lunes, 13 de diciembre de 2010

Quiero venganza


Capítulo 2 “Quiero venganza”

—Pero James. ¿Quieres no decir más tonterías? Me matas de risa con esos proyectos.
Son las seis de una esplendida tarde de mayo, los criados retiran los restos de la suculenta merienda y el impecable servicio de plata, mientras en la rotonda de cristal anexa a la terraza, dos muchachas y un joven, charlan con la alegría y volubilidad de la juventud y la confianza.
—Siempre te ríes de todos los proyectos de James para trabajar. Haces mal en desanimarlo, Isabella.
—Sencillamente no creo en la firmeza de sus propósitos de trabajo, y si me permito gastarle alguna broma es solamente para estimularlo. ¿Verdad que tú lo sabes y no me lo tomas a mal?
—Yo se que siempre tienes razón, Isabella. Realmente no soy hombre de trabajo; amo demasiado la vida, la belleza, me gusta demasiado mirar el cielo, el mar. Y los ojos de ciertas mujeres.
     ¡Adulador!
—Los admirables ojos de las mujeres de mi tierra. Soy el hombre que normalmente tiene que dar este sol y este clima, que no se hizo para extenuarse en el trabajo, para amontonar ambiciosamente lingotes de oro, sino para gozar de la vida aunque muchos se atrevan a reprochárnoslo.
—Sabes que pienso exactamente igual que tú; pero a Irina la estamos escandalizando. Ella es una hormiguita que tiene por ideal de vida llenar con una ocupación cada instante.
—No tanto; pero aunque se burlen ustedes de mí, me gusta estar ocupada. Como soy pobre creo que debo aprender a bastarme a mí misma, y he leído siempre que la ociosidad es la madre de todos los vicios.
—Puede ser; pero también es la madre de todos los refinamientos y de todas las exquisiteces. En la ociosidad soñamos, y creo que no hay nada mejor que los sueños, prima mía.
     ¡Bravo! Así me gusta que defiendas nuestra causa.
—James siempre defiende lo que tú quieres, y hace lo que tú mandas. Soy yo la que siempre está de más.
— ¡Vamos, tonta! ¿Vas a tomar una broma en serio? Nadie critica tu laboriosidad; pero tenemos que justificar nuestra pereza.
—   ¡Ay, Isabella! Con ser tan bonita creo que ya has hecho bastante.
Isabella ha sonreído halagada, echando hacia atrás la hermosa cabeza de perfecto perfil helénico. Es realmente muy bella, tanto como, encendidos de pasión, los ojos de su primo parecen demostrar. Los suaves cabellos ondulados con reflejos rojizos entre sus mechones marrones, color chocolate son las cejas y las pestañas, igual que las pupilas de profunda mirada ardiente; las mejillas de una palidez mate y sana, y la boca jugosa, dulce y fresca como un esplendido y maduro fruto tropical. Todo en ella da una sensación  de dominio, de fuego, de pasión; desde sus suaves movimientos, llenos de exquisita voluptuosidad, hasta la altiva gracia con que yergue su cabeza.
—Ser tan linda como Isabella debe ser un encanto.
—Tú también eres muy linda, Irina.
Al volverse a Irina, la expresión de James Vulturi ha cambiado. Es un gesto fraternal, tierno y afectuoso, como de hermano mayor, que se acentúa al ver ruborizarse el fino rostro de líneas exquisitas, porque Irina Vulturi, prima de James y de Isabella, es también una lindísima muchacha; menuda, frágil, de grandes ojos claros, de dorados cabellos, de boca breve y fina; tiene la gracia un tanto infantil de ciertas porcelanas y el encanto angelical de los niños tristes.
A veces, por contraste extraño, pasa por sus ojos de cielo un chispazo acerado, el fulgor de una voluntad, de una fuerza insospechable; pero casi inmediatamente los párpados sombreados de espesas pestañas, bajan ocultando aquella chispa hasta apagarla.
— Ya sé que no te gusto nada.
—Pero, nena, ¡que tontería!
—Me di cuenta desde el primer día que llegaste. Al mirar a Isabella  quedaste deslumbrado.
—Bueno…
—Claro que no puedo culparte. Isabella  es encantadora, y yo no valgo nada, casi nada.
— ¿Que estás diciendo, hija de mi alma?
Heidi Vulturi ha aparecido bajo el arco que divide la rotonda de la sala. Es una mujer alta, imponente, vestida con regia elegancia, hermosa como siempre. Su mirada pasa inquieta por el rostro de su hijo, resbala con frialdad sobre la espléndida figura de su sobrina Isabella, que se ha puesto de pie al verla entrar, para posarse luego con profunda ternura en la rubia Irina, que como una chicuela corre a refugiarse en sus brazos.
—Yo no valgo nada, pero tú si me quieres, ¿verdad tía Heidi?
—Te quiero yo y te queremos todos en esta casa, te apreciamos en todo lo que vales. No creo que haya nadie capaz de decirte lo contrario.
Su mirada se ha vuelto hostil al fijarse en Isabella, que sonreía con breve sonrisa resignada.
—Has sido tú, ¿verdad Isabella? Seguramente empleaste con ella alguna de tus brusquedades, o de esas bromas de dudoso gusto que acostumbras usar. Demasiado conoces la sensibilidad de Irina y como me molesta que le digan nada que pueda mortificarla.
—Estas siendo injusta, mamá. Isabella  no ha hecho absolutamente nada, no ha dicho nada que pueda mortificar a nadie –protesta James.
—Conozco más que tú a Isabella. Sé sus mañas.
—Con su permiso, tía. Si no me necesita me iré a mi cuarto.
— ¡Isabella!
     ¡Déjala!
—No, mamá; no puedo dejarla. Le has hablado desagradablemente sin ningún motivo, sin ninguna razón. Era a mí a quién respondía Irina cuando tú entraste. Con tú permiso, mama.
— ¡Es el colmo! James... ¡James!
—No le llames. No te disgustes con él, tía Heidi; no le digas nada, no quiero que por mi se mortifique nadie. A mí no me importa que los demás no me quieran. ¡Me quieres tu y con eso me basta!

