sábado, 18 de septiembre de 2010

CAPITULO 4


Apenas pudo registrar el crítico comentario de Edward ya que sólo el hecho de estar en la misma habitación que él hacía que Bella se sintiera como si alguien la hubiera golpeado en el estómago.
Aquella noche en el apartamento de Emmett, antes de desaparecer para siempre de su vida, él se había negado a escuchar sus explicaciones. Jamás había querido hacerlo. Las cartas desesperadas que le había enviado donde le explicaba todo, le habían sido devueltas sin abrir y, además, había utilizado tácticas evasivas para frustrar sus intentos de hablar con él. El orgullo la había llevado a no suplicar su perdón, ya que sabía que no había hecho nada malo y podía tener la conciencia tranquila. Aun así, cuando trataba de ponerse en el lugar de Edward e imaginar la escena que había presenciado aquella noche, reconocía que era lógico que su arrogante marido, siempre tan machista, hubiera sentido celos. Pero ella ama ba a Edward en cuerpo y alma. Sólo a Edward. Y necesitaba decírselo. ¡Y cielo santo!, Emmett sólo era su primo.
Pero era más fácil decirlo que hacerlo. Sus llamadas eran registradas con frialdad por distintos empleados de Edward, pero él nunca las contestaba.
Había sido excluida de su vida eficazmente. Ni siquiera sabía si le habían dado los mensajes, pero, incluso aunque no lo hubieran hecho, él no había hecho el menor intento de contactar con ella. Así que, realmente, parecía que no tenía ningún deseo de hacerlo.
Finalmente, aunque consternada, Bella captó el mensaje. Su matrimonio se había acabado. De hecho, nunca debía haberse celebrado.
De eso hacía ya siete años, por lo que ahora ya debía de haberlo superado. ¿Por qué entonces parecía estar ahora en mitad de un torbellino de emociones? ¿Qué era lo que sentía? Ira, añoranza, tristeza... ¿Acaso no habían servido de nada todos sus esfuerzos para tratar de olvidarlo? ¿Por qué otra cosa si no estaba entonces luchando por evitar temblar ante aquella cruel mirada suya?
—Sí, espantosa —repitió él mientras su mirada recorría su cuerpo haciendo una brutal valoración—. Quizá por eso te resulte ahora más difícil engatusar a hombres ricos, ¿no, Bella?
— ¿De qué demonios estás hablando? —susurró ella agitando la cabeza intentando aclarar sus ideas y poder así pensar en otra cosa que no fuera el temblor que sentía ante aquel musculoso cuerpo.
Edward esbozó una cruel sonrisa. De repente, se sentía inmensamente satisfecho por haberle hecho ir hasta allí. Poderla ver frente a él de esa manera y examinar su porte le confirmaban lo que debería haber sabido entonces.
Que ella no era la mujer adecuada para ser la esposa de un Cullen. Aquellos brillantes ojos verdes la miraban con reprobación.
— ¿Acaso ya no cuidas de tu aspecto?
Aquel comentario fue un golpe bajo. De repente, los ojos de Bella se fijaron en un espejo que reflejaba el paisaje ateniense. La vista era entonces mucho más desoladora que la imagen que había visto en el pequeño espejo del ascensor. Su barato vestido de tirantes de algodón estaba impecable cuando se lo había puesto en Inglaterra a las cinco de la mañana, pero el viaje hasta el aeropuerto, los retrasos y demás lo hacía ahora parecer un arrugado paño de cocina. Con el tremendo madrugón que se había dado para ir al aeropuerto, no había tenido tiempo para maquillarse. De hecho, no había tenido tiempo para nada excepto para lavarse la cara y recogerse el pelo en una coleta.
Sin embargo, Bella echó los hombros hacia atrás y con actitud desafiante le devolvió la mirada. Edward era un hombre poderoso acostumbrado a tener siempre la última palabra. Sabía que, si no superaba el primer obstáculo, no conseguiría nada.
—Impresionarte no es uno de los puntos prioritarios de mi agenda.
Él se rió.
