Es sólo un sueño, Isabella. Por consentimiento tácito, eran las únicas ocasiones en que la abrazaba. Cuando las pesadillas hacían acto de presencia, también aparecía su mano, que la devolvía a la realidad y luego la abrazaba durante toda la aterradora noche. Jamás se habló del tema, y por eso estaba agradecida. Cada noche la sorprendía lo agradable que podía ser Edward cuando se lo proponía, la ternura que le ofrecía en esas ocasiones. Pero sólo por la noche.
La primera semana habían acudido a una interminable serie de acontecimientos sociales y la alta sociedad de Melbourne les había agasajado. Pero los días habían sido largos y solitarios mientras Edward se dedicaba en cuerpo y alma a su trabajo.
Se estiró en la cama y miró el reloj; le dolía la cabeza después de otra noche insomne.
—¡Buenos días!
Se sobresaltó al entrar en la sala y verlo sentado a la mesa, listo para encarar el día mientras bebía café y ojeaba la habitual montaña de correo de cada mañana.
—Lo siento —le sonrió—. ¿Esperabas que ya me hubiera ido?
—En absoluto —le ofreció una sonrisa dulce y se puso a untar mantequilla en una tostada, a pesar de que no le apetecía. Movió la cabeza cuando Edward fue a servirle un café—. Tomaré té.
—¿Desde cuándo? —se mostró desconcertado—. Siempre bebes café.
—Apenas llevamos comprometidos una semana —le recordó.
—Estás llena de sorpresas —volvió a sonreír—. Bien, ¿qué piensas hacer hoy?
—No estoy segura.
—Han llegado las invitaciones para el baile del sábado próximo... lo que me recuerda que debes comprarte algo que ponerte —alzó la vista.
—Tengo un guardarropa lleno de prendas sin estrenar —repuso ella. Pero Edward no escuchaba. Bebió un sorbo de café de forma ruidosa, lo que crispó a Isabella.
—Lo siento, cariño —mintió—. Son ese tipo de costumbres que sólo hacen acto de presencia cuando uno ya está casado.
—¡Algo que a ti y a mí jamás nos sucederá! —se sirvió té y añadió una cucharadita de azúcar.
Observó cómo rompía una felicitación de compromiso, que dio por hecho que sería de su madre, antes de continuar con el resto del correo.
—Oh, no sé... —volvió a sorber el café sonoramente para jugar con ella—. ¿Cuándo vas a devolverme el dinero?
—El lunes próximo —repuso con frialdad, negándose a morder el cebo que pudiera estar poniéndole. Leyó los titulares del periódico.
—¡Bien! —al verla pasar las páginas, comprendió que aún no se había acostumbrado a ver impreso su nombre—. ¿Qué dicen hoy de nosotros? —preguntó.
—Lo habitual... —puso los ojos en blanco— Yo soy tu consuelo después de la ruptura con Tanya, un engaño para el consejo... —en realidad, estaba más interesada en la foto. No había tardado en comprender que Edward siempre iba dos pasos por delante... la inesperada ternura que había mostrado en el exterior de la joyería había sido capturada en papel, y aunque se lo había negado al preguntárselo, estaba segura de que lo había planeado todo para que pudieran fotografiarlo secándole las lágrimas de felicidad y, tal como había expuesto el diario, sellar la unión con un beso.
—Aquí hay una foto mejor de ti... —sin dejar de leer el correo, le entregó otro periódico—. Creo que estás entrando en las salas de juego de The Casino... pensé que debía de haber sido antes de la semana pasada, pero ya tienes el pelo cambiado. Mencionan que al salir daba la impresión de que estuvieras llorando... —ya no fingía leer y la miraba a la cara.
Mientras repasaba el artículo, supo que ése era el verdadero motivo por el que Edward desayunaba con ella. Había ido a The Casino en busca de Mike.
Después de numerosos intentos fallidos de contactar con él, el pánico se había apoderado de ella y la había conducido al único lugar donde sabía que podría encontrarlo.
