domingo, 19 de septiembre de 2010

CAPITULO 7


Despertar en los brazos de Edward le dio una idea de lo que podía ser hacerlo después de haber hecho alguna locura. Y aunque tratara de negárselo así misma, lo deseaba.
—¿Qué hora es? —gruñó él.
—¿Seguimos comprometidos? —trató de encajar las piezas del rompecabezas sin la ayuda de una foto que le indicara dónde iba cada una.
—Sí —sonrió sobre la nuca de ella—. Y, sí, me debes una cantidad obscena de dinero.
Giró para mirarlo y vio que estaba tan maravilloso como el día anterior, con la sombra de barba de la noche. El otro cambio era que por una vez sonreía... era un Edward mucho más relajado del que estaba acostumbrada a ver.
Y aunque sabía que lo más sensato sería apartarse, Isabella se sentía muy relajada entre sus brazos, y le gustaba sentirse de esa manera.
—Buenos días —dijo él con ojos risueños.
—Buenos días.
—Hablas dormida —indicó Edward, ya que la había escuchado pronunciar su nombre varias veces en la noche.
—¡Tú roncas! —replicó Isabella.
—No es cierto, no lo hago.
Y era verdad, no lo hacía.
Los cubrió a ambos con el edredón y luego cerró los ojos. Pudo sentir el calor y la seguridad que emanaban de él. Sería tan fácil aceptar el beso lento que sabía que llegaría, no negar la intensa atracción que había entre los dos... pero, ¿a qué precio?
El dolor de perderlo porque se fuera con Tanya hizo que se pusiera bocarriba. Contempló el techo y lo oyó farfullar su protesta somnolienta. Cuánto más fácil y cómodo sería para él tenerla a su disposición durante esas dos semanas. Y lo horrible que sería para ella tener que reiniciar el proceso doloroso de intentar olvidarlo cuando ese tiempo terminara. Con eso en mente, se levantó y fue a la ducha.

—¿Cómo has dormido? —preguntó Carlisle mientras La señora Cope servía el café.
—Muy bien —respondió Isabella con cortesía, sonriendo al ver la expresión hosca de Edward. Era evidente que estaba sorprendido al comprobar que por una vez, su impresionante encanto no había funcionado.
—¿Qué planes tenéis para hoy? ¿Vais a ir a comprar un anillo? ¿Y luego, Isabella? ¿Vas a trabajar o...?
—Isabella se tomará un breve descanso del trabajo... —respondió Edward por ella—. Desde la muerte de sus padres, no ha logrado pintar bien. Necesita un descanso.
—¡Perfecto! —Carlisle asintió—. ¿Y tú, Edward? Esta semana estás en Melbourne, la próxima en Singapur... Podrías hacer algunas compras... —le sonrió con cariño a Isabella.
Pero Edward lo tenía todo organizado. —Está el baile en Sídney, Isabella se preparará para asistir.
—Y luego viene la reunión del consejo... —Carlisle entrecerró los ojos al observar a su hijo—. Anoche hablé con tu madre, Edward.
—¿La llamaste? —espetó, y de pronto el ambiente en torno a la mesa cambió—. ¿Por qué?
—Nuestro hijo se compromete... es justo que se le informe.
—Perdió ese derecho hace treinta años —se puso de pie—. ¿Por qué has hecho eso? ¿Por qué se te ha pasado por la cabeza llamarla?
—De hecho, yo no la llamé —respondió Carlisle con calma—. Fue tu madre quien me llamó. Sabes que ha estado haciéndolo durante los últimos meses...
—¡Desde que se enteró que estabas enfermo! —bufó Edward—. ¿Es que no ves lo que pretende?
—¿Te resulta imposible creer que pueda lamentar lo que sucedió?
—Sí —repuso su hijo con sequedad.
—Quiere llamarte esta noche... para felicitarte en persona.
—Dile que no se moleste.
