viernes, 11 de febrero de 2011

Porque si así fuera tendría que ponerle una trampa

Capítulo 4Porque si así fuera tendría que ponerle una trampa”

Querida señorita Marie,
¿Puedo esperar que me permita cortejarla con palabras dulces?
Cuando Edward salió de su alcoba al día siguiente, desesperado por un breve respiro de su propia compañía, su suspicaz olfato sólo captó la mezcla de aromas del chocolate y el beicon. Los siguió con cautela hasta el comedor preguntándose dónde estaría la señorita Dwyer. Para su sorpresa, pudo desayunar en paz sin nadie que criticara su aspecto ni sus modales en la mesa. Comió apresuradamente y con menos delicadeza que de costumbre, esperando poder regresar al refugio de sus aposentos antes de que su autoritaria enfermera saltara sobre él.
Después de limpiarse la grasa de la boca con una esquina del mantel volvió a subir corriendo las escaleras. Pero cuando fue a abrir la puerta tallada de caoba que conducía a la habitación principal su mano sólo encontró aire.
Edward retrocedió, temiendo que con las prisas se hubiera equivocado en algún punto del camino.
Entonces una voz animada dijo:
—¡Buenos días, señor!
—Buenos días, señorita Dwyer —respondió apretando los dientes.
Dio un par de pasos tentativos hacia delante con su confianza mermada por el traicionero calor del sol en su cara, la suave brisa que le acariciaba la frente y el canto melódico de algún pájaro que estaba justo fuera de la ventana abierta de su alcoba.
—Espero que no le importe la intromisión —dijo ella—. He pensado que podríamos ventilar sus aposentos mientras estaba abajo desayunando.
—¿Podríamos? —repitió ominosamente preguntándose cuántos testigos iban a presenciar su asesinato.
—¡No esperaría que lo hiciera todo sola! Collin y Brady están preparando su baño matutino mientras Leah y Claire cambian las sábanas de su cama. La señora Cope y Rachel están fuera aireando las colgaduras de su cama. Y Rebecca está limpiando su sala de estar.
El chapoteo del agua y el zarandeo de las sábanas confirmaron su afirmación. Edward respiró profundamente el aire contaminado por el dulce olor a limón y el almidón de la ropa. Mientras exhalaba oyó un crujido que venía de su vestidor, como el ruido que podría hacer una rata. Una rata rechoncha y calva que llevaba un chaleco.
—¿Marks? —vociferó Edward.
El crujido cesó y se convirtió en un silencio sepulcral.
Edward suspiró.
—Puedes salir, Marks. Puedo oler tu loción capilar.
Unos pasos lentos le informaron de que el mayordomo había salido arrastrando los pies del vestidor. Antes de que su enfermera pudiera explicar qué hacía allí, Marks dijo:
—Como no quiere tener un valet, señor, la señorita Dwyer ha sugerido que ordenemos su ropa por prendas y colores. Así podrá vestirse solo sin la ayuda de un criado.
—Y tú has sido tan amable de ofrecerte a realizar esa tarea. ¿Eh, Bruto? —murmuró Edward.
Además de invadir el único santuario que le quedaba, su enfermera había reclutado a sus sirvientes para tomar el mando. Se preguntó cómo se había ganado su lealtad con tanta rapidez. Puede que hubiese subestimado sus encantos. Quizá fuese más peligrosa de lo que sospechaba.
—Déjennos —ordenó bruscamente.
Una actividad frenética, con el crujido de las sábanas y el ruido de los cubos, le informó de que los criados ni siquiera iban a fingir que no le habían entendido.
—Señor, no creo que… —comenzó a decir Marks—. No sería adecuado dejarle solo en su habitación con…
—¿Le da miedo estar sola conmigo?
La señorita Dwyer tampoco fingió que no le había entendido. Probablemente fue el único que notó su leve vacilación.
—Claro que no.
—Ya lo habéis oído —dijo—. Salid todos.
El aire se agitó mientras los criados pasaban rápidamente por delante de él. Cuando sus pasos se dejaron de oír por el pasillo preguntó:
—¿Se han ido?
—Sí.
Edward tanteó detrás de él hasta que encontró el pomo de la puerta. Después de cerrarla con un sonoro golpe se apoyó en ella, bloqueando su única vía de escape.