***

—Isabella, quiero pedirte que perdones a mi madre.
— ¡Oh!
Isabella  se ha vuelto lentamente al escuchar muy cerca la voz de James. Está en el extremo de la gran terraza que da sobre los jardines, respirando al aire espeso, cargado de perfumes de aquel atardecer de mayo, y aun parece más espléndidamente bella bajo el cielo azul, que en la rotonda de cristales; aunque hay una sombra de tristeza que vela sus grandes ojos chocolate, profundos y ardientes.
—Te trato mal sin razón alguna.
—No te preocupes; ya estoy acostumbrada.
— ¿Que dices?
—Nada que deba inquietarte, James. En las simpatías y antipatías no se manda. Nunca tuve la suerte de agradar a tía Heidi.
—Es increíble. ¿Por qué?
—Irina fue siempre su preferida; desde aquella mañana en que huérfana a los diez años vino a comer el pan de esta casa donde ya me daban a mi cobijo y abrigo.
—Nada más natural, tu padre era primo hermano del mío; fueron camaradas y amigos desde niños.
—Sí. Lo he oído contar: su compañero de locuras y calaveradas. Mi padre se arruinó porque quiso, según dicen. Tiró el dinero a manos llenas, vivió locamente, fue prodigo con su fortuna y con su vida, y murió a los treinta años en un duelo ridículo por una mujer vulgar.
— ¿Quién te ha dicho eso?
—Todo el mundo lo sabe en Rio de Janeiro. La propia tía Heidi contó la historia más de una vez casi en mi presencia cuando yo era una niña.
— ¡Es imperdonable en mama!
— ¿Por qué ha de ser imperdonable? Ella no podía sospechar que mi precocidad adivinara sus medias palabras, sus alusiones veladas. Después de todo, aquellos fueron mis mejores años en esta casa.
— ¿Cómo?
—Antes de que Irina viniera, mi tía me quería más. Luego, claro, el contraste de su dulzura con mi brusquedad, de su diplomacidad con mi franqueza agresiva, de su laboriosidad con mi pereza, de mi carácter violento y apasionado con el suyo apacible y suave. Es natural que mi tía eligiera a la criatura dócil y mansa que se plegaba a sus caprichos sin una protesta, prefiriéndola a la rebelde y audaz que mi padre me había enseñado a ser. ¿Qué quieres? Tengo muchos defectos y tía Heidi no quiere perdonármelos.
—A mi me pareces encantadora. Maravillosa, ¡única!
—Eres el hombre más amable que he conocido en mi vida. Se lo que soy en realidad; no se luchar con astucia, no quise luchar con Irina para ganar el corazón de tía Heidi. Además, me dieron poco tiempo.
—Sí; ya sé que casi inmediatamente fuiste interna a un colegio, mientras Irina se quedaba en casa.
—Siempre fue delicada de salud; tuvo aquí mismo profesores particulares.
—Por desgracia su instrucción no ha ganado mucho con eso. Tú en cambio.
—Fui al colegio de disciplina más severa que pudo encontrase en la Capital; tía Heidi juzgaba que me hacía falta. Me obligaron a estudiar, no es gran merito de mi parte. Me apasione  por los deportes, por el piano, y fui bastante feliz allí; las maestras me estimaban.
—Todo el que te trate tiene que estimarte, que adorarte, Isabella.
—No hay que exagerar. Por unas causas o por otras mi salida del colegio fue retrasándose. Cuando volví a esta casa era una extraña, e Irina la niña mimada. Además, ya la has visto; es blanda, ñoña, mimosa, y le basta derramar una lagrimita en los brazos de tía Heidi, para que esta la complazca en cualquier cosa. Sus caprichos son órdenes en esta casa, no sé si lo has notado.
—Supongo que mi padre habrá sabido al menos compensarte...
—El tío es muy bueno, claro que esta siempre tan ocupado. Desde que tú has llegado es que lo vemos más. Está orgulloso de ti, contento de haberte visto regresar con tu carrera de ingeniero.
—Mi carrera de ingeniero, que como con razón dijiste antes, no me ha servido más que para hacer castillos en el aire. Casi diez años lejos del hogar, viniendo en vacaciones en las que no solíamos coincidir.
—No. La tía prefería siempre que yo aprovechara los cursos de verano. En ellos aprendí idiomas, perfeccione un poco la música, aprendí natación, esgrima. Después de todo la idea no fue mala.
— ¿Esgrima? Me hizo una gracia cuando me dijeron que eras una esgrimista formidable. ¿Sabes que tengo ganas de desafiarte?
—Cuando quieras, pero te advierto que no vale la pena, no es para tanto.
— ¿Y qué me dices de un paseo a caballo para esta tarde?
— ¡Magnifico! Siempre que no nos retrasemos para cenar.
—Regresaremos cuando tú quieras. Voy a mandar ensillar tu caballo y el mío.
—Aguarda, tal vez debieras invitar a Irina; pregúntale al menos si quiere acompañarnos.
—Monta muy mal y enseguida se cansa; quiere ir a paso de coche fúnebre y si la dejamos atrás hace una rabieta.
—Si no la invitamos se disgustara tía Heidi.
—Cargo con toda la responsabilidad. Lo mejor es que nos vayamos sin decir una palabra a nadie. ¿O es que no quieres ir sola conmigo?
— ¡Por Dios, James que disparate!
—A veces me parece que me esquivas, que te molestan mis asiduidades.
— ¡Pero qué tontería!
—Si tú supieras adivinarme. Si yo fuera capaz de decirte.
Se ha detenido como otras veces, antes de que la confesión de amor escape de sus labios, como si en el fondo de aquellos ojos de Isabella, esos ojos de un apasionante chocolate y ardientes como dos abismos de extraño fuego, hubiese algo que a la vez lo fascinan y le espanta.
— ¿Qué?
—Nada. Quisiera saber lo que piensas, quisiera conocer el fondo de tu alma, esa alma huraña que temo no llegar a comprender jamás.
—Eres incorregible, James. ¿Damos o no nuestro paseo a caballo?
—Lo damos.
—Te advierto que yo me arreglo en cinco minutos y luego voy a tener que esperarte.
—Cualquier hombre es capaz de vestirse y desnudarse cinco veces en el "momentito" que tarda cualquier mujer en cambiarse.
— ¡Eres todo un psicólogo!
—Y tú la criatura más adorable que conocí jamás. Eres como el sol de Rio.
—Pues del sol de Rio todos hablan mal. Dicen que quema demasiado.
Han cruzado juntos la amplísima terraza. Joven, buen mozo, distinguido, James Vulturi no hace mal papel junto a la esplendida muchacha de marrones cabellos y piel color de crema. Por eso, desde la puerta de la rotonda de cristales, unos ojos les siguen rencorosos. Los de Irina.
—Encantados de la vida. Ya los vez, tía Heidi. Todo el mundo le estorba a Isabella  cuando esta junto a James; por eso hace todo lo posible por alejarme, y después de todo es natural. El, cuando esta con ella no echa de menos a nadie.
—Vamos, no digas tonterías. Yo se que le agradas muchísimo a tu primo; pero si tu, de tontita, no vas con él y le hablas…
— ¿Que va a hacer él si ella le sonsaca? —interrumpió tiernamente Irina a su tía.
— ¡Ah! ¿Lo sonsaca?
—Quiero decir, que le cuenta cosas interesantes, le habla en forma que él no tiene ojos más que para mirarle, y de pronto se va James tras ella como es natural y yo me quedo sola. Eso pasa cada rato.
—Pues cuando eso pase, me vas a hacer el favor de irte tranquilamente a donde ellos vayan. ¡No faltaría más!
— ¿Para qué me hagan otro desaire?
—No te lo harán. Mi hijo es incapaz.
—James es muy bueno; pero...
—Pero nada. Te aseguro que yo arreglare este asunto. ¡Esa Isabella!
—Pero sin decirle nada, tía Heidi. Después dice que tú la regañas por culpa mía y me toma más rabia.
—Que te tome toda la rabia que quiera, pero que se porte contigo como tiene que portarse.

