martes, 8 de febrero de 2011

Y ¿Qué ve ahora?

Capítulo 3 “Y ¿Qué ve ahora?”

Querida señorita Marie,
Debo confesarle que desde que la vi por primera vez no he pensado en nada ni en nadie más…
Al día siguiente Edward bajó por las escaleras olfateando el aire a cada paso. Abrió bien las fosas nasales, pero no pudo percibir ni un leve rastro de limón. Puede que la señorita Dwyer le hubiera hecho caso y se hubiera ido. Con un poco de suerte no tendría que volver a soportar su impertinencia. Esa idea hizo que se sintiera curiosamente vacío. Debía tener más hambre de lo que pensaba.
Renunciando a cualquier intento de precaución, avanzó hacia el salón preparándose para el primer golpe en la espinilla con algún mueble inamovible. La verdad era que se alegraba por el dolor que le causaría. Cada nuevo arañazo o herida servía para recordarle que estaba vivo.
Pero no estaba preparado para el impacto que le esperaba. Mientras cruzaba el salón sin encontrar ni un solo taburete en su camino, un rayo de sol le dio de lleno en la cara. Edward se detuvo tambaleándose y levantó una mano para protegerse la cara de su deslumbrante calor. Cerró los ojos instintivamente, pero no pudo hacer nada para defenderse del alegre canto de los pájaros o de la brisa perfumada de lilas que le acariciaba la piel.
Por un momento creyó que estaba aún soñando. Que al abrir los ojos se encontraría en un prado verde bajo las sedosas flores blancas de un peral. Pero cuando los abrió seguía siendo de noche a pesar del traicionero calor del sol en su cara.
—¡Marks! —vociferó.
Alguien le dio un golpecito en el hombro. Sin pensarlo, Edward se dio la vuelta e intentó agarrar a su agresor. Aunque sólo cogió aire con las manos, el agrio olor a limón seguía haciéndole cosquillas en la nariz.
—¿No le han dicho nunca que es de mala educación esconderse de un ciego? —gruñó.
—Y parece que también peligroso. —Aunque a esa voz familiar le faltaba su aspereza habitual, tenía una cualidad que hacía que se le acelerara el pulso.
Esforzándose para dominar no sólo su temperamento, Edward dio varios pasos hacia atrás. Puesto que era imposible evitar el agradable calor del sol, giró deliberadamente el lado izquierdo de la cara para alejar el sonido de su voz.
—¿Dónde diablos está Marks?
—No estoy segura, señor —confesó su enfermera—. Esta mañana parece haber una curiosa enfermedad. El desayuno no está preparado y la mayoría de los criados están aún en la cama.
Edward extendió los brazos y dio un giro completo sin golpear ningún objeto en ninguna dirección.
—Entonces puede que la pregunta más apropiada sea: ¿Dónde están mis muebles?
—Oh, no se preocupe. Siguen estando aquí. Pero hemos puesto la mayoría contra las paredes para que no se tropiece con ellos.
—¿Hemos?
—Bueno, sobre todo yo. —Durante un segundo sonó casi tan confundida como se sentía—. Aunque parece que los criados decidieron echar una mano cuando yo me fui a la cama.
Edward lanzó un suspiro cargado de una paciencia exagerada.
—Si todas las habitaciones son exactamente iguales, ¿cómo voy a saber si estoy en el salón o en la biblioteca? ¿O en el estercolero de la casa?
Durante un maravilloso momento consiguió dejarla sin palabras.
—¡No había pensado en eso! —dijo finalmente—. Quizá deberíamos decir a los criados que muevan unas cuantas piezas al centro de cada habitación para que sirvan de guías—. Su falda crujía mientras se paseaba a su alrededor ensimismada en sus planes. Edward giró con ella manteniendo el lado derecho hacia el sonido—. Si acolchamos las esquinas con edredones podría andar por la casa sin arriesgarse a hacerse daño. Sobre todo si aprende a contar.
—Puedo asegurarle, señorita Dwyer, que aprendí a contar cuando era pequeño.
Entonces le tocó a ella suspirar.
—Quiero decir a contar sus pasos. Si memoriza cuántos pasos da para ir de una habitación a otra, será capaz de orientarse sin problemas.
—Será un cambio reconfortante, porque desde que llegó usted no ha hecho más que desorientarme.
