viernes, 17 de diciembre de 2010

Tratado de paz

Capítulo 2 “Tratado de paz”

Parecía como si el propio sol volara, abrasador y deslumbrante, en lo alto del cielo. Pero de pronto la inmensa piedra —envuelta en lino empapado de aceite y en llamas— cayó, y al otro lado de los muros de piedra y de los acantilados que rodeaban el castillo de Edenby se oyeron gritos de angustia y miedo.
El cañón de Edward tronaba y rugía, pero el muro de piedra era tan grueso que surtía poco efecto y la catapulta, construida apresuradamente, no tardó en volver a entrar en acción. Había un estruendo infernal, y en medio del fuego y la pólvora que viciaban el aire, no resultaba fácil ver quiénes eran esos hombres o a quién seguían. Costaba incluso distinguir los blasones con la rosa roja que representaban la Casa de Lancaster.
Edward Cullen montaba un vigoroso caballo, con casco, armadura y el emblema de la rosa roja prendido en la capa. Todo lo que se veía del rostro de Edward eran los ojos, verdes como la esmeralda. Los tenía entornados mientras permanecía allí montado, en silencio. Su caballo bien entrenado no se movía.
—¡Malditos sean! —exclamó de pronto con terrible cólera—. ¿Acaso no tienen sentido común para rendirse? ¡Ya estoy harto de esta lucha cruenta y sin sentido!
A su lado, Jasper, segundo hombre al mando ahora, se atrevió a responder.
—Me temo que no honran al heredero de Lancaster como nosotros, Edward. Y lord Edenby no parece dispuesto a entregar el castillo.
Al igual que Edward, rezaba para que cesara la matanza. Sin embargo, era imposible no admirar al valeroso enemigo e incluso comprender su actitud en esa batalla.
—Charlie de Edenby debe comprender que así es la guerra.
—Hummm —murmuró Jasper. Hizo una mueca al ver desplomarse un caballo a causa del fuego de un cañón que hizo estallar en llamas las tierras situadas a menos de cien metros de donde se encontraban dirigiendo la batalla—. Recibisteis órdenes de tomar y conquistar este lugar de un rey que todavía no se ha sentado en el trono.
—Pero lo hará —musitó Edward sombrío. Se encogió de hombros y añadió—: Lo he intentado todo, Jasper. Acabo de recibir órdenes de no tener clemencia, pero seguiré intentándolo. Sin embargo, si esto continúa, los hombres perderán la cabeza cuando irrumpan por fin en el castillo. —Guardó silencio unos momentos—. Yo mismo estaré ansioso por destrozarlo todo.
—¡Saqueo, violaciones y robos! ¡Menuda misión nos han encomendado! —murmuró Jasper—. Pienso hacerme con una vajilla de plata. Y una vez termine todo esto... —Hizo una pausa y, encogiéndose de hombros, añadió con una sonrisa cansina—: ¡El placer del buen vino, música y mujeres!
Edward respondió con un gruñido y, volviéndose en la silla, levantó una mano enguantada.
—¡Al infierno el castillo y el orgullo de Edenby! Sólo tenía que jurar lealtad.
Se volvió hacia la escena que tenía ante él: las llamas elevándose contra el cielo azul de invierno; las murallas, por donde se veía correr con torpeza a hombres vestidos con mallas y cascos, tratando de esquivar el fuego y apagarlo. El castillo se hallaba sobre un acantilado, una pared de roca que se alzaba desde el mar hacia la izquierda y protegía la fachada. Habían penetrado en la fortaleza con la catapulta, pero aquellos hombres seguían sin dar muestras de rendirse.
Edward contempló sombrío a sus hombres, cansados, harapientos, cubiertos de hollín y cargados de arcos, flechas, lanzas, armaduras y espadas. Volvió a exaltarse. «¡Por Dios, Edenby! —pensó—. ¡Rendíos! No tengo ningún deseo de humillaros, pero no me dejáis otra elección. Venceré, Edenby. Veré ascender al trono a Enrique Tudor.»
Edward se había convertido en un ferviente partidario de Enrique. No podía perdonar a Ricardo. Puede que éste no hubiera ordenado oficialmente el asesinato, pero sus hombres habían provocado la muerte de todo lo que había amado. El descontento del rey para con Edward le había impuesto una pena que jamás perdonaría; dos años después la herida seguía siendo profunda. El pasado era como un cuchillo clavado en su corazón, una interminable agonía.
