jueves, 24 de marzo de 2011

Una idea maravillosa tras otra

Capítulo 1 “Una idea maravillosa tras otra”

Castillo Swan

1269

El Padre de   Lady Isabella aseguraba que  su cabello castaño rojizo era el más valioso  bien de su hija… o quizá su  mayor tesoro, dado que  él tenía el deber  de verla casarse con algún tonto ingenuo.

Al  mirar a Lady Isabella Swan, uno pensaría que ella era  la imagen perfecta que  cada hombre, cada caballero,  cada rey, cada campesino o cada comerciante, buscada en una esposa. La imagen perfecta de una mujer que fuera mansa de espíritu,  para hacer que el  hombre a su lado se sintiese más valiente y más fuerte. Una esposa que fuese lo suficientemente dócil  como para permitir que un hombre se sintiera el rey de su castillo. Una mujer cuya cabeza estuviera vacía por dentro  para que él se sintiese  más superior e inteligente que ella.

Según la Iglesia, el color del cabello de una mujer daba indicios de su verdadera naturaleza.
Los hombres pensantes de la Iglesia basaron esa teoría en la hipótesis que el cabello derivaba directamente del cerebro.

El cabello rojo fogoso de una mujer advertía a los hombres del espíritu malvado de una mujer. El cabello rubio simbolizaba el dorado de cada amanecer, y las mujeres que lo poseían le brindarían a su esposo el calor del sol e iluminarían su vida con su luz.
El cabello negro  color  medianoche,  que para todos era la hora de la hechicería, coronaba las cabezas de las mujeres excesivamente listas y tortuosas.  Incluso se decía entre los hombres de la Iglesia que Eva tenía el  cabello tan negro como el pecado de una mujer.

Pero una mujer con cabello castaño era perfecta.

Desafortunadamente, esos hombres de la Iglesia no conocieron a Isabella. Como un bosque de frondosos árboles con sus hermosos troncos cafés que escondía arbustos espinosos, el cabello de Lady Isabella escondía su verdadera naturaleza y carácter.

Ella era terca y  determinada, esos rasgos en el carácter eran admirados en los  hombres pero muy despreciados cuando los poseían las mujeres.
Su padre juraba que ella había nacido con esa obstinación.

Antes del nacimiento de Bella, su  madre había perdido  cinco bebés. Con Bella, como  le había sucedido cómo en los anteriores embarazos, los dolores del parto habían llegado antes de tiempo. Y la pequeña había llegado  al mundo  tras siete meses de embarazo. Cuando el sacerdote intentó administrar los últimos sacramentos sobre su pequeño  cuerpo azulado, ella le pateó la mano y,  de acuerdo con el testimonio de su padre,  la beba abrió la boca y lanzó  un chillido que casi derrumba las paredes del castillo.
Para el asombro absoluto de todos, la pequeña Isabella sobrevivió.

Desde el primer momento de su vida con todas las desventajas que tenía, peleó para lograr lo imposible. Lady Isabella había nacido peleando por controlar su propio  destino.

Por supuesto, en su propia opinión ella no era testaruda. Persistente era la palabra que ella usaba. ¿Si se hubiera rendido en el momento de su nacimiento dónde se encontraría ahora?  Muerta, así estaría.

Era por eso que Bella creía en la virtud de  ser determinada. Ella no dejaría que cualquiera controlase su vida, pues sólo ella poseía el poder para lograr su propia supervivencia.

Creía que con la persistencia venía el  éxito. Si uno de sus maravillosos planes no se concretaba, entonces siempre podría pensar en  otro.

Era baja de estatura,  pero tenía el corazón de un gigante. Su mente algunas veces era  demasiado rápida para su propio  bien. Una vez que se le metía una de sus desgraciadas ideas en la cabeza, rara vez pensaba en las consecuencias de esa idea,  y  usualmente había muchas consecuencias.

Pero nadie podría decir que no había aprendido  de sus errores.  No era tan idiota. Rara vez cometía el mismo error dos veces. Ella siempre cometía errores nuevos.
Lo cual le agradaba, porque sería ella quien determinaría su propio futuro. Aunque  el camino de su futuro estuviese pavimentado con las piedras de sus fracasos. Al menos eran sus propios errores y fracasos.

Bella nunca permitía que algo tan menor como una falta de habilidades desanimara sus esfuerzos.

