Capítulo 2 "Ella lo hará"
Querida señorita Marie,
A pesar de mi reputación, puedo asegurarle que no tengo la costumbre de entablar correspondencia clandestina con todas las jóvenes hermosas que me gustan…
Al día siguiente, mientras Bella bajaba a tientas por la curvada escalera que conducía al corazón de Masen Park, casi se sentía como si se hubiera quedado ciega. No habían abierto ni una sola ventana de la mansión, como si la casa, al igual que su amo, se hubiera sumido en el reino de la oscuridad eterna.
Al pie de las escaleras había una vela que daba la luz suficiente para ver que las huellas que había dejado en la barandilla estaban cubiertas de polvo. Haciendo una mueca, las quitó con su falda. Con el tono pardo del cachemir dudaba que nadie se diera cuenta.
A pesar de la sofocante penumbra era imposible ocultar por completo la legendaria riqueza de los Masen, que había hecho que la noble familia fuera la envidia de todo el mundo. Intentando no sentirse intimidada por el despliegue de tantos siglos de privilegio, Bella bajó de las escaleras al vestíbulo. La casa se había modernizado desde los tiempos de los paneles oscuros y los arcos Tudor de sus sombrías raíces jacobinas. Las sombras bailaban sobre el reluciente mármol italiano de veta rosada bajo sus pies. Todas las molduras y las cornisas, todos los relieves de flores y jarrones que adornaban los revestimientos de madera habían sido dorados o bronceados. Incluso la modesta alcoba que la señora Cope había asignado a Bella tenía una vidriera sobre la puerta y tapices de seda en las paredes.
Marks había insistido en que su amo era «un auténtico príncipe». Contemplando la opulencia que le rodeaba, Bella suspiró. Quizá no fuese tan difícil reclamar ese título si uno había crecido en un palacio.
Resuelta a encontrar a su nuevo paciente, decidió emplear una de sus propias armas. Inclinando la cabeza hacia un lado, se quedó quieta y escuchó.
No oyó gritos ni golpes, sino el tintineo musical de platos y vasos. Un sonido que acabó siendo menos musical cuando hubo una explosión de cristales rotos seguida de un juramento salvaje. Aunque Bella hizo una mueca, en sus labios se perfiló una sonrisa triunfante.
Recogiéndose la falda, atravesó el salón donde se había realizado su entrevista y salió por la puerta opuesta siguiendo el ruido. Mientras recorría las estancias desiertas tuvo que esquivar varias señales del paso del conde. Sus sólidos botines crujieron sobre la porcelana rota y las astillas de madera. Al detenerse para enderezar una delicada silla Chippendale, la cara agrietada de una figurita china se rió de ella.
La destrucción no era sorprendente dada la inclinación de Edward a deambular por la casa sin tener en cuenta su falta de visión.
Luego pasó por debajo de un bonito arco. La ausencia de ventanas en el comedor negaba a la cavernosa estancia incluso un resquicio de luz. Si no hubiera sido por las velas que resplandecían a ambos extremos de la majestuosa mesa, Bella podría haber pensado que se encontraba en la cripta familiar.
Un par de criados con librea custodiaban el aparador de caoba bajo la atenta mirada de Marks. Ninguno de ellos pareció darse cuenta de que Bella se encontraba en la puerta. Estaban demasiado ocupados observando todos los movimientos que hacía su amo. Mientras el conde daba un codazo a una copa de cristal empujándola hacia el borde de la mesa, Marks hizo una discreta señal. Uno de los criados corrió hacia delante para coger la copa antes de que pudiera caerse. Alrededor de la mesa el suelo estaba lleno de trozos de cristal y porcelana, evidencia de sus anteriores fracasos.
Bella observó los anchos hombros y los musculosos brazos de Edward, sorprendida una vez más de que fuera un hombre imponente. Seguro que podía romperle el delicado cuello con los dedos pulgar e índice. Si era capaz de encontrarla, por supuesto.
