sábado, 18 de septiembre de 2010

CAPITULO 5

A menudo Isabella se había preguntado cómo encararía Mike en una crisis real... y la respuesta la sorprendió. Se había ocupado de todo y le había ofrecido un apoyo incansable mientras ella trataba de aceptar la situación. Se había encargado de la venta rápida del hogar de sus padres cuando, dos días después del funeral, había aparecido una oferta generosa para adquirirla. Y le había ofrecido un consejo acertado cuando, una noche especialmente insoportable, le había confiado lo que había pasado con Edward.
—Estás mejor así, Bells... —le había sostenido la mano—. Sea lo que fuere lo que tenga con Tanya, es sólo para mantener a los miembros del consejo de administración contentos... acabará en unas semanas.
Y había tenido razón.
Dos semanas antes de que el consejo tomara una decisión, Edward volvió a aparecer en los periódicos... pero por los motivos equivocados. Los accionistas de Cullen Financiers se estaban preparando para el anuncio, y el precio de las acciones parecía en suspenso mientras el mundo financiero contenía el aliento y aguardaba los detalles sobre la nueva dirección que tomaría la empresa.
Durante un tiempo, Edward había conseguido comportarse. Isabella había sufrido con cada foto en que lo vio de la mano de Tanya, subiendo a un avión para reunirse con ella en Brasil... Sus asesores habían trabajado veinticuatro horas al día y casi habían convencido al mundo de que Edward Cullen había cambiado. Hasta la semana anterior.
Desde la oficina de Edward no se había ofrecido ningún comentario cuando de repente había dejado a Tanya justo dos semanas antes de la jubilación de su padre. En los diarios, se publicó mucho del escándalo, el precio de las acciones se había desplomado e incluso las revistas del corazón vacilaron en la obstinada devoción que siempre habían mostrado hacia él.
Con una mueca de disgusto, pensó que ninguna revista de renombre podría informar con un ángulo favorable sobre un hombre que ponía fin a una relación cuando descubría que Tanya era incapaz de tener hijos.
Edward, tal como había revelado una compungida Tanya a unos medios cautivados por una historia que les había vendido por una cifra récord, había querido un hijo, un heredero, y se había negado a casarse hasta que no se quedara embarazada. Hacía poco las pruebas habían revelado que era estéril y había fotos de ambos saliendo del departamento de fertilidad del mejor hospital de Melbourne... Edward con aspecto hosco y Tanya llorosa.
Mike había tenido razón... estaba mejor sin él. Pero entonces, de repente, su hermano había cambiado de parecer. Hacía un par de noches, se había presentado ante su puerta con un aspecto taciturno y súbitamente le había insistido en que fuera a solicitar la ayuda de Edward. Sintió náuseas al recordar la conversación desesperada que había mantenido con su hermano aquella noche.
—¿Le has pegado a Jessica? —había preguntado, consternada por la confesión de su hermano.
—La empujé... —se irritó al ver a su hermana horrorizada—. Y se cayó. Sólo intentaba pasar y ella estaba en el camino. Escucha, Bells... —intentó suavizarla recurriendo al diminutivo de la infancia—... ¿cómo puedo presentarme ahora y decirle a Jessica que he perdido la casa? Ya me está amenazando con marcharse. Sin duda, Edward está en deuda contigo después de lo que te hizo. Podrías convencerlo de que te diera un préstamo.
—Él no va a pagar tus deudas de juego.
—¡Dile que es para ti! Dile que tu negocio marcha mal... cuéntale cualquier cosa con tal de sacarme de este problema. Por mí jamás lo haría. Sabe que hemos vendido la casa de nuestros padres, que el dinero prácticamente está en el banco... es sólo hasta que recibamos el dinero de papá y mamá.
—Aunque me hiciera un préstamo, lo cual es muy improbable, ¿qué le vas a contar a Jessica? ¿Cómo vas a explicárselo dentro de un par de semanas, cuando tengas que devolverme el dinero?
—Por ese entonces, las cosas se habrán calmado —repuso Mike—. Si se lo digo ahora, se irá. Solicitará una orden de alejamiento y no veré a los niños.