****

—Caramba, muchacha. ¡Qué guapa estas con ese traje!
—Ah, tío... No te había visto.
— ¡Ya, ya! Tienes mucha prisa a lo que parece.
—James se ha empeñado en que demos un paseo antes de cenar, y si volvemos tarde disgustaremos a tía Heidi.
Aro Vulturi, de pie en la puerta de su despacho, envuelve a su bellísima sobrina en una mirada de orgullo paternal.
Distinguido, airoso, arrogante a pesar de sus cincuenta años, parece ser la figura apropiada para moverse en el marco señorial de aquella especie de palacio que heredara de sus antepasados. Mayorazgo de una noble familia, lleva con igual soltura su abolengo y sus millones, y sonríe con agrado mientras examina cada detalle del traje de montar blanco, que tan espléndidamente realza la figura de Isabella.

—Podrías servir de portada a un magazine. Supongo que ese granuja de James estará encantado de poder lucir una compañera como tú por toda la ciudad.
—Naturalmente que estoy encantado, papá. Pero soy mucho más egoísta de lo que supones. Me gusta llevar a Isabella por donde yo solo pueda mirarla.
—Lo cual no deja de ser una prueba de buen gusto. Isabella  es la flor más hermosa de esta vieja casa de los Vulturi.
—Creo exactamente igual que tu, papá.
—Y entre los dos terminaran por sacarme los colores de la cara. Sin contar con que se nos va la tarde.
—Dame un beso, hija mía, y si este tonto galán del siglo XX que tienes a tu lado no es capaz de hacerte madrigales, cámbialo por tu viejo tío.
— ¿Ya oíste, James? ¡En la propia casa tienes un rival!
—Que Dios les acompañe. Y no vengan muy tarde para no hacer rabiar a Heidi.
Se han ido, pero las últimas palabras del tío han llegado claramente a los oídos de Heidi, que se acerca con gesto amargado.
— ¿Qué pasa?
—Nada mujer, no pasa nada.
— ¿A dónde van James e Isabella?
—Viéndolos en ese traje está de más preguntar. Simplemente a dar un paseo a caballo.
—Escondiéndose.
—No se esconden, puesto que acabo de hablar con ellos y me han dicho a donde van.
—Ni siquiera han pensado que Irina querría acompañarlos.
—Probablemente no le interese. Siempre le tuvo miedo a los caballos.
—Estoy segura de que no le han dicho nada. ¡Esa Isabella!
—Déjate de tonterías, Heidi. Isabella sabe lo mismo que tú que el paseo no podía ser del agrado de Irina.
—Por eso probablemente habrá querido darlo. Tengo entendido que espontáneamente no piensan en ella jamás.
—Lo cual supongo que producirá las quejas de la mimosa de Irina; pero después de todo, es natural.
—Natural, ¿qué?
—Que les agrade estar solos.
— ¡No sé por qué va a ser natural! ¡Ese tonto de James!
— ¿Tonto? ¿Y ha escogido a la muchacha más linda de Rio de Janeiro? Claro que la tiene en su propia casa.
—Ha escogido. ¡Ha escogido! Por lo que veo te parece perfectamente bien que James ande flirteando con Isabella.
—No. Eso me parecería muy mal. Me parece perfectamente que se enamoren y se casen.
— ¡Ah, sí!
—Después de todo, ¿qué más podemos desear? Claro que James hubiera podido escoger entre las más ricas herederas del país entero; pero hay bastante dinero para los dos en casa.
—Por lo visto te has olvidado de nuestra Irina.
—¿Por qué piensas eso? Nunca he pensado en abandonarla. Si sus sentimientos la llevan a casarse con un hombre pobre, tendrá mi apoyo material.
—Ya, una limosna; mientras que la que se case con James.
—La que se case con James será la dueña de esta casa. James tiene perfecto derecho a elegir a su compañera y debemos darle gracias a Dios si es Isabella; esa criatura, que es como una flor a la que adornan tantas cualidades.
— ¡Que equivocado estas con ella! ¡Qué ciegos son los hombres cuando tratan de juzgar a una mujer! Les basta con que sea bonita para perdonarle todo lo demás. Pues oye lo que te digo, Aro. Isabella no será la esposa de James mientras yo pueda evitarlo. No la soportare por el resto de mi vida. ¡Que se case con quién le dé la gana, que se largue! No me opongo a que le des esa ayuda material de que hablabas; pero es al ángel de Irina, a la que yo he preparado para ser esposa de James.
—Irina es un ángel, no puedo negarlo; pero James está demostrando que prefiere casarse con una mujer.
— ¡Aro!
—Por favor, no discutamos más. Al fin y al cabo, eso no seremos tú o yo quién lo decida. Es James mismo, ¡el único que ha de determinarlo!