Enrique Tudor —hijo de Owen y heredero por la rama materna de la familia— era un hombre estricto e intransigente, pero también decidido a poner fin al terror y derramamiento de sangre. Ricardo seguía reclamando el trono, pero Edward creía con firmeza que sólo era cuestión de tiempo. El reino se estaba levantando contra su traición y engaño.
Por algún motivo desconocido Enrique estaba furioso con Charlie Swan. Un hecho curioso, dado que sabía que esta vez iban a acudir pocos nobles a luchar por la Corona. La neutralidad no sólo era una vía prudente, sino que para muchas familias era el único modo de sobrevivir. Sin embargo, cuando Charlie se negó a dar cobijo a los hombres de Enrique, éste ordenó tomar el castillo. Tal vez fueran los antepasados galeses de Charlie, pero lo más probable es que se tratara de algo personal entre ellos dos.
—Lograré que Edenby se rinda —había asegurado Edward a Enrique.
Pero el lancasteriano había reído amargamente. Charlie llevaba treinta años proclamándose partidario incondicional de los York.
—En una ocasión me llamó loco bastardo —respondió Enrique a Edward—. No ha cambiado y jamás se rendirá, no mientras quede una sola piedra en pie. —Frunció el entrecejo, sombrío—. Volved, Edward, y arrasad Edenby. —Luego lo miró con perspicacia, que era una de sus mayores armas, y añadió—: No tengáis clemencia. Tomad Edenby y Edenby será vuestro. No olvidéis las terribles crueldades que la casa de York cometió contra vuestra familia.
Edward no las había olvidado, pero a pesar de las palabras de Enrique, sabía que éste no deseaba campos sembrados de cadáveres. Tal vez guardara rencor a Charlie, pero era avaricioso; quería súbditos vivos, hombres que cultivaran las tierras y señores feudales capaces de pagar los impuestos.
¡Ojalá Charlie hubiera atendido la primera petición de rendición! Entonces Edward jamás habría buscado el consejo de Enrique, ni recibido aquella severa e irrevocable respuesta.
—¡Malditos sean! —exclamó furioso.
No se veía capaz ni creía justo prohibir a sus hombres que saquearan el castillo una vez conquistado. No podía obligarlos a arrastrarse por los campos áridos y yermos para luego negarles el botín de guerra. Sólo podía rezar para que se vertiera un mínimo de sangre.
—¡Que así sea! —masculló acalorado, y levantó una mano hacia Santiago, de pie detrás de la catapulta.
La llameante y mortífera bola dorada volvió a emprender el vuelo en cuanto bajó la mano. Se oyeron estridentes gritos procedentes de Edenby y el aire se llenó de humo. La gente corría de un lado para otro en busca de cobijo, encogida de miedo y muerta de sed. Edward entornó una vez más los ojos mientras trataba de ver a través del humo y las llamas. Las murallas se hallaban desiertas; los arqueros se encargaban de ahuyentar a los que se atrevían a asomarse. De pronto vio una figura solitaria, alta y orgullosa, que parecía ajena al fuego y el estruendo. Parpadeó; el humo era como una capa de niebla que le velaba la visión. Los gritos parecieron debilitarse mientras miraba fijamente el humo y tuvo la impresión de ser transportado a otro lugar, otra época.
Vio a una mujer de pie contra el muro, vestida con un traje blanco como la nieve que ondeaba al viento y la envolvía. Los rayos del sol se filtraban a través del humo que cubría el cielo gris y se reflejaban en su larga melena, que relucía como la caoba más fina y le caía hasta las rodillas en una cascada de rizos. Al parecer lo miraba fijamente. Él no podía distinguir su rostro y sin embargo advirtió que no estaba en absoluto asustada, que se burlaba de sus esfuerzos. Permanecía de pie en una actitud tan desafiante que Edward quedó conmocionado por la aparición.
¿Qué hacía allí esa joven? ¿Dónde estaba su padre, marido, hermano o quienquiera que la permitía permanecer allí, desafiando el peligro...?
La pobre Tanya había suplicado clemencia y no había hallado ninguna, y sin embargo esa joven seguía allí, desafiando la muerte, y no le ocurría nada. Irritado, Edward deseó bajarla de esa nube, zarandearla y reprenderla severamente.
—¡Milord!
Se sobresaltó al oír que Santiago lo llamaba.
—¿Qué ocurre?
—¿Lanzamos otra descarga?
—No; esperaremos —respondió Edward. Se volvió hacia la muralla, pero la joven había desaparecido—. Les dejaremos reflexionar sobre nuestra fuerza... y enviaremos otro mensaje para que se rindan.
De pronto, de las murallas llegó una lluvia de flechas ardiendo. Volvieron a oírse gritos, esta vez de los hombres de Edward que eran abatidos.