—Y que lo digas —asintió, de modo insultante. Bella lo miró fijamente deseando poder decir lo mismo sobre él, pero, sinceramente, no podía.
Después de siete años, Edward se había convertido en el hombre que, cuando tan sólo tenía veinte años, ya prometía ser. Ya entonces hacía que la gente girara la cabeza ante semejante belleza. Sin embargo actualmente no había rastro del chico que había dejado atrás.
Ahora, cualquier rastro de aquella dulzura no era nada más que un vago recuerdo. Hoy era, innegablemente todo un hombre. Pero todo tenía un precio.
Ciertamente, su musculoso cuerpo parecía más fuerte que nunca. Y sus labios no habían perdido ni un ápice de su sensualidad. Pero su expresión ahora era más dura y cínica, y eso le hacía parecer cruel. Lo mismo sucedía con aquellos ojos verdes ahora fríos como el hielo... Ahora parecía una persona totalmente inaccesible.
Bella llevaba en pie desde el amanecer estaba cansada, pegajosa y hambrienta. Iba a costarle mucho trabajo, pero no iba a dejar que la intimidara.
—Podríamos haber resuelto todo esto a través de cartas —dijo furiosa—. Eres tú quien me ha obligado a venir aquí, así que no empieces ahora a quejarte por ello.
—Y, aun así, accediste —susurró suavemente —. ¿Cómo es que has venido si la idea te parecía tan repugnante?
— ¿Qué otra opción tenía, Edward? —preguntó ella—. Parece ser que te resulta muy difícil concederme un divorcio rápido sin tener que armar un escándalo. Pues bien, yo no quiero escándalos. Por eso estoy aquí.
— ¡Vaya! Así que es el tiempo lo que te preocupa. Un divorcio rápido. ¿Es eso lo que buscas, Bella? Me preguntó por qué — y mientras pensaba en ello recorrió con el pulgar su sensual y carnoso labio inferior.
Bella se preguntó si estaba haciendo aquello a propósito. ¿Habría descubierto a lo largo de los años que una mujer podía quedarse sin habla con tan solo contemplar la perfección de sus labios?
¿Era consciente de que si, además, esa mujer había sido su amante le sería imposible poder concentrarse en otra cosa que no fueran esos labios y lo que podrían hacerla sentir si empezaban a recorrer los lugares más íntimos de su cuerpo?
«Basta», se dijo a sí misma. «Concéntrate en lo que te ha traído aquí. No en él».
— ¿Acaso hay otro hombre? —Continuó Edward con los ojos llenos de desprecio—. ¿Hay por ahí algún pobre imbécil con quien planeas casarte? Quizá podría advertirle sobre lo falsa que es su futura esposa. Aunque al menos yo te tome cuando aún merecías la pena. —Su sonrisa se endureció al lanzarle otra mirada—. ¿O acaso llevas el hijo de otro hombre en tu seno?
Aquella cruel reprimenda era todo lo que podía soportar además del cansancio y la mezcla de emociones que la azotaban. Bella sintió que algo se rompía en su interior. Todas las promesas que había hecho acerca de mantenerse firme y no dejarse llevar por la ira frente a él fueron en vano. Corrió hacia él con los puños en alto.
— ¡No, no estoy embarazada! —explotó—. ¡Y no soy falsa!
— ¿Quieres pelear conmigo? —murmuró él sosteniéndole los puños en un gesto burlón. Sin embargo, no podía negar sentirse aliviado al saber que no estaba esperando el hijo de otro hombre—. Entonces ven y pelea conmigo, agapi.
—Me gustaría poder borrar esa arrogante sonrisa de tu cara.
Atacó a tientas, pero ya era demasiado tarde cuando se dio cuenta de lo peligrosamente cerca que se encontraba de él. De hecho, esa proximidad la estaba haciendo reaccionar instintivamente.
Soltando una carcajada de triunfo, Edward le atrapó las muñecas con sus manos. Sin hacer apenas esfuerzo, consiguió atraerla hacia sí, haciendo que el calor la hiciera derretirse. Bella había palidecido y los labios habían empezado a temblarle.
