viernes, 11 de febrero de 2011

Rosas rojas o blancas


Capítulo 11 “Rosas rojas o blancas”
Bella despertó con una sensación de malestar.
El fuego de la chimenea se había apagado y tenía frío, pero había amanecido y el sol se filtraba por las ventanas.
Los ojos se le llenaron de lágrimas al recordar la noche anterior. Se apretó la almohada contra el pecho y se hundió más en el cálido abrazo de la colcha de la cama, deseando dormirse otra vez y soñar que Edward Cullen no había entrado nunca en su vida. Pensar en él le produjo rabia y la mayor vergüenza que había experimentado jamás.
Sollozó brevemente, pero apenas le quedaban lágrimas después de haber pasado la mayor parte de la noche llorando desconsoladamente. Luego de que él se marchara, se había echado a llorar, algo que sólo podía hacer a solas. Jamás se desmoronaría ante él... pero lo había hecho la noche anterior.
Cerró los ojos y se mordió el labio, y se juró no volver a desfallecer. Había perdido una batalla, pero no la guerra. No podía hacer frente a la fuerza física de Edward, pero había otras maneras de resistir. Tal vez él pudiera someterla, pero no podría obligarla a amarlo, siquiera a aceptarle. «¿Qué es el cuerpo sino una concha?», pensó con desdén.
Pero ni siquiera en su actual desdicha lograba convencerse de que sólo se había sometido. Y ciertamente no pensaba poner nombre a lo que había hecho. No quería recrearse en la autocompasión y, mientras el sol inundaba la habitación, dejó a un lado el pesimismo y decidió levantarse. Se disponía a hacerlo cuando se interrumpió de nuevo, pues se sentía dolorida y extraña, y en cierto modo incapaz de funcionar con normalidad.
—¡Asqueroso bastardo! —exclamó con rabia contenida.
Sabía que corría el peligro de echarse a llorar otra vez, precisamente lo que había decidido no hacer. Jamás le daría el placer de verla derrotada, por mucho que la amenazara. Aspiró hondo rodeándose las rodillas con los brazos y comprendió que no era del todo cierto. Ella le había rogado que la matara o la enviara a la Torre o a la horca, lo mismo daba. Sin embargo no era cierto, y ella lo sabía. Bella no quería morir. Odiaba a Edward, lo detestaba por lo que la había obligado a sentir. Pero era mejor que la muerte, mejor que fingir valor mientras esperaba al verdugo.
Se puso de pie y corrió por el frío suelo hacia un baúl. Lo abrió rápidamente, convencida de que le habrían robado y saqueado sus pertenencias, pero seguían intactas. Encontró una túnica ligera con la que envolverse y cuando lo hizo frunció el entrecejo.
Era muy tarde, pero nadie había acudido a buscarla. Un débil rayo de esperanza penetró en sus pulmones mientras se precipitaba hacia la puerta, preguntándose si con la llegada del día habrían descorrido el cerrojo. Pero estaba cerrada y se apartó de ella encogiendo los hombros. Tragó la amarga constatación de que estaba prisionera en su propio hogar y, con renovada resolución, juró en voz alta que lograría escapar de allí. La Corona de Inglaterra era algo inestable. ¡Todavía había yorkistas con más derecho al trono que Enrique Tudor! Se levantarían contra él, al igual que él lo había hecho contra Ricardo, y la guerra fratricida continuaría, pensó abatida. Rodarían muchas cabezas.
Permaneció pensativa unos momentos, respirando hondo. Para Inglaterra sería preferible que las guerras terminaran y Enrique Tudor demostrara ser un rey fuerte y un soberano efectivo para los nobles enfrentados entre sí. Sería preferible que toda la nación se uniera y concentrara en el bienestar del pueblo de Inglaterra.
Una sonrisa amarga le cruzó el rostro. La paz era maravillosa, pero costaba desearla de todo corazón cuando lo había perdido todo en la última insurrección y ahora se hallaba prisionera de aquel hombre en su propio castillo. La noche anterior era tan reciente que podía oler el aroma de Edward en su propia piel; recordó cada momento con dolorosa claridad. «No seré su prisionera por mucho tiempo», se dijo. No tenía ningún plan, pero sí una gran convicción. Lo único con que contaba eran las palabras y se aferró a ellas con desespero. Tuvo que recordarse quién era ella, que el orgullo y el honor eran lo único que le quedaba y podía considerar realmente suyo.