—¿Por qué hace eso? —preguntó Bella de repente con una curiosidad auténtica en su voz.
Él frunció el ceño, esforzándose para seguir el ruido de sus pasos mientras andaba a su alrededor.
—¿Qué?
—Alejarse de mí cuando me muevo. Si voy a la izquierda, usted gira a la derecha. Y viceversa.
Él se puso tieso.
—Estoy ciego. ¿Cómo puede esperar que sepa hacia dónde voy? —Ansioso por esquivar sus preguntas, dijo—: Quizá sea usted la que deba explicar por qué alguien ha desobedecido deliberadamente mis órdenes y ha abierto las ventanas.
—He sido yo. Como enfermera suya, pensé que un poco de sol y de aire fresco podrían mejorar su… —se aclaró la garganta como si tuviese algo en ella— circulación.
—Mi circulación está bien, gracias. Y un hombre ciego no necesita sol. Recordarle todas las bellezas que nunca volverá a ver es bastante cruel.
—Puede que eso sea cierto, pero no es justo que envuelva a toda la casa en la oscuridad con usted.
Durante un rato Edward no pudo decir nada. Desde que había vuelto de Trafalgar, todo el mundo había estado andando de puntillas y susurrando a su alrededor. Nadie, ni siquiera su familia, se había atrevido a hablarle con tanta franqueza.
Se volvió completamente hacia el sonido de su voz permitiendo que los implacables rayos de sol le dieran en la cara.
—¿No se le ha ocurrido pensar que mantengo las cortinas cerradas no por mí, sino por ellos? ¿Por qué tendrían que mirarme a la luz del día? Yo tengo la bendición de la ceguera para protegerme de mi terrible desfiguración.
La reacción de la señorita Dwyer a sus palabras fue la última que esperaba. Se echó a reír. Su risa tampoco era como imaginaba. En vez de una risa aguda era una sonora carcajada que le hizo sentirse ridículo y a la vez le conmovió, demostrando que su circulación estaba incluso mejor de lo que pensaba.
—¿Es eso lo que le han dicho? —preguntó ella riéndose aún mientras intentaba recobrar el aliento—. ¿Que está «terriblemente desfigurado»?
Él frunció el ceño.
—No tiene que decírmelo nadie. Puede que esté ciego, pero no soy sordo ni estúpido. Pude oír a los médicos susurrando sobre mi cabeza. Cuando me quitaron las vendas oí a mi madre y a mis hermanas jadear horrorizadas. Y sentí las crueles miradas en mi piel cuando los criados me llevaron de la cama del hospital a mi carruaje. Ni siquiera mi familia se atreve a mirarme. ¿Por qué cree que me han encerrado aquí como si fuera una especie de animal en una jaula?
—Por lo que tengo entendido, fue usted quien cerró las puertas de la jaula y atrancó las ventanas. Puede que no sea su cara lo que teme su familia, sino su temperamento.
Edward buscó a tientas su mano, capturándola al tercer intento. Le sorprendió que fuera tan pequeña pero firme.
Bella lanzó un grito de protesta mientras tiraba de ella. En vez de permitir que le guiara por la casa, la arrastró por las escaleras y el largo pasillo que albergaba la galería de retratos de la familia. De niño había aprendido todos los rincones de Masen Park, y ese conocimiento le servía aún. La llevó por la galería midiendo sus largas zancadas hasta que llegaron al final del pasillo. Sabía exactamente qué vería allí: un gran retrato cubierto con una sábana de hilo.
Fue él quien ordenó que taparan el retrato. No podía soportar que nadie lo mirase y recordara con tristeza el hombre que había sido. Si no fuera tan sentimental lo habría mandado destruir.
Después de buscar a tientas el borde de la sábana la quitó de un tirón.
—¡Aquí tiene! ¿Qué le parece ahora mi cara?
Edward retrocedió y se apoyó en la barandilla de la galería, permitiéndole que examinara el retrato sin echarle el aliento en la nuca. No necesitaba su vista para saber exactamente qué estaba viendo. Había mirado esa misma cara en el espejo todos los días durante casi treinta años.
