miércoles, 15 de diciembre de 2010

Pensando en él


Capítulo 24 “Pensando en él”

La taberna era pequeña y las mesas amontonadas en la habitación estaban vacías a esa hora de la noche. Era el lugar de la ciudad donde mejor se comía, pero el burdel en el piso alto recibía más clientela. Edward estaba sentado ante una de las mesas con expresión divertida, mirando a los marineros y los comerciantes que subían y bajaban las escaleras al fondo de la habitación.

–Edward, es una locura permanecer aquí –dijo Emmett, echando miradas furtivas por la habitación–. Comienzo a pensar que has perdido el juicio. Podemos comer en el barco, vamos.

–Tranquilízate, Emmett. Aquí no hay peligro –dijo Edward, apoyándose en el respaldo de la silla.

–¡No hay peligro! Ese hombre Black probablemente ha ofrecido una recompensa por tu cabeza. Después de lo que le dijo Bella de ti, seguramente sabrá quién se la llevó. ¿Estás cansado de vivir?

–Comienzas a hablar como una vieja. Nadie nos conoce aquí.

–En primer lugar, yo no quería venir a Saint Martin, pero tú estabas seguro de que te enterarías de algo sobre Gigandet aquí. Bien, todo lo que sabes es que se fue de prisa. Nadie sabe nada más.

–El conde Black lo sabrá. Sabrá en qué dirección partió Gigandet, y tal vez sepa también su destino.

–¡Madre de Dios! Has perdido la cabeza. ¡No pensarás ir a su plantación a preguntárselo!

–¿Por qué no? Si puede decirme dónde está Gigandet ahora, valdrá la pena el riesgo.

–Entonces iré contigo –replicó Emmett.

–No –respondió Edward, implacable.

–Eres un joven tonto. No es por Gigandet por lo que quieres ver a Black. Es porque esa arpía castaña quiere casarse con él. Admítelo.

–Tal vez tengas razón.

–¿Se te ocurrió que tal vez él no la quiere ahora que vuelve encinta?

–¿Cómo sabías que está encinta? –preguntó furiosamente Edward, inclinándose hacia adelante.

–Oí a Bella cuando te dio la noticia. No te lo mencioné antes porque has estado de mal humor desde que salimos de la isla.

–Bien, Bella puede estar encinta, pero yo tengo dudas de que el niño sea mío. ¡Puede traerle su hijo a Black cuando vuelva con él! –dijo Edward con amargura.

–Pero eso es imposible –rió Emmett–. Sólo estuvo aquí dos días.

–¡De manera que no es imposible! –respondió Edward, con crueldad en los ojos.

–Pareces celoso. No me digas que te has enamorado de esa muchacha.

–Sabes que jamás me he enamorado de una mujer. Sólo hay una cosa en mi corazón... odio. Pero ver a Bella con un hijo que puede ser de Black.... la duda es como un puñal en mi vientre.

–Entonces renuncia a ella.

–Ese es el problema. Todavía no estoy cansado de ella. Ella…

Edward se interrumpió y miró hacia la puerta con asombro, Emmett volvió la cabeza y vio a un hombre vestido lujosamente en seda gris. Su capa y su sombrero eran de terciopelo negro, y su porte denotaba nobleza. El hombre cruzó la habitación y se aproximó a la mujer regordeta que estaba detrás del mostrador para hacer arreglos sobre las muchachas del piso alto.

Cuando la madame vio al caballero, su rostro se iluminó con una sonrisa de bienvenida.

–Ah, conde Black, ha vuelto usted pronto.

–Me gustaría volver a ver a Leah –dijo él.

–Mi muchacha nueva lo atrae, ¿verdad? Pobre Emily se desilusionará cuando sepa que ha encontrado usted una nueva favorita.


Emmett tenía miedo de mirar a Edward, pero cuando se volvió, vio que aparentemente parecía sereno, pero sus nudillos estaban blancos. Edward se puso de pie lentamente como un león hambriento que persigue a una presa desprevenida.

–Por amor de Dios, Edward –susurró Emmett furiosamente–. El te reconocerá.

–Tú quédate aquí y deja de tener esa cara patibularia –dijo Edward con frialdad. Se volvió y se aproximó a Black–. Monsieur, ¿podría hablar con usted?

Jacob Black se detuvo al pie de la escalera con una mano en la barandilla, molesto por la demora. Pero cuando vio al corpulento desconocido que avanzaba hacia él, todos sus pensamientos sobre Leah y sobre el placer se desvanecieron. El hombre era notablemente alto, con cabellos cobrizos que se rizaban ligeramente en la nuca. Estaba vestido como un marinero común, con pantalones muy estrechos, camisa abierta en el cuello con mangas anchas ajustadas en las muñecas. Sobre un hombro llevaba una espada envainada, y su mano derecha descansaba en la empuñadura.