Se dirigió a la puerta y la aporreó con fuerza. Necesitaba tomar un baño. Pero nadie acudió en respuesta a su llamada, aunque estaba segura de que todos los que se encontraban en la sala de abajo la habrían oído. Se volvió con el entrecejo fruncido y reparó en la hermosa cama, con las colgaduras arrancadas del dosel y las sábanas... Dejó escapar una maldición y, olvidando la recién tomada decisión de mantener su orgullo, arrancó la ropa de cama en un arrebato de furia, la arrojó al suelo y la pisoteó.
Finalmente la rabia la dejó extenuada y se detuvo, otra vez al borde de las lágrimas. Apretó los dientes y se ordenó a sí misma aferrarse a aquella rabia, pues podía infundirle la fuerza de voluntad necesaria para conservar la calma hasta que se le presentara la oportunidad de escapar. ¡Ojalá lograra convencer a Edward de que era una mujer completamente insensible! De pronto se estremeció. ¿Quién la ayudaría si volvía a desafiarlo? Él había ofrecido cierta clemencia —la clemencia del conquistador, pensó con desdén— y había sido traicionado. Después de haber visto las profundidades de sus ojos verdes y la fuerza de su venganza, era improbable que alguien se atreviera a enfrentarse nuevamente a aquel vencedor.
Bella se volvió al oír ruido de pasos y risas en el pasillo. Corrió de nuevo hacia la puerta y la golpeó, pidiendo a gritos que abrieran. El ruido de pasos se desvaneció. Quienquiera que hubiera sido ya se había marchado.
Confundida, Bella retrocedió. ¡Ella era la dueña del castillo! ¡Pero ni siquiera sus sirvientes la ayudaban! Si eran libres, lo eran gracias a la buena voluntad de su padre. Echaba chispas por los ojos y los entornó al comprender lo que Edward quería darle a entender: ella, Bella, no era más que una insignificante prisionera. Dio una patada a la cama y se arrepintió en el acto por el intenso dolor que sintió en el pie. Probablemente él sabía lo mucho que deseaba tomar un baño, pero la dejaría sufrir y agonizar.
Reflexionó y luego se acercó a la puerta, emitió un largo y agudo chillido, y dejó que se apagara antes de gritar «¡Fuego!». La puerta se abrió tan de inmediato que supuso que el guardia había permanecido todo el tiempo al otro lado. No obstante, Bella reaccionó con rapidez y mientras el guardia se precipitaba al interior de la habitación, ella salió sigilosamente. Ya había bajado por las escaleras cuando el guardia se percató de su desaparición.
El gran salón se hallaba desierto; se oían voces procedentes de la biblioteca, pero no hizo caso y se dirigió a la campanilla. Cuando el Quil salió de la cocina, Bella soltó un gritito de alegría y le dio un abrazo, que él le devolvió. Luego él joven la soltó bruscamente, turbado por haber traspasado los límites de su clase.
—¡Milady, estáis bien y ante mis ojos! Había oído decir que...
Quil no continuó, pues el guardia bajó corriendo por las escaleras. Edward y Jasper salieron de la biblioteca, y el guardia se detuvo en seco y se ruborizó bajo la mirada de censura de Edward. Quil, quien adoraba a Bella, se volvió con sorprendente agilidad y se precipitó a la cocina.
Edward se dirigió al joven guardia.
—¿Qué significa esto? —preguntó.
Bella se sorprendió y disgustó al ver que la trataban como un mueble y hablaban de ella como si no estuviera o, peor aún, no pudiera comprender el idioma... O como si en realidad no importara.
—La... uh... dama chilló con todas sus fuerzas, milord, y entonces oí un grito de «Fuego» y entré a toda prisa. Lo siguiente que supe...
Edward clavó sus verdes y enigmáticos ojos en ella.
—Si vuelves a oír un chillido similar, Peter, deja que la dama arda entre las llamas. —Se volvió hacia el guardia—. ¿Lo has entendido?
Peter bajó la vista y Bella, enfadada, comprendió que ella no era capaz de aceptar la realidad, que nada conmovía a Edward, nada le alcanzaba ni lo hacía tambalear. No pretendía mantenerla simplemente en Edenby contra su voluntad, sino en su propia alcoba, en ese espacio tan reducido, como si se tratara de un calabozo.