— ¿Por qué, Bella? —murmuró frunciendo el ceño. Le sorprendía saber lo que era tenerla en sus brazos otra vez. Era como si estuviera hecha para ellos. Edward vio cómo los magníficos ojos marrones de Bella lo miraban. Eran tan profundos como el mar Egeo. Entonces, Edward sintió que algo se tensaba en su entrepierna. Si aún se preguntaba si todavía la quería, la respuesta era sí. Sí, sí y un millón de veces sí.
— ¡Déjame!
Edward se preguntó si Bella era consciente de que su cuerpo estaba contradiciendo sus palabras. Sus pezones se habían excitado y se transparentaban a través del fino tejido de su vestido como si un pintor los hubiera delineado con un pincel, se preguntó si se habría excitado. Si él había hecho que estuviera húmeda. ¿Debería introducir la mano entre sus piernas y descubrirlo por sí mismo?
—Pero si no quieres que te deje ir —le susurro suavemente.
Bella abrió la boca para hablar, pero no le salieron las palabras. Intentó levantar las manos para librarse de él, pero le parecieron tan pesadas e inertes como si estuvieran hechas de plomo.
¿Cómo podía ser el contacto de dos cuerpos tan devastador? A Bella le pareció que le estaba ardiendo la sangre. Sintió cómo el calor empezaba a apoderarse de su cuerpo y sintió cómo empezaba a rendirse. Parecía no poder evitarlo. Era como si sus reacciones estuvieran más allá de su control.
Su cuerpo estaba reaccionando ante él como siempre lo había hecho en el pasado. No sabía si era por hábito o instinto. Simplemente no había tenido tiempo para analizarlo. Eso era todo. El incremento de la presión sanguínea, el cosquilleo que le recorría la piel y la excitación de los pezones simplemente habían sucedido de forma automática. Edward también sintió cómo su erección crecía.
De hecho, estaba tan excitado, que sentía que podía estallar allí mismo. Tenía intención de demostrarle su determinación, mostrarle que, aun teniéndola junto a él, era capaz de resistirse a sus encantos. Y quería también mostrárselo a sí mismo, pero, sin embargo...
— ¡Oh, Dios! —gimió sin poder evitarlo. Edward sentía que se estaba debilitando y, con un gruñido, llevo sus labios hacia los de ella y la besó con pasión.
Debería haberle, repugnado, y en cierta forma lo hizo, porque aquello no se parecía nada a los dulces besos de su noviazgo. Aquel beso fue duro y deliberadamente provocativo. Una demostración de poder, no de afecto. Era un beso para despertar el deseo, no para expresar emoción. Era el beso de un experto maestro. Cuando los labios de Bella se abrieron bajo los suyos, Edward dejó escapar un pequeño gemido de triunfo.
Ella se permitió un breve instante de intimidad mientras sus lenguas se entrelazaban como si fueran unos viejos amigos que no se habían visto en mucho tiempo. Era todo un placer para los sentidos y Bella le rodeó el cuello con sus brazos casi sin darse cuenta de que lo había hecho. Todo le resultaba tan familiar: su olor, el tacto de su cuerpo, el sabor de sus labios...
«Y lo quieres. Aún lo quieres... Después de todo este tiempo sólo basta un roce suyo para hacerte gemir de placer. Te mueres por sentir su fuerte y viril cuerpo dentro del tuyo, el fuerte y marcado ritmo con el que te lleva hasta ese lugar en lo que todo, excepto el placer, carece de importancia».
Durante un momento, Bella se permitió el capricho de imaginárselo quitándole las medias o, como era más probable, arrancándoselas impacientemente y dejándolas caer a un lado mientras la tumbaba en la mesa de su despacho antes de sentársela a horcajadas y penetrarla con fuerza.
Pero aquella imagen, a pesar de que la excitaba enormemente, le horrorizaba. Así que abrió los ojos y vio su mirada fría y calculadora. Era la mirada de un jugador de ajedrez planificando la estrategia de su próximo movimiento. Y el hecho de que él ni siquiera hubiera cerrado los ojos en el momento de besarla fue más que suficiente para romper el hechizo.
