sábado, 18 de septiembre de 2010

CAPITULO 6


—¿Lo tienes? —Mike estaba pálido de alivio, temía que su hermana no conveciera a Edward de prestarle el dinero—. Puedo llamarlos... puedes hacer la transferencia ahora.
—¿Por qué no lo deposito en tu cuenta?
—¿Para qué lo vea Jessica?
—Terminará por averiguarlo, Mike. En cuanto la herencia se haga efectiva, tendrás que explicar por qué no hay nada de...
—Faltan semanas para eso —su hermano movió la cabeza.
—Sólo dos. Y puedes negarlo todo lo que quieras, pero este problema no va a desaparecer. Hay que contárselo a Jessica.
—Lo sé. Lo sé. Pero no puedo decírselo ahora, Bells. No tal como están las cosas. Si Jessica y yo podemos superar esto... Además... —hizo una mueca de desesperación— no confío en mí mismo con esa cantidad de dinero...
—¿Estás recibiendo ayuda?
—Voy a reuniones a diario... Hace semanas que no juego. Espero que no le hayas contado la verdad a Edward — dijo su hermano mientras los detalles de su cuenta bancaria aparecieron en la pantalla y por un momento la apabulló el saldo que tenía. Tecleó los datos que Mike le dio de la cuenta del prestamista.
—No te preocupes, no le dije nada, pero tienes que devolverme el dinero, Mike.
—Sabes que lo haré.
—No, Mike, no lo sé —se volvió para mirar a su hermano, siempre decía lo mismo y nunca le pagaba, esta vez tenía que asegurarse, pero sobre todo asegurar que no tendría que casarse con Edward, no en esas condiciones—. Lo quiero por escrito. Cuando se formalice la herencia, quiero que el dinero que me debes vaya directamente a mi cuenta.
—¿Estás diciendo que no confías en mí?
—No confío en ti, Mike —después de lo que había tenido que soportar ese día, no le costó decirlo—. En lo referente al dinero, no confío en ti... sería una necia si lo hiciera. Lo necesito por escrito.
—¡Perfecto! —espetó, arrancando una hoja de la impresora de ella y garabateando una nota en la que estipulaba la cifra que le prestaba y que se la devolvería en el momento de cobrar la herencia—. ¿Satisfecha?
Isabella recogió el trozo de papel y lo guardó en el bolso. Apenas pudo marcar los números en el teclado debido a las lágrimas. En cuanto apretó «confirmar», supo que estaba endeudada con Edward. Durante las siguientes dos semanas, sería un peón en el complejo juego del engaño que tramaba contra el pobre Carlisle.
—No vuelvas a jugar, Mike. Jamás volveré a ayudarte.
—Nunca te lo pediré.
Lo miró a los ojos azules que eran idénticos a los de su madre, y al ver la vergüenza, el dolor y el bochorno reflejados en ellos, supo que hablaba en serio. Alargó los brazos hacia su hermano.
—Estoy tan avergonzado... —sollozó—. Me odio más de lo que tú me odias.
—Yo no te odio, Mike. Sólo estoy asustada por ti —y por ella misma, aunque no lo dijo en voz alta, no sabía lo que le deparaba en las próximas dos semanas, y si saldría íntegra de semejante charada.
—Los echo de menos, Bells.
—Lo sé.
—Estarían tan avergonzados...
—No pienses en eso.
—Haré que se sientan orgullosos de mí —prometió con las pocas fuerzas que le quedaban—. Nunca volveré a jugar. Haré que tú te sientas orgullosa... que los niños y Jessica se sientan orgullosos...
—Siéntete orgulloso tú, Mike —le sonrió con expresión cansada mientras él miraba la hora.
—Tengo una reunión...
—Entonces, ve.
—¿Si no le dijiste la verdad, entonces cómo conseguiste que Edward aceptara?
—No importa. Ya tienes el dinero.
—Gracias.


—¡Isabella! —Carlisle se levantó del sillón y la abrazó—. Es muy agradable que vengas a verme...