La mirada de Edward volvía a clavarse en ella. Hizo una burlona inclinación e incluso llegó a ofrecerle el brazo para escoltarla de vuelta a su prisión. Ella lo rechazó, el corazón latiéndole con fuerza. No podía admitir, ni siquiera ante sí misma, lo mucho que necesitaba sentir el aire fresco en sus mejillas encendidas.
Se acercó a la chimenea, donde ardía un fuego acogedor, y le dio la espalda a Edward. Tenía que reunir valor, o por lo menos fingirlo. Se frotó las manos para calentárselas y habló con calma por encima del hombro.
—Lamento haber molestado al vencedor cuando hacía recuento de su botín, pero sentí una sed horrible y una necesidad impostergable de tomar un baño.
—¡Bella!
Era una orden y se suponía que ella debía volverse. El corazón empezó a palpitarle con fuerza. Si pudiera llegar hasta la puerta... ¡Ojalá fuera capaz de volar como un águila o un halcón! Elevarse por encima de todos ellos y volar hacia la libertad.
Bella no se volvió. Él repitió su nombre con irritación, pero ella siguió sin moverse. De pronto Edward soltó una maldición y ella oyó pasos que se aproximaban sobre la piedra.
—¡Edward! —Era Jasper, y en su voz Bella advirtió una nota de compasión.
Pero Edward no era fácil de detener. Siguió avanzando y, en el último momento, ella perdió el valor y se volvió. Él le puso las manos en los hombros. Bella sofocó un grito, alzó la barbilla y dejó que el desprecio se reflejara en su mirada, pero él se la devolvió con ojos verdes tan oscuros como la noche. Al sentir aquella mirada despiadada, Bella se acobardó, consciente de la fuerza y la masculinidad de aquel hombre.
—¿Vendréis voluntariamente o...?
Edward no se molestó en mencionar la alternativa, pero allí estaba, más clara en su omisión que un desafío expresado con palabras. Bella recuperó el coraje.
—Ya tenéis muchos lacayos que obedecen vuestras órdenes, lord Edward. Yo nunca seré uno de ellos. Tenéis el poder y la fuerza y os halláis en el lado de los vencedores... por ahora, pero jamás me inclinaré ante vos. Podéis prolongar la venganza cuanto queráis, lucharé cada palmo del camino.
Él la observó largo rato y en sus ojos apareció un brillo. Si era admiración, diversión o el lento resurgir de su malhumor, Bella no lo sabía. Por un instante pensó que él iba a ceder y la perspectiva de perdonarlo le resultó molesta, pero no fue el caso.
—Que así sea —convino él, y se inclinó para sujetar la delgada figura de Bella sin ninguna delicadeza y echársela sobre los hombros.
La reacción de ella fue impropia de una dama. Furiosa y desesperada, despotricó contra él, lanzando improperios, soltando juramentos atroces, dando patadas y golpeándolo. Con la misma resolución, él se limitó a dar media vuelta y encaminarse hacia las escaleras. Alzó la voz ligeramente para hacerse oír al dirigirse a Jasper. —Disculpadme. Vuelvo enseguida. No, esperad. Nos reuniremos de nuevo en... ¿una hora?
Bella no se enteró de si Jasper había respondido o no; el pánico se había apoderado de ella y empezó a preguntarse si realmente era sensato seguir luchando. Sí, ella podía llegar a ser una molesta espina clavada en el costado de Edward, pero ¿qué precio tendría que pagar por ello?
—¡No! —gritó. Se puso rígida, le puso las manos sobre los hombros para incorporarse—. ¡No, valiente vencedor! —exclamó, tratando de no desfallecer—. ¡No permitáis que vuestra prisionera os distraiga del gobierno de vuestros bienes robados!
Vio entonces que el perverso brillo en los verdes ojos de Edward expresaba diversión y desafío.
—Oh, creo que mis bienes robados podrán soportar una pequeña interrupción —repuso él. Y esbozó una sonrisa que daba a entender que si pretendía crear problemas, él no tendría inconveniente en liquidarla.
—¡Andaré! —exclamó ella.
