cogido por sorpresa, y estaría ciego el tiempo suficiente como para que ella pudiera correr y salir de la celda, encerrándole después en ella. Después Edward o incluso el rey Carlisle podrían decidir qué hacer con él.
«¿Y si la bala no provocaba una chispa lo suficientemente grande como para hacer arder el círculo?»
«Tenía que hacerlo.»
El sudor le caía por la mejilla al pensar que su vida dependía de una sola bala.
Podía oír sus pasos acercándose ahora. Se colocó en la esquina más lejana de la celda, junto a un pequeño montículo de piedras. Puso la boca de la pistola sobre la piedra y esperó, con el corazón en un puño, rezando mentalmente todas las oraciones que recordaba.
El apareció en la puerta, los ojos encendidos de triunfo por los dos pobres guardias abatidos y, por un momento, su sonrisa fue tan optimista y encantadora, tan parecida a la de Edward, que dudó si debía apretar el gatillo, sabiendo que podía morir abrasado.
Muerta de miedo, le vio coger la llave y abrir el candado a través de los barrotes.
Él empujó la puerta. Ella contuvo la respiración. Y cuando él puso un pie en la celda, ella disparó al círculo de pólvora negra.
«¡Demasiado tarde!»
James había ya pasado el círculo de pólvora cuando las llamas empezaron a arder. Dejó escapar un rugido de miedo y sorpresa cayendo hacia delante, momento que Bella aprovechó para correr hacia la puerta. Pero con un sonido gutural de furia, James, en el suelo, estiró los brazos para cogerle las piernas y derribarla. Ella gritó al caer, luchando desesperada, con el humo olor acre secándole la garganta.
Él se levantó en medio de la humareda provocada por el fuego. Su cara esculpida en granito presentaba cortes y sangraba por un lado. Su pelo rubio y sus ropas estaban chamuscadas, pero en general no parecía tener nada grave.
Apenas la rabia.
La maldijo con los peores nombres que pudo.
El humo pesado del sulfuro, reminiscencia de las llamas, se expandía por la celda, pero encima de ella, a través de la nube negra, unos ojos azules y espeluznantes la observaban. Bella levantó los ojos hacia él, dándose cuenta de que nunca oiría el primer llanto de su hijo ni volvería a disfrutar de los besos de Edward.
James levantó la mano y la golpeó con todas sus fuerzas.
Cayó al suelo hecha un ovillo.
Él la levantó para volver a golpearla de nuevo.
Era como si algo estuviera explotando dentro de su cabeza. Hubo tres, cuatro, quizás cinco golpes más contra su cuerpo y su cabeza. Se sentía demasiado conmocionada como para reaccionar, luchar, ni siquiera podía gritar, zarandeada como una muñeca de trapo en manos de algún desalmado.
«Va a matar a mi pequeño», pensó, tratando de recuperar las fuerzas para defenderse, mientras su puño volvía a golpearle de nuevo en el estómago. Pero veía doble en su cabeza y no podía pensar con claridad. Sólo quería que todo terminase de una vez, el rugido, el ruido de sirenas en sus oídos y las explosiones haciendo retumbar su cabeza. Podía saborear la sangre que le caía del labio y sabía que le habían arrancado un diente. Estaba semiinconsciente cuando él se echó sobre ella a horcajadas sobre el suelo de piedra y la agarró del cuello de la camisa, partiéndosela para dejar al descubierto sus pechos. James murmuraba furioso contra ella, le decía cosas horribles y crueles.
Entonces, a lo lejos, en la única columna de luz que los guardias reales habían abierto, vio la aparición de un ángel.
Dorado e inmenso se acercó a ella, deslizándose en silencio, alzándose poderoso por detrás de James. Su espíritu respiró aliviado. ¡Estaba tan contenta de verle! Sabía que había venido a coger en brazos su alma para llevársela al cielo.
Pero cuando la luz blanca bañó su pelo de bronce, alcanzó a vislumbrar un duro y anguloso rostro. No vio en él la tolerancia de un ángel tierno lleno de gracia. Era hermoso como un sueño y,sin embargo, sus ojos verdes estaban llenos de la ira celestial. Sabía que era el ángel de la muerte. La empuñadura de piedras preciosas de su espada brillaba como bañada por la luz del sol. «Edward.» El pensamiento se materializó en su cabeza debilitada y la envió flotando a los abismos de la inconsciencia.
Con un rugido, Edward hizo retroceder a James contra la pared de piedra. Los filos de sus espadas chocaron sin piedad.
—Soy tu hermano, Edward. No puedes matarme —resolló James, asestando unos golpes implacables.
Ya no había remordimientos. Edward le atacó aún con más fuerza como única respuesta.
El grito de Bella había servido a Edward para encontrarles. Había encontrado a Emmett impedido en el agujero y el vizconde le había enviado en la dirección correcta.
La pelea se hizo más violenta. Cada vez que James trataba de correr hacia el cuerpo postrado de Bella para utilizarla como escudo, Edward le hacía retroceder. Cada segundo que pasaba, la desesperación de James crecía, y su cara se hacía cada vez más diabólica, retorcida por el dolor. Sangraba y se retorcía, imbuido de la fuerza que da saber que se lucha por la propia vida, pero Edward era implacable, con los dientes apretados y el pelo ondeando sobre sus hombros. Se giró, atacó y de una estocada maestra atravesó a James por el pecho. El golpe fue tan certero, que la punta de la espada alcanzó la piedra que había detrás de su hermanastro.
Ni siquiera pestañeó al ver morir a James.
Para Edward, el verdadero terror yacía en la forma inmóvil de su hermosa y joven esposa. Sacó la espada del cuerpo de James con un último rugido, y la dejó caer junto al cuerpo sin vida de su hermanastro.
Edward cruzó con rapidez la habitación fría cavada en la roca hasta llegar a Bella. Se arrodilló junto a ella, con un nudo frío en el estómago. Pensó que se le iba a romper el corazón allí mismo.
Con delicadeza, le tocó la cara. Apenas podía hablar.
—Amor mío.
Ella no se movió.
Armándose de valor, tragó saliva y le tocó la garganta, después escuchó. Las lágrimas rodaron por sus ojos al sentir su débil aunque aún existente pulso.
Se inclinó un poco más junto a ella y la cogió cuidadosamente en brazos. Le dio un beso desesperado y lánguido en la frente. «Vamos, se valiente, tienes que luchar por mí ahora. No me dejes, Bella. No me dejes.» Levantó su delicado y golpeado cuerpo, con devoción, haciéndole reposar la cabeza contra su pecho. La sacó de ese lugar como si fuera el tesoro más valioso del mundo, que era exactamente lo que significaba para él. Besó su frente fría y tersa y susurró su nombre, pidiéndole que volviera con él, diciéndole que no podría vivir sin ella.
Y aun así, no se movió.
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