—Sé lo que debe parecer... lo que tú debes pensar —se pasó una mano por el pelo—. Pero no tengo ningún problema con...
—Pues yo sí —la interrumpió—. Yo me ocupo del dinero de la gente, de sus inversiones, ahorros... Y mi prometida saliendo abatida de una sala de juego no es la imagen que espero proyectar. No quiero tus excusas y no quiero tus motivos... sólo debes saber que no toleraré que me dejes mal. La prometida de Edward Cullen no tiene un problema con el juego... en el periódico de mañana se publicará una disculpa. No me hagas pedir más favores. ¿Crees que podrás dejar de ir al menos durante una semana?
Cuando lo único que recibió fue un gesto rígido de asentimiento, prosiguió:
—Bien. No pienses que siendo mi esposa tendrás acceso a fondos ilimitados para alimentar tu asqueroso hábito —se puso de pie, recogió el maletín y se volvió para irse, pero se lo pensó mejor—: Estoy dando por hecho que ése es el caso. Quiero decir —agregó con tono desagradable—, ¡la gente no suele salir de un casino llorando después de haber ganado!
—Eres rápido para pensar lo peor... —no tenía que justificarse ante él... no tenía que suplicar su comprensión o perdón por un delito que ni siquiera había cometido—. ¡Estás tan seguro de que todo el mundo va tras tu preciado dinero!
—Recuérdanoslo otra vez... exactamente, ¿por qué estás aquí, Isabella?
Incluso antes de establecer este pacto, tú misma me dijiste que era lo único que querías de mí.
—¡Después de que hubieras vuelto con ella! —las lágrimas le quemaron los ojos mientras él se acercaba a la verdad—. Te acostaste conmigo y luego volviste con ella, Edward. ¿Qué querías que te dijera? ¿Felicidades? Espero que los dos seáis felices... o los tres.
—Déjalo, Isabella... —le advirtió.
Pero ella no escuchaba.
—Me hiciste daño y yo te dije esas cosas para devolverte el daño que me habías causado.
—Aquella mañana... —tenía la mandíbula tensa—jamás fue mi intención regresar con ella. Tanya me dijo... Averigüé que estaba... —movió la cabeza —. Déjalo, Isabella —repitió.
—¿Estaba embarazada?
—No.
—¿Tuvo un aborto? —tanteó en la oscuridad en busca de una respuesta—. ¿O perdió al bebé?
—¡Ya te lo he dicho! —bramó Edward—. No había ningún bebé.
—¿Es verdad, entonces? —no dejaba de tratar de encontrar una excusa que le indicara que los periódicos se habían equivocado, que el hombre al que amaba en realidad no era un canalla. Pero lo era—. Tengo todo el derecho a decir estas cosas odiosas —aseveró—. Tengo todo el derecho a odiarte... porque tiraste lo que teníamos sin una razón válida. Y también Tanya tiene todos los motivos para odiarte.
—Déjala fuera de esto, ella no tiene nada que ver.
—Si claro, quieres que la deje fuera como hiciste tú al descubrir que no podía darte hijos —espetó Isabella—. ¿Sabes una cosa, Edward? ¡No te los mereces!
Con la cara blanca y los ojos verdes echando fuego, él fue hacia la puerta sin siquiera recoger el maletín.
—¡Edward! —lo llamó, pero era demasiado tarde. La puerta se había cerrado a sus espaldas y ni siquiera había dado un portazo.
Isabella temblaba... no por el veneno de sus palabras, sino por el efecto que habían tenido. Sintió náuseas y apenas llegó a tiempo al cuarto de baño. Estaba más enferma que nunca. La furia que había dirigido contra él en ese momento se volvía contra sí misma por no ser capaz de aceptar que no era el hombre que quería que fuera, que estaba segura de que podría ser.
Regresó al salón para recoger de la papelera la tarjeta que él había tirado. Estaba escrita en un inglés elemental, pero la conmovió el esfuerzo que había hecho la mujer.
Isabella y Edward,
He recibido la noticia de vuestro compromiso con felicidad.
Isabella, espero conocerte pronto, para compartir tu júbilo.
