martes, 8 de febrero de 2011

¿Cuál de nosotros es un monstruo?

Capítulo 17 “¿Cuál de nosotros es un monstruo?”

La visita a la iglesia fue por fortuna breve y pública. De vuelta en el castillo, Bella pasó el resto de la tarde intentando desesperadamente aclarar sus ideas y sus sentimientos acerca de lo que sabía. Primero: Edward Cullen era Jim Arboc. Y, cuanto más vueltas le daba, más se desasosegaba. «Arboc» era «cobra» al revés. Aquel nombre era un anagrama.
Segundo: Charlie se había mezclado en aquel lío, y no le había dicho nada al respecto.
Tercero: ella había encontrado una alusión a una cobra de oro y piedras preciosas mientras transcribía los jeroglíficos de una estela encontrada en la tumba. Había cajas procedentes de la expedición en dos lugares: el museo y el castillo.
Cuarto: todos habían estado presentes cuando lord y lady Cullen murieron.
Pero ¿qué papel desempeñaba ella en todo aquello? Sabía que la estaban utilizando. Edward había intentado aprovecharse de ella sin tapujos desde el principio. En ese sentido no podía acusársele de doblez. Y ella había hecho lo que había querido.
Sin embargo, ¿hasta qué punto confiaba en él? Edward la interrogaba despiadadamente, pero no soltaba prenda. Llevaba una máscara que no necesitaba. Y más de uno consideraba que estaba realmente loco. Bastante resentido sí estaba eso desde luego.
Bella se puso a dar vueltas por la habitación, cada vez más ansiosa por volver a su trabajo. Hethre había sido una concubina, una amante dotada de poderes mágicos. Su nombre se había usado para amedrentar a los posibles profanadores de tumbas. Bella se detuvo, convencida de pronto de que sabía dónde encontrar la cobra de oro y piedras preciosas.
Estaba impaciente por demostrar su teoría. Pero no podía salir del castillo esa noche. Así que tendría que esperar. De modo que volvió a retomar sus notas.
Si los Cullen habían sido en efecto asesinados, sin duda había sido por la cobra de oro. Y qué mejor modo de matarlos que utilizando cobras.
Seguía dándole vueltas a aquella idea cuando descendió por fin las escaleras.

En el vestíbulo se estaba sirviendo el champán. Bella, que hacía las veces de anfitriona, le dio una copa. Edward, que estaba muy elegante, se acercó enseguida a ella y la condujo a la puerta para recibir a un caballero extranjero.
Edward le pasó el brazo por el hombro. Era un gesto natural, como si de verdad la quisiera, como si ella fuera efectivamente la mujer con la que pensaba pasar el resto de su vida. Era maravilloso. Y Bella se sentía… un tanto mareada. Estaba enamorada de él, y al mismo tiempo le temía.
—Querida, quiero presentarte a monsieur Gathegi, un enviado de Francia y apasionado estudioso del Antiguo Egipto. Monsieur, la señorita Isabella Swan, mi prometida.
El francés era apuesto, alto y elegante; poseía un rostro de hermosas y finas facciones y llevaba bigote y una pequeña y remilgada perilla. Se inclinó sobre la mano de Bella.
—Es un placer, mademoiselle.
Lord Vulturi se acercó a ellos.
—¡Laurent! ¡Enhorabuena! Me han dicho que has conseguido hacerte con una de las piezas más notables de los últimos tiempos, un busto monumental de Nefertiti. ¿No tuviste problemas con el departamento de antigüedades de El Cairo?
—He colaborado con ellos a menudo —le dijo el francés—. La compra ha sido legal. En realidad, había muchos bustos escondidos —se encogió de hombros—. Por lo menos, cuando los estudiosos egipcios tratan con nosotros los franceses o con los ingleses, reciben un pago a cambio. Con excesiva frecuencia las dificultades se dan con los propios egipcios, que debido a su miseria están ansiosos por vender cualquier cosa. Hay una auténtica muchedumbre de saqueadores de tumbas. Familias enteras que durante décadas han sobrevivido deslizándose en antiguos sepulcros para vender lo que encontraban a los extranjeros. Pero es usted, lord Vulturi, y a su grupo de conservadores, fideicomisarios y exploradores a quienes hay que dar la enhorabuena. Hace muchos años que no hay un hallazgo que pueda compararse con el que hicieron lord y lady Cullen.