Casi se atragantó al advertir horrorizada que la sala empezaba a llenarse de los hombres de Edward, los sirvientes e incluso su propia familia. Alice se encontraba al pie de las escaleras, con una mano en el pecho y el rostro ceniciento. Y Paul, su querido Paul, detrás de ella. Ambos tenían aspecto turbado pero no se atrevieron a intervenir. Y allí estaba ella, librando una batalla perdida, involucrándolos en ella. ¡Oh, Dios, no quería que ellos sufrieran por su culpa!
—¡Andaré! —repitió en un frenético susurro.
Pero ya era tarde. Él ignoró el público que se había reunido en silencio y subió a grandes zancadas por las escaleras. Se disculpó con unas insólitas y distantes palabras de cortesía al pasar frente a Alice y Paul.
—¡Por favor! —exclamó Alice posando una mano en el brazo de Edward.
Él no se detuvo, como si no lo advirtiera. Pero Alice le tiró de la camisa, y él se volvió y esperó a que hablara.
—Edward, os lo ruego, concededme permiso para verla y hablar con ella.
Su angustiado tono habría conmovido el corazón más insensible, pero no el de Edward, quien contestó con amabilidad y firmeza:
—No, Alice. Quizá más adelante.
—¡Edward, hasta los prisioneros en la Torre de Londres obtienen alguna concesión! —alegó Alice.
Bella, colgada de la espalda de Edward, se sorprendió ante el tono familiar de su tía. Saltaba a la vista que había aceptado a los conquistadores.
—No, milady —Edward suspiró—, temo que vuestra salvaje sobrina destruya la paz que vos misma habéis hallado. No quiero que os mezcle en sus incesantes maquinaciones. Quizá más adelante.
—Por favor, Edward...
Alice estaba al borde de las lágrimas.
—¡Por Dios, Alice, no supliques! —exclamó Bella con tristeza—. ¡Jamás supliques con tanto patetismo a quien ha asesinado y saqueado para estar por encima de ti!
Se debatió contra Edward, tratando de mirar a Alice a los ojos. Los brazos de él se tensaron y ella comprendió que le había tocado un punto sensible. No obstante, siguió mostrándose cortés con Alice y, pese a desear de todo corazón clemencia para su tía, Bella lamentó la ligereza con que ésta había aceptado su destino.
—Milady, si me permitís pasar...
Alice no tenía otra alternativa. Bella se las arregló para levantar la cabeza cuando Edward echó a andar. Alice seguía pálida, el dolor estaba escrito en su rostro y le suplicaba con la mirada que se diera por vencida. Pero Bella sabía que era incapaz.
Edward giró con brusquedad y, de una enérgica patada, abrió la puerta de la alcoba de Bella. Un segundo después ésta se vio arrojada con rudeza sobre la cama. Se apresuró a incorporarse sobre los codos, lista para responder si era atacada, pero él permaneció de pie ante ella con las piernas ligeramente separadas, las manos en las caderas, mirándola fijamente.
—En el futuro, milady, yo mismo me ocuparé de las falsas alarmas. ¿Nunca habéis leído la fábula de Esopo? Si alguna vez se prende fuego en esta habitación, podríais morir en ella, puesto que no volveríais a engañar a otro de mis hombres con vuestros gritos.
—Si hubierais ordenado a vuestros hombres que atendieran mis llamadas —bramó Bella—, no habría necesitado utilizar ese subterfugio.
—Vuestras llamadas habrían sido atendidas en su momento. Estaba ocupado, de lo contrario habría venido.
—¡Yo no quería que vinierais vos, sino uno de mis sirvientes!
—No habríais muerto de hambre, os lo aseguro —respondió Edward suavemente.
Bella rodó sobre la cama para plantarle cara.
—Alice dijo la verdad, oh noble lord —replicó con todo el desprecio que fue capaz de mostrar—. Incluso a los que están en la Torre les dan de comer ¡y les permiten recibir visitas!
—Pero vos no estáis en la Torre, ¿verdad, Bella?
—¡Preferiría estar allí! Tengo derecho a...
—No tenéis derechos, ninguno en absoluto, milady. Renunciasteis a ellos la noche que intentasteis asesinarme.
Bella sintió como si la habitación, amplia y espaciosa, se redujera por momentos. Edward era la causa de ese efecto, pues cuando se hallaba presente llenaba todo el espacio con el poder absoluto de su voluntad.
