martes, 8 de febrero de 2011

Enfermera o niñera



Capítulo 1 "Enfermera o niñera"
Inglaterra, 1806
Querida señorita Marie,
Le ruego que me perdone por tener el atrevimiento de ponerme en contacto con usted de un modo tan poco convencional…
—Dígame, señorita Dwyer, ¿tiene alguna experiencia?
En algún lugar de la extensa mansión jacobina sonó un golpe tremendo. Aunque el corpulento mayordomo que estaba realizando la entrevista se encogió y el ama de llaves que permanecía atenta junto a la mesita de té soltó un chillido audible, Isabella ni siquiera parpadeó.
Lo que hizo fue sacar un taco de papeles del bolsillo lateral de la desgastada maleta de cuero que tenía a sus pies con uno de sus guantes blancos.
—Estoy segura de que encontrará mis cartas de referencia en orden, señor Marks.
Aunque era mediodía, en el modesto salón había una luz abismal. Los rayos de sol que entraban por las rendijas de las gruesas cortinas de terciopelo se reflejaban en la suntuosa alfombra turca de color rubí. Las velas esparcidas por las mesas llenaban las esquinas de sombras temblorosas. La habitación olía a cerrado, como si no la hubieran ventilado durante siglos. De no haber sido por la ausencia de festones negros sobre las ventanas y los espejos, Isabella habría jurado que una persona muy querida había muerto recientemente.
El mayordomo cogió los papeles y los desplegó. Mientras el ama de llaves estiraba su largo cuello para mirar por encima de su hombro, Isabella rezó para que la débil luz jugara a su favor y les impidiera ver bien las firmas garabateadas. La señora Cope era una mujer atractiva de edad indeterminada, tan elegante y delgada como redondo era el mayordomo. Aunque no tenía arrugas en la cara, el moño negro que llevaba en la nuca estaba cubierto de canas.
—Como puede ver, trabajé durante dos años como institutriz para lord y lady Hale —le informó Isabella mientras el señor Marks hojeaba rápidamente los papeles—. Cuando continuó la guerra, me uní a otras institutrices como voluntaria para atender a los marineros y los soldados que volvían heridos del mar o del frente.
El ama de llaves apretó un poco los labios. Isabella sabía que aún había gente que creía que las mujeres que cuidaban a los soldados eran poco más que cantineras. Criaturas indecentes que ni siquiera se ruborizaban al ver a un desconocido desnudo. Al sentir que el calor le subía por la cara, Isabella levantó un poco más la barbilla.
El señor Marks la examinó por encima de sus gafas de montura metálica.
—Debo confesar, señorita Dwyer, que es un poco más joven de lo que habíamos pensado. Un trabajo tan arduo requiere más… madurez. Quizá una de las otras aspirantes… —Se detuvo al ver que Isabella arqueaba las cejas.
—Yo no veo ninguna otra aspirante, señor Marks —señaló ajustándose las gafas en la nariz con un dedo—. Con el generoso sueldo que ofrecían en el anuncio, esperaba ver fuera una larga cola.
Entonces se oyó otro golpe, más cerca aún que el último, que sonó como si una especie de bestia fuera hacia su guarida.
La señora Cope rodeó rápidamente la silla haciendo crujir sus enaguas almidonadas.
—¿Un poco más de té, querida?
Al inclinar la tetera de porcelana le temblaba tanto la mano que el té se derramó en el plato de Isabella y cayó sobre su regazo.
—Gracias —murmuró Isabella frotando la mancha con el guante subrepticiamente.
El suelo se estremeció visiblemente bajo sus pies, al igual que la señora Cope. El rugido amortiguado que siguió fue aderezado con una retahíla de juramentos incomprensibles. Ya no había ninguna duda. Alguien —o algo— se estaba acercando.
Lanzando una mirada de pánico a la doble puerta dorada que conducía a la cámara contigua, el señor Marks se puso de pie con su frente prominente brillando de sudor.
—Puede que no sea el momento más oportuno…
Mientras le devolvía a Isabella las cartas de referencia, la señora Cope le quitó la taza y el plato de la otra mano y los depositó en el carrito del té con un ruidoso repiqueteo.