—¡Levantad los escudos! —ordenó Edward a gritos, en medio del estruendo.
No se movió, pero sostuvo en alto el escudo, decorado con un águila y un tigre entrelazados, para protegerse de la lluvia mortal. Sus hombres tampoco perdieron la calma y lo imitaron, juntando los escudos más grandes, de madera, para llevarse a rastras a los heridos. Finalmente cesó la lluvia de flechas. Furioso, con los labios apretados, Edward se dirigió a Santiago.
—Quieren lucha y la tendrán. ¡Otra descarga!
Santiago asintió al guerrero que sostenía la antorcha; éste cortó la cuerda... y una vez más una bola en llamas salió disparada hacia el cielo; los caballos cayeron desplomados, y sus agonizantes y horripilantes relinchos hendieron el aire lleno de humo.
Edward volvió la vista hacia el castillo. Las llamas se alzaban en el cielo cubierto de humo, pero no vio ondear ninguna bandera que anunciara la rendición. Ordenó la retirada. El mismo acantilado que protegía el castillo les había servido de parapeto.
Mientras arrastraban las camillas de los heridos junto con la gigantesca catapulta, Edward cabalgó con semblante sombrío. Al llegar al campamento y desmontar del caballo, ni siquiera Jasper se atrevió a dirigirle la palabra. Edward, que no llevaba barba, tenía facciones duras: frente alta con cejas burlonas y alzadas, nariz larga, pómulos altos y marcados, y una mandíbula que parecía esculpida en roca. Su abundante melena cobriza le llegaba al cuello del sayo y le caía por la frente, pero solía llevarla hacia atrás. Tenía la piel curtida a fuerza de horas a la intemperie. Aunque en otro tiempo había sonreído con facilidad, raras veces mostraba aquella expresión divertida que resultaba tan encantadora. Durante los últimos dos años se había limitado a apretar sus gruesos labios con una severidad que hacía temblar al más valiente. Tenía unos ojos de mirada profunda, que cambiaban según su estado de ánimo y podían arder de ira y amenazar con el fuego del infierno. Sólo por su presencia, podía conseguir más con una palabra que muchos hombres con una espada.
Era más alto que el resto de los hombres, y esbelto, pero de hombros anchos y musculosos gracias al duro entrenamiento de las armas. Era joven, aún no había cumplido los treinta, pero a los barones de más edad jamás se les pasaba por la cabeza cuestionar sus órdenes. Siempre era el primero en estar bajo el fuego; parecía capaz de burlarse de la muerte.
¡Se había endurecido tanto!, pensó Jasper mirando a su amigo. Lo siguió al interior de la tienda y permaneció detrás de él mientras se quitaba el casco y la malla, y se lavaba la cara bruscamente con agua fría.
—Llamad a Berty —ordenó Edward, y Jasper se apresuró a obedecer.
Momentos más tarde estaba allí Berty, el escribiente. Se trataba de un anciano que había servido lealmente al padre de Edward. Éste se paseó por la habitación. Berty lo observó con calma, esperando las palabras mordaces que seguirían. La furia de Edward se manifestaba en su modo de andar y en el fuego de sus ojos. Habló con calma, actitud que en Edward resultaba amenazadora.
—Decidles que no esperen clemencia —dijo por fin, deteniéndose—. Que mañana derribaremos las puertas y que ya pueden pedir clemencia a Dios porque yo, Edward Cullen, conde y lord al servicio de Enrique Tudor, no la tendré.
Hizo una nueva pausa. Cerró los ojos y vio a sus hombres gemir, arder y agonizar en medio de aquella lluvia de flechas. Ellos eran más fuertes; vencerían.
Abrió los ojos y miró al escribiente.
—Eso es todo, Berty. Ocupaos de que lleven el mensaje bajo la bandera apropiada, y aseguraos de que lo comprenden. No habrá clemencia.
Berty asintió, hizo una reverencia y salió de la tienda. Edward se volvió hacia Jasper.
—¿Queda comida? Creo que todavía tenemos vino Burdeos. Mirad a ver, ¿queréis, Jasper?... Y pedid a Santiago un informe de los heridos.
Poco después se sentaron a comer y Edward dio detalles sobre el ataque que llevarían a cabo a la mañana siguiente.
—Antes del amanecer o en cuanto salga el sol —dijo.
Y de pronto frunció el entrecejo al ver a Berty irrumpir en la tienda.
—Traigo la respuesta a vuestro mensaje, milord. Una petición urgente de que os reunáis esta noche con el señor del castillo, solo, en un lugar alejado de la fortaleza, en el acantilado.