—¿Y si te acompaño a hablar con el director del banco? Quizá si puedes firmar una garantía de que vamos a recibir el dinero...
—Los tipos con los que trato no van a esperar a que el banco se decida. Necesito... —tragó saliva al revelarle la impresionante cantidad de casi un millón de dólares para última hora del día siguiente—. Cada día que pasa los intereses suben...
Esos pobres niños... casi lloró al imaginar las caritas inocentes y confiadas de Harriet y Connor. Y también la de la pobre Jessica. Sólo Dios sabía por todo lo que debía de estar pasando. ¿Sus padres qué querrían que hiciera?
—No voy a poder aguantar mucho más, Isabella.
Ahí estaba su respuesta. En ese momento, con la velada amenaza de Mike aún resonando en su cabeza, se vistió con cuidado por primera vez desde el funeral de sus padres. Pero tardó una eternidad. Desde que fallecieran, era como si su cerebro funcionara a cámara lenta. Siempre tenía un nudo de tensión en el estómago y tardaba mucho tiempo en tomar la decisión más sencilla. Todo requería un gran esfuerzo... hasta decidir qué zapatos ponerse o cómo peinarse.
Aún podía oír las horrendas palabras de la última conversación que habían mantenido Edward y ella. Odiaba lo que le había dicho, pero todavía odiaba más lo que él le había hecho. Podía ver con claridad cómo la había utilizado entonces... para Edward no había sido más que una distracción en un fin de semana por lo demás aburrido. Y en ese momento tenía que verlo. Tenía que tragarse su orgullo y recurrir a la serpiente en busca de ayuda.
Algo más fácil de decir que de hacer. Su vida laboral, tal como había averiguado al tratar de ponerse en contacto con él, era tan caprichosa como su vida personal... en Roma una semana, en Singapur a la siguiente. Ese día volaba desde su oficina en Sídney hasta Melbourne, y sorprendentemente había aceptado recibirla... o más bien su secretaria había organizado una cita a las dos de la tarde del día siguiente.
Notó que le temblaba la mano mientras se aplicaba un poco de maquillaje. Los dos pequeños puntos rosados que aparecieron en sus mejillas resaltaban demasiado contra su tez pálida. Abandonando la idea de mejorar su cara, se lo quitó con un pañuelo de papel, recogió el bolso y salió de su apartamento. ¿Qué sentido tenía llevar maquillaje? Nada iba a poder ocultar la humillación de presentarse ante Edward para mendigarle.
—Mi cita era a las dos —intentó contener la ligera nota de desesperación en la voz—. Ya son casi las tres.
La recepcionista le dedicó una sonrisa que sin tapujos le informó de que estaba muy capacitada para comprobar la hora por sí misma.
—El señor Cullen es un hombre muy ocupado. Como ya le he dicho, le informaré en cuanto esté listo para verla.
En esos momentos, Edward apareció en el lujoso recibidor, parecía completamente satisfecho y relajado después de su prolongado almuerzo. Quizá tuviera que ver con la compañía que llevaba. A su lado había una morena bien peinada atenta a cada palabra que pronunciaba y que le reía todo lo que decía.
Isabella había olvidado lo realmente atractivo que era. En las últimas semanas, siempre que su mente lo había invocado o había leído sobre su despiadada ruptura con Tanya, de algún modo había logrado distorsionar la imagen hasta adquirir proporciones casi diabólicas... con el único fin de protegerse a sí misma.
Pero al observarlo en ese momento, arrebatadoramente elegante con un traje gris marengo y una camisa de un blanco impoluto, era imposible negar su belleza masculina. Volver a verlo dos meses después en persona hizo que sintiera un nudo en el estómago... no por lo que debía pedirle, sino por lo que una vez habían compartido.
Cuando habló brevemente con su recepcionista, Isabella no supo si le había comunicado que su cita de las dos lo estaba esperando, ya que Edward ni siquiera se dignó mirarla. De hecho, se dirigió hacia los ascensores y desapareció, dejándola más intimidada que nunca ante lo que la esperaba.