—Marks tiene razón, querida. Tendrá que perdonarnos. Es posible que nos hayamos precipitado… —La mujer obligó a Isabella a levantarse e intentó alejarla de la puerta empujándola hacia los ventanales que conducían a la terraza, que estaban cubiertos por unas gruesas cortinas.
—¡Mi bolsa! —protestó Isabella lanzando una mirada de impotencia a la maleta por encima del hombro.
—No se preocupe —le aseguró la señora Cope rechinando los dientes en una amable sonrisa—. Uno de los criados la llevará a su coche.
Mientras crecía el estruendo de los golpes y las blasfemias, la mujer clavó las uñas en la resistente lana marrón de la manga de Isabella para que se moviera. El señor Marks las rodeó rápidamente y abrió uno de los balcones, inundando la penumbra con el radiante sol de abril. Pero antes de que la señora Cope pudiera hacer salir a Isabella cesó el misterioso alboroto.
Los tres se volvieron a la vez para mirar las puertas doradas al otro lado de la habitación.
Durante un momento no se oyó nada excepto el suave tictac del reloj francés que había sobre la chimenea. Luego llegó un ruido muy extraño, como si hubiera algo arañando las puertas. Algo grande. Y furioso. Isabella dio un paso involuntario hacia atrás; el ama de llaves y el mayordomo intercambiaron una mirada aprensiva.
Al abrirse las puertas dieron un fuerte golpe a las paredes opuestas. Pero enmarcado por ellas no había una bestia, sino un hombre, o lo que quedaba de él después de deshacerse de la capa de barniz de la distinción social. El pelo cobrizo y desaliñado le caía por debajo de los hombros. Hombros que casi llenaban la anchura de la puerta. De sus estrechas caderas colgaban unos pantalones de ante que marcaban todas las curvas de sus musculosas piernas. Su mandíbula estaba ensombrecida por una barba de varios días que le daba un aire de pirata. Si hubiera tenido un machete entre los dientes, Isabella habría huido de la casa temiendo por su honor.
Llevaba calcetines, pero sin botas. Alrededor del cuello tenía un pañuelo flojo y arrugado, como si alguien hubiera intentado anudarlo varias veces y se hubiera dado por vencido. A su camisa de lino le faltaban la mitad de los botones, revelando un trozo de pecho bien musculado con un fino vello castaño.
Allí plantado en el umbral de la puerta, inclinó la cabeza en un ángulo extraño, como si estuviera escuchando algo que sólo él podía oír, aleteando su aristocrática nariz.
Isabella sintió un hormigueo en la nuca. No podía librarse de la sensación de que lo que estaba buscando era su olor. Cuando casi se había convencido de que era ridículo empezó a caminar hacia delante con la gracia de un depredador natural, derecho hacia ella.
Pero un banco abarrotado de cosas se interpuso en su camino. Aunque intentó lanzar un grito de advertencia, se tropezó con el banco y cayó al suelo.
Mucho peor que la caída fue cómo se quedó allí tumbado, como si no tuviera ningún sentido especial levantarse. Nunca.
Isabella se quedó paralizada mientras Marks corría a su lado.
—¡Señor! ¡Pensábamos que estaba echando una siesta!
—Siento decepcionaros —dijo el conde de Masen con la voz amortiguada por la alfombra—. A alguien se le ha debido olvidar arroparme.
Mientras se libraba de su sirviente y se levantaba tambaleándose, el sol que entraba por la ventana abierta le dio de lleno en la cara.
Isabella se quedó boquiabierta.
Una cicatriz reciente, aún enrojecida, dividía en dos la esquina de su ojo izquierdo y bajaba por su mejilla como un rayo, tensando la piel a su alrededor. Había sido la cara de un ángel, con esa belleza masculina reservada para los príncipes y los serafines. Pero ahora estaba marcada para siempre con el sello del diablo. Isabella pensó que quizá no fuese el diablo, sino Dios que tenía celos de que un simple humano pudiese ser tan perfecto. Sabía que debería parecerle repulsivo, pero no podía apartar la vista. Su belleza truncada era más irresistible que su perfección.