—¡No lo hagáis, Edward! —exclamó Jasper receloso—. Seguro que es una trampa.
—Es una petición en nombre de la misericordia de Dios.
Edward vaciló y bebió pensativo un sorbo de su Burdeos.
—Iré preparado. Ambas partes prestarán juramento de que no habrá intromisiones.
—Sí... eso mismo han prometido los Yorkistas.
—¡Os aseguro que no es mejor que la promesa de un canalla! —espetó Jasper.
Edward dejó la copa en la mesa.
—¡Por Dios, ya he perdido bastantes hombres! Me reuniré con ese lord y la rendición se llevará a cabo según mis términos, lo juro.
Menos de una hora más tarde volvía a estar a lomos de su caballo. No llevaba casco ni malla, ni siquiera espada, pero tenía un cuchillo en una funda sujeta al muslo.
Jasper acompañó a Edward hasta el acantilado. Una vez allí, desmontó y echó un vistazo al laberinto de roca. Conocía la cueva donde iba a tener lugar el encuentro; había estado allí al comienzo del asedio.
—Tened cuidado, Edward —advirtió.
—Siempre lo tengo —replicó Edward.
Se volvió hacia la pared rocosa y plantó una bota en un saliente para escalar hasta el primer nivel. Echándose la capa sobre el hombro, siguió avanzando por el dificultoso sendero de cantos rodados con una antorcha en la mano.
Aprobaba el lugar escogido para el encuentro. Nadie podía esconderse en aquella pared rocosa azotada por el viento, y la cueva les permitiría hablar en privado. Sin embargo avanzó con cautela, porque jamás confiaría en ningún yorkista.
—¡Edenby! —gritó al llegar a la cueva—. ¡Salid de ahí!
Oyó un ruido a sus espaldas y se volvió, listo para desenfundar el cuchillo y defenderse. Pero se detuvo sobresaltado al ver que no se trataba de un hombre, sino de la mujer que había visto en las murallas. Volvía a vestir de blanco, o ¿acaso era el mismo traje que no había manchado el humo? Al resplandor de la luna el cabello de la joven parecía haber retenido la luz del fuego, pues era de un castaño intenso y enmarcaba un rostro delicadamente esculpido, pálido y rosado, hermoso y joven. Lo observaba con ojos castaños como su larga cabellera y tan orgullosamente desafiantes como la postura que había adoptado. Sostenía también una antorcha, cuya luz se reflejaba en sus ojos y le arrancaba destellos rojizos del cabello.
De pronto se sintió furioso ante la aparición de aquella joven, y aún más al pensar que había permanecido como una estúpida bajo las murallas mientras las flechas llovían por encima de su cabeza.
—¿Quién sois? —preguntó con aspereza—. He venido a reunirme con el señor del castillo... no con una mujer.
Ella pareció ponerse rígida, luego bajó los párpados ribeteados de abundantes pestañas y curvó los labios en una sonrisa desdeñosa.
—El señor del castillo ha muerto. Lo mataron en el cuarto día de batalla.
Edward encontró una grieta en la que clavar la antorcha. Rodeó a la joven despacio, con las manos en las caderas.
—Así que el señor del castillo ha muerto —dijo por fin—. Entonces ¿dónde está su hijo, hermano, primo o quien sea que ha ocupado su lugar?
La envolvía tal serenidad que Edward sintió ganas de abofetearla, pero se contuvo.
—Yo soy el señor del castillo.
—¡Entonces vos sois la causante de todos estos días de muertes y sufrimiento inútil! —espetó Edward.
—¿Yo? —La joven arqueó una ceja dorada—. No, señor, yo no ordené que atacaran y expulsaran a la gente de sus hogares, ni que violaran, saquearan y asesinaran. Sólo quería conservar lo que me pertenece.
—Yo tampoco deseo saqueos, ni violaciones, ni asesinatos —murmuró Edward—, pero, por Dios, señora, que los habrá.
La joven bajó los párpados e inclinó ligeramente la cabeza.
—Así pues, ¿ya no tengo posibilidad de... llegar a una rendición honrosa?
—Vuestra petición llega demasiado tarde, señora —replicó Edward con aspereza—. Y yo no voy a ganar nada. Vos insististeis en llamar a mis hombres animales y en eso los habéis convertido.
Ella levantó la cabeza.
—Os he preguntado si hay posibilidades de obtener clemencia, milord.
Su voz, tan suave como el terciopelo, hizo estremecer a Edward, que percibió en ella algo más que una nota de súplica. Algo que le removió las entrañas y le produjo dolor...
Deseo.