Pasaron otros diez minutos hasta que le informaron de que subiera a la planta donde él tenía el despacho. Y media hora más sentada en otra sala de espera... aunque ésa más lujosa.
Isabella comprendió que la morena bien peinada debía de ser la secretaria personal de Edward, ya que le llevó un bienvenido vaso de agua fría y la espió desde su escritorio cuando pensaba que ella no miraba. Sólo quedaba una hora para acabar con la jornada laboral cuando sonó el interfono y la morena finalmente le hizo un gesto de asentimiento y la acompañó al despacho.
—Querías verme —soltó sin rodeos y sin disculparse por hacerla esperar. Con sequedad le señaló un sillón mientras ella asentía insegura—. ¿Por qué?
Desde luego, no se lo ponía fácil.
—Es delicado... —comenzó Isabella.
—Entonces, permite que te ayude. Hace unos dos meses nos acostamos y ahora necesitas verme con urgencia... puedo aventurar una conjetura...
—¡No! —interrumpió—. Tuve la regla el día del funeral de mis padres. No te he llamado por eso —sólo en ese momento pareció algo curioso acerca del motivo que podía haberla llevado hasta allí—. Quería verte para hablarte de una cuestión económica.
—¡Claro! —le dedicó una sonrisa escueta—. ¡Tonto de mí por haber podido pensar otra cosa!
Isabella se humedeció los labios secos, avergonzada por la conclusión que sacaba él. Se obligó a continuar.
—Se ha vendido la casa...
—Eso tengo entendido.
—La cuestión es... —suspiró—. Necesito acceso a mi parte de los fondos ahora.
—¿Ahora?
—Sí. Hoy —lo observó fruncir levemente el ceño.
—¿Puedo preguntar por qué necesitas el dinero con tanta celeridad?
—No —soltó vacilante, luego carraspeó y añadió con más firmeza—: No. Preferiría no contártelo, pero en cuanto se finiquite la venta de la casa, te devolveré el dinero. Sólo será un préstamo hasta entonces.
—Veo que has dedicado mucho trabajo a desarrollar tu propuesta.
El sarcasmo, aunque merecido, no la ayudaba.
—Comprendo que no tiene buena pinta que entre así y te pida dinero. Pero tengo mis motivos y la herencia...
—No puedo ayudarte —la interrumpió con un movimiento de la cabeza.
—Por favor —odiaba verse reducida a la súplica, pero no tenía alternativas—. Edward, por favor. Eres la única persona que tiene acceso a esas cantidades...
—No exactamente... —le dedicó una sonrisa triste—. ¿Has oído hablar de los bancos? —vio que se le humedecían los ojos pero continuó implacable—. Si estás tan convencida de que se trata de un préstamo tan a corto plazo, que en dos semanas podrás pagarlo, entonces no tendrás problemas en conseguir un crédito. Desde luego, el banco querrá saber adónde irá el dinero, por qué una mujer de veinticinco años necesita semejante suma de dinero en tan breve tiempo. ¿Has probado ya con los bancos?
No pudo hablar, así que se conformó con negar con un gesto leve.
—Entonces, acierto al conjeturar que no has podido responder sus preguntas, ¿verdad? —concluyó él.
Isabella pensó que debía de estar disfrutando en grande de esa situación mientras sus miradas se encontraban con mutuo desprecio.
—En cualquier caso —prosiguió al no obtener respuesta de ella—, aunque quisiera ayudarte, no podría —se encogió de hombros—. Existe un potencial conflicto de intereses. Me he desligado del consejo en lo concerniente a la ejecución del patrimonio de tus padres.
—No es lo que te estoy pidiendo...
—¡Lo sé! —espetó—. Juegas con el hecho de que una vez nos acostamos juntos.
—¡No! Te lo estoy suplicando como amigo de la familia.