Su pelo brillaba con la luz de la vela, peinado sólo con unos dedos impacientes desde que se había levantado de la cama. Llevaba la misma camisa arrugada del día anterior, pero ahora estaba manchada de grasa y chocolate. Y se había subido las mangas de cualquier manera hasta los codos para no arrastrar los volantes de los puños por el plato.
Se llevó una loncha de beicon a la boca, rasgó un trozo de la carne tierna con los dientes y luego buscó a tientas el plato que tenía delante. Bella frunció el ceño al ver la mesa. No había ningún cubierto a la vista. Lo cual podía explicar por qué Edward estaba cogiendo los huevos cocidos de una fuente de porcelana con la mano. Después de zamparse los huevos se metió un panecillo a la boca. Luego se pasó la lengua por los labios, pero no consiguió quitarse la miel que tenía en la esquina de la boca.
Aunque se sentía como una especie de espía, Bella no podía apartar la vista de esa gota dorada de miel. A pesar de su terrible falta de modales en la mesa, había algo muy sensual en su forma de comer, en su determinación para aplacar su apetito, maldiciendo todo tipo de convenciones. Mientras cogía una chuleta y empezaba a morder la carne directamente del hueso, el jugo le caía por la barbilla. Parecía un antiguo guerrero que acabara de derrotar a sus enemigos y de raptar a sus mujeres. A Bella no le habría sorprendido que le agitara el hueso y gritara: «¡Más cerveza, muchacha!»
De repente se quedó paralizado y olfateó el aire con una expresión feroz. Bella también abrió sus fosas nasales, pero lo único que pudo oler fue el apetitoso aroma del beicon.
Dejando la chuleta en el plato, dijo con una calma inquietante:
—Marks, deberías haberme informado de que acabas de traer unos limones frescos para mi té.
Al ver a Bella el mayordomo abrió bien los ojos.
—Me temo que no, señor. Pero si quiere iré a buscarlos inmediatamente.
Edward se lanzó sobre la mesa intentando coger al mayordomo, pero Marks ya había desaparecido por la otra puerta con la cola de su chaqueta detrás de él.
—Buenos días, señor —dijo Bella sentándose en una silla enfrente de él pero lejos de su alcance—. Tendrá que perdonar al señor Marks. Es evidente que tenía algo urgente que hacer.
Frunciendo el ceño, Edward volvió a sentarse en su silla.
—Esperemos que incluya falsificar algunas cartas de referencia y hacer sus maletas. Luego podrán regresar juntos a Londres.
Ignorando el sarcasmo, Bella sonrió amablemente a los inmóviles criados. Con sus mejillas coloradas, sus narices pecosas y su pelo castaño rizado, ninguno de los dos parecía tener más de dieciséis años. Al mirarlos mejor se dio cuenta de que además de ser hermanos eran gemelos.
—Me muero de hambre —dijo—. ¿Podría desayunar algo?
Incluso sin ver, Edward debió percibir la indecisión de sus sirvientes. Después de todo, no era normal que una empleada comiera en la mesa de su amo.
—¡Servid a la dama, estúpidos! —vociferó—. No sería muy hospitalario permitir que la señorita Dwyer se fuera con el estómago vacío.
Los criados se apresuraron a obedecerle, y estuvieron a punto de chocar mientras ponían un plato de porcelana y unos cubiertos de plata delante de Bella y llenaban una bandeja del aparador. Lanzando a uno de ellos una sonrisa reconfortante por encima del hombro, aceptó una fuente de huevos, varias lonchas de beicon y un panecillo. Tenía la sensación de que iba a necesitar todas sus fuerzas.
Mientras el otro criado le servía una taza de té humeante le dijo a Edward:
—Ayer pasé la noche instalándome en mi habitación. Supongo que no le importará que haya esperado hasta hoy para comenzar con mis obligaciones.
—No tiene ninguna obligación —respondió él volviendo a llevarse la chuleta a los labios—. Está despedida.
Ella alisó una servilleta de hilo sobre su regazo y tomó un pequeño sorbo de té.
—Me temo que no tiene autoridad para despedirme. No trabajo para usted.