Jacob tenía un vago presentimiento, pero sabía que si alguna vez había visto a ese hombre antes, se habría acordado. Sus ojos lo miraban con cautela y esperaba que el hombre hablara.

–He oído a esta señora dirigirse a usted como el conde Black, si realmente es usted el conde, tal vez podría ayudarme –dijo Edward con tono amable.

Sus ojos eran como un hielo de tono verde, y su sonrisa muy rígida.

–¿Cómo puedo ayudarlo, monsieur?

–Busco a un amigo mío –dijo Edward. –Me han dicho que fue huésped suyo últimamente.

–¿De quién habla? –preguntó Jacob–. Tengo muchos huéspedes en mi plantación.

–James Gigandet. El...

–¿Cuál es su nombre, monsieur? –interrumpió Jacob, llevando lentamente la mano hacia su espada.

–Perdóneme. Mi nombre es Anthony. Tal vez James le habló de mí. Me salvó la vida años atrás en una batalla.

–James no mencionó ninguna batalla  mientras estuvo conmigo, ni tampoco su nombre.

–Bien, supongo que no es hombre de alardear de sus hechos –rió Edward, sintiéndose inquieto. Habría preferido desenvainar la espada, pero no podía matar al hombre porque tal vez Bella sería la madre de su hijo–. ¿Puede decirme dónde encontrar a James? Es importante para mí.

–¿Por qué? –preguntó Jacob con escepticismo, aunque estaba seguro de que ese Anthony no podía ser la persona que él pensaba. No, el pirata que había raptado a Bella no se atrevería a acercarse a él.

–Como le dije, James salvó mi vida. Me gustaría agradecérselo... Tal vez convertirme en su guardia personal para poder salvar su vida algún día.

–Bien, lo lamento, pero no puedo ayudarle. James se fue un poco repentinamente hace más de tres meses, y yo estaba demasiado preocupado por un asunto personal como para pensar en su destino.

–¿Entonces no tiene idea de dónde puede estar?

–Me imagino que James está todavía en algún lugar del Caribe. Quería resolver algunos negocios antes de volver a España.

–¿Dijo de qué clase de negocios se trataba? –Preguntó esperanzadamente Edward–. De esa manera podría encontrarlo.

–Lo dudo, monsieur Anthony. Los asuntos de James no lo retienen mucho tiempo en ningún puerto –dijo Jacob–. Ahora debo decirle buenas noches... Alguien me espera.

–Por supuesto –dijo Edward, y se volvió para caminar hacia su mesa. La sonrisa de sus labios se desvaneció tan rápidamente como si se apagara una vela,  pero el fuego seguía ardiendo en sus ojos.

–Me sorprende que no le hayas preguntado directamente si se había acostado con Bella. Eso deseabas hacer, ¿verdad? –preguntó acaloradamente Emmett cuando Edward se sentó.

–Sí, pero no podía esperar que me dijera la verdad sobre el tema. ¿De manera que oíste mi conversación?

–¡No pude evitar oírla! Fuiste un tonto al hablar con el conde. Vi su cara cuando le dijiste que buscabas a James. Por un momento creo que adivinó quién eres realmente. Me sorprende que haya creído el cuento que le contaste sobre Gigandet.

–Bien, lo creyó –replicó secamente Edward–. Te dije que no había de qué preocuparse.

–Sí, pero corriste el riesgo por nada. Aún no sabemos dónde está Gigandet. Podríamos buscarlo en estas aguas toda la vida sin encontrarlo.

–Supongo que quieres abandonar...

–Bien, me gustaría volver a la isla por algún tiempo –respondió Emmett.

–Sólo hace un mes que nos hemos marchado y sólo hemos tocado cuatro puertos hasta el momento. Si echas tanto de menos a tu esposa, deberías haberte quedado con las mujeres como te pedí.

–No me preocupa su seguridad. Jasper y los hombres que dejamos las protegerán. Pero no soy el único que piensa en volver a casa. El resto de la tripulación también... y también tú, amigo mío. No viniste a Saint Martin a averiguar sobre Gigandet. Viniste a ver cómo es el prometido de Bella. ¿Te desilusiona descubrir que el conde no es viejo y picado de viruelas?

–¿Por qué habría de molestarme? –preguntó Edward con calma. Luego, de pronto, explotó–: ¿Qué diablos hace en un prostíbulo? Si yo estuviera en su lugar, buscaría en todas las islas desde aquí hasta las colonias. Pero, ¿dónde hace él su búsqueda? ¡En la cama de una prostituta! Estoy seguro de que no tiene ningún barco a la búsqueda de Bella.

–¿Eso es lo que quieres que haga? ¿Quieres que la encuentre?

–No.

–Bien, ¿entonces?