—En eso tiene usted razón —dijo lord Vulturi—. Ah, y aquí está el verdadero aventurero, sir James Gigandet. James, ¿conoces a Laurent?
James se sumó al grupo.
—No, aún no he tenido ese placer —dijo mientras le estrechaba la mano al francés.
Félix Moreau se acercó a ellos.
—Monsieur Gathegi, creo que nos conocimos en el museo de El Cairo. Soy Félix Moreau.
Gathegi pareció perplejo un instante.
—Sí, sí…, claro. Me acuerdo muy bien —su expresión evidenciaba que no se acordaba, pero que intentaba ser amable.
—¿Dónde se habrá metido sir Jason? —preguntó Sue—. Lord Vulturi, ¿pasó usted por su piso para solicitar su presencia?
—Desde luego, Sue. Sir Jason no estaba, o al menos no contestaba a la puerta —dijo lord Vulturi—. Pero le dejé una nota.
—Puede que no haya recibido la invitación —dijo Sue, pensativa—. Pero es tan impropio de él… Cuando no está en el museo, está en casa, trabajando.
—Podemos retrasar un poco la cena —dijo Edward.
—Es un hombre brillante. ¡Inteligentísimo! —dijo lord Vulturi refiriéndose a sir Jason.
—Y un gran orador —convino James.
—Disculpen, por favor —murmuró Bella. Aún no había visto ni a Charlie ni a Waylon, ni tampoco a Riley Biers. Y tenía la impresión de que el forzado entusiasmo que mostraban los otros hacia el ausente sir Jason era un tanto mordaz—. Voy a ver si encuentro a Charlie.
—Bella —musitó Edward frunciendo el ceño.
Pero ella no le hizo caso y subió las escaleras apresuradamente.
Riley no estaba en su cuarto. Bella tampoco logró encontrar a Charlie, ni a Waylon. Sin embargo, cuando regresó al piso de abajo, todos los comensales se habían reunido en el salón de baile y no le quedó más remedio que sumarse a ellos.
El salón de baile había sido transformado por completo. En él se había instalado una larga mesa, tan elegantemente engalanada que superaba con creces a las de la fiesta de recaudación de fondos, con su deslumbrante mantel de fino hilo, su delicada porcelana y su cubertería de plata labrada. Se habían contratado camareros para la velada, y todos los miembros del servicio, incluyendo a Emmett, Jasper, Waylon y Sue Clearwater, tenían reservado un sitio a la mesa.
Edward tomó asiento a un extremo de ésta; Bella, al otro. Habían llegado ya varios invitados más, fideicomisarios del museo a los que Bella no había visto nunca, acompañados de sus esposas o hijas. Se retiraron dos cubiertos de la mesa. Uno, naturalmente, era el de sir Jason. Bella escudriñó a los reunidos y descubrió que también faltaba Emmett.
La conversación acerca del tema predilecto de los invitados cundió pronto por el salón. Se polemizó sobre el reinado de Hatshepsut y sobre si su muerte había sido precipitada por su hijastro Tuthmosis III. Hubo, como era de esperar, cierta excitación en la charla, pues el hallazgo de los Cullen estaba relacionado con el reinado de Tuthmosis III y con el mandatario que había sido la mano derecha del faraón y que, según una antigua leyenda, ponía a su servicio sus artes mágicas.
—La momia de Hatshepsut no se ha identificado aún —dijo Laurent Gathegi, pensativo—. ¡Eso sí que sería una revelación!
—Muchas momias de faraones fueron identificadas en el cementerio descubierto en la década de 1880 en Deir el–Bahari, en los alrededores de Tebas —le explicó lord Vulturi a Bella, pues casi todos los demás habían estado en Egipto—. ¡Ah, querida! No te puedes imaginar el calor en el desierto, la frustración, las condiciones terribles, y luego el júbilo que produce el descubrimiento. Puede que, cuando estés casada, tu marido organice una nueva expedición para honrar la memoria de sus padres.