—¿Fuiste a ver a mi padre con tu petición? —planteó Edward—. ¡Claro que no! ¿Sabes? —agregó con amargura—, me comentó que mostraba una reacción exageraba al desvincularme de cualquier relación con los bienes de tus padres —se puso de pie, finalizando la reunión—. Es obvio que no me equivoqué siguiendo mi instinto.
—Lo recuperarás... —en ese momento las lágrimas ya caían por sus mejillas. La idea de contárselo a Mike de que éste se lo contara a Jessica, la horrible realidad de todo, se le hizo insoportable y la sumió en la desesperación—. Te firmaré lo que sea... el día de la firma de los documentos recuperarás tu dinero...
—Si me disculpas —miró la hora y apretó una tecla del interfono—. Voy con retraso —sonrió cuando su secretaria abrió la puerta y con una mirada le pidió si podía arreglar que otra mujer llorosa abandonara con discreción el edificio—. ¿Podría acompañar a la señorita Swan al ascensor, por favor?
Con esa facilidad la despidió. Sus ojos gélidos y su expresión de desagrado le dejaron bien claro que no habría más discusión. Ella se dijo que nadie podía culparlo por lo que pensaba. Acababa de enterrar a sus padres y ya quería poner las manos sobre el dinero.
Mientras bajaba en el ascensor, sintió la vibración del teléfono móvil en su bolso y supo que era Mike. Durante una fracción de segundo, se sintió aliviada. De no poder ayudarlo. De que el problema ya no fuera suyo... Pero entonces oyó su voz.
—Tal vez Jessica lo entienda... —intentó transmitirle la mala noticia—. Quizá ha llegado el momento de contarlo todo, Mike... de confesar...
—No me preocupa lo que vaya a decir Jessica —repuso él con miedo en la voz —. Oh, Dios, ¿qué he hecho Bells? —apenas podía hablar por los sollozos—. ¡No puedo enfrentarme a esto! ¿Qué me van a hacer? ¿Y si se desquitan con ella o con los bebés?
Cruzó el vestíbulo casi a la carrera. Podía oír la desesperación en la voz de su hermano y supo que tenía que ir junto a él. Pero al oír su nombre pronunciado por la recepcionista se volvió con el rostro desencajado.
—El señor Cullen la verá en breve.
—Ya he visto al señor Cullen —volvió a centrarse en su hermano, pero la recepcionista insistió.
—Soy consciente de eso. El señor Cullen ha pedido que espere mientras vuelve a tomar en consideración su propuesta. Si le apetece sentarse, la llamará cuando alcance una decisión.
No tenía idea del juego que se traía entre manos Edward... ¡sólo estaba segura de que se trataba de un juego! Cuánto le habría gustado hacer caso omiso de la orden, pero Mike seguía al teléfono.
—Aguanta, Mike —volvió a llevarse el móvil a la oreja—. Cálmate. Ya se me ocurrirá algo. Volveré a hablar con Edward.


Edward sentía como si la corbata lo ahogara. Se la aflojó y se desabrochó el botón del cuello de la camisa. En un intento por lograr que las cosas funcionaran con Tanya, había relegado todas las cosas buenas que había compartido con Isabella a un rincón de su mente. Pero aunque hubiera tenido éxito en olvidar cómo habían hecho el amor, la pasión que habían compartido, nunca había podido olvidarla a ella. Y ahora había vuelto.

Por primera vez esa semana, abrió el cajón de su escritorio y sacó el pequeño oso de peluche con su cara sonriente y sus ojos negros, y logró mirarlo. Recordó el orgullo que lo había embargado al pagar por el juguete y cuánto había deseado mostrárselo a Tanya.
El simple hecho de pensar en ella hizo que apretara la mandíbula.
Las calumnias, las alusiones, la porquería que se habían vertido en la última semana deberían haberlo impulsado a gritar la verdad, a luchar. Salvo que en el abismo de su dolor, los desprecios de la prensa apenas lo habían tocado. En ese momento, lo único que lo consumía era el dolor. Un dolor que no podía entender y menos explicar... ni siquiera ante sí mismo.