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¿Qué júbilo?
Ni el lujo de su entorno había podido esconder las cicatrices de Edward. ¿Tenía alguna idea Bella de lo que había hecho?, con el remordimiento carcomiéndole el alma tomó el maletín de Edward, y fue a buscarlo para tratar de arreglar las cosas, si es que aún tenían arreglo.
Mientras atravesaba por los pasillos del edificio, sentía las miradas curiosas que le dedicaban los trabajadores, pero eso no la detuvo aunque si la incomodó.
—Bueno, ha sido más fácil esta vez —ruborizada e incómoda, intentó sonreír al cerrar la puerta del despacho a su espalda—. Tu secretaria ni siquiera me pidió que me sentara a esperar.
—¿Qué haces aquí, Isabella?
—¡Olvidaste el maletín! —lo sostuvo con un dedo. Era una excusa patética y los dos lo sabían—. Y también he venido a realizar un control de daños. Pensé que podría quedar mejor si daba la cara.
—Mi personal sabe que no debe creer lo que aparece en los medios de comunicación... y como ya te he dicho, mañana habrá una retractación y disculpa escritas.
—¿Funcionan? Porque si es así, me gustaría...
—Dejémoslo ahí.
—Lamento mucho lo que dije esta mañana... de que no merecías tener hijos.
—¿Podemos olvidarlo, por favor?
—¿Podemos?
—Yo ya lo he hecho —le dedicó una sonrisa distante.
—He pensado que podríamos ir a comer...
—Tengo reuniones —ni siquiera la dejó terminar—. ¿Por qué no vas de compras...?
—No quiero ir de compras.
—Necesitas un traje para el baile del sábado próximo. Nuestra empresa es la patrocinadora principal, y los dos seremos el centro de atención... es un acontecimiento importante.
—¿Che cosa é la carita? —dijo ella con dulzura en el italiano que había aprendido de un libro de frases. Edward enarcó una ceja.
—Una gala benéfica a favor de los niños —respondió él con el amago de una sonrisa en la comisura de los labios—. Supongo. ¿Cuándo empezaste a aprender italiano?
—Esta mañana —reconoció ella—. Sabía que no tenías ni idea del motivo de la gala.
—Bueno, te concederé ese punto —recogió la pluma, despidiéndola de forma silenciosa. Pero Isabella se negó a marcharse.
—Estaba pensando... —probó—. Esta noche, cuando vayas a casa, quizá en vez de salir a cenar fuera podríamos quedarnos... —sabía que el rubor había llegado a la raíz misma de su cabello. Parecía una adolescente en su primera cita—. Podríamos pedir algo rico del servicio de habitaciones...
—Suena bien... pero he de trabajar hasta tarde.
—Edward, intento disculparme...
—Isabella, por favor... —se puso de pie para concluir el encuentro—. He de continuar con mi agenda.
—Está bien, me voy, al menos lo intenté —dijo mientras se dirigía hacía la puerta, al parecer arreglar las cosas con Edward será más díficil de lo que se imaginó— nos vemos luego, por favor cuidate mucho —y se fue pensando en cómo le haría para lograr que Edward la perdonara, y arreglar lo que ella misma había provocado.
Conducía demasiado deprisa. Tomaba cada curva con velocidad vertiginosa y quitaba una mano del volante para buscar una sintonía en la radio. Isabella iba encogida en el asiento del acompañante y trataba de convencerse de que hacía eso todos los días, que se conocía de memoria cada recoveco del camino. También sabía que cada exclamación involuntaria que soltaba le irritaba aún más.
—Conduce tú, entonces —Edward pisó los frenos con tanta fuerza que las ruedas chirriaron al detenerse— Si piensas que lo puedes hacer mejor... —bajó del vehículo, cerró de un portazo y dejó que Isabella controlara el volante.
Podía hacerlo. Mirando por el espejo retrovisor para cerciorarse de que los gemelos se hallaban bien sujetos por los cinturones de seguridad, los tranquilizó con una sonrisa.