****
En el pequeño rectángulo de seda del pañuelo, al borde mismo del encaje, se abre la inicial grande, ancha, como marcando ostentosamente su derecho de propiedad sobre la leve prenda femenina, que tantas veces han estrujado ya los dedos de Edward, durante las horas de aquella noche interminable.
—Una mujer cuyo nombre empieza con "I". Una mujer lo bastante opulenta para usar pañuelos de esta clase. Si el perfume pudiera también determinarse.
Pero el perfume es demasiado tenue. Una reminiscencia vaga, y los labios de Edward se crispan en una amarga mueca que quiere ser una sonrisa, al considerar cuantas veces estrecho Anthony aquel pañuelo entre sus manos, cuantas seguramente lo llevo a sus labios, soñando que era la blanca mano de quién lo recibiera, y que algo de aquella mujer, tan absurdamente adorada, flotaba en el perfume desvaído.
—Dolor por dolor, miseria por miseria. Lágrima por lágrima. Tengo que cobrárselo.
Un leve paso le hace alzar la cabeza sorprendido, para hallar un rostro casi infantil, moreno y sonriente.
—Soy yo patrón. Kachiri.
— ¿Kachiri?
—Ya es de día claro, patrón. Puedes apagar la lámpara.
— ¿Qué haces aquí? ¿Qué quieres?
—Yo era la sirvienta de tu hermano, patrón; y te serviré en todo lo que tú me mandes.
—Por el orden y la limpieza de esta casa bien puedo juzgar tus habilidades.
—La casa está sucia y desarreglada, patrón; pero no es culpa mía sino del Reverendo que no me dejo entrar después que se llevaron al patrón Anthony. El padrecito echo las llaves, dijo que tu irías a dormir y a comer a su casa, y él, que tanto truena contra los que dicen mentiras, no dijo la verdad.
—El Reverendo Whitlock me invito a su casa. Fui yo quien no quiso ir.
— ¿Y te acostaste en esa cama?
—No me acosté en ninguna parte.
— ¿Qué quieres para desayunarte?
—Nada.
—Si no comes nunca, vas a morirte de hambre.
—Eso no es cuenta tuya.
—Por todo un año soy tu criada. El patrón Anthony me pago justo el jornal de un año, cuando le trajeron las pepitas de oro de la mina. En casa de Isahac compre con eso estos collares. Son muy lindos, ¿verdad? Este es de oro y corales. Este tiene tres diamantes azules del Rio Caroni. ¿Por qué no quieres ni mirarlos? ¿Estás muy triste porque se ha muerto el patrón Anthony? Yo también. Era muy bueno. Nunca me pegaba, como hace Eleazar con sus criadas.
— ¿Eleazar?
—Tu vecino. Le pega hasta a la mujer blanca con quién está casado. Siempre que los hombres blancos se emborrachan, le pegan a las mujeres, ¿verdad?
—No sé. Supongo que será la costumbre de Porto Nuevo.
— ¿Qué quieres que te traiga para desayunar? En el pueblo hay piñas y naranjas, y leche de cabra, y tortas de maíz. También puedo hacerte el café como lo hacen en San Paulo; me enseñó el patrón Anthony.
—No quiero nada; pero no te vayas. Acércate. ¿Tú te acuerdas del retrato que estaba en ese marco?
—Sí. El patrón Anthony decía que era muy linda. A mí no me gustaba. ¡Tenía una cara de antipática!
— ¿De verdad?
—Sí. Cara de mala, de muy mala.
—Procura describírmela. ¿De qué color tenía los ojos, los cabellos?
—En el retrato, lo que no era negro era blanco.
—Ya. No sabes nada. No podrás decirme nada. ¡Nadie puede decirme nada! ¡Vete de una vez y déjame en paz!
— ¿Me querrás a tu lado si te digo cosas de la mujer del retrato?
— ¿Sabes algo? ¡Dime todo lo que sepas! ¡Habla!
—El patrón Anthony la adoraba.
—Eso ya lo sé.
—Y se sentaba allí donde tú estás, con su licorera y su vaso, a tomar su whisky y a mirar el retrato.
—Sigue, ¿y que mas?
—A veces le hablaba, como si fuera una persona de verdad.
— ¿Y que decía?
—Cosas buenas y malas. Unas veces le llamaba maldita; otras, adorada; otras escribía muchos pliegos para ella, ¿sabes? Y me mandaba a echar la carta, esto es, dársela al patrón del bote grande que pasa cada semana.
— ¿Para quién eran esas cartas, a quién iban dirigidas?
—Yo se las entregaba al capitán en sus propias manos.
—Me refiero al sobre. ¿Que decían los sobres de esas cartas?
— ¿Cómo puedo saberlo?
— ¿No sabes leer?
—No, patrón.
— ¿Nunca enseñaste una de esas cartas a nadie?
—El patrón Anthony se hubiera enojado. Siempre me encargaba que nadie debía ver esas cartas.
— ¡Tomaba todas las precauciones!
—A veces, cuando estaba contento, le decía a todo el mundo que iba a casarse con ella, y que tendría que fabricarle un palacio tan lindo como el palacio en el que ella vivía.
— ¿Dijo él que vivía en un palacio?
—Un palacio de mármol blanco, con jardines por todos lados.
—No oíste nunca un nombre, un nombre de mujer, ¿un apellido?
— ¡Apellido!
—Sí. ¿A quién nombraba?
—A veces a toda la gente del pueblo.
— ¿Y de fuera del pueblo, de gente a quién tu no hubieras visto jamás?
—Nombraba a los Vulturi.
— ¡Eso ya lo imagine! ¿Pero a quién más?
—A nadie más. Ese nombre si lo repetía muchas veces, algunas mirando el retrato.
— ¡Ah, sí!
—Tal vez ella se llamaría de esa manera.
— ¡Todo es posible!
Un ruido en las mal unidas tablas del portal le hizo levantarse.
—Ve a ver quién llega.
—Soy yo Cullen, y ahora si vengo a buscarle.
—Buenos días, Reverendo. Agradezco su interés en todo lo que vale; pero...
—Venga usted a mi casa. Allí, después de unos días de calma, podrá determinar.
—Ya he determinado. Pasado mañana salgo rumbo a Rio de Janeiro.
— ¿A negociar su parte en la mina? Para eso no es necesario ir tan lejos, en el propio Curaba hay bancos que…
—No. No venderé la mina; deseo conservarla. Costó demasiado. Comprendo que esto me obligara a una entrevista con Eleazar; pero me armaré de toda la paciencia que haga falta.
—Si algo vale mi consejo, me atrevería  a decirle que mejor negociara su parte. Eleazar es un hombre grosero, arbitrario, brutal. En este ambiente se mueve como el pez en el agua, y usted, en cambio…
—Este ambiente me está gustando cada vez más. Espero saber moverme en el yo también como el pez en el agua.
—Eleazar es un mal enemigo.
—Yo también, Reverendo. No puede usted siquiera sospechar hasta que punto puedo ser un enemigo implacable.
—Siento que mis pobres palabras no acierten a disuadirlo de empeños tan lamentables.
—Mis resoluciones están tomadas, y no sería nada de extraño que me volviese usted a ver por acá.
—Entonces, vamos.
—Padrecito, usted prometió hablarle.
Ambos han vuelto sorprendidos la cabeza. Habían llegado a olvidar la presencia de la muchachuela indígena, que desde el rincón al que se retira al entrar el Reverendo, ha escuchado tensa cada palabra.
—Es cierto. Kachiri pretende quedarse a su servicio, seguir cuidando de esta casa que es propiedad de su hermano, como la tierra que la rodea. La compró a su primer amo que se marcho de aquí arruinado, y el papel de compraventa está entre los documentos que le he entregado.
—Conservare con verdadero gusto esta preciosa casa.
— ¿Y a mí también, patrón? ¿A mí también?
— ¿A ti? Si, la idea no está mal.
—Lo mejor será que busques trabajo en otra parte.
—El Padrecito quiere echarme. Yo trabajo bien, patroncito; ya verás que linda, que limpia te encuentras la casa cuando vuelvas.
—No deseo que se toque nada de esta casa, ni siquiera para limpiarla. ¿Has oído? Eres libre de hacer lo que te venga en gana hasta que yo regrese.
—Gracias, patrón; estarás muy contento de Kachiri el día que le permitas cuidarte.