Edward bajó la chuleta, formando con sus cejas cobrizas una nube tormentosa sobre el puente de su nariz.
—¿Disculpe? Debo estar perdiendo oído también.
—Al parecer el señor Marks me ha contratado siguiendo las instrucciones de su padre. Por lo tanto mi patrón es Edward Masen padre, marqués de Thornwood. Hasta que él me informe de que mis servicios como enfermera ya no son necesarios, me esforzaré para satisfacerle a él con mi trabajo, no a usted.
—Bueno, es una gran suerte, ¿verdad? Porque lo único que me satisfaría a mí sería su partida inminente.
Utilizando un cuchillo y un tenedor, Bella cortó un trozo de beicon.
—Entonces me temo que está condenado a seguir insatisfecho.
—Me di cuenta en el momento en que oí su voz —murmuró.
Negándose a dignificar el insulto con una réplica, Bella se metió el beicon entre los labios.
Apoyando los dos codos sobre la mesa, él lanzó un violento suspiro.
—Dígame, señorita Dwyer, como mi nueva enfermera, ¿qué tarea le gustaría asumir primero? ¿Le gustaría darme de comer, por ejemplo?
Mirando el blanco destello de sus dientes mientras mordía otro trozo de chuleta, Bella dijo:
—Dado su… entusiasmo desenfrenado por la comida, me preocuparía un poco acercar tanto los dedos a su boca.
Uno de los criados sufrió un ataque de tos repentino, y su hermano le dio un codazo en las costillas.
Edward cogió el último trozo de carne de la chuleta y tiró el hueso al plato, fallando su objetivo por completo.
—¿Debo suponer que no aprueba mis modales en la mesa?
—No sabía que la ceguera impidiera usar cubiertos y servilletas. Le daría lo mismo comer con los pies.
Edward se quedó paralizado. La piel tensa alrededor de su cicatriz palideció, haciendo que la marca del diablo pareciera más impresionante aún. En ese momento Bella se alegró de que no tuviera un cuchillo.
Echando un largo brazo sobre la silla de al lado, inclinó todo su cuerpo hacia el sonido de su voz. Aunque sabía que no podía verla, su atención era tan intensa que Bella tuvo que contener el impulso de encogerse.
—Debo confesar que me intriga, señorita Dwyer. Su tono es culto, pero no logro identificar su acento. ¿Se crió en la ciudad?
—En Chelsea —respondió dudando que hubiera tenido muchas oportunidades de frecuentar el modesto barrio al norte de Londres. Al tomar un trago demasiado generoso de té se quemó la lengua.
—Tengo curiosidad por saber cómo una mujer con su… carácter ha venido a solicitar este empleo. ¿Qué le llevó a responder a dicha llamada? ¿La caridad cristiana? ¿Un deseo irresistible de ayudar a sus semejantes? ¿O tal vez su entrañable compasión por los más débiles?
Cogiendo una cucharada de huevo de su copa de porcelana, Bella dijo con resolución:
—Le entregué al señor Marks varias cartas de referencia. Estoy segura de que las encontrará en orden.
—Por si no se ha dado cuenta —repuso Edward con un tono burlón en su voz—, no he podido leerlas. Quizás usted pueda informarme de su contenido.
Ella dejó a un lado la cuchara.
—Como le expliqué al señor Marks, trabajé durante casi dos años como institutriz para lord y lady Hale.
—Conozco a la familia.
Bella se puso tensa. ¿Hasta qué punto los conocería?
—Cuando se reanudaron las hostilidades con los franceses leí en el Times que muchos de nuestros nobles soldados y marineros estaban sufriendo por falta de atención. Así que decidí ofrecer mis servicios a un hospital local.
—Sigo sin entender por qué ha dejado de cuidar niños para curar heridas sangrientas y dar la mano a hombres que han perdido la cabeza por el dolor.
Bella hizo un esfuerzo para eliminar la pasión de su voz.
—Esos hombres estuvieron dispuestos a sacrificarlo todo por su país. Así que yo también puedo hacer un pequeño sacrificio por mi parte.