La casa seguía como siempre. Situada en el exclusivo barrio de Toorak en Melbourne, la puerta siempre la había abierto La señora Cope, la anciana ama de llaves de Carlisle, quien en ese momento los condujo por un hogar que parecía más un vasto mausoleo del breve matrimonio que había tenido, con las paredes llenas de imágenes de la fugaz unión.
La sorprendió la fragilidad de Carlisle al abrazarla. En las pocas semanas transcurridas desde la última vez que lo había visto, había envejecido más de una década, y supo que no sólo sufría por su enfermedad, sino por un corazón roto... también él había querido a sus padres.
—Deberías haberme dicho que ibas a traer a Isabella —reprendió a su hijo.
—¿Y estropear la sorpresa? —Edward sonrió.
—Soy demasiado mayor para sorpresas.
—Tienes sesenta años —señaló Edward, sin esperanza. En realidad, los años habían hecho estragos en su padre—. Isabella se va a quedar a pasar la noche —le informó—. Necesita un respiro, y hay otra cosa...
—Deberías habérmelo dicho. Le pediré a La señora Cope que prepare una habitación, que tenemos una invitada...
—No es necesario preparar una habitación para invitados. Isabella es de la familia —lo corrigió Edward— O lo será pronto —añadió, tragando saliva.
Carlisle frunció el ceño.
—¿Vosotros dos?
—Sí.
—¿Estáis juntos? —seguía ceñudo—. ¿Desde cuándo?
—Desde el cumpleaños de Charlie.
—Pero, ¿y Tanya...?
—Por eso rompí con ella, papá...
—¿Por qué no lo dijiste? —inquirió irritado—. ¿Por qué dejaste que creyera toda la porquería que escribieron sobre ti en los periódicos?
—Queríamos estar seguros... —Edward tomó la mano de Isabella—. Papá, teníamos que estar completamente seguros. Todo lo que ha pasado estas últimas semanas, a pesar de lo terribles que han sido, nos ha ayudado a decidirnos. Le he pedido a Isabella que se case conmigo y, felizmente, ella ha aceptado.
—¿Es verdad? —preguntó Carlisle—. ¿De verdad estáis comprometidos?
Pudo sentir la mano de Edward apretando la suya, intentando provocar una respuesta, pero sólo logró asentir con un movimiento apenas perceptible.
—Mañana vamos a ir a comprar un anillo... —Edward llenó el tenso silencio—. Queríamos contártelo antes de que se enterara la prensa.
—¿Y eres feliz? —preguntó Carlisle, aún más aturdido que complacido.
Incluso cuando La señora Cope trajo champán y se realizaron los brindis, en el aire flotaba una alegría forzada... y no sólo en Isabella.
Comprendió que Carlisle se estaba guardando el juicio... se mostraba cauteloso con las palabras y reservado con los sentimientos. Por primera vez, Isabella percibió lo que había querido dar a entender Edward cuando le comentó que no podría entender la relación que mantenía con su padre.
La noche en que su único hijo le anunciaba que estaba comprometido, después de una precipitada copa de champán y un poco de conversación forzada entre padre e hijo, Carlisle le recordó la hora que era en Europa y que debía realizar una llamada importante.
—No tardaré —Edward miró su reloj de pulsera.
Por primera vez Isabella vio cierta preocupación ante la idea de dejarla a solas con su padre.
—Vulturi es un cliente importante... —su padre le hizo un gesto con la mano para que se marchara—. Tienes que dedicarles el tiempo que sea necesario — cuando se quedaron a solas, Carlisle le obsequió a Isabella una sonrisa pensativa —. Seguro que tienes sentimientos encontrados en un momento como éste.
—Sí —asintió, capaz ya de mirarlo a los ojos, porque era la verdad.
—Ven —se puso de pie y le indicó un aparador grande—. Mientras revisaba unos papeles, la semana pasada encontré esta foto en la que estamos tu padre y yo. No la habrás visto... ni siquiera sabía que la tenía.
Sonrió al ver la imagen de dos niños polvorientos sentados sobre un muro. Dolía ver la imagen de su padre, de modo que se centró en Carlisle. Tan pálido como Edward, pero con una sonrisa descarada, irradiaba una alegría que jamás podría imaginar en el hijo.
Había otra foto en la que estaba Edward con ocho o nueve años, negándose a sonreír para la fotografía oficial de la escuela, tan serio y acusador como en el presente.
—Odiaba el internado —comentó Carlisle—. Y yo odié enviarlo allí. En su momento pensé que hacía lo correcto... pero es una elección de la que me arrepiento.
—Carlisle, no pareces muy complacido con el compromiso —musito.
—Me siento desgarrado —admitió el otro—. Quiero a mi hijo, pero... —frunció el ceño—. Yo quería mucho a tus padres. En cierto sentido, ahora que se han ido, me siento más responsable de ti... como si fueras mi hija. Si por un momento pudiera olvidar que Edward es mi hijo y cuánto lo quiero, no estoy seguro de que él fuera el hombre que desearía para una hija.
En sus palabras había preocupación, no animadversión hacia su hijo. Sus ojos se llenaron de lágrimas al posarlos en otra foto. Isabella siguió su mirada y experimentó un nudo en la garganta, porque ahí, en contraste con la foto austera de la juventud, había una de un Edward muy diferente.
Un niño feliz y sonriente de unos tres, cuatro años, que corría por la playa sosteniendo un molinillo de viento. Y había otra en la que reía en los brazos de su madre, con un Carlisle sonriente que los observaba orgulloso. Un padre y un hijo diferentes.
—No conociste a Esme —recogió la foto, la miró con ternura y luego se la pasó a Isabella—. Nuestro matrimonio se rompió antes de que nacieras.
—Es hermosa.
—Lo era... —sonrió—. También era muy joven cuando nos casamos. Apenas tenía dieciséis años. Las cosas eran distintas en aquellos tiempos. El matrimonio lo arreglaron mis abuelos... Esme era de mi pueblo. Vino a Australia sin hablar una palabra de inglés.
—Igual que tú.
—Yo era más joven, me costó menos aprender el idioma... y tuve amigos como tu padre que me ayudaron. Esme simplemente estaba perdida. Traté de facilitarle las cosas, pero no se adaptó. Ahora, al mirar atrás, creo que debía de estar deprimida después del nacimiento de Edward. Pero en aquellos tiempos no entendíamos ni hablábamos de esas cosas. Intenté que funcionara. Regresamos a Italia, pero a pesar de ello, siguió siendo desdichada.
—¿Y entonces Edward fue al internado...?
—Y yo regresé aquí —asintió—. Aquí estaba el único lugar donde podía ganar el dinero para pagar las cuotas y mantener a mi familia. Volví a Italia tan a menudo como pude, abrí un negocio allí, pero era aquí donde estaba el dinero de verdad. Desde luego, me habría gustado que su madre hubiera estado con él...
Pensando en su propia y feliz infancia, a Isabella le resultaba incomprensible lo que debía de haber vivido.
—Lo que más deseaba era que Edward fuera feliz —continuó Carlisle—. Pero en su interior siempre lleva el dolor... la ira. Quiero que mi hijo encuentre el amor que ha estado ausente casi siempre en su vida. ¿Tú amas a mi hijo, Isabella?
Fue una pregunta directa, sus ojos tan penetrantes que pensó que no podría contestarla. Pero al mirar la foto que sostenía, Isabella supo que también quería ver feliz a Edward. Quería lo que habían encontrado aquella mañana. Quería al hombre que sabía que había debajo de esa distancia y desdén. Al hombre que le había salvado la vida.
Las lágrimas cayeron por sus mejillas, pero no por el motivo que creía Carlisle. Mientras asentía, mientras le decía a Carlisle lo que quería oír, comprendió que en realidad decía la verdad. Lo amaba. Lo odiaba, pero, de algún modo, lo había amado durante años, había amado aquella mañana maravillosa que pasaron juntos, y a pesar de todo lo que se habían dicho, seguía amándolo.
—Entonces, a ambos os irá bien... el amor es lo que os guiará —afirmó Carlisle—. El amor fue lo que faltó en mi matrimonio. No por mi parte —añadió con pesar—. Que mi hijo haya pedido tu mano significa que también él debe amarte.
Cuánto deseó que eso fuera verdad. Que fuera así de simple. Que Edward de verdad la amara y pudieran formar esa familia que ella se imaginó aquella mañana.