Bella miró con extrañeza a lord Vulturi, quien al parecer había decidido que no había nada de extraño en el hecho de que Edward Cullen hubiera anunciado su intención de casarse con ella. Edward la observaba desde el otro extremo de la mesa. Bella notó que cerraba los dedos alrededor de la copa con tanta fuerza que pensó que iba a romperla.
—Eso tendrá que decidirlo Bella, lord Vulturi.
Todos empezaron a hablar alegremente sobre la posibilidad de que se organizara una nueva expedición. James parecía divertido. Riley, por su parte, estaba un tanto ceniciento. Félix permanecía con la mirada fija en su plato y sir Jason todavía no había hecho acto de presencia.
Bella sentía ganas de gritar. La cena se le estaba haciendo interminable. Edward, que se conducía como un perfecto anfitrión, trabó una animada conversación con su invitado francés acerca de diversos hallazgos y adquisiciones. Por fin se invitó a los caballeros a retirarse a fumar y a beber una copa de brandy, y a las señoras a disfrutar del café o el té en la quietud del solario de la planta de arriba.
Bella procuró mostrarse como una atenta anfitriona y condujo a las invitadas escaleras arriba junto a Sue. Pero todo aquello era una farsa, perpetuada por un enmascarado.
Por fin la gente empezó a marcharse y, en medio de la confusión de la despedida, Bella creyó encontrar la ocasión de escabullirse. Cruzó el salón de baile, que los camareros estaban limpiando, y entró a hurtadillas en la capilla. La puerta de la escalera que llevaba a la cripta estaba cerrada. La abrió y empezó a bajar. Pero entonces se detuvo. Allí abajo ya había otra persona. No, dos personas. Y murmuraban frenéticamente.
—¡Sabe demasiado! Hay que hacer algo.
—Dios mío, no te referirás a…
—¡Pues sí!
—No seas ridículo. ¡Ya ha habido demasiados muertos!
—Pero hay una maldición, ¿no? Y es fácil causar una muerte accidental.
¿Cómo habían llegado aquellos dos allí? ¿Bajando por la escalera, como ella? ¿O acaso había otra entrada?
El corazón le golpeaba contra el pecho. Cabía la posibilidad de que hubieran bajado a escondidas. Lo único que tenía que hacer era esperar en la puerta de la capilla, donde sin duda sus gritos atraerían a alguien, y el asesino, o los asesinos, serían desenmascarados.
Mientras estaba allí parada, oyó un repentino alboroto procedente de la entrada de la casa. Los que susurraban en la cripta se callaron. Subirían en cualquier momento, y la sorprenderían allí.
Bella se dio la vuelta, llena de pánico y empezó a subir la escalera. Llegó a la capilla y corrió a la puerta del salón de baile.
Y entonces alguien la atacó desde atrás. Quedó cegada. Algo cayó sobre su cabeza. Una sábana. Se dio cuenta de que era un sudario.
Gritó tan alto como pudo. La empujaron contra el suelo. Intentó levantarse mientras luchaba por quitarse aquel lienzo viejo y áspero. Se golpeó con algo. ¿El altar?
Oyó vagamente pasos, alguien que corría. Aterrorizada, siguió intentando quitarse el sudario de encima de la cabeza al tiempo que giraba, desquiciada, para esquivar el siguiente golpe. Unos brazos la rodearon y la levantaban en el aire. Luchó con todas sus fuerzas mientras la bajaban por los escalones. Y luego se sintió caer.


—¡Sir Jason está muerto!
Charlie se lo había pasado en grande durante la cena, pues se había hallado sentado junto a una encantadora viuda cuyo hijo pertenecía a la junta de fideicomisarios del museo. Acababa de acompañar a la viuda a su carruaje cuando se anunció la fatal noticia.
Emmett, quien al parecer había sido enviado en busca de sir Jason, había regresado con aquel espeluznante relato cuando los invitados se hallaban congregados en la puerta, aguardando sus coches.
—¡Muerto! —exclamó la encantadora viuda.
—Pero ¿cómo? —preguntó otro.
—La policía no lo sabe todavía —respondió Emmett. Luego, durante varios minutos, todo el mundo empezó a preguntar a gritos, entre exclamaciones de horror e incredulidad, y Emmett no pudo decir nada más.