Él resopló.
—Lo único que sacrificaron fue su buen juicio y su sentido común. Se vendieron a la Marina Real por un trozo almidonado de paño azul y unos galones dorados en los hombros.
Ella frunció el ceño horrorizada por su cinismo.
—¿Cómo puede decir algo tan cruel? ¡Incluso el rey le felicitó por su valor!
—Eso no debería sorprenderle. La Corona tiene una larga historia recompensando a locos y soñadores.
Olvidando que no podía ver, Bella se levantó a medias de la silla.
—¡No son locos! ¡Son héroes! ¡Héroes como su propio comandante, el almirante lord Nelson!
—Nelson está muerto —dijo él con tono rotundo—. No sé si eso lo convierte en un héroe o en un loco.
Derrotada por el momento, volvió a sentarse en su silla.
Edward se levantó, utilizando los respaldos de las sillas para rodear la mesa. Mientras sus poderosas manos se aferraban a la madera tallada de su asiento, Bella se quedó quieta mirando hacia delante con una respiración agitada y audible para ambos.
Él se agachó tanto que sus labios estuvieron a punto de rozar peligrosamente la parte superior de su cabeza.
—Estoy seguro de que sus intenciones son sinceras, señorita Dwyer. Pero por lo que a mí se refiere, hasta que recobre el juicio y renuncie a su empleo sólo tiene una obligación. —Sus suaves palabras eran más contundentes que un grito—. Mantenerse alejada de mi camino.
Con esa advertencia la dejó, y al pasar junto al criado éste se adelantó para ofrecerle su brazo. Aunque suponía que no debería sorprenderle que decidiera andar a ciegas por la oscuridad en vez de aceptar una pequeña ayuda, se encogió cuando en algún lugar de la casa resonó un fuerte golpe.
Bella no tenía nada que hacer, excepto pasear por las estancias oscuras de Masen Park. El silencio era casi tan opresivo como la penumbra. No había el bullicio que se podría esperar de una próspera casa de campo de Buckinghamshire. No había criadas pasando plumeros por los zócalos y las barandillas, ni doncellas subiendo las escaleras con cestas de ropa limpia, ni lacayos acarreando leña para alimentar las chimeneas. Todos los hogares por los que pasaba estaban fríos y oscuros, con sus rescoldos reducidos a cenizas. Los querubines tallados de los mantos de mármol de las chimeneas la miraban con tristeza, con sus regordetas mejillas manchadas de hollín.
El puñado de sirvientes que se encontró parecía andar por allí sin ninguna tarea especial entre manos. Al verla se ocultaban entre las sombras sin levantar la voz por encima de un murmullo. Ninguno de ellos parecía tener prisa por coger una escoba y barrer las astillas de los muebles y los trozos de porcelana que cubrían los suelos.
Bella abrió unas puertas dobles al final de una sombría galería. Las escaleras de mármol conducían a un inmenso salón de baile. Durante los oscuros meses de invierno no había tenido mucho tiempo para fantasear, pero ahora no pudo evitar cerrar los ojos un instante. Se imaginó el salón envuelto en un torbellino de colores, música y alegres conversaciones, y se imaginó a sí misma deslizándose por el suelo reluciente en los fuertes brazos de un hombre. Podía verle sonreír mientras ella levantaba la mano para acariciar los galones dorados que adornaban sus anchos hombros.
Bella abrió rápidamente los ojos. Moviendo la cabeza por su locura, cerró de golpe las puertas del salón de baile. Era culpa del conde. Si le permitiera realizar el trabajo para el que había sido contratada, podría mantener su traicionera imaginación bajo control.
Mientras caminaba por un amplio salón, prestando tan poca atención como Edward a su alrededor, se golpeó el pie con una consola volcada. Lanzando un grito de dolor, saltó sobre un pie masajeándose los dedos doloridos a través del estropeado cuero de sus botas. Si hubiera llevado unas zapatillas de piel de cabrito probablemente se habrían roto con el golpe.