Llevaba su desfiguración como una máscara, escondiendo detrás de ella cualquier signo de vulnerabilidad. Pero no podía hacer nada para ocultar el persistente desconcierto de sus ojos verdes como la espuma del mar, con los que estaba atravesando a Isabella.
Aleteó de nuevo las ventanillas de su nariz.
—Aquí hay una mujer —anunció totalmente convencido.
—Sí, señor —dijo animadamente la señora Cope—. Marks y yo estábamos tomando el té en un pequeño descanso.
El ama de llaves volvió a tirar a Isabella del brazo, suplicándole en silencio que escapara. Pero la mirada ciega de Edward Masen la había dejado clavada al suelo. Empezó a moverse hacia ella, ahora más despacio pero con la misma determinación que antes. En ese momento Isabella se dio cuenta de que era una tontería interpretar su prudencia como un signo de debilidad. Su desesperación le hacía aún más peligroso, sobre todo con ella.
Continuó avanzando con tanta resolución que incluso la señora Cope se refugió en las sombras, dejando a Isabella sola frente a él. Aunque su primer impulso fue irse de allí se obligó a quedarse con la cabeza alta. El temor inicial de que podría abalanzarse sobre ella estaba infundado.
Con una misteriosa percepción, se paró a tan sólo un metro de ella olfateando el aire con cautela. Isabella no podía imaginar que la fresca fragancia de limón que se había puesto detrás de las orejas pudiera atraer tanto a un hombre. Pero la expresión de su cara mientras llenaba los pulmones con su perfume hizo que se sintiera como en un harén esperando el placer del sultán, y su piel se estremeció como si estuviera tocándola por todas partes sin levantar un dedo.
Cuando empezó a rodearla giró con él, siguiendo un instinto primitivo que no confiaba en que estuviera detrás de ella. Por fin se detuvo, tan cerca que pudo sentir el calor animal que irradiaba de su piel y contar cada una de las pestañas de punta cobriza que bordeaban esos ojos extraordinarios.
—¿Quién es ella? —preguntó mirando justo por encima de su hombro izquierdo—. Y ¿qué quiere?
Antes de que alguno de los sirvientes pudiera articular una respuesta, Isabella dijo con firmeza:
Ella, señor, es la señorita Isabella Dwyer, y ha venido a solicitar el puesto de enfermera.
El conde desvió su mirada vacía hacia abajo, frunciendo los labios como si le pareciese divertido que su presa fuera tan pequeña.
—¿Quiere decir niñera? ¿Alguien que pueda cantarme para que me duerma, me dé de comer en la boca y me limpie… —vaciló el tiempo suficiente para que los dos criados se encogieran de miedo—… la barbilla si se me cae la baba?
—No tengo voz para cantar nanas, y estoy segura de que es perfectamente capaz de limpiarse la barbilla —respondió Isabella tranquilamente—. Mi trabajo consistiría en ayudarle a adaptarse a sus nuevas circunstancias.
Él se acercó a ella aún más.
—¿Y si no quiero adaptarme? ¿Y si quiero que me dejen solo para que pueda pudrirme en paz?
La señora Cope se quedó boquiabierta, pero Isabella se negó a escandalizarse.
—No tiene que ruborizarse por mí, señora Cope. Puedo asegurarle que estoy acostumbrada a los arrebatos infantiles. Cuando trabajaba como institutriz a mis pupilos les gustaba probar los límites de mi paciencia cogiendo rabietas cuando no se salían con la suya.
Al ser comparado con un niño de tres años, el conde bajó la voz hasta que se convirtió en un gruñido amenazador.
—¿Y debo suponer que les quitó ese hábito?
—Con el tiempo adecuado, y paciencia. Y parece que en este momento tenemos esas dos cosas.
Cuando se volvió de repente hacia el señor Marks y la señora Cope, Isabella se asustó.
—¿Qué les hace pensar que ésta será distinta de las otras?
—¿Las otras? —repitió Isabella arqueando una ceja.
El mayordomo y el ama de llaves intercambiaron una mirada de culpabilidad.
El conde se dio la vuelta de nuevo.
—Supongo que no le han hablado de sus predecesoras. Veamos, la primera fue la vieja Cora Gringott. Estaba casi tan sorda como yo ciego. Hacíamos una buena pareja. Me pasaba la mayor parte del tiempo buscando a tientas su trompetilla para hablarle por ella. Si no me falla la memoria, creo que duró menos de quince días.