—¡Dios mío, no puede ser verdad!
—¿Ha sido de muerte natural?
—La policía no lo ha dicho.
—Sin duda ha sido asesinado.
—Puede que le haya mordido otra cobra.
—¡Estaba maldito!
—¡Oh, Dios mío! —gritó la viuda—. Puede que de verdad estén malditos todos los que participaron en esa desdichada expedición. ¡Oh! Tal vez la maldición recaiga sobre todos los que tenemos algo que ver con el museo.
—¡No había pasado nada hasta que Cullen volvió a aparecer! —gritó otro invitado.
Charlie miró a su alrededor. Edward Cullen no estaba allí para defenderse. Pero en ese momento irrumpió en el vestíbulo, alto e imponente, con su máscara bestial y su elegante atuendo de gala.
—¡Las maldiciones no existen! —dijo con firmeza—. Sólo existen los hombres de mala voluntad —sus ojos disparaban fuego verde sobre los allí reunidos—. Mis padres no estaban malditos. Fueron asesinados.
—Dios mío, lo cree de verdad —musitó alguien junto a Charlie—. ¿Creen ustedes que lord Cullen ha salido de su encierro para matarnos a los demás, uno a uno?
La gente había ido apiñándose cada vez más, y Charlie no logró distinguir quién había lanzado aquella explosiva pregunta.
—¡Las maldiciones no existen! —repitió Edward, mirándolos a todos—. Pero sí los asesinos. La policía descubrirá lo que se oculta tras la muerte de sir Jason. Y, cuando lo descubra, el asesino tendrá que enfrentarse a la justicia y a la horca.


Bella yacía al pie de las escaleras, aturdida y dolorida. Entonces se dio cuenta, asombrada de que todo a su alrededor permanecía en silencio. Aterrorizada, luchó por despojarse del sudario de lino. Una pequeña lámpara ardía sobre la mesa de la antecámara, pero la mayor parte de la habitación permanecía en sombras.
Estaba sola, y atrapada si alguien bajaba por la escalera. La habrían matado de no ser por el alboroto que se había apoderado de todo el castillo. Quizá la persona que la había arrojado por la escalera esperaba que se hubiera roto el cuello.
Se levantó de un salto. Su propósito de registrar las cajas que había allí en busca de la momia de Hethre parecía ahora una insensatez; tenía que salir de allí cuanto antes.
Arrojó el viejo sudario de lino lejos de ella, se obligó a subir las escaleras corriendo con cierta precaución, no fuera a perder pie y a volver a caerse. Alguien había intentado matarla, alguien que conocía la existencia de la cripta, de la antecámara y de las cajas. Y de todo lo demás que estaba ocurriendo allí, fuera lo que fuese.
Debía salir de allí cuanto antes. Pero al llegar a lo alto de la escalera, descubrió que la puerta estaba cerrada por fuera. De nuevo la acometió el pánico. ¿Se atrevía a aporrearla? ¿La oiría alguien, si lo hacía? ¿O la oiría acaso quien la había dejado allí encerrada?
Se apartó de la puerta y regresó a la antecámara, buscando desesperadamente un modo de escapar… y un arma. Corrió al escritorio donde ardía la única lámpara y registró a toda prisa los cajones. ¡Nada!
Se volvió para observar la habitación, intentando conservar la calma. Las puertas de hierro que daban a la cripta estaban entornadas. Se acercó a ellas y vio que la abertura era lo bastante grande como para pasar por ella. Más allá reinaba la oscuridad.
Fue a recoger la lámpara y entró después en la cripta abovedada, aguzando el oído por si oía la puerta de la capilla. Recorrió el pasillo flanqueado de tumbas. Allí hacía mucho frío. A pesar de que procuraba aferrarse a la lógica, la húmeda oscuridad parecía hacerle mella.
Oyó de pronto un chillido y estuvo a punto de dejar caer la lámpara. Se giró bruscamente con la piel erizada, y vio con espanto que un murciélago se golpeaba contra la roca, intentando encontrar un asidero. ¡Un murciélago!
Pero si había un murciélago allí abajo, ello significaba que tenía que haber otra salida.