—No logro comprender —alegó ella— por qué ibais a negarme cosas tan simples como agua para bañarme y comida...
—No os niego nada —repuso él—. Simplemente habéis dejado de ser la distinguida señora del lugar; los sirvientes son míos, no vuestros. Cuando yo decido...
Bella, que nunca había aprendido a ser prudente, interrumpió su discurso arrojándole una almohada a la cara, mientras soltaba maldiciones inconexas.
Él detuvo la almohada esforzándose por mantener la calma. Enarcó una ceja cobriza para dar a entender a Bella la enorme estupidez de su acto. Sin embargo, ésta ya no podía retractarse y clavó los ojos en él, consciente de la creciente inquietud que sentía.
De repente él bajó la vista al advertir que estaba pisando las sábanas que Bella había arrojado al suelo. La miró a los ojos con una leve sonrisa, que se hizo más amplia al reparar en su turbación, una reveladora emoción que ella no fue capaz de disimular.
—Realmente tenéis genio, lady Isabella —comentó suavemente.
Ella se sintió derrotada y furiosa. Sólo deseaba que se marchara.
—No volveré a intentar burlar a vuestro guardia —dijo. Procuró que las palabras expresaran firmeza, pero su voz sonó apenas como un susurro, peor aún, se le quebró en mitad de la frase—. Podéis ir a ocuparos de... vuestros bienes.
Él rió con ironía.
—¿Mis bienes robados?
—¡No podéis negar que lo son! —exclamó ella, y al punto se arrepintió de haber replicado.
Sintió los ojos de Edward clavados en la espalda y le fallaron las rodillas, pero se esforzó por mantenerse firme.
—No debéis preocuparos, Bella. Os visteis en el trance de alterar las cosas y lo habéis logrado. Yo estoy alterado. Y no habéis recibido la debida atención. Ahora que estoy aquí debemos poner remedio a vuestras quejas.
Se dirigió hacia la puerta y pidió al guardia que trajera comida para lady Isabella. Luego ella volvió a sentir su mirada clavada en la espalda.
—Y agua, ¿verdad, milady? ¿Una tina con agua caliente?
Ella negó con la cabeza. Ya no la quería, no mientras él permaneciera en la habitación.
—¡Oh, pero pedisteis agua! En realidad creo que la exigisteis. Peter, encárgate de que los mozos de la cocina suban una tina de agua caliente.
Cerró la puerta y se apoyó contra ella. Sin necesidad de volverse, Bella sabía qué estaba haciendo y el aspecto implacable que sin duda tenía. Se echó a temblar. ¿De frío? No; cuando él la tomaba entre sus brazos era puro fuego. Sin embargo el cuerpo, como ella misma se había dicho, no era más que una concha. Y justo cuando se juró a sí misma que él jamás la conmovería, se dio cuenta de que ella lo había conmovido menos aún.
—¡Ah, aquí la tenemos! —Edward abrió la puerta en respuesta a una suave llamada.
Bella no se volvió. Permaneció inmóvil mientras oía gruñir a los mozos que entraban la tina y jadeaban al cargar con los pesados cubos de agua y retirar la tina de la noche anterior. Una mujer habló en voz baja con Edward. «Addie, de la cocina», pensó Bella. Luego oyó ruido de pasos que se retiraban.
La pesada puerta se cerró y oyó correr el cerrojo. ¿Estaba él dentro o se había marchado? Por fin se volvió esperanzada, pero sus ilusiones se desvanecieron contra el semblante implacable y pétreo de Edward. Este había puesto un pie sobre el baúl y se apoyaba sobre un codo con aire indiferente, observándola. Con un ademán le señaló el tocador, donde había dejado una bandeja con comida, y luego la tina frente a la chimenea recién encendida, de la que se elevaban nubes de vapor.
—Solicitasteis tomar un baño, milady.
Se reía de ella y disfrutaba de su turbación. Bella se esforzó por sonreír con dulzura y hablar con sarcasmo.
—Así es. Jamás me había sentido tan sucia en toda mi vida.
Bajó los ojos, y las largas y oscuras pestañas cayeron como misteriosas sombras sobre sus mejillas. Bella retrocedió unos pasos, preguntándose por qué se obstinaba en seguir provocándolo cuando sabía que él era insensible.