La habitual descarga de adrenalina que había sido su compañera de cama desde la muerte de sus padres la despertó a las cuatro de la mañana, pero en vez de sentarse y tantear en busca del interruptor de la luz con el fin de desterrar la pesadilla de su cabeza y beber un poco de agua, encontró un brazo que volvió a atraerla a la cama. Al principio, se quedó tan atónita que no se resistió, simplemente permaneció en los brazos de él, con el corazón desbocado, agradecida por el contacto, la presencia sólida de Edward ahuyentando el miedo.

—Vuelve a dormirte, Isabella.
Su voz ronca gruñó una orden acogedora mientras con la mano libre le acariciaba el cabello. Ella deseó poder obedecer... poder cerrar los ojos y desistir. Pero no podía olvidar el desagrado que había mostrado cuando la vio entrar en su oficina al presuponer el motivo que la llevaba a verlo. Y entonces lo que la despertó regresó. Había tenido el período el día del funeral.
Pero habían pasado seis... cerró los ojos para concentrarse. No, ocho semanas desde la última vez que lo había tenido.
Dorme... —farfulló Edward, acercándola a él—. Duerme ya.
Ni siquiera el perezoso bulto de su virilidad la sobresaltó. De hecho, su naturalidad la tranquilizó. Sintiéndolo dormido pero vivo a su lado, resultaba muy fácil olvidar qué los había llevado hasta ese punto. Quizá se parecía más a su hermano de lo que imaginaba. Porque era más fácil olvidar los problemas que tratar de solucionarlos, más fácil cerrar los ojos y regresar al sueño, con Edward a su lado... y soñando en lo que no podría ser realidad.

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