Fue repentino, intenso y doloroso. El amor había muerto con Tanya y su hijo, pero en los dos años transcurridos había descubierto que el deseo era otra cosa. Había deseado a muchas mujeres desde entonces y obtenido fácilmente lo que quería. Pero este deseo no se parecía en nada a lo que había conocido. Era como un fuego que ardía en su interior. Ella era exquisita, con aquel cabello castaño... que él imaginó envolviéndolo como la seda. Era extraordinariamente hermosa, con ojos arrebatadores. Poseía un extraño poder que le despertaba una acuciante y peligrosa necesidad; le hacía estremecer y desear poseerla a toda costa. Sentía deseos de olvidar todo lo demás y apresarla, despojarla de sus vistosos ropajes y averiguar allí mismo, en ese preciso instante, sobre el polvo y la roca, qué misterio ocultaban esos ojos, qué pasión los hacía brillar.
Sin embargo, del mismo modo que la joven le atraía, también le repelía. Fría, orgullosa y obstinada, mantenía la cabeza erguida y en sus ojos no había rastro de súplica. ¿Qué aspecto había tenido Tanya la noche en que hizo frente a sus asesinos? Había suplicado por su vida y pedido clemencia, pero no halló ninguna.
Edward rió con amargura. No era de los que se dejaban embaucar por una mujer, por hermosa que fuera.
—¿Qué pensáis ofrecerme a cambio, señora?
—A mí misma —se limitó a responder ella.
—¡Vos! —exclamó él, dando unos pasos hacia adelante. Torció el gesto en una mueca divertida y se detuvo para volverla a mirar a la cara—. Mañana derribaremos las puertas de vuestro castillo y tomaremos todo lo que se nos antoje, señora.
Creyó ver chispas en los ojos de la joven, pero ésta se apresuró a bajar los párpados y exhaló un profundo suspiro. Edward se sobresaltó al oír que dejaba escapar un débil sollozo.
—No tengo nada más que ofrecer para poner fin al derramamiento de sangre. Entraréis a saquear y de nuevo nos veremos obligados a luchar a muerte. Pero si consintierais en tomarme como esposa, el castillo sería vuestro a los ojos de todos mis hombres.
—¿Tomaros por esposa? —preguntó él con incredulidad.
Era yorkista, una presumida e insolente yorkista convencida de su belleza y encanto, además de peligrosa. ¡Así que ella había continuado la batalla! Edward no podía olvidar los gritos de sus hombres agonizantes.
—No tengo ningún deseo de tomaros por esposa.
Ella no alzó la cabeza y no vio el fuego en los ojos de Edward.
—Soy la señora de Edenby —dijo ella con frialdad—. Nadie puede cambiarlo...
—Siento tener que disentir —la interrumpió Edward—. Cuando Tudor se siente por fin en su trono, lo cambiará de un plumazo.
—No, sólo podrá hacerlo sobre mi cadáver. ¿Se atreverá a ir tan lejos vuestro rey Tudor? ¿Está decidido a asesinar a todos los que se opongan a él? ¡Andarán muy ocupados los verdugos de Inglaterra!
Edward sonrió ligeramente y cruzó los brazos.
—Es la guerra, milady. No soy más que un soldado del rey. ¿Quién obtendrá vuestras propiedades y título? Vos no, milady —añadió burlón.
—¡No servís sino a un advenedizo! ¡Ricardo es el rey!
—Como queráis, milady. Estamos muy alejados y me temo que no habrá clérigos que hablen en vuestro favor, ni nadie que salga en vuestra defensa. Me trae sin cuidado si os quedáis con la mitad de Inglaterra; tomaré este castillo y yo seré su señor. —Y a continuación añadió con repentina furia—: Y no tomaré por esposa a ninguna mujer por muy rica o hermosa que sea, así que no insistáis.
Bella se apresuró a bajar la cabeza; la noche anunciaba malos presagios. Parecía a punto de arrojarse como un halcón sobre él y clavarle las uñas. Mientras aguardaba el aire se llenó de tensión. Finalmente habló, pero no con la animosidad que él esperaba.
—Pues que no sea como esposa —dijo en voz baja—, sino como querida, concubina o puta—. Lo miró fijamente, con una sonrisa tan dulce como una rosa de verano—. ¿Acaso no sois los vencedores?
Edward arqueó una ceja, reflexionando sobre la estratagema de la joven. Por el amor de Dios, ¿qué pretendía? Fingía humildad, pero no había rastro de ella en su persona. Era orgullosa y sin embargo bajaba la mirada. ¡Ah, si no fuera más que una ramera de taberna, aceptaría su oferta sin pensarlo, porque jamás había experimentado un deseo tan acuciante! Sólo mirarla era como una droga, un potente invasor de la sangre y el alma. Tendría que poseerla para olvidarla.