Él la contempló, asintiendo como si compartiera su criterio.
—¿Sucia?
—Terriblemente.
—¡Al parecer os he causado un serio perjuicio! Un perjuicio que, con todas mis excusas, debemos enmendar ahora mismo.
Bella abrió los ojos alarmada al ver cómo Edward se dirigía hacia el tocador y buscaba entre los frasquitos y botellas que había encima. Cogió uno y regresó a su lado con una euforia que, aunque fingida, devolvió toda la gallarda juventud a sus facciones.
—¡Rosas! Esencia de rosas. Sí, creo que es bastante apropiado, ¿no os parece?
Bella no pudo contestar. Se apoyó contra la pared abrazándose el cuerpo y observó cómo él se acercaba a la tina, vertía en ella un poco de líquido y aspiraba el perfume de rosas.
—¡Humm! —Se volvió hacia ella—. Me pregunto si la fragancia que contiene el frasquito procede de rosas rojas o blancas. Y si tiene alguna importancia una vez que la rosa es despojada de todos los pétalos.
Bella no se movió ni respondió. Cautelosa, no apartó los ojos de Edward. La sonrisa de éste se hizo más amplia y ella tragó con dificultad, pues de pronto no parecía tener malas intenciones, sólo cierta malicia que resultaba más aterradora que el presagio de un arrebato de ira.
—¿Por qué no regresáis a la biblioteca? —preguntó a media voz, apartándose de él—. ¡Ya debe de ser la hora de reuniros con Jasper!
—No, milady, todavía nos queda mucho tiempo. ¡Me habéis reprochado duramente el trato que recibís como prisionera! ¿Qué clase de tirano sería si abandonara a mi prisionera en semejante estado?
Edward la sujetó con sus fuertes y bronceadas manos. Bella deseó haber esperado paciente a que alguien atendiera su llamada.
Las manos de Edward eran poderosas y una fiebre parecía haberse apoderado de su cuerpo; una tensión que estallaba como truenos y relámpagos, tan explosiva como la pólvora. Ella clavó la mirada en sus ojos chispeantes y se dio cuenta con pavor que él no estaba viendo a la prisionera que había jurado luchar contra él, sino a la que había demostrado ser la joven más sumisa y complaciente.
—¡No! ¡Gritaré con todas mis fuerzas! Todo el mundo sabrá lo que el nuevo lord... —La interrumpió una carcajada de Edward.
—Sí, lo sabrán, ¿verdad, milady? Y si los gritos continúan, sabrán exactamente lo que estáis haciendo. Esos gritos tienen cierta cadencia, ¿lo habéis notado? Todavía no, claro, pero ya lo haréis...
—¡Oh! ¡Os odio! ¡Dejadme en paz!
Bella observó cómo desaparecían del rostro de Edward la malicia y el deseo apremiante. Volvió a ver en sus severas facciones la ira y sintió que le faltaba el aire. ¿Cómo era posible odiar con tanta vehemencia y aun así sentir semejante... urgencia? Entonces lo reconoció de modo inconfundible: el calor y excitación, y una debilidad que también era fuerza...
—¡No! —Bella gritó débilmente y se debatió contra él en un estado de absoluta confusión.
No podía escapar, lo sabía. Sólo quería ganar un poco de tiempo y convencerse de que despreciaba su contacto, que ese nuevo descubrimiento de ella en los brazos de Edward no era sino un instinto absurdo y protector, y no un prodigio extraño que codiciar...
Él la obligó a volverse con una expresión inflexible en el rostro. La sujetó con más firmeza y la tela del vestido se rasgó.
—No... —Bella casi se atragantó, pero él ya la había cogido en brazos, apretándola desnuda contra su cuerpo, y la llevaba hacia el vaporoso calor de la tina—. Por favor, no...
La introdujo en el agua caliente y aromática, y se inclinó sobre ella para colocarle el cabello por fuera del borde de la tina. ¡Santo Dios, se movía tan deprisa! Se quitó las botas, las calzas y el sayo, y permaneció de pie, magnífico, ante ella.
«Un magnífico animal», pensó Bella por un momento. Hermoso, joven y robusto, musculoso como el acero y poderoso como una tormenta que lo barría todo a su paso.