****

—Si quiere usted hablar con Eleazar, este puede ser el mejor momento.
— ¡Eh!
—Considero indispensable la entrevista si va usted a quedarse con su parte en la mina. Mírelo, allá va.
Bajo el ala del modestísimo portal de aquella casa de madera, que anexa a la iglesia es la residencia del Reverendo Jasper Whitlock, la mano de éste señala al hombre que pasa, doblando por la estrecha callejuela que hay entre la taberna y varios destartalados establecimientos comerciales.
— ¿Va ahora a la taberna?
—Todavía no; acaba de bajar de su casa. Ahora está un par de horas en el consultorio.
— ¿Consultorio?
—El Doctor Eleazar es médico, y son lo bastante escasos por estas regiones, para que el ejercicio de su profesión, aun en la forma que él lo hace deje de ser lucrativo.
— ¡Pero es absurdo!
—A estas horas suele estar despejado. Cerca de las once toma el camino de la taberna, y entonces si no se puede contar con él. Aunque lo último que suele perder es el instinto profesional. Ha salvado algunas vidas, aun en el peor estado.
— ¡Increíble!
—Le cuento todo esto porque quisiera que se diera cuenta de cómo son estos lugares antes de tomar una determinación respecto a sus propiedades aquí.
—No se preocupe, Reverendo; sé lo que usted desea, y se también lo que yo deseo, lo que hare. Hablaré ahora con Eleazar. Espero que esta tarde cruce, bajando el rio, la piragua que me trajo hasta aquí. En ella misma pienso marcharme.
—Quisiera recomendarle con Eleazar paciencia y tacto.
—Los tendré.
—Y hacerle notar una circunstancia curiosa. Ese hombre sin corazón, que roba y engaña a los nativos, que los hace trabajar peor que a esclavos, que parece odiar a la humanidad, suele respetar la palabra empeñada a un hombre blanco. Puede usted fiarse de su palabra si se la da.
—Gracias por el informe. Hasta pronto, Reverendo.
****
—Buenos días.
— ¡Oh, caramba!
Eleazar Denali apenas ha tenido tiempo de colgar en la percha su viejo sombrero de caza, apartando a puntapiés las sillas desvencijadas de aquella habitación estrecha y baja, que sirve a su consultorio de antesala y despacho; cuando le sorprende la llegada de Edward Cullen. Los vapores del alcohol parecen totalmente disipados; pero no es menos siniestre el rostro rubicundo sombreado por una barba de dos días.
—Necesito hablar con usted, doctor Eleazar. Soy Edward Cullen; no sé si recordara que hace tres días le hablé para preguntarle por la dirección de mi hermano.
—Hubiera usted dicho quién era, le habría atendido; pero en Porto Nuevo no tenemos por costumbre atender a los entrometidos que vienen o van... Tenemos por aquí demasiados, y ninguno suele traernos nada bueno. ¿Quiere sentarse?
—Sentados hablaremos con más calma. No sé si recordará usted que somos socios por la voluntad de mi hermano.
—Ya. Y no por mi gusto; soy bien franco. Se me subió la sangre a la cabeza cuando ese tonto de Anthony dijo que quería escriturar su parte en la mina a nombre de usted; pero lo hicimos porque yo le había dado mi palabra de escriturarla como él quisiera cuando me dio los datos. Supongo que viene usted a decirme que va a vender su parte a un Banco.
—Se equivoca, doctor Eleazar.
— ¿A un particular, entonces?
—A nadie. La explotaremos nosotros.
— ¿Usted?
—Por el momento usted solo, puesto que yo me marcho. He pensado que puede ocuparse de la explotación, sacar los gastos además de la cantidad que usted estime conveniente por su trabajo personal, y luego darme la mitad de las utilidades.
— ¿Sería usted capaz de hacer así las cosas?
—Si me da usted su palabra de hacerlo todo escrupulosamente, creo que será el mejor sistema que podremos adoptar, al menos por un tiempo.
—Naturalmente que le doy mi palabra; pero aguarde, aguarde. ¿Pondrá usted en papeles lo que acaba de decir? ¿Firmara un contrato?
—No tengo inconveniente de ninguna clase.
— ¿Y donde debo remitirle su parte?
—Puede confiarla al Reverendo Whitlock.
— ¡Mucho confía usted en él!
—Confío en él y en usted, Eleazar. En cualquier hombre puede confiarse.
—Tiene razón después de todo ¡qué diablos! Con las malditas mujeres es con las que siempre sale uno vendido y traicionado. Menos mal que usted es de los míos, ¡no un tonto como Anthony! Un pobre tonto que se dejo embaucar.
—Doctor Eleazar.
— ¡No se alborote! Yo lo apreciaba. No quisiera más que ver a la damisela de su historia, aquí, en Porto Nuevo, al alcance de mi mano. ¡Malditas mujeres! Hacen lo que quieren de nosotros y al fin siempre salen ganando.
—Esta vez no, Eleazar. ¡Lo he jurado sobre la tumba de mi hermano!
Edward Cullen ha afirmado poniéndose bruscamente de pie, mientras la mirada de Eleazar se llena de sorpresa. Luego, como si temiese haber dicho demasiado, como si los ojos llenos de curiosidad del médico le molestasen, recoge el casco de corcho que dejase en una silla a la entrada.
—Supongo que conoce usted a algún abogado, a algún notario.
—Tenemos cuatro. Acuden como las moscas a la miel. ¡Buena tajada se llevan de lo que le arrancamos a la tierra, sin exponerse y sin cansarse! Hasta hace poco había que bajar hasta Cuyaba para escriturar algo; ahora es más fácil.
—Si quiere usted ocuparse de los detalles del contrato, se lo agradeceré.
—Lo mandare a hacer en el acto. A las tres le espero en la taberna para firmarlo. No me gusta entrar a la casa del Reverendo Jasper Whitlock, y a él le gustaría menos verme por allá.
—Hasta esa hora entonces.
—Aguarde. Perdone una pregunta indiscreta. ¿Va usted a Rio de Janeiro para algo relacionado con Anthony?
—Voy para un asunto absolutamente particular. Si quiere usted algo.
—De las ciudades, nada. No volveré a meterme entre sus calles; me faltaría aire que respirar. Buen provecho le haga su Rio de Janeiro. A mí no hay nada que me interese allá.

****
La piragua que lleva a Edward Cullen, va ahora rio abajo; los remeros parecen no hacer el menor esfuerzo al impulsarla cuando se desliza, cortando las aguas verdosas, firme y segura como quién sabe a dónde va.
El indio de la raza tupi, que es patrón de la barca, no marca sino, muy de tarde en tarde, el ritmo en que deben hundirse las anchas paletas, dejando las márgenes atrás.
Mira de reojo examinando al hombre blanco sentado en el fondo de la piragua, muy cerca de él; le parece más cansado, más pálido, más sombrío, como si en aquellos tres días hubieran pasado años, y mira también el pequeño maletín de cuero puesto a sus pies, como la más preciosa prenda de su equipaje.
—Te quedaste poco en Porto Nuevo, patrón. No pensé volver a verte tan pronto. A los que se quedan allí, casi nunca vuelvo a verlos más. ¿Encontraste pronto el oro, verdad?
Ahora es el hombre blanco el que no responde, el que permanece como ausente, apretados los labios y el pensamiento lejano.
Él tendría ahora que luchar con una corriente más impetuosa, más indomable que la del rio Cuyaba. Luchar acaso contra la sociedad entera, arrancar a una mujer de su vida exquisita y mimada para destrozarla, para pisotear su alma y volver a remontar aquellas mismas aguas llevándola como un trofeo. ¿Podría hacerlo? ¿No habría soñado con realizar un imposible?
—Si tienes prisa podemos bogar toda la noche. Los hombres están  descasados.
—Sí. Tengo prisa. Te pagare el doble por el viaje si mañana mismo estamos en Cuyaba.
—Cambiaré los remeros al amanecer y seguiremos bogando, a menos que tú mismo quieras descansar.
—No. No perderé el tiempo descansando. Quisiera estar ya en Rio de Janeiro.
— ¿Hasta allá vas?
—Hasta allá.
Ha suspirado entrecerrando los parpados, y la visión de la ciudad surge como la finge su deseo, en aquella clara y solemne noche de mayo. Iluminada, feliz, bulliciosa, sensual, como una mujer en traje de baile.