Sabía cómo jugaban la luz y las sombras sobre cada plano bellamente esculpido. Sabía que tenía un hoyuelo muy atractivo en su rugosa mandíbula. Su madre siempre decía que le había besado un ángel mientras estaba aún en su vientre. Cuando una sombra de barba cobriza empezó a oscurecer esa mandíbula, al menos sus hermanas no pudieron seguir acusándole de ser más guapo que ellas.
Conocía esa cara y el efecto que producía en las mujeres. Desde las tías solteras que no podían resistir la tentación de pellizcarle las mejillas sonrosadas cuando era un bebé hasta las jovencitas que se reían y se ruborizaban cuando las saludaba en Hyde Park y las bellas mujeres que se metían en su cama por poco más que una vuelta por el salón de baile y una sonrisa seductora.
Incluso dudaba que la remilgada señorita Dwyer pudiera resistirse a sus encantos.
Ella examinó el retrato en silencio durante un buen rato.
—Supongo que es apuesto —dijo finalmente con tono reflexivo—, si te gustan los hombres de ese tipo.
Edward frunció el ceño.
—¿Y qué tipo es ése?
Casi pudo oír cómo sopesaba sus palabras.
—A su cara le falta carácter. Es alguien a quien le ha venido todo con demasiada facilidad. Ya no es un niño, pero tampoco un hombre. Estoy segura de que sería un buen acompañante para un paseo por el parque o una noche en el teatro, pero no es alguien a quien me interesaría conocer.
Siguiendo el sonido de su voz, Edward le agarró el brazo a través de su manga de lana y lo giró hacia él con auténtica curiosidad.
—Y ¿qué ve ahora?
Esta vez no hubo vacilación en su voz.
—Veo un hombre —dijo con suavidad—. Un hombre con el rugido de los cañones resonando aún en sus oídos. Un hombre golpeado por la vida, pero no vencido. Un hombre con una cicatriz que le hace fruncir la boca cuando en realidad le gustaría sonreír. —Pasó la punta de un dedo por esa cicatriz, haciendo que a Edward se le pusiera la carne de gallina.
Sobresaltado por la intimidad de su tacto, le cogió la mano y la bajó entre ellos.
Bella se libró de él mientras su voz recuperaba su tono enérgico.
—Veo un hombre que necesita desesperadamente afeitarse y cambiarse de ropa. ¿Sabe?, no es necesario que ande por ahí como si le hubiera vestido…
—¿Un ciego? —dijo con tono burlón tan aliviado como ella de volver a un terreno familiar.
—¿No tiene valet? —le preguntó.
Sintiendo un tirón en el pañuelo que había encontrado en el suelo de su habitación y se había puesto de cualquier manera alrededor del cuello, le apartó bruscamente la mano.
—Le despedí. No soporto que nadie ronde a mí alrededor como si fuera un inválido.
Ella decidió ignorar esa advertencia.
—No comprendo por qué. A la mayoría de los caballeros de su posición social sin problemas de vista no les importa estar con los brazos extendidos y que les vistan como si fueran niños. Si no soporta a un valet, al menos puedo decir a los criados que le den un baño caliente. A no ser que también tenga alguna objeción a bañarse.
Cuando Edward estaba a punto de señalar que lo único a lo que tenía objeciones era a ella, se le ocurrió una idea. Puede que hubiera otro modo de animarla a irse.
—Un buen baño caliente no estaría mal —dijo dando un tono suave a su voz deliberadamente—. Pero en el baño hay muchos riesgos para un hombre ciego. ¿Y si me tropiezo al entrar en la bañera y me doy un golpe en la cabeza? ¿Y si me resbalo en el agua y me ahogo? ¿Y si se me cae el jabón? No podría cogerlo. —Volvió a buscar a tientas su mano, esta vez llevándosela a la boca y poniendo los labios en la sensible piel de su palma—. Como enfermera mía, señorita Dwyer, creo que es usted quien debería bañarme.
En vez de darle una bofetada por su impertinencia como se merecía, Bella apartó la mano y dijo con suavidad:
—Estoy segura de que mis servicios no serán necesarios. Uno de esos jóvenes criados estará encantado de cogerle el jabón.
En una cosa tenía razón. De repente a Edward le había apetecido sonreír. Mientras ella bajaba con resolución por las escaleras, fue lo único que pudo hacer para evitar reírse en voz alta.