—Pronto llegaremos —no le respondieron; simplemente parpadearon con ojos enormes y confiados.
Se repitió que podía hacerlo, y luego pisó con suavidad el acelerador... pero el coche de Edward era mucho más potente que el suyo, porque salió disparado y no pudo hacer nada. Tenía el pie pegado al acelerador mientras volaban hacia el vacío y el océano daba la impresión de salir a su encuentro. Los gemelos gritaban aterrados y también oyó el sonido del llanto de un bebé. Intentó imitarlos, pero su voz se hallaba atrapada en su interior y el grito creciente no encontró vía alguna de escape...
—Isabella.
Al sentarse de golpe, sintió que Edward la abrazaba y la tranquilizaba con su voz profunda, repitiéndole como en las últimas noches que se encontraba a salvo.
—Es un sueño —le acarició el brazo—. No es más que un sueño; estás a salvo. Vuelve a dormirte.
Pero no podía.
Apenas lo había visto desde la discusión en su oficina. El cuerpo le tembló en la oscuridad mientras deseaba que la tocara, que le hiciera el amor, que la sacara de sus pensamientos desesperados sólo por un rato. Pero había respetado la palabra dada y no la había presionado. Aunque a veces deseaba que lo hiciera.
—Deberías ir al médico.
Era la primera vez que hablaban de sus pesadillas... la primera vez que había hecho algo más que abrazarla.
—No quiero tomar píldoras.
—Quizá durante una o dos semanas —insistió Edward—. Estás pálida, extenuada... por favor, sólo ve al médico y cuéntale que no duermes. No me gustaría que te enfermaras.
—Lo pensaré.
El corazón comenzaba a calmársele, su respiración se acompasaba y la abrazó hasta que estuvo seguro de que se había dormido. Resistió la tentación de enterrar la cara en su cabello y exigirle que dejara de desperdiciar su vida. Se recordó que no era asunto suyo. Fuera cual fuera el lío en el que se encontrara... bueno, no era su problema. En poco menos de una semana seguirían caminos distintos y nunca más tendrían que volver a verse. Sólo pensar en ello lo mataba.
Sostuvo su cuerpo frágil contra el suyo y quiso olvidar todo lo que había averiguado ese día. ¿Qué había dicho el psicólogo al que había llamado? Que los adictos eran astutos y manipuladores... Cerró los ojos. Le resultaba tan fácil olvidar aquello cuando la tenía en brazos. Le habían dicho que ella primero tendría que reconocer el problema antes de que pudiera ayudarla.
—¿Isabella? —se movió cuando él se puso de costado y la miró—. Nunca habrá nada demasiado horrible que no puedas contarme —sonrió cuando los ojos desorientados trataron de enfocarlo—. Si te preocupa algo, lo mejor es enfrentarte a ello.
—Lo sé —farfulló.
—Y si puedo hacer algo para ayudarte —aventuró él—, lo haré.
—¿Incluso después de lo de esta mañana? —preguntó con voz somnolienta.
—Especialmente después de lo de esta mañana —habría dado cualquier cosa por bajar la cabeza y besarla, razón por la que no lo hizo. Según el psicólogo, lo último que necesitaba ella era presión— Bella, prometeme que mañana irás a ver al medico —realmente le preocupaba que no durmiera, cada día tenía un aspecto peor.
"Bella" repitió ella en su mente, era la primera vez que la llamaba de esa manera, y se sorprendió al descubrir que le encantaba que la llamara de esa manera. Tal vez después de todo él si la quería, aunque fuera sólo un poco, el solo hecho de imaginar que pudiera ser cierto la emocionó de tal manera que ni siquiera pensó en la respuesta que le dió.
—Te lo juro.
La abrazó tiernamente y le besó la frente mientras le susurraba al oído "duerme pequeña, todo estará bien", ella le correspondió el abrazo, y esa fue la primera noche en muchos meses que logró dormir una noche entera, pero sobre todo tener un sueño agradable, una imagen de un pequeño de ojos verdes y cabello marrón fue lo que apareció en sus sueños.
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