Apoyó la cabeza en las manos y se obligó a respirar de forma acompasada, a recomponerse como siempre hacía. Tenía que ocuparse de los negocios. Y en ese momento, abajo lo esperaba la única mujer que podría lograr que su padre creyera que había cambiado. Su cerebro paralizado entró en acción. Incluso podría contarle a su padre que Isabella era la verdadera razón por la que había acabado con Tanya.
Volvió a guardar el peluche en el cajón y lo cerró, irritado consigo mismo por caer en el sentimentalismo. El momento para el duelo había pasado. Se arregló la corbata, apretó la tecla del interfono y le dijo a Heidi, su recepcionista, que la enviara de nuevo a su despacho. Después de todo... ¿cómo se podía mantener el duelo por algo que jamás había llegado a existir?
La llamaron pasadas las cinco. Demasiado tarde para que Edward pudiera hacer algo. Los bancos ya habían cerrado. Al salir del ascensor, no se encontró con la secretaria esnob. La lujosa zona de espera se hallaba vacía e Isabella no supo qué hacer. Y tan tajante había sido la negativa anterior de él, que tampoco sabía qué podría querer decirle Edward en ese momento. Se sobresaltó cuando la pesada puerta de su despacho se abrió y él en persona le indicó con un gesto que pasara.
—Has esperado —comentó desde el ventanal.
—No tenía otra alternativa.
—Siempre hay alternativas.
—No —se sentó sin que la invitara a hacerlo, enfadada. ¿Qué alternativa habían tenido sus padres? ¿Qué alternativa tenía ella en ese momento salvo esperar lo que tuviera que decir el amo?
—Supongo que has leído sobre mi ruptura con Tanya, ¿no? —no se volvió para ver su reacción—. Mi padre y el consejo distan mucho de sentirse complacidos.
«Lógico», pensó Isabella, pero no se atrevió a manifestarlo en voz alta.
—¿Es verdad que la dejaste porque no podía darte hijos? —preguntó al rato con voz trémula.
—¿Por qué debes tanto dinero? —replicó Edward, y cuando no le respondió, sonrió con ironía—. Estoy seguro de que los dos tenemos nuestras excusas. Cuando empecé a trabajar para mi padre, ésta era una empresa pequeña que se dedicaba a construir y a rehabilitar edificios aquí en Melbourne y en Roma. Encontré una propiedad en Escocia, un castillo que tenía el potencial de convertirse en un hotel de primera clase, ideal para bodas y esa clase de cosas...
Le dolía la cabeza. ¿Por qué diablos le contaba eso? No necesitaba una clase de historia. ¡Necesitaba dinero! Él debió percibir su impaciencia.
—No te preocupes... soy tan reacio como tú a conversar. Pero créeme, no estamos llenando el vacío.
—Bien —aceptó un vaso de agua que le sirvió y se lo bebió de un trago.
—Para sacarlo adelante, teníamos que pedir dinero prestado o incorporar inversores. Mi padre eligió lo segundo, y cuando la situación se repitió, incorporó más inversores. Hace diez años yo era un año más joven que tú ahora... veinticuatro años y todavía algo intimidado por mi padre. La empresa se dividió y mi padre retuvo el veinticinco por ciento y yo el veinticuatro. Le insistí en que su parte fuera del veintiséis y la mía del veinticinco... ¿me sigues, Isabella? —vio sus ojos vidriosos y la hizo recobrar la atención— Si me hubiera hecho caso entonces, tú y yo no estaríamos teniendo esta conversación ahora.
—Estudié matemáticas —sonrió sin humor.
—Bien... entonces sabrás lo importante que es ahora ese dos por ciento, cuando Cullen Financiers tiene un valor de miles de millones. En cuanto mi padre se jubile, nuestros directores quieren cambiarle el nombre a la empresa y que las acciones de mi padre se repartan entre todos ellos en vez de que me las deje a mí... algo a lo que, desde luego, yo me opongo.
—¿Y tu padre? —Isabella parpadeó—. ¿Acaso no depende de él...?