Mirando las rendijas de sol que intentaban atravesar el sofocante peso de las cortinas de terciopelo, Bella apoyó las manos en las caderas. Puede que Edward hubiera decidido enterrarse en ese mausoleo, pero ella no.
Al captar un destello blanco por el rabillo del ojo, se dio la vuelta y vio a una criada con cofia saliendo de puntillas por la puerta.
—¡Eh, muchacha! —la llamó.
La criada se detuvo y se volvió muy despacio con una reticencia palpable.
—¿Sí, señorita?
—Ven aquí, por favor. Necesito que me ayudes a abrir estas cortinas. —Gruñendo por el esfuerzo, Bella empujó un pesado banco con brocados hacia la ventana.
En vez de correr a ayudarla, la criada empezó a retroceder retorciendo sus pálidas y pecosas manos y moviendo la cabeza consternada.
—No me atrevo, señorita. ¿Qué diría el señor?
—Podría decir que estás haciendo tu trabajo —respondió Bella subiendo encima del banco.
Cada vez más impaciente con las excusas de la criada, levantó los brazos, cogió dos puñados de tela y tiró con todas sus fuerzas. En vez de abrirse hacia los lados, las cortinas se soltaron de sus enganches y cayeron en una nube de terciopelo y polvo, haciendo estornudar a Bella.
La luz del sol entró por las puertas de los ventanales, dando a las motas de polvo un brillo fascinante.
—¡No debería haberlo hecho! —gritó la criada parpadeando como los animales que pasan mucho tiempo bajo tierra—. ¡Voy a buscar inmediatamente a la señora Cope!
Limpiándose las manos en la falda, Bella saltó del banco e inspeccionó su trabajo con satisfacción.
—Me parece bien. Porque me gustaría tener una pequeña charla con ella.
Con otro grito contenido, la asustada muchacha salió a toda prisa de la habitación.
Cuando la señora Cope entró solemnemente en el salón poco después, encontró a la nueva enfermera del conde en un precario equilibrio sobre una delicada silla Luis XIV. El ama de llaves sólo pudo mirar horrorizada mientras Bella daba un fuerte tirón a las cortinas que estaba sujetando, que se cayeron sobre su cabeza enterrándola en una nube de terciopelo verde esmeralda.
—¡Señorita Dwyer! —exclamó la señora Cope levantando una mano para protegerse los ojos del sol deslumbrante que entraba por las ventanas—. ¿Qué significa esto?
Bajando de su atalaya, Bella sacudió los gruesos pliegues de tela. Luego, siguiendo la escandalizada mirada del ama de llaves, asintió pesarosamente al montón de cortinas que había en el suelo.
—Sólo iba a abrirlas, pero al ver tanto polvo pensé que no sería una mala idea airearlas un poco.
Con la mano en el llavero que llevaba en la cintura como si fuese la empuñadura de una espada, la señora Cope se irguió.
—Yo soy el ama de llaves de Masen Park. Usted es la enfermera del señor. Airear cosas no entra dentro de sus competencias.
Mirando a la mujer con cautela, Bella abrió la ventana. Una suave brisa con olor a lilas entró en la habitación.
—Puede que no. Pero el bienestar de mi paciente sí. Que su amo no pueda ver la luz no significa que tenga que quedarse sin aire fresco. Limpiando sus pulmones podría mejorar su estado… y su disposición.
Por un momento la señora Cope pareció quedarse intrigada.
Animada por sus dudas, Bella comenzó a dar vueltas por la habitación escenificando sus planes con entusiasmo.
—He pensado que primero los criados podrían barrer los cristales y retirar los muebles rotos. Luego, después de guardar todo lo que se pueda romper, podríamos poner los muebles grandes contra las paredes para dejar un camino en cada habitación para que el conde ande sin problemas.
—El conde pasa la mayor parte del tiempo en su alcoba.
—¿Y le culpa? —preguntó Bella parpadeando con incredulidad—. ¿Cómo se sentiría usted si cada vez que saliese de su habitación se arriesgase a romperse la espinilla o a abrirse la cabeza?