—Necesitas perdonar a tu madre, Edward.
—Es más bien difícil cuando ni siquiera se ha disculpado —se puso de pie—. Vamos —llamó a Isabella mientras salía de la habitación—, debemos marcharnos...
—¿No os ibais a quedar el fin de semana? —inquirió Carlisle.
—No pienso quedarme para ver cómo te toman el pelo... ¡y no tengo nada que decirle a tu ex mujer!
Carlisle le dedicó una sonrisa tensa a Isabella al oír las pisadas de su hijo subiendo las escaleras.
—Debe de ser duro para él.
—Ella no tuvo más hijos y jamás se estableció en un lugar. Se odia por lo que hizo, pero estaba enferma... ¿Soy un tonto, Isabella? —la miró con ojos cansados—. ¿Soy un tonto por creer que me llama porque realmente le importa?
—No la conozco... —susurró Isabella impotente, sin poder darle la respuesta que buscaba—. Sólo tú puedes contestar eso, Carlisle.
—Será mejor que vayas —le dio un beso en la mejilla, como hacía siempre, luego la abrazó unos momentos—. Necesita perdonarla, Isabella. Y no sólo por mí... no es bueno que lleve tanto odio en el corazón. Habla con él...
Fue una tarea imposible.
Cualquier intimidad que hubiera podido cimentarse durante la noche se desvaneció. Edward regresaba a la ciudad conduciendo como si los persiguiera el diablo. Aunque Isabella lo intentó.
—Hizo bien en decírselo. Si tu padre cree que estamos comprometidos, ¡tiene todo el derecho del mundo a contárselo!
—Me importa un bledo lo que le dijo —juró en voz alta—. Lo que me irrita es que aún hable con la pintaría... —observó la expresión consternada de ella—. ¿Piensas que no debería hablar de ese modo de mi madre?
—¡Sí! Y también pienso que estás siendo duro con tu padre.
—¿Así que eso piensas? Mi padre hizo lo que tenía que hacer. No había trabajo en su pueblo y no tenía familia en Australia que lo ayudara a criarme. Acepto que se viera obligado a dejarme en Italia. Pero esa mujer a la que llama mi madre... —movió la cabeza—. Jamás ha sido una madre y ahora es demasiado tarde para empezar a jugar a las familias felices sólo porque mi padre esté enfermo. Si no ve que lo está utilizando, ¡entonces me encantará mostrárselo!
—Merece ser feliz...
—¡Isabella! —espetó Edward—. Si fueras mi prometida de verdad, quizá tu opinión contara. No sería bienvenida —añadió—, pero podría contar. Pero, dado que no eres...
Se detuvieron en el exterior de The Casino y un aparcacoches fue hacia ellos. Isabella se encogió en el asiento.
—¿Qué hacemos aquí?
—Hemos venido a comprar un anillo —repuso, observándola con atención—. A elegir tu ropa y a que te peinen... y podemos hacer todo eso aquí. ¿Algún problema?
The Casino era uno de los lugares más elitistas de Melbourne. Situado junto al río Yarra y lleno de restaurantes lujosos, boutiques de marca y joyerías exclusivas, era el último sitio en el que querría encontrarse Isabella. En muchas ocasiones, había pasado horas allí buscando a Mike en las salas de juego. A pesar del supuesto cambio en la vida de su hermano, en el fondo era incapaz de relajarse... y no podía evitar preguntarse si estaría allí, generando más deudas.
—¿Te causa algún problema venir aquí, Isabella? —La voz de Edward reflejaba una crispación que no entendió.
—Claro que no... —intentó responder con ligereza mientras le abrían la puerta del coche, pero supo que no lo logró.
La acompañó hasta un salón de belleza muy exclusivo y tuvo la desfachatez de decirle a la esteticista lo que esperaba que consiguiera.
—¿Puedo dejarte aquí, entonces?