—¿No se le ha ocurrido, señorita Dwyer —dijo con tono tenso—, que puedo haber dejado mi puerta cerrada por una razón? ¿Que tal vez desee que nadie entre en mi alcoba? ¿Que necesito un poco de intimidad? —Levantó la voz—. ¿Que quizá prefiera mantener un pequeño rincón de mi vida libre de su intromisión?
—Yo creo que debería estar agradecido —respondió Bella aspirando por la nariz—. Al menos ya no huele como si tuviera cabras aquí.
Edward lanzó una mirada furiosa hacia ella.
—En este momento preferiría la compañía de las cabras.
Entonces la oyó abrir y cerrar la boca. Luego hizo una pausa para contar hasta diez antes de seguir hablando.
—Puede que hayamos empezado con mal pie, señor. Parece tener la impresión equivocada de que he venido a Masen Park para complicarle la vida.
—Desde que llegó, la palabra «infierno» se me ha pasado por la mente más de una vez.
Ella suspiró.
—Al contrario de lo que pueda creer, acepté este trabajo para hacerle la vida más fácil.
—¿Y cuándo piensa empezar?
—En cuanto me lo permita —replicó—. Reorganizar la casa para su comodidad es sólo el principio. Además puedo aliviar su aburrimiento llevándole a dar paseos por el jardín, ayudarle con su correspondencia, leerle en voz alta.
Los libros eran otro de los placeres de los que ya no podía disfrutar.
—No, gracias. Nadie me leerá como si fuese un niño tonto. —Mientras cruzaba los brazos sobre su pecho incluso él se dio cuenta de que se estaba comportando como tal.
—Muy bien. Pero aún así hay cientos de cosas que puedo hacer para ayudarle a adaptarse a su ceguera.
—Eso no será necesario.
—¿Por qué no?
—¡Porque no tengo la intención de vivir así el resto de mi vida! —rugió perdiendo finalmente el control.
Mientras el eco de su grito se apagaba, el silencio creció entre ellos.
Edward se dejó caer sobre la puerta y se pasó una mano por el pelo.
—En este momento, mientras estamos hablando, un equipo de médicos contratados por mi padre viajan por Europa recogiendo toda la información posible sobre mi enfermedad. Está previsto que vuelvan dentro de quince días. Entonces confirmarán lo que he sospechado siempre: que mi trastorno no es permanente, sino una aberración temporal.
En ese momento Edward agradeció no poder ver sus ojos. Temía encontrar en ellos el tormento que le había ahorrado hasta ahora: su compasión. Casi prefería su risa.
—¿Sabe qué será lo mejor de recuperar la vista? —preguntó con suavidad.
—No —respondió Bella sin fanfarronería en su voz.
Enderezándose, Edward dio un par de pasos hacia delante. Ella se negó a ceder terreno hasta que lo tuvo casi encima. Al sentir que el aire se movía mientras se retiraba, la bordeó con torpeza hasta que sus posiciones se invirtieron y ella fue andando para atrás hacia la puerta.
—Algunos podrían pensar que sería el placer de ver ponerse el sol en un horizonte azul al final de un día perfecto de verano.
Cuando su espalda chocó contra la puerta, él puso una mano extendida detrás de ella en el grueso tablero de caoba.
—Otros podrían considerar que sería contemplar los pétalos aterciopelados de una rosa roja… —inclinándose hacia delante hasta que sintió el cálido cosquilleo de su aliento en su cara, bajó la voz hasta convertirla en una profunda caricia— o mirar con ternura a los ojos de una bella mujer. Pero puedo prometerle, señorita Dwyer, que todos esos placeres palidecerán comparados con la inmensa alegría de librarme de usted.
Deslizando la mano hacia abajo hasta que encontró el pomo de la puerta, la abrió de par en par para que saliera al pasillo.
—¿Está al otro lado de la puerta, señorita Dwyer?
—¿Disculpe? —preguntó desconcertada.
¿Está al otro lado de la puerta?
—Sí.
—Bien.
Sin decir nada más, Edward la cerró de golpe en su cara.


Cuando Bella pasó más tarde por el vestíbulo para recoger las colgaduras de la cama de Edward de la lavandería, su oscura voz de barítono bajó flotando del rellano de arriba.