Cogió la esponja y el jabón, y se reunió con ella en la tina, Bella observó alarmada cómo se desbordaba el agua y el pánico le aceleró el pulso. Oh, era terrible, como un hechizo, algo que no quería ver y sin embargo allí estaba. Las rodillas de Edward salieron a la superficie; la tina era demasiado pequeña para los dos y ella volvió a sentir todo aquello que no quería sentir...
Rosas rojas o blancas... no importaba cuando se les había despojado del todo.
La misma masculinidad que otorgaba a Edward aquel poder era una potente droga. Sus manos eran mágicas, su cuerpo firme, fuerte y fascinante contra el suyo; la intensidad de sus besos, un asombroso hechizo que la arrastraba hacia un reino oscuro e hipnótico, donde no le quedaba más elección que pronunciar jadeante su nombre y someterse, no al hombre, sino a las sensaciones, al crepitar de un fuego interior a un ritmo primitivo...
Edward recuperó la malicia y se volvió hacia ella con una mirada perversa, torciendo el gesto en una sonrisa burlona, llena de risueña juventud.
—¡Ah, milady! ¿Cómo iba a descuidar el deber de ayudaros a purificaros de esta horrible suciedad?
Ella trató de romper el hechizo y levantarse, pero tenían los pies y las piernas entrelazados. Él rió, le cogió las manos y la atrajo lentamente hacia sí, de modo que el cuerpo de Bella, mojado y resbaladizo, se restregara contra el suyo, los senos se aplastaran contra el fuerte muro de su pecho, la vulnerable suavidad se encontrara con la fuerza áspera y vellosa. Se miraron. Ella no parpadeó; estaba hipnotizada y apenas registraba lo que veía en la intensidad de la mirada de Edward. Ya no había rastro de dureza y frialdad en ésta. Durante ese momento atemporal Bella sintió calidez, luego no vio nada, pues él cerró los ojos y la rodeó con los brazos; sus besos, tan cálidos y húmedos como el vapor que flotaba alrededor, la hicieron estremecer de deseo; el roce de sus manos encendió un delicioso fuego en su interior.
En cierto momento él se levantó, con los brazos alrededor de Bella y los ojos clavados una vez más en los de ella. Los dos chorreaban agua, pero ninguno hizo caso. Él salió de la tina y la llevó hasta el desnudo colchón.
Esta vez no se burló ni la atormentó. Tampoco hubo dolor, sino un estallido de pasión, una tormenta que se desencadenó con violencia, un torbellino en medio del cual Bella era vagamente consciente de los movimientos de Edward. Le hundió los dedos en los hombros y gritó ante su última embestida. La pasión estalló y se derramó sobre ella. Y de pronto se enfrió.
—¡Oh! —exclamó Bella con rabia contenida.
Se debatió para salir de debajo de él y, horrorizada, se apresuró a recoger del suelo los jirones de su vestido y cubrirse con ellos. Sofocó un grito al advertir la mirada de Edward, que la observaba desde la cama. Sin duda se burlaba satisfecho de su facilidad para asustarla, se dijo. Pero él se limitó a contemplarla hasta que ella desvió la mirada, corrió hacia la chimenea y se arrodilló ante ésta, de espaldas a él. No lloraría, ni siquiera cuando él se marchara. Se vestiría para reunirse con Jasper y la olvidaría, mientras que ella...
Edward se levantó de la cama. Bella se asustó creyendo que se acercaría a ella, pero se dirigió hacia la tina. Oyó cómo se mojaba el rostro y se lavaba. Luego lo oyó coger una toalla y tuvo la sensación de que observaba su enmarañada melena y temblorosa espalda mientras se secaba la cara. Cerró los ojos. En medio de aquel silencio era fácil distinguir cada uno de sus movimientos. En esos momentos se ponía la camisa, luego las calzas, y las botas.
—No olvidéis que la bandeja sigue allí, milady —le recordó—. Deberíais comer antes de que la cena se enfríe.
—¡Fuera de aquí!
Entonces él rió con una extraña amargura.
—Comprendo. Volvéis a estar cubierta de inmundicia. Os ruego me perdonéis, milady, pero debo deciros que cada vez estáis más cerca de cumplir vuestra promesa.
Parecía irritado. Ella se dio ánimos, pero lo único que oyó fue un golpe seco cuando la puerta se cerró, con tanta fuerza que pareció crujir en señal de protesta.

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