Sin embargo era el enemigo y no podía confiar en ella, se recordó.
—No estoy seguro de que me intereséis, señora —respondió con aspereza—. Tal vez tengáis en el castillo alguna joven más... atractiva que ofrecerme.
—¿Cómo decís? —estalló ella. Los ojos le brillaban de ira. De haber sido lanzas, habrían perforado un millar de veces el corazón de Edward.
—No os encuentro particularmente atractiva.
—Pues vos me resultáis abominable... —replicó ella, pero se interrumpió y volvió a mirar el suelo—. Hablemos de la paz, lord Cullen. Hablemos de los hombres que os desafiarán a cada paso a menos que crean que tengo intención de firmar la paz. Otra lucha dentro de las murallas y Edenby no será más que un río de sangre. ¿Acaso sois estúpido? ¿No comprendéis por qué he venido aquí esta noche?
—Os creéis muy magnánima, ¿no es así? —murmuró él—. La gran dama, tan resuelta a cambiar la santidad del matrimonio por la deshonrosa situación de puta.
Ella no parpadeó; lo miró fijamente con el brillo plateado de la luna en los ojos y se permitió el placer de ofrecerle una fría y mordaz respuesta:
—En otras circunstancias no mancharía el linaje de mi familia casándome con vos, lord Edward.
Él rió, porque pertenecía a una familia de alta alcurnia y el tono soberbio de la señora de Edenby le pareció divertido en esas circunstancias.
—Entonces todos conformes, ¿no? Vos no deseáis manchar vuestro nombre y yo no deseo tomar por esposa a ninguna mujer, y menos aún a una joven arrogante y necia incapaz de admitir la derrota. Sin embargo os ruego que me expliquéis por qué acudís a mí ofreciéndoos hasta como concubina, cuando sin duda también es una abominación para vuestro buen nombre.
Ella guardó silencio. Se había vestido para la ocasión, advirtió Edward. El escote del vestido blanco dejaba entrever el nacimiento de los senos y el profundo valle entre ambos. La tela le ceñía el cuerpo y permitía adivinar todo lo hermoso, joven y femenino de su figura.
—Porque estoy desesperada —respondió por fin, dejando caer la mano a un costado.
Era la primera respuesta sincera que le había dado, pensó Edward. Suspiró.
—Con franqueza, milady, no me gusta asesinar, ni saquear... ni violar. Prefiero las mujeres solícitas y tiernas, que me desean tan apasionadamente como yo a ellas. Salta a la vista que sois consciente de vuestra belleza, de otro modo no pensaríais en negociar con ella. Sin embargo, a mí no me parece gran cosa. Hay muchas mujeres hermosas en el mundo y entre ellas las hay que no consideran una «obligación» o «sacrificio», sino un placer arrojarse a los brazos de un hombre.
Por fin había hecho ruborizar a la joven. Se le tiñeron las mejillas de color escarlata, pero si estaba enfadada no lo demostró. Volvió a sonreírle, vacilante pero con sensualidad.
—Os he... observado desde las murallas, lord Edward. Y estoy segura de que puedo ser... todo lo que deseáis.
—¿En lugar de un despreciable enemigo? —preguntó él, escéptico.
—Así es.
Él le volvió de pronto la espalda, se echó la capa hacia atrás y miró fijamente las rocas en el mar oscuro. Luego se volvió hacia ella.
—Guardaos para vos, señora. Si llegamos a firmar la paz, nos hallaremos en una situación crítica. Mis hombres saquearán vuestros tesoros y el castillo me pertenecerá, pero no habrá más muertes y prometo mantener a mis hombres a raya. Vuestras damas quedarán satisfechas y vuestras rameras se enriquecerán. —Se dispuso a bajar por el acantilado pero la joven lo llamó.
—¡Lord Edward!
Se volvió y vio que lo seguía con gesto de preocupación. Los senos se le meneaban sin que ella fuera consciente de lo tentadores que resultaban. Le cogió del brazo y se quedó mirando la mano unos instantes antes de apresurarse a retirarla.
—Yo... yo... —jadeó ligeramente.
—¿Qué queréis? —preguntó él con sequedad.
«¡Maldita sea, dejadme! —pensó—. ¡Largaos o no tardaréis en convertiros en una obsesión para mí, en algo que debo poseer, por mucho que os odie, a vos y a todo lo que representáis. Odio hasta la abrasadora sensación que me producís...»