****
Hay fiesta en el palacio de los Vulturi, una de las tantas que Aro ha querido organizar para dar la bienvenida a su hijo único, ausente de su hogar durante los largos años de estudiar en el extranjero. Y la señorial mansión parece brillar con un esplendor nuevo, entre los jardines que baña la luna y las amplias terrazas discretamente iluminadas.

— ¿Donde está James?
— ¿Donde va a estar sino bailando con Isabella, tía Heidi?
—Pero contigo también ha bailado, hijita de mi alma.
—Dos piezas al principio. Cuando todos los muchachos estaban alrededor de Isabella y a él no le dejaban acercarse.
—Ya volverá, palomita mía. No creo que sea muy del agrado de mi hijo James verla tan solicitada.
—Al contrario. Dicen que cuantos más muchachos pretenden a una muchacha, es más interesante.
—Esas son tonterías. Un hombre sensato prefiere siempre a la mujer modesta y recatada.
Es en aquella rotonda de cristales, entre el salón y la terraza, que parece ser uno de los lugares favoritos de Irina y Heidi. Desde allí examinan a las parejas que giran al compás del vals y ven también a las que, apartándose del bullicio, bajan por las amplias escalinatas a las enarenadas veredas del jardín, buscando la complicidad del ambiente para la palabra de amor que acude a los labios.
Pero la pareja que ambas buscan con la vista, no está en el gran salón ni en la terraza.
—Voy a ocuparme de que sirvan la cena. Puse tarjetas en los lugares, indicando a quién pertenecían, y tú puesto esta junto al de James.
—Pero a James no le va a gustar.
—Estará encantado. Ya sé yo como hago las cosas. ¿Vienes conmigo?
—Prefiero quedarme aquí, tía Heidi.
—Pero si te escondes no te sacaran a bailar y no te divertirás nada.
—Bailaré más tarde, cuando James quiera sacarme.
—Ya verás cómo no tarda. Hasta ahora, pequeña mía.
La ha acariciado como a una niña antes de alejarse. Apenas queda sola, la expresión de Irina cambia; cruza por sus ojos aquella especie de raro relámpago y empujando la puerta lateral de la rotonda de cristales sale a la terraza para bajar a los jardines con paso tan rápido como liviano.