–Simplemente no entiendo por qué no lo intenta –dijo Edward con más tranquilidad.

–Tú no sabes si lo intenta o no. Pero no esperaremos para preguntárselo cuando baje. La comida se ha enfriado, de todas maneras. Propongo volver al barco... ahora.

Edward rió.

–¿Qué te ha sucedido, viejo amigo? Antes no te molestaba correr pequeños riesgos.

–Sí, pero sólo comienzo a conocer a mi nueva hija. Y Rosalie está encinta nuevamente. Sólo he tenido niñas hasta ahora, me gustaría ver un hijo varón antes de morir.

Edward frunció el ceño mientras salían de la taberna, acordándose de las noches atormentadas e insomnes que había pasado el último mes, pensando en Bella y en el bebé que crecía dentro de ella.


La casa estaba agradablemente fresca durante la mañana, y sólo el persistente sol de la tarde calentaba las gruesas paredes de piedra blanca. Bella bajaba lentamente las escaleras una tarde, un mes y medio después de la partida de Edward, con un cómodo vestido sin mangas de algodón amarillo y una gran toalla en un brazo.

En Francia, Bella sólo usaba las ropas más a la moda, aunque las detestaba. Pensaba que la ropa debía ser atractiva pero también cómoda. Pero Phil nunca le había permitido vestirse con una indumentaria tan simple. Pero en esta isla tropical, Bella abandonó las dos enaguas, la bata y la falda que siempre se revelaban bajo la vestimenta externa. Simplemente cosía la falda a la bata de sus vestidos, en lugar de dejarlos abiertos en la parte delantera.

Con una enagua era suficiente para el pudor, y no necesitaba usar los grandes cuellos de encaje y las mangas abullonadas.

Al principio había decidido no abullonar sus faldas porque le ensanchaban las caderas. Que Edward mirara sus caderas estrechas, para que luego le atrajeran otras más redondeadas. Esa era su esperanza, pero a Edward no parecía importarle que Bella no tuviese demasiadas curvas.

Bella contempló el gran comedor con una sonrisa.

Los tapices de colores brillantes que Jasper había traído del sótano estaban ahora colgados sobre la chimenea, y había hecho cortinas blancas para las pocas ventanas. Las ventanas eran demasiado pequeñas y demasiado altas como para dejar entrar mucha luz en la habitación, y Bella decidió que había que agrandarlas, pero tendría que esperar y hablar del asunto con Edward. Cinco sillas tapizadas en colores claros fueron agregadas a la habitación, y en esos momentos Jasper estaba en los sótanos de la casa construyendo un sofá.

Por suerte, Edward nunca había dispuesto del botín del último barco español capturado, y Jasper pudo encontrar muebles y telas para mejorar todas las habitaciones de la casa.

El botín estaba en el sótano, y a ninguna de las mujeres se le permitía bajar, sino que tenían que llamar a uno de los hombres si necesitaban algo. Bella sólo advirtió después de la partida de Edward que la habitación estaba cerrada con llave en todo momento. Jasper le aseguró que no había nada misterioso en el sótano, sólo bienes capturados, trastos, y una provisión de comida. Pero le parecía extraño que Edward pudiera traerle un par de zapatos que fueran exactamente de su tamaño, y un par para su madre.

Bella había pasado la mañana en su habitación con Rosalie. Se habían hecho amigas, y como Rosalie también estaba encinta, tenían mucho en común. Tejían mantitas para los bebés, pero aunque Bella disfrutaba de las mañanas que pasaba cosiendo y charlando, no podía apartar totalmente a Edward de sus pensamientos

Un mes atrás, Rosalie había comenzado a engordar por el niño que llevaba en su vientre. Daría a luz sólo dos semanas antes que Bella, pero la figura de Bella seguía tan esbelta como siempre.

No dudaba de que estaba encinta, pero esperaba perder pronto su figura. Deseaba estar enormemente gruesa antes de que Edward volviera de la isla, para que él tuviera que buscar satisfacción para su lujuria en otra parte.


Edward se había ido enojado, y se había llevado sólo a la mitad de los hombres. Ni siquiera le había dicho adiós a Bella, sino que se había ido el mismo día de la agria discusión. Pero ella no lo echaba de menos, o eso se decía continuamente. No sabía cuándo volvería pero esperaba que no volviera en mucho tiempo... o mejor, nunca.

Bella pasó por la zona de la cocina y se quedó allí un momento, aspirando el aroma del pan que se horneaba. Luego salió por la puerta trasera y caminó por el patio. Se detuvo junto a un joven corpulento de rizados cabellos rubios que trabajaba en la estructura del nuevo sofá. Sonrió con aprobación a Jasper cuando él la miró.

–Tienes talento para la carpintería, Jasper –dijo Bella, contemplando su trabajo–. ¿Este ha sido alguna vez tu oficio?