Empezó a pasearse de un lado a otro por delante de Isabella dando exactamente cuatro pasos hacia delante y cuatro pasos hacia atrás con sus largas zancadas. Resultaba fácil imaginarle paseando por la cubierta de un barco con ese dominio, su pelo cobrizo al viento y su mirada penetrante fija en el horizonte.
—Luego vino esa muchacha de Lancashire. Era tan tímida que apenas hablaba susurrando. Ni siquiera se molestó en cobrar su sueldo o en recoger sus cosas cuando se Marchó. Se fue gritando en mitad de la noche como si la persiguiera un loco.
—Me lo imagino —murmuró Isabella.
Tras una breve pausa continuó paseándose.
—Y la semana pasada perdimos a la querida viuda Hawkins. Parecía más fuerte y más inteligente que las otras. Antes de salir de aquí muy enfadada le recomendó a Marks que contratara a un cuidador de animales, porque era evidente que su amo debía estar en una jaula.
Isabella se alegró de que no pudiera ver que estaba torciendo los labios.
—Ya ve, señorita Dwyer, que soy un caso perdido. Así que puede volver a la escuela o la guardería de donde vino. No hace falta que pierda más su precioso tiempo. Ni el mío.
—¡Señor! —protestó Marks—. No es necesario que sea rudo con la joven dama.
—¿Joven dama? ¡Ja! —Al extender una mano el conde estuvo a punto de decapitar un ficus que parecía que no habían regado en más de una década—. Puedo decir por su voz que es una criatura avinagrada sin una pizca de dulzura femenina. Si hubieseis querido buscarme una mujer, en Fleet Street podríais haber encontrado una mejor. ¡No necesito una enfermera! Lo que necesito es un buen…
—¡Señor! —gritó la señora Cope.
Puede que su amo fuese ciego, pero no estaba sordo. Su súplica escandalizada le hizo callarse con más eficacia que un golpe. Con el fantasma de un encanto que debía haber sido su segunda naturaleza, giró sobre un talón e hizo una reverencia a un orejero justo a la izquierda de donde estaba Isabella.
—Le ruego que me perdone por mi arrebato infantil, señorita. Le deseo un buen día, y una buena vida.
Reorientándose hacia las puertas del salón, avanzó hacia delante negándose a andar más despacio o ir tanteando su camino. Podría haber alcanzado su destino si no se hubiera golpeado la rodilla con la esquina de una mesa de caoba con tanta fuerza que Isabella hizo un gesto de compasión. Lanzando un juramento, dio a la mesa una violenta patada y la estrelló contra la pared. Le costó tres intentos encontrar los pomos de marfil, pero por fin consiguió cerrar las puertas detrás de él con un golpe impresionante.
Mientras se retiraba a las profundidades de la casa, los ruidos y las blasfemias esporádicas se fueron desvaneciendo.
Tras cerrar suavemente la ventana, la señora Cope volvió al carrito y se sirvió una taza de té. Luego se sentó en el borde del sofá como si fuera una invitada, entrechocando ruidosamente la taza contra el plato.
El señor Marks se hundió pesadamente a su lado. Sacando un pañuelo almidonado del bolsillo de su chaleco, se secó el sudor de la frente antes de lanzar a Isabella una mirada contrita.
—Me temo que le debemos una disculpa, señorita Dwyer. No hemos sido del todo sinceros.
Isabella se acomodó en el orejero y cruzó las manos enguantadas sobre su regazo, sorprendida al descubrir que también ella estaba temblando. Agradecida por el refugio que proporcionaban las sombras, dijo:
—Bueno, el conde no es el pobre inválido que describían en su anuncio.
—No ha sido él mismo desde que volvió de esa maldita batalla. Si le hubiera conocido antes… —La señora Cope tragó saliva con sus ojos grises llenos de lágrimas.
Marks le dio su pañuelo.
—Cope tiene razón. Era todo un caballero, un auténtico príncipe. A veces pienso que el golpe que le dejó ciego también le afectó a la mente.
—Al menos a sus modales —dijo Isabella secamente—. Su ingenio no parece haber sufrido ningún daño.