****

— ¿No quieres que volvamos a entrar a la casa, James?
—Entraremos enseguida si lo deseas; pero aquí fuera la noche esta deliciosa. ¿No sentías calor allá dentro?
—Un poco. Pero la música comenzará a tocar, se pondrán a buscarnos.
—La próxima pieza me corresponde, y si no te opones, prefiero pasarla aquí, en este maravilloso rincón del jardín donde no llegan las miradas ni los comentarios, donde hasta la música parece más grata.
—Eres todo un romántico.
—Otras veces me dices que soy todo un psicólogo. Quisiera serlo, para adivinarte. ¿Qué piensas cuando te quedas como soñando?
—Lo único que pienso es que debemos regresar al salón. La tía Heidi me echara de menos a la hora de disponer que sirvan la cena, querrá tener a su lado a alguien que cargue con la culpa si algo sale mal.
—Supongo que para eso le bastaran el Mayordomo y el Ama de llaves.
—Calla un momento, por favor. Creo que viene alguien.
—Sí; Irina.
—Perdónenme que les haya interrumpido. Llevo una hora buscándote, Isabella, por encargo de tía Heidi. Ya sabes lo que le molesta que no atendamos a los invitados cuando hay fiesta en casa.
—Supongo que no es Isabella  la única encargada de atenderlos; en la casa estaban los demás; tu, mis padres…
—Faltabas tú, en cuyo honor se está dando la fiesta, e Isabella, por quién vienen la mayor parte de los muchachos.
— ¡Irina!
—Es la verdad. Y antes te gustaba.
— ¿Qué estás diciendo?
—Pero si no quieres que lo diga delante de James…
—Puedes decirlo donde te dé la gana.
—No tienes porque disgustarte ni ponerme esa cara. Tampoco vine a buscarte por mi gusto, sino por evitar que tía Heidi siga disgustándose. Dijo que era ya la hora de servir la cena y que no se podía fiar uno de los criados, que el Mayordomo era una calamidad y al Ama de llaves había que vigilarla. Ahora, si no quieres ir, allá tú. Yo con volver y decirle a tía Heidi...
—No tienes que decirle nada. Iré al comedor inmediatamente. Con tu permiso, James.
Se ha alejado tan rápidamente que James no ha acertado a detenerla. Un instante vacila desconcertado y va al fin a seguirla, cuando Irina con suave sonrisa, apoya en su pecho las dos manos sujetándole.
—No te vas a ir tú también. En el comedor no haces falta.
—Pero en el salón si, por lo visto; ya que según tú están solos los invitados, y puesto que la fiesta es en mi honor, soy yo el más obligado a estar con ellos, ¿no Irina?
— ¿Te has disgustado?
—Veo que mamá y tú, algunas veces, confunden el papel de Isabella en esta casa.
— ¿Yo? ¿Qué dices, James? Yo, ¿qué hago?
—Casi nada. Pero Isabella vive inquieta, mortificada, como si la acosaran.
— ¡James! ¿Cómo puedes decir una cosa semejante? Isabella es la predilecta de todos.
—Creo todo lo contrario.
—Todos la quieren más que a mí cien veces, hasta los criados.
—Efectivamente, he notado que los criados la quieren y la respetan como a nadie. Por algo será.
—El tío Aro la idolatra.
—También reconozco que papá es imparcial.
—Más que imparcial; a mí no me quiere nada, nada.
—Te equivocas, Irina.
—Como tú, que tampoco me quieres.
— ¿De dónde lo sacas?
—Ahora mismo hay que ver cómo me miras, el tono en que me hablas. Has dicho que yo tengo la culpa de que a Isabella  no la traten como tú querrías que la tratasen.
—No he dicho eso. He dicho que tú con tus mimos, y mamá con su cariño exagerado por ti.
— ¡Oh, Dios mío! ¿Te parece que tía Heidi me quiere demasiado, te duele que tenga lastima de mi, que quiera defenderme, porque me ve insignificante, sola?
—Ni estas sola, ni eres insignificante, Irina. Estás en tu casa donde todos te quieren, y yo también. En las seis semanas que hace que he regresado, no he visto un solo detalle en contra tuya. Mamá en cambio es dura y es injusta con Isabella, de eso es de lo que estaba hablando.