—Dime, Marks, ¿qué aspecto tiene la señorita Dwyer? No puedo imaginarme a una criatura tan fastidiosa. Lo único que veo en mi mente es una especie de bruja inclinada sobre un caldero riéndose entre dientes.
Bella se detuvo de repente con el corazón encogido. Se llevó una mano temblorosa a sus gruesas gafas y luego al pelo castaño rojizo que se había recogido    en un moño en la nuca.
Guiada por una inspiración repentina, volvió al campo de visión de Marks y se puso un dedo en los labios, rogándole en silencio que no revelara su presencia. Edward estaba apoyado contra la pared con sus impresionantes brazos cruzados sobre su pecho.
El mayordomo sacó su pañuelo y se secó el sudor de la frente, dividido entre la lealtad a su amo y la mirada suplicante de Bella.
—Como enfermera, supongo que podría describirla como… indescriptible.
—Vamos, Marks. Seguro que puedes hacerlo mejor. ¿Tiene el pelo rubio? ¿Canoso? ¿O negro como el hollín? ¿Lo lleva corto? ¿O enrollado alrededor de la cabeza en una corona de trenzas? ¿Es tan huesuda y arrugada como suena?
Marks lanzó a Bella una mirada desesperada por encima de la barandilla. En respuesta, ella hinchó las mejillas y trazó un gran círculo a su alrededor con las manos.
—Oh, no, señor. Es una mujer bastante… grande.
Edward frunció el ceño.
—¿Cómo de grande?
—Oh, pesará unos… —Bella levantó ocho dedos y luego formó un círculo con el índice y el pulgar—. Unos ochocientos kilos —concluyó Marks sin pensarlo.
—¡Ochocientos kilos! ¡Dios mío! ¡Qué barbaridad!
Bella puso los ojos en blanco y volvió a intentarlo.
—Ochocientos no, señor —dijo Marks despacio con la mirada fija en sus dedos—. Ochenta.
Edward se acarició la barbilla.
—Es extraño. Sus pasos son bastante ligeros para ser tan grande, ¿no crees? Cuando le cogí la mano, habría jurado que… —Movió la cabeza como si quisiera librarse de una idea inexplicable—. ¿Y su cara?
—Bueno… —dijo Marks haciendo tiempo mientras Bella cerraba las puntas de los dedos sobre su pequeña nariz y tiraba hacia fuera.
—Tiene una nariz puntiaguda bastante larga.
—¡Lo sabía! —exclamó Edward triunfalmente.
—Y los dientes como… —Marks estrechó los ojos desconcertado mientras Bella doblaba dos dedos sobre su cabeza—. ¿Un burro?
Negando con la cabeza, enrolló las manos para formar unas patas y dio unos pequeños saltitos.
—¡Un conejo! —Captando por fin el espíritu del juego, Marks estuvo a punto de aplaudir con sus manos rechonchas—. ¡Tiene los dientes como un conejo!
Edward resopló con satisfacción.
—Que sin duda alguna encajan perfectamente en su cara de caballo.
Bella se dio unos golpecitos en la barbilla.
—Y en la barbilla —continuó el mayordomo cada vez más entusiasmado— tiene una verruga enorme con… —Bella se puso la mano debajo de la barbilla y movió tres dedos—. Tres pelos rizados que salen de ella.
Edward se estremeció.
—Es aún peor de lo que sospechaba. No sé qué me llevó a pensar…
Marks parpadeó inocentemente detrás de sus gafas.
—¿Qué, señor?
Edward esquivó la pregunta.
—Nada, nada. Me temo que es una consecuencia de que paso demasiado tiempo solo. —Levantó una mano—. Por favor, ahórrame más detalles sobre el aspecto de la señorita Dwyer. Quizá sea mejor dejar algunas cosas a la imaginación.
Luego se volvió hacia las escaleras con paso firme. Bella se puso una mano en la boca para contener la risa, pero a pesar de sus esfuerzos se le escapó un chillido.
Edward giró despacio sobre sus talones. Ella se imaginó el aleteo de su nariz y el gesto suspicaz de sus labios. Contuvo la respiración, temiendo que el menor movimiento pudiera delatarla.