El ama de llaves se pasó el pañuelo por su estrecha nariz.
—Era un chico brillante, siempre tan rápido con los números y las respuestas. Era raro verle sin un libro debajo del brazo. Cuando era pequeño tenía que quitarle la vela a la hora de acostarle por miedo a que metiera un libro en la cama y quemara las mantas.
Isabella se estremeció al darse cuenta de que también le habían privado de ese placer. Era difícil imaginar una vida sin el consuelo que podían proporcionar los libros.
Marks asintió con los ojos brillantes por los recuerdos de tiempos mejores.
—Era la alegría y el orgullo de sus padres. Cuando se le ocurrió la absurda idea de alistarse en la Marina Real, su madre y sus hermanas se pusieron histéricas y le suplicaron que no fuera, y su padre, el marqués, le amenazó con desheredarle. Pero cuando llegó el momento de embarcar se reunieron todos en el muelle para darle su bendición y despedirse de él.
Isabella estiró uno de sus guantes.
—No es muy frecuente que un noble, sobre todo siendo el primogénito, decida hacer una carrera naval, ¿verdad? Pensaba que el ejército atraía a los ricos y a los que tenían títulos nobiliarios, mientras que la marina era el refugio de los pobres y los ambiciosos.
—No dio ninguna explicación —intervino la señora Cope—. Sólo dijo que tenía que seguir a su corazón dondequiera que le llevara. Se negó a comprar un rango como hacía la mayoría de la gente, e insistió en llegar ahí por sus propios méritos. Cuando recibieron la noticia de que le habían ascendido a teniente a bordo del Victory su madre lloró de alegría, y su padre estaba tan orgulloso que estuvo a punto de reventar los botones de su chaleco.
—El Victory —murmuró Isabella. El nombre de ese barco había sido profético. Con la ayuda de otras naves derrotó a la armada de Napoleón en Trafalgar, destruyendo el sueño del emperador de dominar los mares. Pero el precio de la victoria fue muy elevado. El almirante Nelson ganó la batalla, pero perdió su vida, como muchos de los jóvenes que lucharon valerosamente a su lado.
Sus deudas estaban saldadas, pero Edward Masen seguiría pagando el resto de su vida.
Isabella sintió un arrebato de ira.
—Si tiene una familia tan fiel, ¿dónde están ahora?
—Viajando por el extranjero.
—En su residencia de Londres.
Después de responder al unísono, los sirvientes intercambiaron una mirada de vergüenza. La señora Cope suspiró.
—El conde pasó la mayor parte de su juventud en Masen Park. De todas las propiedades de su padre, siempre fue su favorita. Tiene una casa en Londres, por supuesto, pero teniendo en cuenta la crueldad de sus heridas, su familia pensó que sería más fácil que se recuperara en el hogar de su infancia, alejado de la curiosidad de la sociedad.
—¿Más fácil para quién? ¿Para él o para ellos?
Marks apartó la vista.
—En su defensa debo decir que la última vez que vinieron a verle los echó de la finca. Por un momento temí que ordenara al guarda que les soltara a los perros.
—Dudo que fuera tan difícil librarse de ellos. —Isabella cerró un momento los ojos e hizo un esfuerzo para recuperar la compostura. No tenía ningún derecho a juzgar a su familia por su falta de lealtad—. Han pasado más de cinco meses desde que resultó herido. ¿Le ha dado su médico alguna esperanza de que pueda recuperar algún día la vista?
El mayordomo movió la cabeza con tristeza.
—Muy pocas. Sólo hay uno o dos casos documentados en los que se ha logrado subsanar una pérdida tan grande.
Isabella inclinó la cabeza.
El señor Marks se levantó. Con sus mejillas carnosas y su expresión abatida parecía un bulldog melancólico.
—Espero que nos perdone por malgastar su tiempo, señorita Dwyer. Sé que ha tenido que alquilar un coche para venir aquí. Y estaré encantado de pagar de mi bolsillo su regreso a la ciudad.
Isabella se puso de pie.
—Eso no será necesario, señor Marks. De momento no voy a volver a Londres.
El mayordomo intercambió una mirada de desconcierto con la señora Cope.