De alguna manera Bella encontró la fuerza necesaria para separarse de él y permanecer allí mirándolo con fuerza a pesar de que tenía la garganta seca y respiraba con dificultad.
— ¿Abandonas antes de que empiece lo realmente divertido? —preguntó.
— ¿De qué diablos va todo esto? —le preguntó ella con la voz quebrada.
— ¿De verdad necesitas preguntármelo? —arqueó una ceja con arrogancia—. ¿No te resulta sorprendente que, a pesar de que el respeto y el afecto hayan desaparecido entre dos personas, el deseo siga existiendo?
A pesar de que le temblaba todo el cuerpo y las piernas apenas la sostenían. Bella fue capaz de llegar al otro extremo del despacho. Sabía que tenía las mejillas encendidas y eso se debía a lo enfadada que estaba consigo misma. ¿Por qué no le había parado los pies? ¿Por qué no había cerrado la boca? ¿Por qué no le había empujado o abofeteado? De bería haber hecho cualquier otra cosa en lugar de derretirse ante él y prácticamente abrirse de piernas y rogarle que le hiciera el amor.
—No puedo creer que lo hayas hecho —dijo Bella en voz baja.
Su mirada se posó sobre ella ante aquel reconocimiento.
—Parece ser entonces que tu conocimiento del sexo opuesto es bastante limitado —dijo él suavemente.
—Y no puedo creer que te haya permitido...
—Entonces el conocimiento que tienes de ti misma debe ser igual de deficiente, Bella, mu, ya que ambos sabemos lo maravillosamente sencillo que resulta hacer que te excites.
—Ni siquiera me gustas —admitió rotundamente.
Se giró hacia él para hacerle frente. A pesar de todo, ¿no había una parte de ella que esperaba que él lo negara todo y le dijera que nunca había dejado de amarla y que siempre lo haría? O aunque no fuera capaz de decir eso, quizá pudiera decir una de esas frases que siempre utilizaban en las telenovelas acerca de lo mucho que siempre la respetaría porque, simplemente, había sido su mujer.
Pero, naturalmente, él no lo hizo.
—Para nosotros los hombres no es necesario que una mujer nos guste para querer tener sexo con ella. Seguro que lo sabías, Bella. Simplemente tenemos que estar con una mujer que...
Terminó la frase en griego, pero no hacía falta ser una experta en lingüística para saber que era un comentario machista y rudo.
—¡Qué bien lo expresas! —observó sarcásticamente a pesar de que sus palabras la herían. Seguramente, ésa había sido la intención de Edward.
—Sabes que no soy muy diplomático. Después de todo, aún eres mi mujer y mientras lo sigas siendo tengo ciertos derechos.
—¿Derechos? —Bella lo miró fijamente—. ¿A qué derechos te refieres?
Se apoyó contra su escritorio con las piernas estiradas frente a él.
—Oh, no te hagas la ingenua conmigo, Bella. No cuando ambos sabemos la fama que te persigue.
—¡Eso no es cierto! —protestó, herida.
—¿Y el hombre con el que te encontré a solas y semidesnuda? ¿Acaso fue producto de mi imaginación?
Incluso en ese momento, recordar aquella noche era como si le clavaran un puñal en las entrañas.
—¡No fue como supones! Yo no hice nada malo. Entonces estaba casada contigo. ¡Era tu mujer! —Bella sabía que su voz tenía cierto tono de súplica, pero, aun así, la mirada de Edward era implacable.
—¿Y pretendes que me lo crea? ¿Tú, que siempre has sido tan ardiente y dispuesta para el sexo? Recuerdo que siempre estabas deseando meterte en la cama conmigo. Así que, ¿por qué debería pensar que podría ser diferente con otros hombres?
Edward se dio cuenta de que la huella que le había dejado su traición seguía siendo profunda y dolorosa. ¿Por qué si no, después de tantos años y tantas mujeres, seguía sintiendo la misma rabia? ¿Explicaba aquello su deseo de someterla a su voluntad? ¿Quería acaso castigarla de alguna forma? ¿Herirla con sus palabras de la misma forma que ella le había herido con su cuerpo?