Sostuvo en alto la lámpara y fue mirando las tumbas alineadas a lo largo de la pared. Luego dejó la lámpara en el suelo y comenzó a empujar las lápidas de piedra que sellaban cada uno de los sepulcros. Sabía que el tiempo iba pasando. ¿La habrían echado en falta? ¿Estaban esperando aquellas dos personas el momento propicio para regresar y acabar lo que habían empezado?
Avanzaba febrilmente, apretando y empujando las lápidas. Luego vio una fisura muy pequeña, apenas abierta. Sobre la lápida había escrito un nombre, pero no una fecha de nacimiento. Sólo decía Sarah.
Apretó de nuevo la lápida. Y allí estaba, aquel ruido que había oído una y otra vez. El chirrido del roce de dos piedras.
Tragando saliva, apretó con más fuerza. La lápida se deslizó hacia atrás y ella se encontró mirando fijamente un negro agujero. Indecisa, tomó la lámpara. La colocó dentro de la fosa y se subió a la tumba. Resultaba difícil arrastrarse por el agujero, moviendo la lámpara para ver lo que había delante de ella. El túnel era sofocante. Tenía que mantenerse pegada a la pared para avanzar.
Vaciló, inhaló profundamente y sintió la sofocante oscuridad y el aire enrarecido a su alrededor. Entonces comprendió que estaba realmente atrapada si alguien aparecía por… ¿por dónde? No sabía adónde conducía aquel pasadizo. La luz de la lámpara apenas le permitía ver.
Se obligó a seguir arrastrándose, y entonces se dio cuenta de que se estaba moviendo en pendiente. No hacia abajo, sino hacia arriba. Se detuvo, aturdida por la falta de aire y de espacio. Movió la lámpara y apoyó una mano en la pared de su izquierda para conservar el equilibrio. La pared cedió y se desmoronó. Y Bella vio luz al final del tramo de túnel que había quedado al descubierto.
Apagó la lámpara y comenzó a trepar en esa dirección. Siguió avanzando, ansiosa por respirar, por salir del estrecho pozo. La luz se hizo más fuerte. Bella llegó al final del corredor. Había luz, sí, pero algo tapaba la salida. Empujó con fuerza. Poco a poco, lo que tapaba la salida fue cediendo. Desesperada, logró girarse en el túnel, se apoyó en la pared y empujó con los pies con todas sus fuerzas. Oyó un crujido y un chirrido.
Aquella cosa apenas se movió. Empujó más y más fuerte. La puerta se fue abriendo centímetro a centímetro. Finalmente, Bella pudo deslizarse a duras penas por la hendidura.
Entonces miró a su alrededor, horrorizada al darse cuenta de dónde estaba.


A Edward no le sorprendió que el anuncio de Emmett formara aquel alboroto. Pero el bullicio pronto empezó a decaer y los invitados se mostraron ansiosos por marcharse.
Fue entonces cuando Edward se dio cuenta de que Bella no estaba allí. Charlie permanecía a la entrada del castillo, mirando tranquilamente cómo se alejaban los coches.
—¿Dónde está Bella? —preguntó Edward.
—¿Qué? No lo sé. ¡Cielo santo! Tengo que encontrarla. ¡Qué disgusto se va a llevar! Trabajaba con sir Jason todos los días. ¡Esto es terrible! —bajó la voz—. Ese tipo de la plaza. Y ahora sir Jason. ¡Tengo que encontrar a Bella!
—Inténtelo en su habitación. Yo voy a mirar en este piso —dijo Edward.
Charlie se dirigió a las escaleras. Edward atravesó aprisa el salón de baile, pero al no verla dio media vuelta, dispuesto a marcharse. Pero en el último instante vaciló, entró en la capilla y abrió la puerta de la sinuosa escalera que llevaba a la cripta.
Regresó al salón de baile, agarró uno de los elegantes candelabros de la mesa y regresó a toda prisa a la capilla. Descendió lentamente la escalera, consciente de que podía esperarle una trampa. Cuando llegó al despacho de la antecámara, comprobó que allí no había nadie, pero notó que las cajas estaban desordenadas. Bajó el candelabro y vio las huellas que las cajas habían dejado en el polvo al ser desplazadas. Y había un sudario cubierto de polvo en el suelo.