—Quiere lo que sea mejor para la empresa, y últimamente no está seguro de que yo sea capaz de desempeñar bien ese cargo. En sus propias palabras, pase lo que pase, yo sigo siendo un accionista mayoritario —la vio fruncir el ceño—. La relación que tengo con mi padre no es la misma que tú tenías con los tuyos. Es más un socio de negocios que un padre.
—¿Y esto qué tiene que ver conmigo?
—Mi padre quiere verme asentado. No se encuentra bien.
Sin importar lo que pensara del hijo, a Isabella le importaba el padre.
—¿Qué le pasa? —vio que él tensaba la mandíbula y un destello de irritación en sus facciones ante esa falta de discreción.
Finalmente, asintió a regañadientes antes de contestar:
—Tienen que operarlo del corazón. Sus socios no lo saben... y yo prefiero que siga de esa manera.
—Por supuesto —respondió Isabella—. Lamento mucho oír eso.
No quería su comentario ni lo reconoció.
—Es la razón por la que se jubila tan pronto. Iba a contarle a tus padres lo de la operación después del cumpleaños. Dada la seriedad del asunto, está ocupado poniendo todas sus cosas en orden. Dejó bien claro que, si le daba motivos para creer que había cambiado, iría en contra del consejo y me dejaría sus acciones a mí. Mi ruptura con Tanya prácticamente ha cancelado esa opción. Sin embargo... —sonrió sin humor— justo cuando parecía estar todo perdido, ha aparecido una solución. A ti te tiene en la más alta consideración.
—¡Te dijo que te mantuvieras alejado de mí! —señaló ella—. Ojalá le hubieras hecho caso en su momento.
—¡No quiere que te haga daño, Isabella! ¡Razón por la que nos vamos a comprometer!
—¡Por favor!
—Nunca antes me he comprometido oficialmente... ¡Serviría para convencerlo!
—Jamás se lo creería.
—¡Eres demasiado modesta! —se burló—. Si eres una mentirosa excelente y una actriz consumada, Isabella. ¡Personalmente, yo jamás te habría tomado por una cazafortunas!
—¡Canalla!
—Veo que nos entendemos. No tendrás ningún problema en convencerlo.
—Como si fuera a aceptar que de pronto estamos juntos... —movió la cabeza. Era una proposición tan ridícula que no tenía palabras.
—¿Y por qué no? —interrumpió Edward—. Le contaremos la verdad. Volvimos a encontrarnos después de muchos años en la fiesta de cumpleaños de tu padre y la atracción fue inmediata.
Isabella tuvo que conceder para sus adentros que era verdad.
—Con todo lo que te ha sucedido recientemente, no es de extrañar que las cosas hayan avanzado tan deprisa. Por supuesto, fue duro acabar con Tanya, pero lo que siento por ti... —la miró con sorna— era imposible de soslayar.
—¿Por qué? —Isabella parpadeó—. ¿Por qué te importa tanto? De todos modos, vas a ser rico...
—Honor —respondió—. Cuando llegues a casa, busca su significado en el diccionario. Puede que aprendas algo.
—¡Honor entre ladrones, quieres decir! —replicó ella—. Recuerda que me estás pidiendo que le mienta a tu propio padre.
—Mi padre es un hombre al que otros convencen con facilidad... lleva la maldición italiana de preocuparle demasiado lo que otros piensen.
—Eso debió saltarse una generación.
—Yo no tengo... —chasqueó los dedos mientras buscaba la palabra— ninguna duda —movió la cabeza, infeliz con su elección— Ninguna culpa... — pero seguía ceñudo.
—Ningún escrúpulo —Isabella lo miró con frialdad—. La palabra que buscas es «escrúpulo».
—Fue el apellido Cullen el que hizo ricos a nuestros actuales consejeros, es mi perspicacia lo que les ha llenado los bolsillos y es mi cerebro el que ha hecho que continúen haciendo dinero. No tengo ningún escrúpulo en luchar por lo que por derecho es mío.
—También modesto —Isabella hizo una mueca. No estaba dispuesta a fingir cortesía. Bajo ningún concepto iba a aceptar y bajo ningún concepto él iba a prestarle el dinero.