Isabella le dedicó una mirada asesina.
—Dime a qué hora quieres que nos reunamos y allí estaré.
—Nos reuniremos aquí. Y si terminas temprano, por favor, intenta contenerte.
No sabía de qué hablaba. Se sentó mientras le cortaban el cabello lacio y castaño en capas y le añadían mechas de color caramelo. Luego, se concentraron en la ciclópea tarea de tratarle la piel devastada por noches de insomnio y de eliminarle las ojeras.
Cuando se miró en el espejo, se quedó maravillada. Habían eliminado semanas de dolor. Tenía el pelo sedoso y brillante, y las capas le daban un aire moderno. El cabello perfecto y el nuevo maquillaje le proporcionaban un aire sofisticado que ocultaban a la niña aterrada y dolida que anidaba en su interior.
Edward no hizo comentario alguno cuando regresó. Era evidente que no había mejorado el estado de ánimo de ninguno de los dos. Isabella se sentía como una perrita a la que iban a recoger al veterinario. Pagó la factura y la llevó una planta más abajo a una joyería exclusiva que a Isabella le pareció cerrada. Edward apretó la tecla de un interfono y gruñó su nombre. Fue como un abracadabra, porque las gruesas puertas negras de cristal se abrieron.
—Señor Cullen... —un caballero con traje oscuro los saludó cortésmente y los condujo a unos sillones.
Un asistente entró con dos copas de champán y un surtido de chocolates antes de que comenzara el asunto serio de elegir un anillo. Titubeante, Isabella se probó un par con el beneplácito del joyero mientras Edward movía los dedos sobre su muslo, como siempre que estaba aburrido.
—Son preciosos... —musitó ella—. ¿Qué te parecen? —lo miró en busca de su ayuda, pero su falta de interés era tan obvia como bochornosa, lo que hizo que ella se ruborizara.
—¿Ése te queda bien en el dedo? —señaló el que lucía.
—No se preocupe por el tamaño... —comenzó el joyero.
—Creo que mi prometida ya ha elegido —cortó Edward con la mente en otra parte.
Ni siquiera tuvo que entregar la tarjeta de crédito. Isabella empezaba a comprender que Edward vivía en el mundo de los muy ricos, donde no se intercambiaba dinero ni se requería una firma. Sin duda se enviaría una factura a alguna parte y alguien se ocuparía de ella. Ese era un mundo en el que ella ni siquiera se imaginaria vivir.
Al salir, ella soltó un gemido; se dijo que era preferible que ceder al deseo de llorar que la embargaba.
—¿Qué sucede? —preguntó él irritado.
—¿No podías haber hecho que fuera más evidente? —gimió otra vez, pero de inmediato se contuvo.
—¿Hacer evidente qué?
—Que no somos una pareja... que no... No importa.
—Está claro que sí importa —observó Edward, luego dejó de caminar y giró para mirarla—. ¿Cómo quieres que sea?
—Sólo digo que en público...
—¿No soy lo bastante afectuoso para ti? —Sus ojos reflejaron un destello peligroso.
—No es eso —lo tenía tan cerca, que apenas podía respirar y su proximidad la mareaba
—¿Preferirías que fuera más afectuoso?
—¡No! —espetó—. Pero si vamos a fingir, al menos podrías aparentar que te importa...
—Me confundes, Isabella.
Se acercó más y ella no tuvo otra alternativa que apoyar la cabeza contra un escaparate.
—Me dices que te deje en paz, te vistes como una gitana para acostarte... por no mencionar que esta mañana no te interesaban mis atenciones; pero ahora, de repente, cuando cumplo tus deseos, me acusas de no ser bastante afectuoso.
—Se supone que estamos comprometidos... —tragó saliva—. Se supone que debemos parecer enamorados. Sin embargo, en el salón de belleza, sólo te faltó llamarme con un chasquido de los dedos; no podías parecer menos interesado en la elección del anillo, ¡y ni siquiera me tomaste la mano! —movió la cabeza y quiso alejarse, pero en ese instante él la tomó de la mano.