Se incorporó y miró hacia las grandes puertas de hierro que daban paso a la cripta. Estaban entreabiertas lo justo para que cupiera el cuerpo de una persona. Entró en la cripta. Lo que había estado buscando un año entero aparecía ahora a la luz, plenamente visible. Una de las grandes lápidas de piedra que cubrían los sepulcros estaba desplazada.
Bajo la lápida no había una tumba, sino un pasadizo. Edward se introdujo en él y avanzó penosamente, con el candelabro en la mano. Apenas había ventilación. Las velas pronto se apagaron, faltas de oxígeno. Las tinieblas parecían fluir ante sus ojos. Luego vio una luz distante y tenue.
Siguió aquella luz mientras el temor comenzaba a apoderarse de él. Al final del corredor, halló el paso cortado. Había una pequeña abertura, pero no lo bastante grande para que pasara por ella. Empujó con todas sus fuerzas el objeto que bloqueaba la salida y al comprender lo que era se maldijo una y mil veces.
¿Cómo no se había dado cuenta?


Bella respiró hondo, miró a su alrededor y echó a correr. Mientras bajaba a toda prisa por las escaleras, oyó voces. Procedían del salón de baile. Avanzó despacio hacia allí y al llegar a la puerta se detuvo y se asomó precavidamente. Ya no sabía en quién confiar. ¿En Charlie? Pero Charlie no estaba en el salón de baile. Ni tampoco Waylon. Miró dentro y vio que James y Sue Clearwater estaban solos, susurrando.
—¡Y ahora sir Jason aparece muerto! Y la policía no dice ni cómo ni por qué —estaba diciendo James.
¡Sir Jason… muerto!
Bella se sintió horrorizada. ¡No! Estuvo a punto de gritar de angustia, pero se tapó la boca con la mano. Sir Jason, muerto…
James se había quedado con él en el museo, después de que supuestamente se golpeara la cabeza con la tapa de un cajón. Y el viejo Arboc también había estado rondando por allí. ¡Oh, Dios!
—¿Sabes qué significa todo eso? —dijo Sue.
Tenían las cabezas inclinadas; estaban muy juntos. Sue dijo algo más, pero Bella no la oyó. Luego, de pronto, levantó la vista como si sintiera que los estaban observando.
Bella se apartó de la puerta. No podía volver a subir al piso de arriba y tampoco podía fiarse de aquellos dos. Sólo parecía quedarle una salida.
Salió corriendo por la puerta principal. Vio un carruaje cruzando el puente levadizo, en dirección al bosque. Se recogió las faldas y echó a correr. Su respiración era trabajosa; le dolía todo el cuerpo. El corazón le palpitaba con violencia, pero aun así siguió corriendo con todas sus fuerzas. Sin embargo, el carruaje corría más que ella. Bella aminoró el paso e intentó tragar aire desesperadamente.
Entonces oyó el crujido de una rama tras ella. Se giró bruscamente. No se veía a nadie. Pero allí, junto a la entrada del patio del castillo, había alguien. Alguien que la había visto. Alguien que se dirigía hacia ella. Aterrorizada, se lanzó hacia el interior del bosque.


Al salir del pasadizo, Edward se halló en su propia habitación. Su enorme guardarropa, que llevaba allí desde el siglo XVII, era el objeto sólido que bloqueaba la pequeña abertura que daba acceso al túnel.
Sólo una persona podía haberse deslizado por aquella hendidura tan estrecha. ¡Bella! Pero ¿qué estaría pensando en ese momento? ¿Y habría oído la noticia de la muerte de sir Jason? ¿Dónde demonios se había metido?
Edward salió corriendo de su habitación y bajó la escalera. El vestíbulo estaba desierto. Un par de coches seguían al otro lado del patio. Más allá del puente levadizo, una figura corría entre las sombras.
El corazón le dio un vuelco. ¡Era Bella! Huía, aterrorizada. ¡Huía de él!
Estaría dispuesta a arrojarse en brazos de cualquiera a quien conociera y en quien confiara. Se estaba adentrando en el bosque. En el peligro. Había un asesino suelto que podía estar en cualquier parte.