—No creo en la falsa modestia —prosiguió Edward—. Soy el mejor... es así de simple —entonces se sentó y la miró como si comenzara una reunión de negocios—. Transferiré ahora mismo a tu cuenta los fondos que requieres, a cambio esta noche iremos a ver a mi padre y le hablaremos de nuestros planes.
—¿Y qué pasará cuando tu padre se dé cuenta de que sólo fue una charada? —preguntó con desdén.
—¿Quién ha dicho algo de charada? —frunció el ceño—. Estaremos comprometidos.
—Pero cuando termine... —Isabella no supo cómo continuar.
—¡Quizá no termine! —rió al ver su confusión—. ¡Después de todo, existe una alta probabilidad de que nos casemos!
—Casarnos... —recogió su bolso. Quería a Mike y haría casi cualquier cosa por ayudarlo... pero un matrimonio de conveniencia con una víbora como Edward estaba más allá del deber fraternal.
—No tienes alternativa —dijo a su espalda.
—Desde luego que sí. ¿De verdad crees que me casaría contigo? Después de todo lo que has hecho, de tu forma de ser, ¿realmente piensas que querría estar casada con un hombre como tú?
—Jamás dije que tenías que casarte conmigo.
—Acabas de decirlo —alargó los dedos al pomo de la puerta.
—Si me dejas acabar... verás que dispones de una cláusula de liberación.
Parpadeó con furia y frustración ante su tono empresarial. Jamás había sido tan evidente la indiferencia que le provocaban los votos matrimoniales.
—El seguro de tus padres, los fondos procedentes de la venta de la casa... todo va a solucionarse más o menos a la vez que el consejo tome su decisión —vio que ella asentía con cautela—. Si me pagas el día que recibas tu herencia, podrás marcharte en cuanto el consejo anuncie su decisión.
—¿Eso es todo? —giró y lo observó ceñuda—. ¿Únicamente tengo que devolverte el préstamo?
—Nada más.
—Pero, ¿y tu padre?
—Yo me preocuparé por eso.
—Pero lo destrozará...
—Tienes delirios de grandeza, Isabella. No creo que destrozar sea la palabra... estoy seguro de que todos sobreviviremos. En cualquier caso, hablamos de una situación hipotética... que no creo que suceda. Como te he dicho, tengo todos los motivos para creer que nos casaremos.
—Edward, te pagaré —no podía creer que hablara como si eso fuera a suceder —. Sabes lo que voy a recibir y yo siempre pago mis deudas...
—¿Son tus deudas?
Tragó saliva con nerviosismo. Por supuesto que Mike le pagaría... decidió que en esa ocasión le haría firmar un acuerdo que le obligara a pagarle toda la deuda en cuanto recibieran la herencia de sus padres.
—Recibirás tu dinero.
—Ya veremos —Edward sonrió—. Hasta entonces, serás mi novia. Te mudarás a mi casa para que pueda cuidar de ti... o más bien ocuparme de la prensa y de las preguntas...
—No vamos... —se agitó—. Quiero decir que no...
—No entiendo lo que dices —le dedicó una sonrisa inocente.
—Oh, creo que sí. Quiero dejar claro, muy claro, que no vamos a compartir cama.
—Creo que el personal de la limpieza podría sospechar algo si mi novia no duerme en mi misma cama. Y como te he dicho, este fin de semana estaremos en la casa de mi padre. Ya sabe que su hijo perdió la virginidad hace años...
—¡Perfecto! —exclamó con el rostro encendido—. Pero no dormiremos juntos.
—¿Esperas que duerma en el suelo?
«Canalla», pensó, pero se tragó la palabra. Sabía que la estaba provocando...
—No habrá sexo... y quiero que me garantices que no ejercerás ninguna presión.
—¿Presión? —rió por primera vez aquel día.
Pero Isabella se mantuvo firme.
—Puedes añadir eso a tus preciadas cláusulas —soltó.
—¿Por qué? —se incorporó y fue hacia ella—. ¿Por qué desperdiciar el tiempo de mi abogado haciendo que estipule una regla que sabemos que se va a quebrar?