—¿Disculpe?
Isabella se acercó a la silla que había ocupado en un principio y cogió su maleta.
—Me quedaré aquí. Acepto el puesto de enfermera del conde. Ahora, si son tan amables de pedir a uno de los criados que recoja mi baúl del coche y mostrarme mi habitación, me prepararé para comenzar con mis obligaciones.
Aún podía olerla.
Como si quisiera torturarle recordándole lo que había perdido, el sentido del olfato de Edward se había agudizado en los últimos meses. Cuando pasaba por las cocinas podía decir al instante si Étienne, el cocinero francés, estaba preparando un fricandó de ternera o una cremosa besamel para tentar su apetito. El mínimo rastro de humo le informaba si el fuego de la desierta biblioteca había sido avivado recientemente o estaba apagándose. Mientras se derrumbaba en la cama en la habitación que se había convertido en una guarida más que en una alcoba, le asaltó el rancio olor de su propio sudor pegado a las sábanas arrugadas.
Era allí adonde había regresado para curar sus heridas, donde daba vueltas por las noches, que sólo se distinguían de los días por su silencio sofocante. Entre el crepúsculo y el amanecer a veces se sentía como si fuera el único ser vivo en el mundo, como si estuviera viviendo en un eclipse eterno, donde la sempiternas sombras se apoderaron dejando su mundo oscuro, con luna nueva por las noches y sin sol por los días.
Edward apoyó el dorso de la mano sobre su frente y cerró los ojos siguiendo un viejo hábito. Al entrar en el salón identificó inmediatamente el agua de lavanda que usaba la señora Cope y la loción capilar de almizcle que se echaba Marks en el poco pelo que le quedaba. Pero no reconoció la fresca fragancia que perfumaba el aire. Era un aroma dulce y agrio, suave y atrevido a la vez.
La señorita Dwyer no olía como una enfermera. La vieja Cora Gringott olía a naftalina, y la viuda Hawkins a las almendras amargas que tanto le gustaban. Pero la señorita Dwyer tampoco olía a la solterona Marieita que parecía cuando hablaba. Si el tono de su voz era indicativo, sus poros deberían emanar una mezcla venenosa de col podrida y cenizas.
Al acercarse a ella descubrió algo más sorprendente aún. Bajo ese limpio aroma cítrico había un olor que le volvía loco y nublaba lo poco que le quedaba de sus sentidos y de su buen juicio.
Olía a mujer.
Edward gruñó apretando los dientes. No había sentido ningún deseo desde que se despertó en ese hospital de Londres y descubrió que su mundo se había vuelto oscuro. Sin embargo, el dulce olor de la señorita Dwyer le había hecho evocar una confusa mezcla de vagos recuerdos: besos robados en un jardín iluminado por la luna, roncos murmullos, la piel satinada de una mujer bajo sus labios. Todos los placeres que nunca volvería a conocer.
Cuando abrió los ojos descubrió que el mundo seguía envuelto en sombras. Puede que lo que le había dicho a Marks fuese cierto. Puede que necesitara los servicios de otro tipo de mujer. Si le pagaba lo suficiente es posible que fuese capaz de mirar su cara destrozada sin sentir repugnancia. Pero ¿qué más daba que lo hiciera?, pensó Edward soltando una ruda carcajada. Nunca lo sabría. Mientras cerraba los ojos y se imaginaba que era el caballero de sus sueños, él podía suponer que era el tipo de mujer que susurraría su nombre y le haría promesas de lealtad eterna.
Promesas que no tenía ninguna intención de cumplir.
Edward se levantó de la cama. ¡Esa maldita mujer! No tenía derecho a tentarle tan amargamente y a oler tan bien. Menos mal que había ordenado a Marks que la echara. Así no tendría que volver a preocuparse por él.

3 comentarios:

  1. heey!! buenisima historia! :D espero que continues pronto! :D
    besos

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  2. Hola me enancto esta historia es hermosa , pobre Edward e isabella es fuerte espero que lo ayude un abrazo patricia1204

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  3. Hola me gusta la historia.
    Demasiado tarde Edward ya se contrato solita.
    Jajajajajaj.

    Nos seguimos leyendo.

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