–Soy carpintero de barcos, mademoiselle. Me gusta trabajar en madera.

–¿Cuánto hace que estás con el capitán Edward?

–Desde que compró el ‘Dama Alegre’. Nunca vi razones para desear navegar en algún otro barco. El capitán trata con mucha equidad a su tripulación. Pero ahora tengo una esposa y dos hijos, y he pensado abandonar el mar.

–¿Entonces piensas establecerte? –preguntó Bella. De manera que había hombres honorables entre la tripulación de Edward, pensó.

–Renunciaré al mar, sí, ahora que mis dos hijos son lo suficientemente grandes como para necesitar un padre. Iba a preguntar al capitán Edward si podía quedarme aquí. Tengo una pequeña cabaña en la costa norte que puedo mejorar, y esta isla es ideal para criar una familia.

–Supongo que sí –dijo Bella, contemplando toda la belleza tropical que la rodeaba–. Bien, hasta luego Jasper.

Bella se alejó y cruzó el césped del fondo hasta llegar al bosque. Iba a un lugar secreto que había encontrado un día que había salido a explorar sola, iba allí a menudo, porque en esa área recluida, Bella podía imaginar que la isla era su hogar, que los meses pasados eran sólo un sueño, y que jamás había conocido a un hombre llamado Edward. Pero por más que intentara concentrarse en cosas agradables, Edward siempre se introducía en sus pensamientos.

Era primavera, y la isla era dos veces más hermosa que cuando Bella la viera por primera vez. El cielo estaba claro, y el sol ardiente no tenía lugar donde ocultarse; la alta montaña se elevaba, sola, sin la niebla que generalmente la rodeaba.

Bella vio a Garret Denali arrancando hierbas en un cantero de flores que había plantado alrededor de un árbol que llamaba lluvia de oro. El árbol había florecido recientemente en un estallido de capullos y pétalos amarillos. Bella se maravillaba por el césped y los canteros inmaculados, pero había conocido a Garret Denali después que Edward le diera libertad para andar por la isla y se había enterado de que era el responsable de los hermosos jardines.

Bella saludó con la mano a Garret antes de entrar en el bosque y echar a andar por el sendero. Durante la mayor parte de su vida, Garret Denali fue jardinero jefe en alguna gran heredad inglesa, pero siempre deseó ser marinero y visitar otras tierras. Había llegado al nuevo mundo en un barco mercante, pero luego, había conocido a Edward y se había convertido en miembro de la tripulación del ‘Dama Alegre’. Cuando encontraron esa isla con su injuriosa jungla cinco años antes, había querido quedarse. Edward asintió, y en cinco años Garret había convertido el terreno que rodeaba la casa en jardines dignos de un palacio. Era feliz allí... Se le veía en la cara, y a Bella le gustaba hablar con él.

Pronto salió del sendero y tuvo que abrirse camino alrededor de los árboles cubiertos por enredaderas y entre la maleza. Siguió hacia la montaña y hacia el centro de la isla. La montaña era su destino el día que por primera vez decidió explorar. Pensaba trepar por las colinas hasta llegar a las nubes grises. Deseaba perderse en ese esplendor primitivo, deseaba que un solo rayo de sol apareciera entre las nubes y la tocara como había tocado el corazón de la montaña en su primer día en la isla. Pero nunca cumplió con ese deseo, porque encontró otra maravilla en la isla ese día.

Bella pasaba junto a palmeras de todas las alturas y variedades que crecían junto a altos pinos, cuyo perfume llenaba el aire. En el suelo había cocos, y por todas partes se veían magníficas flores... azules, lilas, amarillas y rosadas.

Pronto oyó el murmullo del agua... un arroyo que bajaba de la montaña, unos pasos más y finalmente llegó a su pequeño paraíso... un estanque escondido formado por la corriente. Había lirios en la orilla opuesta, grandes flores del tamaño de su mano abierta. Eran de color rojo y amarillo brillante, y había una sola flor blanca, que ella seguramente recogería antes de volver a la casa.


 Bella llegó al sol ardiente que cubría la orilla izquierda del arroyo. Dejó la toalla que traía, y comenzó a desvestirse. A su izquierda, unas piedras como peldaños parecían subir a la montaña misma, y una cascada en miniatura resbalaba sobre ellos formando un estanque de agua cristalina. El estanque estaba rodeado por altos árboles, espesos helechos y flores, y sobre el arroyo caían pesadas ramas desde uno y otro lado, que casi tocaban el agua. Bella estaba oculta como si estuviera en una pequeña habitación.

Al entrar en el agua fría, Bella se preguntó fugazmente si podría conservar en secreto este paraíso cuando Edward volviera. Luego se regañó a sí misma. ¿Por qué no podía dejar de pensar en ese hombre, aunque fuera por un momento?

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