Él inclinó la cabeza hacia un lado.
—¿Has oído eso, Marks?
—No, señor. No he oído nada. Ni siquiera el crujido de una tabla.
La mirada ciega de Edward recorrió el suelo de abajo y se posó cerca de Bella con una misteriosa precisión.
—¿Estás seguro de que la señorita Dwyer no tiene ninguno de los atributos de un ratón? ¿Unos bigotes retorcidos? ¿Una gran pasión por el queso? ¿Una tendencia a andar por ahí espiando a la gente?
La frente de Marks estaba empezando a brillar de nuevo.
—Oh, no, señor. No se parece en absoluto a un roedor.
—Es una suerte. Porque si así fuera tendría que ponerle una trampa. —Arqueando una cobriza ceja, se dio la vuelta y comenzó a subir las escaleras mientras Bella se preguntaba nerviosamente qué cebo usaría.


El tañido de las campanas se extendía suavemente por el campo. Bella se dio la vuelta y se hundió aún más en su almohada de plumas, soñando con una soleada mañana de domingo y una iglesia llena de gente sonriente. Delante del altar había un hombre tensando con sus anchos hombros su chaqueta de lino de color gamuza. Bella iba andando por el largo pasillo con un ramo de lilas en sus manos temblorosas. Podía sentir cómo le sonreía, y su irresistible calor atrayéndola hacia él, pero aunque el sol entraba por las vidrieras y estaba cada vez más cerca su cara permanecía en las sombras.
El sonido de las campanas aumentó, pero ya no era melodioso, sino agudo y discordante. A su ruido insistente se unieron unos golpes más insistentes aún en la puerta de su habitación. Bella abrió los ojos de repente.
—¡Señorita Dwyer! —gritó una voz amortiguada llena de pánico.
Bella se levantó de la cama y corrió a la puerta poniéndose una bata sobre su camisón de algodón. Al abrirla encontró al angustiado mayordomo del conde en el pasillo con un ramillete de velas en su mano temblorosa.
—¡Dios mío! ¿Qué ocurre, Marks? ¿Hay un incendio?
—No, señorita, es el señor. No dejará de llamar hasta que vaya usted.
Ella se frotó los ojos somnolientos.
—Yo habría pensado que sería la última persona a la que llamaría. Sobre todo después de echarme esta mañana de su alcoba.
Marks movió la cabeza. Con la barbilla temblando y los ojos enrojecidos, parecía que estaba a punto de echarse a llorar.
—He intentado razonar con él, pero insiste en que quiere hablar con usted.
Aunque esas palabras le hicieron vacilar, dijo simplemente:
—Muy bien. Iré enseguida.
Se vistió rápidamente bendiciendo la sencillez de su vestido azul oscuro de cintura alta y la nueva moda francesa. Al menos no tenía que perder tiempo esperando a que una doncella le atara el corsé o luchara con cien botones diminutos forrados de seda.
Cuando salió de su habitación ajustándose aún los mechones de pelo suelto de su moño, Marks estaba esperándola en el pasillo para acompañarla al lado de Edward. Mientras iban rápidamente por un largo pasillo y unas anchas escaleras al tercer piso de la casa, Bella contuvo un bostezo con la mano. A juzgar por la lúgubre luz que se filtraba por la ventana limpia del rellano, la noche estaba empezando a rendirse al amanecer.
La puerta de la alcoba de Edward estaba entornada. Si no hubiera sido por el enérgico tintineo, Bella habría temido encontrárselo tirado en el suelo al borde de la muerte.
Pero estaba recostado en el cabecero de teca tallada del dosel de su cama con un aspecto muy saludable. No llevaba camisa, y tampoco pantalones a juzgar por la inclinación de la sábana de seda sobre sus caderas. La luz de la vela daba una suave pátina dorada a su piel, que ya parecía haber sido rociada con polvo de oro. Mientras su mirada se centraba en ese impresionante músculo, Bella sintió que se le quedaba la boca seca. Una estrecha maraña de pelo bordeaba su terso vientre antes de desaparecer debajo de la sábana.
Por un momento Bella temió que Marks dejara caer las velas y le pusiera las manos sobre los ojos. Ante la mirada escandalizada del mayordomo, Edward dio un último golpe a la campanilla que tenía en la mano.