Edward mantuvo una expresión seria mientras, deliberadamente, contemplaba la boca de Bella. —Sin embargo, tienes razón en una cosa. Eras mi mujer y, de momento, todavía lo eres. Y ambos sabemos a qué tipo de derechos me estoy refiriendo. ¿Qué te parece si lo hacemos aquí... y ahora aunque sea nuestra última vez? —le dijo insinuantemente mientras deslizaba la lengua alrededor de sus labios.
—¡Eres un canalla! —le acusó a pesar de que se había quedado hipnotizada por el movimiento de sus labios—. ¡Un salvaje! Los hombres no van haciendo esos comentarios en el mundo civilizado.
—Quizá sea demasiado sincero. Sé que quizá ésa no sea una de tus virtudes, pero yo soy una persona sincera. ¿A quién le importa ser civilizado, agapi mu? Que me comporte como un verdadero hombre siempre te ha excitado. Y aún lo hace. Me deseas tanto como yo a ti. Te has excitado, Bella. Y lo sabes.
—¡Cállate!
Edward contempló cómo Bella se pasaba la mano por el flequillo. Aquél era un gesto que reconocía a la perfección. Estaba enfadada, oh sí, pero él tenía razón. También estaba frustrada. Se encontraba al borde del precipicio del deseo. Un solo roce y...
Siguió observándola. Su cabello ya no era tan oscuro como cuando vivía bajo el sol de Grecia, pero la melena aún le llegaba casi a la cintura. ¡Cómo le había gustado rodear con sus manos aquella estrecha cintura y después acariciar su vientre hasta detenerse entre sus piernas! Recordó cómo entonces ella se retorcía de placer y cómo había perfeccionado con ella el arte de llegar al orgasmo discretamente. Cómo le había enseñado todo lo que él sabía sobre el sexo.
Y recordó también lo emocionante que les resultaba a veces cuando, sentados en algún lugar semipúblico, Edward deslizaba la mano por debajo de su falda hasta que Bella, mordiéndose los labios apoyada contra sus hombros, se retorcía de placer bajo sus expertos dedos. Bella se sonrojó.
—¡Deja de mirarme de esa forma!
—¿De qué forma, Bella?
—¡Ya sabes de qué forma! —dijo tratando de evitar que le temblara la voz. No estaba segura de si aquella agitación se debía al deseo o a la indignación—. Es ofensiva, voraz. ¡No me gusta!
—Mentirosa —susurró él.
Bella sabía que tenía que poner fin a aquello antes de que fuera demasiado tarde.
—No voy a discutir contigo —le dijo con total tranquilidad—. He venido aquí para hablar del divorcio tal y como tú me pediste. Ha sido un viaje que podía felizmente haber evitado y me gustaría acabar con todo esto lo más rápidamente posible —lo miró fijamente—. Así que, ¿podemos entrar en materia?
—Me temo que ahora no —dijo mirando su reloj—. Tengo una reunión.
¿Era aquélla otra muestra de su poder? Edward sabía que Bella llegaba ese día, pero, naturalmente, ella no podía forzarlo a hablar con ella. Así que, obviamente, se trataba de una lucha de poder. Ella estaba en su territorio, un lugar en el que él podía usar todas sus armas. Así que, aunque se comportase como un bárbaro, más le valdría hablarle respetuosamente.
—Muy bien. ¿Cuándo podemos vernos entonces?
—¿Te recojo para cenar?
—Una cena no era precisamente lo que tenía en mente.
—¡Mala suerte! Tienes que cenar y yo también.
—Ya que me lo pides tan amablemente... —dijo Bella entre dientes esbozando una sonrisa irónica—, cenar contigo será maravilloso.
El sarcasmo era algo que no formaba parte de la vida de Edward, así que aquella respuesta le irritó de sobremanera. ¿Tenía idea de lo que las mujeres eran capaces de hacer por conseguir que él las invitara a cenar? El enfado se le pasó mientras contemplaba la forma en que aquel vestido de algodón ceñía sus nalgas. Entonces se preguntó si aún seguiría llevando aquellas braguitas de encaje...