—Fue el señor quien ordenó que las cortinas permaneciesen cerradas. Y quien insistió en que se dejara todo como estaba antes… —El ama de llaves tragó saliva, incapaz de terminar—. Lo siento, pero yo no puedo ir en contra de sus deseos. Ni puedo ordenar al personal que lo haga.
—Entonces, ¿no me ayudará?
La señora Cope negó con la cabeza con una expresión de arrepentimiento en sus ojos grises.
—No puedo.
—Muy bien —asintió Bella—. Respeto su lealtad a su amo y su dedicación a su trabajo.
Con esas palabras giró sobre sus talones, fue a la siguiente ventana y empezó a tirar de las pesadas cortinas.
—¿Qué está haciendo? —gritó la señora Cope mientras las cortinas caían en cascada.
Bella echó la brazada de terciopelo sobre el montón y después abrió la ventana para que entrara el sol y el aire fresco. Luego se volvió hacia la señora Cope limpiándose el polvo de las manos enérgicamente.
—Mi trabajo.
—¿Sigue con ello? —susurró una de las criadas a un criado de mejillas sonrosadas mientras entraba en las amplias cocinas del sótano de Masen Park.
—Me temo que sí —respondió él robando una salchicha humeante de su bandeja y metiéndosela en la boca—. ¿No lo oyes?
Aunque había oscurecido hacía casi una hora, los ruidos misteriosos continuaban en el primer piso de la casa. Desde la mañana no habían cesado los golpes, los gruñidos y el roce ocasional de un pesado mueble al ser arrastrado por el suelo.
Los sirvientes habían pasado el día como la mayoría de los días desde que Edward había vuelto de la guerra: apiñados alrededor de la vieja mesa de roble frente a la chimenea del comedor de servicio, recordando tiempos mejores. Esa fresca noche de primavera Marks y la señora Cope estaban sentados uno enfrente del otro, tomando una taza de té tras otra, sin hablar ni atreverse a mirarse a los ojos.
Tras un ruido especialmente estridente que les hizo encogerse a todos, una de las doncellas susurró:
—¿No creéis que deberíamos…?
La señora Cope la miró como un basilisco, paralizando a la pobre muchacha donde estaba.
—Creo que deberíamos dedicarnos a nuestros asuntos.
Uno de los jóvenes criados dio un paso adelante, atreviéndose a preguntar lo que todos estaban pensando.
—¿Y si lo oye el señor?
Quitándose las gafas para limpiarlas con su manga, Marks movió la cabeza con aire triste.
—Hace mucho tiempo que al señor no le importa nada de lo que ocurre aquí. No hay ninguna razón para pensar que esta noche vaya a ser diferente.
Sus palabras envolvieron a todos en una nube de desaliento. Antes estaban orgullosos de su dedicación a la gran casa que les habían confiado. Pero sin nadie que viese cómo brillaba la madera por sus atentos cuidados, sin nadie que les felicitara por su eficacia para mantener los suelos limpios y las chimeneas con leña fresca, no había muchos motivos para salir de su abatimiento.
Apenas se dieron cuenta de que una de las criadas más jóvenes había entrado sigilosamente en las cocinas. Tras ir derecha donde la señora Cope, hizo un par de reverencias sin atreverse a pedir permiso para hablar.
—No te quedes ahí subiendo y bajando como un corcho en el agua, Leah —dijo la señora Cope—. ¿Qué pasa?
Retorciendo el delantal con las manos, la muchacha hizo otra reverencia.
—Será mejor que venga y lo vea usted misma, señora.
Intercambiando una mirada de exasperación con Marks, la señora Cope se levantó. Marks se apartó de la mesa para seguirla. Mientras salían de las cocinas, los dos estaban demasiado preocupados para darse cuenta de que el resto de los criados iban detrás de ellos.
La señora Cope se detuvo de repente en lo alto de las escaleras del sótano, a punto de provocar una desastrosa reacción en cadena.
—¡Chsss! ¡Escuchad! —ordenó.
Todos contuvieron el aliento, pero sólo oyeron una cosa.
Silencio.