—¡Señor! —exclamó Marks dejando las velas en una consola cercana antes de volver junto a la puerta—. ¿No cree que al menos debería haberse tapado antes de que llegara la joven dama?
Edward puso un brazo musculoso sobre el montón de almohadas que había a su lado y se estiró como un gran gato perezoso.
—Perdóneme, señorita Dwyer. No sabía que no había visto nunca a un hombre sin camisa.
Agradeciendo que no pudiera ver el rubor de sus mejillas, Bella dijo:
—No sea ridículo. He visto a muchos hombres sin camisa. —Se ruborizó aún más—. Quiero decir en mi trabajo como enfermera.
—Es una gran suerte. Pero aún así no quisiera ofender su delicada sensibilidad. —Edward buscó a tientas entre las sábanas hasta que encontró un pañuelo arrugado. Se lo puso alrededor del cuello y lo ató en un torpe nudo antes de lanzarle una diabólica sonrisa—. Ya está. ¿Le parece mejor?
De algún modo consiguió tener un aspecto más indecente con un pañuelo pero sin camisa. Si ésa era la trampa que le había preparado había puesto un buen cebo. Negándose a darse por vencida, Bella se acercó a la cama. Edward se puso rígido mientras ella metía un dedo en el nudo mal hecho para soltarlo.
A pesar de la quietud de Edward y de sus esfuerzos, el dorso de sus dedos rozó más de una vez su piel de terciopelo mientras moldeaba la tela con bordes de encaje en una cascada blanca digna del mejor valet.
—Ya está —dijo dando a su obra una palmadita de aprobación—. Así está mejor.
Edward bajó sus pestañas cobrizas sobre sus ojos.
—Me sorprende que no me haya estrangulado.
—Aunque es una perspectiva tentadora, no tengo ningún deseo de buscar otro empleo ahora mismo.
—Es raro encontrar una mujer que sepa anudar un pañuelo con tanta habilidad. ¿Tiene un padre o un abuelo con los dedos torpes?
—Hermanos —respondió. A pesar de su ceguera, temía que viese más de lo que ella quería—. ¿Ahora podría decirme por qué ha sacado a la mitad de la casa de la cama antes de que amanezca?
—Si quiere saberlo, me preocupaba mi conciencia.
—No comprendo cómo una ocurrencia tan rara puede quitarle el sueño.
Edward tamborileó con sus largos dedos un travesaño forrado de seda.
—Mientras estaba aquí solo en mi cama, de repente me he dado cuenta de que es injusto impedir que cumpla con sus obligaciones. —Acarició la palabra con su triste boca, haciendo que Bella se estremeciera—. Sin duda alguna es una mujer con un gran sentido moral. No estaría bien esperar que se sentara y cobrara su generoso sueldo por no hacer nada. Así que he decidido rectificar la situación llamándola.
—Muy atento por su parte. ¿Y con qué obligación quiere que comience?
Él reflexionó un momento antes de que se le iluminara la cara.
—Con el desayuno. En la cama. En una bandeja. Por favor, no moleste a Étienne tan temprano. Estoy seguro de que puede arreglárselas. Me gustan los huevos cocidos y el beicon un poco tostado por los bordes. Prefiero que el chocolate esté humeante, pero no demasiado caliente. No quiero quemarme la lengua.
Asombrada por su despotismo, Bella intercambió una mirada con Marks.
—¿Desea algo más? —Tuvo que morderse el labio inferior para no añadir Su Majestad.
—Algunos ahumados y dos panecillos recién horneados con miel y mantequilla. Y cuando recoja el desayuno podría prepararme un baño y terminar de limpiar mi sala de estar. —Parpadeó hacia ella con una expresión tan angelical como le permitía su siniestra cicatriz—. Si no es demasiada molestia, por supuesto.
—No es ninguna molestia —le aseguró ella—. Es mi trabajo.
—Efectivamente —corroboró él.
Mientras la esquina derecha de su boca se curvaba en una sonrisa diabólica, Bella oyó el ruido de una trampa cerrándose en su tierna cola.

1 comentario:

  1. que gracioso , me encanto la descripcion de Bella, me hizo reir , que planea Edward un abrazo patricia1204

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