—¿Así está mejor?
—¡No! —bajó la vista a los dedos entrelazados, al anillo enorme que le habían colocado ahí sólo por una transacción y no pudo contener las lágrimas—. Ya me avergüenza bastante lo que hacemos, a pesar de que tenga mis motivos para llevarlo a cabo. Pero no soy tan buena actriz, Edward. ¡Si mi verdadero prometido alguna vez me tratara o me hablara de esa manera, lo dejaría!
—¡Es justo! —coincidió con sinceridad—. Tienes razón... no parece verdadero... y por si te interesa, si tú fueras mi prometida, esperaría... eh... — añadió al ver que las lágrimas resbalaban por sus mejillas—. Que mi prometida llore en la calle tampoco está bien —pero lo dijo casi con amabilidad detrás del tono pomposo que solía emplear. Aunque no lo admitiera no le gustaba verla en ese estado.
—¡Son lágrimas de júbilo! —ironizó y vio que él sonreía—. No me trates como a un perrito faldero... no me avergüences más de lo que ya estoy avergonzada.
Le soltó la mano y con la yema de los dedos le secó las lágrimas con una ternura que Isabella casi creyó cierta.
—¿Así está mejor?
—Sí.
—¿Estás segura?
—Del todo.
—Y si te avergoncé ahí dentro... —bajó la cabeza y le dio un beso en los labios— entonces obré mal —apartó levemente la cara—. La próxima vez recordaré comportarme mejor en público.
—Gracias.
Pero siguió siendo horrible en privado. Hizo caso omiso de su petición de que pasaran por su apartamento para recoger algunas cosas.
—Edward, me gustaría que me llevaras a mi apartamento, tengo que recoger ropa, zapatos, y otras cosas que necesito.
—No, ya no las necesitas... ¡ahora tienes cosas bonitas! —dijo, abriendo el maletero del coche en cuanto entraron en el patio de un lujoso hotel de cinco estrellas.
—¿Dónde estamos?
—En casa.
Unos botones se llevaron todas las bolsas y Edward la condujo a paso vivo por el vestíbulo hacia la suite presidencial.
—¿Vives aquí?
—A veces —se quitó la chaqueta y los zapatos al responder. Se estiró en el sofá y apretó la tecla de un mando a distancia. Las cortinas se corrieron y revelaron una vista asombrosa de la ciudad y de la bahía—. Divido mi tiempo entre muchas ciudades. Tiene sentido hospedarte en hoteles en vez de mantener varias casas.
Port Phillip Bay se extendía más allá del ventanal como una herradura, con todos los hitos ya familiares: Brighton Pier, luego Mentone y así hasta llegar a la maravillosa punta en el extremo que parecía abrirse para abrazar Queenscliff, en donde se hallaba el hogar de sus padres. Ése no era el hogar de Edward.
A pesar de todo el lujo y de los impresionantes cuadros que decoraban las paredes, era sólo una habitación de hotel. Una habitación que, al marcharse Edward, se prepararía con minuciosidad para el siguiente huésped millonario.
Tenía los ojos tan anegados por las lágrimas, que ya apenas podía discernir su hogar... pero aunque lo fueran a vender en dos semanas, aunque sus padres hubieran fallecido demasiado pronto y aunque tuviera una deuda con Edward, seguía siendo más rica que lo que él nunca había sido. Al menos ella había tenido una familia y un hogar. Dos lujos que a Edward jamás le habían proporcionado, y que ella estaría encantada de acerlo, si al menos el la quisiera un poquito, pero eso no era el cuento de hadas que quería imaginarse, todo era un negocio, un acuerdo que los beneficiaría a ambos, aunque después ella sufriera un tiempo, ese tiempo que tardaría en olvidarlo.

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