—En absoluto.
—Y en cuanto a la presión... —ya no reía—. Ten cuidado de lo que me acusas, Isabella.
Lo tenía tan cerca, que podía oler su fragancia a pesar de retroceder un paso hacia la puerta. Su mirada peligrosa la paralizó, igual que la mañana en que la había salvado. Sólo que en ese momento sentía como si volviera a ahogarse.
—Nunca he presionado ni presionaré a una mujer.
—Bien —casi graznó viendo cómo la cabeza de él se le acercaba.
En ese instante, él apoyó las manos en la puerta en la que Isabella se recostaba. No había ni un milímetro de contacto entre ellos, pero sentía como si lo tuviera dentro.
—¿Te sientes presionada ahora?
Tenía la boca a centímetros de la suya, y sin importar lo que pensara su mente, su cuerpo traicionero se encendió al recordar fugazmente el vertiginoso tiempo pasado juntos.
—No me has respondido... —dijo Edward despacio—. Isabella, ¿te estoy presionando ahora?
—No.
—¿Quieres que te bese?
«Sí». No lo dijo. Quería olvidar, escapar... sólo por un momento. Quería olvidar ese infierno en el que vivía y probar el cielo en el que una vez había estado. Aceptar el alivio temporal que sin duda le proporcionaría su boca.
Entonces la besó con ardor, y ella le devolvió el beso con todas sus fuerzas, apretándose contra el cuerpo de Edward. Supo que estaba perdida, y era maravilloso. Regresaba al olvido y era delicioso. La lengua la acarició y la arrancó del infierno de las últimas semanas mientras se devoraban mutuamente con besos ardientes y hambrientos.
El contacto de la erección en su entrepierna no era suficiente. La presión incesante de la boca, la lengua maravillosa y exploradora y la mano que le subía la falda, deslizándose por el muslo, fue pura felicidad. Movió los pies una fracción para abrir las piernas y él siguió besándola, subiendo la mano hasta que los dedos llegaron a su dulce y acogedora humedad. Al deslizar los dedos en su interior. Isabella apartó la cabeza del beso y le mordió el hombro para no gritar, sabiendo que en apenas unos segundos tendría un orgasmo sobre esa mano. Y entonces él paró. Su cruel retirada la dejó momentáneamente aturdida.
—Como he dicho... —la mano libre le alzó el mentón para poder mirarla mientras aún seguía con la otra mano en su sexo—. No pierdo el tiempo con reglas que sé que se romperán.
Al apartar la mano, la de ella encontró su mejilla. Lágrimas, odio, vergüenza y desprecio... proyectó todo eso en la bofetada. No sólo contra él, sino también contra la traición de su propio cuerpo. Después de todo lo que le había hecho, aún lo deseaba.
Él ni siquiera se inmutó. Fue hacia el ordenador sin importarle la marca de los dedos en la mejilla. El teléfono de Isabella sonaba en su bolso. El cuerpo le temblaba. Su mente le suplicaba que se largara, le advertía de que podía estar haciendo un pacto con el mismo diablo.
Pero...
No tenía nada que perder.
—Tengo una condición...
—Pensé que acabábamos de ocuparnos de eso.
—No habrá otras mujeres —tragó saliva—. Mientras esta charada continúe, mientras estés comprometido o casado conmigo, no habrá otras mujeres o no hay trato.
El se encogió de hombros.
—Hablo en serio. No vas a salir con nadie más. No seré humilla... —calló. Era un poco tarde para eso.
—Bien —aceptó Edward—. Mi palabra es sagrada... Si durante el tiempo que estemos juntos me acuesto con otra mujer, podrás marcharte sin deberme un céntimo. Y ahora... —giró la cabeza para centrarse en la pantalla— ¿me puedes dar los datos de tu cuenta bancaria?
—Odio lo que me has hecho —dijo ella para cerciorarse de que lo supiera.
Pero Edward se mostró inconmovible e imperturbable.
—¿Los datos de tu banco, Isabella? —Se odió aún más por dárselos.

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