Al echar a correr tras ella, Edward vio emerger otra figura por entre los árboles. Alguien estaba persiguiendo a Bella.


Mientras corría, Bella cayó en la cuenta de que Charlie y Waylon seguían en el castillo y estaban en peligro. Pero no se atrevía a volver. Tenía que escapar de su perseguidor. No podría hacer nada por sus seres queridos si la mataban.
El miedo amenazaba con estrangularla, con asfixiarla. Edward era Arboc, y Arboc estaba en el museo aquel día, cuando sir Jason resultó herido. Y luego no había vuelto… Tal vez hubiera descubierto que sir Jason no había muerto y que se había ido a su piso. Pero ¿por qué?
Porque todos tenían que pagar por lo ocurrido. ¡No! Edward no era un asesino. Sólo estaba empeñado en resolver aquel misterio. ¡Ella ansiaba tanto creer en él! Pero Edward había mentido y se había puesto aquella máscara una y otra vez. ¡El pasadizo de la cripta llevaba a su habitación!
Un grito resonó en el bosque. Su corazón se paró un instante. Edward la estaba llamando, intentaba encontrarla. Le ordenaba que se detuviera, que fuera hacia él. ¡No se atrevería a liquidarla allí, en su propio bosque!
Bella sabía que no podía hablar con él. Temía olvidar su sentido común si Edward llegaba a tocarla.
Oyó que gritaban de nuevo su nombre. Le pareció que era la voz de James. Se detuvo un momento, agarrándose al tronco de un árbol. ¡James! Pero James había estado cuchicheando con Sue en el salón de baile. Y ella había oído a alguien cuchicheando en la cripta, diciendo que ella sabía demasiado.
Los lobos aullaron. Bella echó a correr otra vez, espoleada por el lamento que las bestias lanzaban a la luna.


Edward conocía las sendas del bosque. En su huida desesperada, Bella dejaba tantas huellas a su paso que no le costaba ningún esfuerzo seguirla, incluso a la luz de la luna. Pero, mientras corrías tras ella, el cordón de su máscara se enganchó en una rama, tirando de su cabeza hacia atrás. Edward se quitó la máscara maldiciendo y siguió avanzando.
Oyó el aullido de los lobos y comprendió que estaban cerca. Él mismo había permitido que los lobos moraran en aquellos bosques; habían formado parte de su amarga vida de recluso. En realidad, a los lobos los asustaba la gente. No le harían daño a Bella; no se acercarían a ella. Huirían al sentir pasos entre la maleza.
—¡Bella!
Allí estaba, al fin, ante él. Ella se giró y lo miró de frente. Su mirada le atenazó el corazón. Edward se detuvo.
—¡Bella! Bella, por favor, por el amor de Dios, ven conmigo. Ven ahora mismo —dijo suavemente, tendiéndole los brazos.
Ambos oyeron un crujido de ramas a unos metros de distancia, en dirección contraria. James salió al claro.
—¡Bella, gracias a Dios! —se acercó a ella de inmediato, y Edward le espetó lleno de furia:
—Tócala y eres hombre muerto.
James lo miró con los ojos achicados, abandonando toda pretensión de afecto, cortesía y amabilidad. Se volvió hacia Bella.
—Va a matarte, Bella.
Edward sacudió la cabeza y dijo en tono acerado:
—Eso, nunca.
James le lanzó una mirada recelosa e iracunda.
—Sabes que uno de nosotros es un asesino —le dijo a Bella—. ¡Por el amor de Dios! Bella, ese hombre es un monstruo, se ha demostrado. Aprisa, ven conmigo.
Y Bella, con el pelo enmarañado alrededor de los hombros y el hermoso vestido desgarrado y sucio, la cara manchada y los ojos iluminados por la luz de la luna, miró a uno y a otro, indecisa. Edward pensó que iba a lanzarse en brazos de James. Sus músculos se contrajeron dolorosamente. Bella no sabía en quién confiar.
—Piensa despacio, amor mío —le dijo—. Piensa en todo lo que has visto, aprendido y sentido. Recapacita, Bella, y pregúntate cuál de nosotros es un monstruo.

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