—¡No resultará! Si me expulsáis del castillo, mi gente se rebelará. ¡Por el amor de Dios, debéis venir conmigo! Debemos aparentar que somos amigos... más que amigos.
Él ladeó la cabeza.
—Explicádmelo más despacio, milady. ¿Qué queréis decir?
—Os ruego... que vengáis conmigo.
—Hablad más claro —insistió él.
—¡Como amante!
—Soy el vencedor... ¿pero pretendéis que me haga pasar por vuestro amante en vuestro propio castillo?
—Así es.
Él cerró los ojos unos instantes; pensó en su esposa, tan hermosa, dulce y cariñosa. Se envaró al verse invadido por una dolorosa urgencia. ¡Había poseído a muchas mujeres desde entonces! ¿Qué diferencia había? Pero a él no le interesaban las vírgenes mártires. Sin embargo la visión de esa joven lo había conmovido profundamente; además de la dorada belleza y fría elegancia, había en ella algo puro y excitante. Algo que sugería una profunda sensualidad, y una pasión y espíritu abrasadores. Se encogió de hombros. Tal vez no era una inocente virgen y ya había conocido a numerosos amantes. Era la más extraña combinación de inocencia angelical, dorada pureza y estremecedor encanto. Si alguien la tocaba se convertiría en tempestad, en sorprendente contraste con el comedimiento que fingía en esos momentos.
Las damas poderosas tenían fama de acostarse con sus mozos. Tal vez le resultaba fácil abordarlo porque ya era bien versada en las artes de alcoba.
Edward volvió a sentir un calor abrasador. Era ella, que lo llamaba mediante señas y seducía a un nivel instintivo, abrasándole el cuerpo e impidiéndole pensar con claridad. La joven se había apoderado de sus sentidos. Tal vez podría olvidar que era yorkista, al fin y al cabo todas las rameras eran iguales en la oscuridad.
—Por favor —susurró ella y de nuevo su tono fervoroso lo conmovió y se compadeció de ella.
No tenía sentido lo que pedía aquella joven. Debía vigilarla con cautela. Sin embargo, ¿cómo podía él, que seguía oyendo en sueños los suplicantes gritos de clemencia de su esposa, negarse a dar una respuesta que llevaría a la paz, a... la clemencia?
Además estaba el deseo, ese obsesionante deseo que ella le despertaba. No quería tener nada que ver con él y sin embargo allí estaba. Alzó las manos.
—Esto es una locura, señora.
Ella no respondió.
—¿Me oís? —preguntó él con aspereza.
—Os he oído.
—Me he apiadado de vos sin aceptar vuestra oferta.
—¿No lo comprendéis? ¡No bastará! Si nos ven juntos sabrán que me he rendido completamente y entonces también ellos se rendirán.
—Bien, sea como queréis. Todas las rameras son iguales.
Ella lo examinó con calma. Edward suspiró.
—No habrá heridos ni se tomarán represalias. —De pronto alzó la voz—: ¡Pero hablo en serio cuando digo que no quiero una esposa! Ni será menor el precio que debáis pagar vos; el castillo quedará en mis manos y oro, joyas, víveres y tierras se repartirán entre mis hombres.
—¿Cuándo vendréis? —preguntó ella visiblemente aliviada.
¿Qué estaba tramando aquella lagarta embustera?, se preguntó Edward.
—A mediodía. Y mis hombres están hambrientos. Si sois la dueña del castillo, ocupaos de que nos aguarde un festín... Vino y comida en abundancia.
Ella asintió.
—Lo que digáis, lord Edward.
Él se dispuso de nuevo a bajar el acantilado pero se volvió al advertir la mirada de la joven. El cabello y los ojos brillaban a la luz de la luna. Un resplandor plateado como la esfera que brillaba en el cielo los envolvió en una hermosa bruma. Sin embargo no se fiaba de ella, la había cogido desprevenida y sabía que ella en realidad lo despreciaba.
Lo mismo daba. Era muy dueña de despreciarlo el resto de sus días.
—¿Cómo os llamáis? —preguntó.
—Isabella, lord Edward.
Aquella respuesta lo detuvo. Las palabras de la joven sonaron tan mordaces y sarcásticas que Edward creyó oír el desprecio que se traslucía en su dulce voz. Pero no tardó en apoderarse de él una profunda, oscura e irrefrenable furia. La joven jugaba con fuego y él lo sabía.
Sin embargo... la deseaba. A pesar de la lógica y el sentido común, y aún sabiendo que era traidora y embustera, la deseaba.