Mientras iban de una habitación a otra sus zapatos ya no crujían sobre astillas y cascotes. La luz de la luna entraba por las ventanas descubiertas, revelando que los suelos estaban limpios y los muebles rotos se habían separado en dos pulcros montones: uno con las piezas que se podían salvar y el otro para echar al fuego. Aunque seguían estando algunos de los muebles más grandes, en la mayoría de las estancias se había despejado un camino, con todos los objetos frágiles en lo alto de las repisas y las estanterías. Las alfombras con flecos o bordes con los que alguien pudiera tropezarse también se habían retirado contra la pared.
En un pálido claro de luna de la biblioteca encontraron a la nueva enfermera de su amo, profundamente dormida en un sofá. Los criados se agolparon a su alrededor mirándola desconcertados.
Las anteriores enfermeras del conde habían ocupado ese ambiguo estrato social reservado normalmente para las institutrices y los tutores. No se consideraban iguales al dueño de la casa, pero tampoco se dignaban a rebajarse relacionándose con los demás sirvientes. Comían en sus habitaciones y les habría horrorizado la perspectiva de utilizar sus suaves y blancas manos para barrer suelos o sacar pesadas cortinas al jardín para airearlas.
Las manos de la señorita Dwyer ya no eran suaves ni blancas. Sus pálidas uñas estaban rotas y sucias. En la mano derecha se le había formado una ampolla entre el índice y el pulgar. Tenía las gafas torcidas, y con sus ronquidos un mechón de pelo que se le había caído sobre la nariz subía hacia arriba antes de volver a bajar.
—¿Debería despertarla? —susurró Leah.
—Dudo que pudieses —dijo Marks en voz baja—. La pobre está agotada. —Hizo una señal a uno de los criados más grandes—. ¿Por qué no llevas a la señorita Dwyer a su habitación, Lee? Que una de las criadas vaya contigo.
—Iré yo —dijo Leah ansiosamente olvidando su timidez.
Mientras el criado cogía a la señorita Dwyer en sus fuertes brazos, una de las sirvientas corrigió suavemente el ángulo de sus gafas.
Cuando se fueron, la señora Cope siguió mirando el sofá con una expresión indescifrable.
Acercándose un poco más a ella, Marks se aclaró la garganta con torpeza.
—¿Doy permiso al resto del servicio para retirarse?
El ama de llaves levantó despacio la cabeza con sus ojos grises llenos de determinación.
—Yo diría que no. Aún queda mucho por hacer y no voy a permitir que sigan holgazaneando y dejen su trabajo a sus superiores. —Chasqueó los dedos a los dos criados que quedaban—. Collin, tú y Brady coged ese sofá y ponedlo contra la pared. —Intercambiando una sonrisa, los gemelos se apresuraron a levantar los extremos del pesado mueble—. ¡Cuidado! —les advirtió—. Si rayáis la madera descontaré la reparación de vuestros sueldos y vuestros pellejos.
Volviéndose hacia las asustadas criadas, dio una palmada que resonó en la biblioteca como un disparo.
—Heidi, Jane, traed un par de fregonas, unos trapos y un cubo de agua caliente. Mi madre siempre decía que no tiene sentido barrer si no vas a fregar. Y ahora que tenemos las cortinas quitadas será mucho más fácil limpiar las ventanas. —Al ver que las criadas no se movían, empezó a echarlas hacia la puerta con su delantal—. No os quedéis ahí con la boca abierta como un par de truchas. ¡Venga!
La señora Cope se dirigió a una de las ventanas cerradas y la abrió.
—¡Ah! —exclamó expandiendo su pecho mientras aspiraba una bocanada de aire nocturno con olor a lilas—. Puede que para mañana esta casa ya no huela como una tumba.
Marks corrió detrás de ella.
—¿Has perdido el juicio, Cope? ¿Qué vamos a decirle al señor?
—No vamos a decirle nada. —La señora Cope señaló hacia la puerta por donde había desaparecido la señorita Dwyer con una astuta sonrisa en los labios—. Ella lo hará.
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