lunes, 3 de enero de 2011

Felices por siempre


Capítulo 20 “Felices por siempre”

Tres días después, Bella se despertó al recibir el dulce beso de Edward.
—¡Arriba, dormilona!
Ella soltó un gemido y se deleitó con los latidos de Edward bajo su mejilla. Se había quedado dormida con la cabeza apoyada en su pecho.
—¿Qué hora es?
—Las doce. Y tenemos una cita.
—¿Las doce? ¡Dios mío! ¿Qué clase de cita?
—Es una sorpresa.
Bella rodó de costado. El cuerpo entero le dolía, recordándole las horas de pasión que había pasado en los brazos de Edward. Habían hecho el amor con total desenfreno, y ella había descubierto una vena salvaje que nunca había sospechado tener. La vida que le esperaba junto a Edward sería una constante aventura. Sobre todo en el dormitorio.
Tomó una rápida ducha y, después de desayunar mientras él se duchaba, los dos se subieron al Corvette.
—La curiosidad me está matando. ¿Adónde vamos?
—Ya lo verás —respondió él sonriendo. Quince minutos más tarde, la dejó en un spa de lujo—. Te veré dentro de un rato.
Bella entró en el balneario y se encontró con Alice, que la esperaba con una sonrisa.
—Muy bien, ¿qué pasa aquí?
—Esto es demasiado divertido —dijo Alice echándose a reír.
Una encargada las llevó a una sala donde les sirvió una bandeja de queso y fruta. Las sometieron a una exhaustiva sesión de masajes, limpieza de cutis, manicura y pedicura; las peinaron y maquillaron, y les entregaron unos preciosos vestidos con lencería de encaje a juego. Uno de color melocotón para Alice y otro verde esmeralda para Bella. Venían acompañados de una caja de bombones con forma de corazón.
Al salir, sintiéndose como nuevas, las esperaba una reluciente limusina negra. Un chófer uniformado les abrió la puerta y se llevó una mano a la visera.
—Señorita Swan, señorita Brandon, mi nombre es Garret y estoy a su servicio.
Riendo como unas colegialas, las dos se acomodaron en el lujoso interior. La música de Elvis sonaba por el equipo estéreo mientras la limusina recorría las calles de la ciudad.
—¿Vas a darme alguna pista sí o no? —le preguntó Bella a su amiga.
—No —respondió Alice con una picara sonrisa.
La limusina pasó por unas calles que a Bella le resultaron familiares, y finalmente se detuvo frente a la iglesia de St. Michael. A Bella le dio un vuelco el corazón.
Sin darle tiempo a hablar, Alice la agarró de la mano y la llevó escaleras arriba y a través del vestíbulo hasta el camerino de la novia. Al entrar, Bella se detuvo en seco.
Delante de ella tenía su traje de novia. Y al lado estaba Edward, vestido con un esmoquin.
—Feliz día de boda, cariño.
—¿No le tenías fobia a las bodas? —preguntó ella con un hilo de voz.
—Me he curado milagrosamente… —respondió él sonriendo— porque he encontrado a la mujer adecuada.
Los ojos de Bella se llenaron de lágrimas.
—No sé qué decir.
—¿Qué tal «sí quiero»? —la besó con ternura—. Te espero en el altar. No tardes demasiado.
Alice la ayudó a ponerse el vestido y ajustarse una rosa melocotón en el pelo, y, asidas del brazo, caminaron hacia el altar. Los amigos de Bella llenaban los bancos, mirándola sonrientes, y por todos los rincones se veían rosas melocotón.
Y entonces miró hacia el altar y allí vio a Edward, esperándola con su encantadora sonrisa.
La ceremonia transcurrió en una nube de felicidad. Con un diamante en forma de corazón en el dedo, Bella no pudo contener las lágrimas cuando oyó a Edward prometerle un amor eterno. Después, recorrieron juntos el pasillo central, acompañados por la música triunfal del órgano y por una lluvia de pétalos de rosa.
Dentro de la limusina, Edward le mostró una copa de burbujeante champán.
—Bella, quiero decirte una cosa —le dio un tirón a un rizo que sobresalía del velo—. Viendo el gran equipo que hacemos, ¿qué te parecería abrir una agencia de detectives? No quiero seguir trabajando en el FBI y pasar meses alejado de ti. Además, la vida contigo es demasiado preciosa como para seguir arriesgándola en el trabajo.
—No soportaría que te ocurriera algo —dijo ella estremeciéndose.
—Por eso me retiro —dijo él pasándole un brazo por los hombros—. Pero puedo llevar la agencia yo solo, si tú quieres seguir en el banco.
—Bueno… la verdad es que, después del mes que he pasado contigo, el trabajo en un banco me resulta tan pesado y aburrido como lavar los platos.
—Entonces todo arreglado —dijo él riendo, y alzó su copa—. Por mi socia en Houdini Private Investigations.
Al llegar al local donde se celebraba el banquete. Edward la tomó del brazo y la llevó al interior, adornado con más rosas melocotón. En un extremo del bufé esperaba una inmensa tarta nupcial, coronada por una novia de pelo castaño y un novio de pelo cobrizo.
—¿Cómo has preparado todo esto? —preguntó ella, que aún no salía de su asombro—. Llevamos tres días haciendo el amor sin parar.
—Sí, pero entre una vez y otra tú dormías y yo no. Alice y yo casi nos volvemos locos preparándolo todo en secreto. Pero la luna de miel es decisión tuya…
—¿Qué te parecen tres o cuatro meses tomando el sol desnudos en el Caribe? O mejor en el Serendipity.
—¿Qué pasa con tu miedo al agua? —preguntó él con el ceño fruncido—. Además, no sabes nadar.
—Mi fobia también se ha curado. He descubierto que hay cosas peores que la muerte. De ahora en adelante, viviré cada instante al máximo —le sonrió con dulzura—. Tú puedes enseñarme a nadar y a otras cosas.
—¿Estás segura? —le tomó el rostro entre las manos—. En los últimos años he ahorrado casi todo el dinero de mi sueldo. Podemos ir adonde quieras.
—Estoy segura. Te quiero demasiado, Edward. No sé cómo agradecerte todo esto.
—Yo también te quiero. Y seguro que encontrarás una manera de darme las gracias. Y ahora quiero enseñarte una cosa —la llevó a la pista de baile y alzó una mano pidiendo silencio a los invitados—. Me gustaría darle a mi novia su regalo de bodas —anunció.
Una puerta lateral se abrió y entró un hombre portando una banqueta. Detrás aparecieron dos hombres transportando un viejo piano. La madera estaba llena de surcos y las teclas, amarillentas y desgastadas. A Bella le resultó vagamente familiar…
—Mira bajo el teclado —le susurró Edward.
Con el corazón en un puño, Bella se inclinó. En la madera había dibujadas dos manos, una grande y otra pequeña, y en medio un corazón.
—El piano de mi padre… —dijo con voz ahogada.
—Llevo semanas buscándolo, desde el día que me hablaste de él. Gracias a los dibujos fue fácil seguirle el rastro. Lo encontré en un asilo de Sacramento —la rodeó con un brazo—. Vamos, cariño. Toca algo.
Temblando de pies a cabeza, Bella se sentó en el banco. Con cuidado y reverencia colocó los dedos sobre las teclas desgastadas. Y recordando el pasado y anticipándose al futuro, tocó desde el corazón.

Love Me Tender.
Fin

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