Bella sostuvo el candelero en lo alto, bañando el retrato de Edward Masen con un parpadeante velo de luz. La casa estaba oscura y silenciosa a su alrededor, dormida, como esperaba que estuviese su amo. Después de su encuentro el conde había pasado todo el día encerrado en la sofocante penumbra de su habitación, negándose incluso a salir para comer.
Inclinando la cabeza hacia un lado, Bella examinó el retrato deseando ser tan inmune a sus encantos como había pretendido. Aunque estaba fechado en 1803 podrían haberlo pintado hacía mucho tiempo. El leve toque de arrogancia en la sonrisa infantil de Edward estaba suavizado por el brillo burlón de sus ojos verdes. Ojos que miraban hacia el futuro y todo lo que traería con anhelo y esperanza. Ojos que no habían visto nada que no debieran ver y no habían pagado un precio por ello.
Bella levantó la mano y pasó un dedo por su tersa mejilla. Pero esta vez no hubo calor ni sobresalto. Sólo el frío lienzo burlándose de su triste caricia.
—Buenas noches, dulce príncipe —susurró mientras tapaba el retrato con la sábana.


El suave verdor de la primavera cubría los prados ondulados. Unas esponjosas nubes blancas surcaban como corderos el cielo azul pastel. El pálido sol bañaba su cara de calor. Edward se apoyó sobre un codo y miró a la mujer que estaba durmiendo en la hierba a su lado. Una flor del peral se había posado sobre sus rizos. Sus ojos sedientos bebieron de la miel dorada de su pelo, la suave piel de melocotón de su mejilla, el húmedo coral de sus labios.
Nunca había visto un matiz tan delicioso… ni tan tentador.
Mientras acercaba sus labios a los de ella sus ojos se abrieron y sus labios se curvaron en una sonrisa somnolienta, haciendo más profundos los hoyuelos que adoraba. Pero cuando ella fue a unirse a él una nube pasó ondulando sobre el sol y su inevitable sombra eliminó todo el color de su mundo.
Envuelto en la oscuridad, Edward se incorporó de repente en la cama con el ruido de su respiración resonando en el silencio. No tenía forma de saber si era de día o de noche. Sólo sabía que le habían expulsado de su único refugio de la oscuridad: sus sueños.
Echando las mantas hacia atrás, sacó las piernas de la cama y se sentó. Tras apoyar la cabeza en las manos intentó recuperar el aliento y su sentido de la orientación. No pudo evitar preguntarse qué pensaría la señorita Dwyer de su aspecto. En ese momento no llevaba nada. Quizá debería ponerse un pañuelo limpio alrededor del cuello para no ofender su delicada sensibilidad.
Después de buscar a tientas un buen rato encontró la bata arrugada a los pies de la cama y se la puso. Sin molestarse en atarse el cinturón, se levantó y anduvo pesadamente por la habitación. Desorientado aún por su brusco despertar, calculó mal la distancia entre la cama y el escritorio y se dio un golpe en el pie con una de las patas de la mesa que hizo que le subiera un fuerte dolor por la pierna. Reprimiendo un juramento, se sentó en la silla y buscó a tientas el tirador de marfil del cajón del centro.
Luego tanteó el interior del cajón forrado de terciopelo sabiendo exactamente qué encontraría: un grueso paquete de cartas atado con un lazo de seda. Mientras lo sacaba le llegó a la nariz una seductora fragancia.
No era colonia barata de limón comprada a un vendedor ambulante, sino un intenso perfume femenino con un toque floral.
Respirando profundamente, Edward soltó el lazo de seda y pasó las manos por el caro papel. Las hojas estaban desgastadas y arrugadas por todos los meses que había llevado las cartas junto a su corazón. Abrió una de ellas y trazó los elegantes rasgos de tinta con la punta del dedo. Si se concentraba lo suficiente quizá pudiera distinguir una palabra e incluso una frase familiar.
Palabras vacías. Frases sin sentido.
Apretó la mano un poco. Luego volvió a doblar despacio la carta, pensando que era ridículo que un hombre ciego guardara cartas que ya no podía leer de una mujer que ya no le quería.
Si es que le había querido alguna vez.
Sea como fuere, ató cuidadosamente el lazo alrededor de las cartas antes de meterlas de nuevo en el cajón.

2 comentarios:

  1. bueno parece que Bella esta ganado terreno, quien es la mujer de las cartas,lo dejo o el a ella un abrazo patricia1204

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  2. Me gusta la historia.

    Nos seguimos leyendo.

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