—¿Donde te alojas?
¿Cómo se llamaba el sitio? Consciente del escrutinio al que la estaba sometiendo su mirada, Bella fue capaz de sacar de su bolso una hoja de papel en el que aparecía impreso el nombre del hotel.
—Aquí... No estoy segura de cómo se pronuncia. Edward agarró el papel y frunció el ceño al leerlo.
—¿Quién ha reservado esto? —le preguntó.
—Yo, naturalmente. No tengo sirvientes que me hagan las cosas. Hice la reserva en Internet.
—¿En Internet? —repitió asombrado.
—Sí, Edward. En Internet.
—Bueno, pues no vas a alojarte aquí.
—¡Oh, sí!
—No, Bella. No vas a hacerlo –respondió Edward mirándola con ojos despiadados—. ¿Sabes algo acerca de esa zona?
—En mi otra vida fui guía en Atenas, ¿sabes? —le contestó satisfecha de ver cómo su enfado iba en aumento—. No, no sé nada de ella. ¿Cuál es el problema?
—¿Que cuál es el problema? ¡Todo! Es una zona peligrosa. Además, está al otro lado de la ciudad. Es una zona por la que nunca paso y no tengo intención de hacerlo. No permitiré que mi mujer se hospede allí.
—¿No debería ser yo quien tomara esa decisión?, Puedo hacer exactamente lo que me dé la gana y donde me dé la gana.
—Normalmente sí —asintió de mala gana—, pero en cualquier otra ciudad o país del mundo. No en mi ciudad. ¿Puedes imaginarte lo que dirían los periódicos si descubren que una Cullen se ha alojado en semejante tugurio?
—Así que se trata de eso. Todo es cuestión de imagen.
—No Bella, no se trata de mi imagen. Se trata honrar al apellido. El que por cierto, y hasta que se firmen los papeles, también sigue siendo tu apellido.
Bella había olvidado lo autoritario que Edward podía ser. A los diecinueve años y completamente enamorada de él aquello le parecía algo que podría sobrellevar, pero ahora, siete años después, Bella encontraba aquella actitud intolerable.
— ¡No puedes impedírmelo!
—No, tienes razón —le dijo con voz suave—, pero puedo ser muy duro si decides desafiarme, Bella. Si no accedes a alojarte en un lugar que yo apruebe y, además, que corresponda con la categoría que mereces al ser mi mujer, puedes ir deshaciéndote de la idea de llegar a un acuerdo —se encogió de hombros—. Tú eliges.
Ella lo miró fijamente.
—¿Qué clase de opción es ésa? ¡Eso es chantaje!
—Yo prefiero verlo como una dura negociación o preocupación por tu bienestar.
¡Menuda preocupación! Probablemente la habría arrojado a los lobos si hubiera tenido la opción. Bella lo miró, estaba entre la espada y la pared. Pero eso no era nada nuevo. Después de haberse casado y dejarla sola en un país extraño rodeada por la hostilidad de su familia, ¿acaso no se había sentido igual? Las circunstancias podían haber cambiado, pero la sensación era la misma. Aquel hombre había tomado las riendas de su vida.
—¿No te has olvidado de algo? Yo no puedo permitirme hoteles de cinco estrellas.
Ese era el tipo de negociaciones que a él le gustaban. Ella no estaba en posición de poder luchar contra él sobre eso. Edward lo sabía, y ella también.
—Tú no, pero yo sí. Será un regalo. Y tú lo aceptarás.
—Siempre he oído que hay que tener cuidado con los griegos que hacen regalos...
Su sonrisa fue instintiva, pero después se enfadó, puesto que aquello había mostrado un signo de su debilidad. No le permitiría utilizar el sentido del humor para debilitarlo.
—Haré que mi asistente te reserve una habitación en el Astronome. Iré a buscarte a las ocho. —lanzó una mirada desdeñosa hacia su deplorable bolso—. Ah, y será mejor que llames al servicio de habitaciones para que te planchen tus galas. —sugirió sarcásticamente.

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