De pronto se acercó a ella, tan despectivo como ella, decidido a zarandearla. Ella no retrocedió, aunque él creyó advertir que deseaba hacerlo. Se acercó lo bastante para ver aquellos ojos castaños a la luz de la luna, y sentir el calor de su aliento, los latidos de su corazón. Finalmente ella levantó la vista y Edward sonrió al ver la furia con que le latía el pulso en la tersa longitud del cuello. Mantuvo esa sonrisa serena mientras se apoderaba de él una cólera fría y brutal.
Aquella joven no conocía la humildad. Iba a recibir clemencia cuando ni siquiera sabía pedirla. Jugaba con las emociones y deseos mientras que... Tanya había muerto.
¿Era sólo cólera o había algo más? Le dolía el cuerpo de deseo. Era dueño de sí mismo y superaba a la joven en fuerza. Era más fuerte que la sedosa tela que ella trataba de tejer alrededor de él. La rompería y averiguaría la verdad, se prometió. Y la sonrisa de Edward se hizo más amplia.
—Jamás compro nada sin probar la mercancía.
Y entonces la tomó entre sus brazos y la abrazó con rabia y dolor, sintiendo frío y un calor sofocante al mismo tiempo. Le alzó la barbilla y la besó en la boca. Oyó brotar de la garganta de la joven un sonido profundo, y advirtió que ésta se ponía rígida, presa del pánico. Sus labios sabían tan dulces como el vino, pero se endurecieron instintivamente ante su asalto. No era una amante apasionada, se dijo Edward, pero no cedió e ignoró las protestas. La obligó a separar los labios para introducir la lengua en su boca y la exploró con una abrasadora y agresiva intimidad.
La joven forcejeaba con frenesí, pero él ahuecó las manos sobre sus senos y, a pesar de sentir los latidos de su corazón aterrorizado, siguió tanteando y explorando, estremecido de deseo y experimentando un calor sofocante en su interior. Ella tenía unos senos firmes y redondeados, y una figura hermosa, esbelta y curvilínea, con ceñida cintura y caderas seductoras.
Finalmente Bella dejó escapar un grito sofocado, se agitó y se puso tensa, como si estuviera a punto de saltar sobre él y arañarlo con saña. Pero no lo hizo. Dejó caer la mano que había alzado para empujarlo.
Edward se separó de ella para demostrarle que había mentido y salvar su propia alma. La joven temblaba ostentosamente; tenía los ojos acuosos y los labios húmedos e hinchados, y lo miró fijamente, con desconcierto.
—¿Habéis cambiado de parecer, milady? —Edward trató de hablar con frialdad.
—No, nada de eso, milord —se apresuró a responder ella.
Sin embargo le seguía latiendo el pulso en el cuello y le temblaban las manos. Bajó la mirada.
Él la observó unos instantes a la luz de la luna, intentando hacerlo con fría objetividad. Su cabello era un manto de asombrosa y exultante belleza, que evocaba un rojizo atardecer, con esos destellos rojos que el fuego de las antorchas arrancaba de él. Tenía la piel inmaculada, suave y fragante como pétalos de rosa; las facciones del rostro eran delicadas pero regias; la boca, hermosa, de forma bien definida, con labios ligeramente llenos. Y los ojos... no podían describirse como cafés o dorados. Algunas veces parecían del más suave color chocolate; otras brillaban con el dorado fulgor del amanecer.
—Bueno, supongo que serviréis tan bien como cualquiera.
La joven se estremeció de tal modo que él casi rió. Se sentía profundamente ultrajada. Pero si ella se sentía ultrajada, él ardía. Se volvió, convencido de que por lo menos la joven no tenía intención de apuñalarlo por la espalda.
—Buenas noche, lady Isabella —dijo. Se detuvo a unos metros de ella y se dio la vuelta, incapaz de contener la última frase mordaz—. Milady.
—¿Milord?
—Vuestra actitud no es exactamente como la imaginaba. —Incluso en la oscuridad pudo sentir cómo la joven se encendía de rabia—. ¿Mejorará? —preguntó burlón.
Ella vaciló antes de responder con un seductor susurro semejante a la seda acariciada por la brisa.
—Prometo... complaceros, lord Edward. —Las palabras retumbaron dentro de él, como una obsesión.
La joven se despidió con la mano antes de desaparecer en la noche. Él la observó alejarse y se prometió ser precavido y cauteloso. Y asegurarse de que cumpliera su promesa... a cualquier precio.

1 comentario:

  1. hola Gracy la historia es genial pero es triste pobre Edward perdio esposa e hijo y ahora solo quiere venganza igual que Bella, un abrazo patricia1204

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