Ella creía firmemente que la perfección venía con la práctica y la repetición. Por supuesto no tenía una razón lógica en la cual basar esta creencia. Ciertamente, su  historia,  la lógica, y su propia reputación demandaban todo lo contrario.

Pero ella amaba los desafíos. Abrazaba los desafíos, se apasionaba con ellos. Los que la conocían consideraban que su espíritu tenaz era tan fútil como intentar remar en la arena. Pero Bella no sabía lo que era desistir y rendirse. Siempre recurría a crear un plan nuevo, una nueva idea maravillosa.

Bella pensaba que las ideas eran cosas maravillosas. Las personas que habían sido testigos de algunos de sus grandes fracasos reconocían los signos de  alerta. La  tranquilidad y el silencio repentino en su conducta. Una arruga pequeña en su  ceño fruncido. Su labio inferior siendo mordido compulsivamente y el toque continuo del  anillo adornado con joyas de su madre que llevaba en su dedo. Su expresión se convertía en un mar de serenidad y abstracción.

Cuando Lady Isabella adoptaba esa apariencia y esa conducta podía esperarse lo peor. Pero la hecatombe llegaba cuando afirmaba en voz alta que  tenía una de sus
"maravillosas ideas," aquellos a su alrededor inmediatamente perdían la paz de su espíritu.

Y Con razón.

Cuando ella apenas había cumplido diez años, su padre realizó un peregrinaje de  penitencia grande a los monjes gregorianos por  lo que él definió como "un ruego desesperado por  ayuda" Meses más tarde afirmaba que había valido la pena comer las magras comidas del convento, pues sólo le había llevado tres semanas poder sacar la catapulta nueva del foso que rodeaba al castillo.

Cuando el carro del mercader había sufrido el mismo destino dos años antes, le había  llevado seis semanas rescatar el vehículo y le había costado aún más oro el pagar por las mercancías pérdidas.

Cuando Bella cumplió doce años tomó una aguja e hilo para atender la herida de un obispo que estaba de visita. Después de ese episodio su padre debió  usar todo el oro en su bolsillo para comprar el perdón del clérigo para ella.

Parecía que sin que su padre se diera cuenta, el lascivo obispo había perseguido a Bella durante la semana anterior al episodio de la herida y  la había acorralado en la escalera, donde  le había robado un beso y le había tocado sus pechos pequeños. Entonces cuando llegó el momento de enseñarle una lección, ella había sonreído dulcemente y con una mirada llena de malicia inocente había cocido su herida en forma de tres números seis, el signo del diablo.

A las quince años, Bella fue echada de la corte de la reina después de sólo dos días desastrosos, y su padre le envió al Papa un cáliz dorado con piedras preciosas incrustadas con la esperanza de que el Santo Padre hiciera una plegaria especial para su hija. Su única y amada hija.

Había funcionado, pues una semana más tarde  llegó la oferta de compromiso matrimonial de parte Edward Cullen, un caballero que estaba entonces en Tierra Santa haciendo que  el rey inglés y la Iglesia se enriquecieran bajo el pretexto de exterminar a los infieles musulmanes.

Ella le pidió a su padre que le contara como era Sir Edward. Su padre le dijo que él era un gran guerrero.
Esa no era exactamente la respuesta que Bella estaba buscando.

Ella quería saber si él era alto y amable y si tenía una cara que era agradable a los ojos. Si sabía tocar el laúd y cantar poemas de amor. Si él le daría a ella su corazón servido  en una bandeja de plata.

Su padre se había reído y  había afirmado que Sir Edward la protegería y que no tenía importancia si a ella le gustaba él o no, porque no tenía ninguna alternativa. El compromiso matrimonial era una orden del  Rey  Henry, el  Lord al cual el padre de Bella había prestado juramento de fidelidad.

Pero Cullen debía estar en Tierra Santa por cuatro años más y su padre se enfermó un  día excepcionalmente frío de invierno y murió unos días más tarde.

 Lady Isabella se convirtió en la protegida Henry III. La Reina Eleanor todavía tenía proscrita a Bella en su corte, pues le había bastado con la experiencia de tenerla dos días allí, ella le sugirió al rey que enviase a su nueva protegida a uno de sus enemigos, quizás a algún problemático príncipe galés.

Henry se rehusó. No estaba listo para iniciar una guerra con Galés.

Entonces hasta que Cullen regresase de la Cruzada, el rey envió a Lady Isabella a un convento remoto, donde su vida continuó siendo igual a la que había tenido antes de la muerte de su padre: una "idea maravillosa" tras otra. 

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