—Tía Heidi sabe perfectamente quién es Isabella. Tu estas muy engañado, y el tío Aro también.
— ¿Que estás diciendo, Irina?
—Nada.
—Nada no. Has dicho algo y algo muy delicado. Tus palabras parecen implicar una acusación contra Isabella. Formúlala claramente.
—No.
—Sí. Te lo exijo.
—James, eres muy malo.
—No sé si soy malo o si soy bueno; pero has dicho algo que tienes que aclarar. Dijiste que ni yo ni papá conocíamos a Isabella, dando a entender que por eso la estimábamos.
—Yo no he dicho eso, James. Me has entendido mal. Te juro que no quise decir nada malo contra Isabella. Pero me da rabia que le quieras tanto.
—Irina ¿qué dices?
—Nada. Estas ciego por ella. Te ha deslumbrado. Sigue ciego.
— ¡Irina aguarda!
—No quiero aguardar. Vete al comedor junto a Isabella  y ayúdale a servir los platos. Sigue detrás de ella como un perro faldero. ¡No me importa nada!
— ¡Irina!
— ¡Eres un ingrato! ¡Un ingrato!
— ¡Irina!
Con la agilidad de una gacela, Irina ha corrido hacia la casa, saltando los macizos de flores, cruzando como un relámpago la escalera y la terraza, perdiéndose en los salones iluminados. Y cuando al fin James Vulturi penetra en la casa, es su padre quién le sale al encuentro.
—Ah, James ¿Dónde te metes? Te he estado buscando.
—Salí un momento al jardín.
— ¿Solo?
—Bueno…
—Te lo digo, porque he visto a Isabella en el comedor.
—Estaba con Isabella; pero la mandaron llamar. Parece ser que mamá la encarga de todos los trabajos desagradables.
—La ayuda con frecuencia, pero no es para tanto. Tu madre está un poco cansada de sus obligaciones como ama de casa e Isabella  lo hace muy bien. Es una pequeñez que no debe disgustarte. Tiempo te queda de charlar con ella y estar a su lado.
—No todo el que quisiera, papá. Siempre hay alguien que se las arregla para interrumpirnos.
—No te preocupes tanto, que tiempo tendrás. Ahora te buscaba porque ha llegado un joven que no conoce nadie. Parece ser que tú le invitaste.
— ¿Yo?
—Un ingeniero. Dice que te lo presentaron en el casino ayer, y le diste una tarjeta con tus señas.
— ¡Ah, sí! Ya recuerdo. Le pidió a un amigo mutuo que nos presentara. Me dio la impresión de ser un perfecto caballero. Hablamos de esgrima, de caballos; le invite a venir un día cualquiera. No pensé que hoy mismo se presentara.
—Tal vez es un advenedizo con ganas de ser admitido en sociedad. No quisiera reprenderte; pero obraste un poco a la ligera. Aquí no tenemos todavía las costumbres norteamericanas. Comprendo que con la larga ausencia lo hayas olvidado; pero en Rio de Janeiro somos mucho más parsimoniosos para abrirle a nadie las puertas de nuestra casa.
—Tienes razón, papá. Pero me cayó de pronto tan simpático, me pareció un hombre tan enérgico, tan decidido, tan firme. Adoro esos caracteres contrarios al mío. Y me temo que ya no tenga remedio.
—Claro que no lo tiene, ni es necesario. Le hicieron pasar a mi despacho, pero invítale a que tome parte en la fiesta. Ya que vino, me parece lo más natural.
—Bien.
—Y ¿cómo se llama?
—Edward Cullen. Voy a buscarlo.

2 comentarios:

  1. Holaa me encanta tus historias y el como escribes.Yo ya te sigo si quieres pasate por mi blog ,no soy tan buena escribiendo pero algo se hace ^^ un beso y sigue asi,me encantaa.Saludos Sara;)

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  2. holaa ya terminee de leerr estee capii buenoo conocimos a bella yya irinaa ya te digo que irinaa y heidi me caenn muy mall...yy es obvio que a james le gustaa bellaaa...yy ya llego edwardd mmmmy va a conocerr a bellaa seraa???!!!! seguramentee la conozcaa y crea que ellaa es la del pañueloo y de la que se anamoroo su hermanoo aunque claro esta que podriaa ser irinaaa...mmmvoy a esperar ansiosaa el proximo capii!!!! besoss!!!

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