Capítulo 26 “Consumido por la mentira”
Después de dos meses y medio de ausencia, Edward apenas podía contener su excitación al avistar la isla. Qué tonto había sido al dejar a Bella después de enterarse de que tendría a su hijo. La había añorado continuamente. Ahora ya llevaría cuatro meses y medio de embarazo, pero él rogaba que no estuviera demasiado gruesa como para hacer el amor con él.
Edward se paseaba nerviosamente por la cubierta hasta que el barco llegó a la pequeña bahía y echaron anclas. Luego, con voz fuerte, atronadora, informó a la tripulación que podían marcharse de inmediato, ordenaría a los hombres que se habían quedado en la isla que vinieran a asegurar el barco. Si los hombres de a bordo estaban tan ansiosos por ver a sus mujeres como él a Bella, tendría un motín si los demoraba en el barco.
El padre Webber andaba por allí, mirando a los hombres que bajaban los pequeños botes. Se preguntaba si debía hablar con el capitán sobre la necesidad de mantener a estos hombres apartados de sus esposas hasta que se celebrara el matrimonio. Pero al ver la alegría en los rostros de la tripulación, dudaba de que atendieran a sus razones.
No, eso no bastaría para detenerlos, sólo rogaba que las ceremonias tuvieran lugar pronto. Además, el capitán Edward no le ayudaría. El sacerdote sabía que Edward tenía una mujer francesa en la isla, y el joven había aclarado al padre Webber que no toleraría que tratara de interferir en su forma de vida. Pensaba que era absurdo que algunos de sus hombres desearan casarse ya que no tenían necesidad de hacerlo, y no tenía intención de casarse con esta señora.
En menos de veinte minutos, los botes llegaron a la costa y después de otros diez minutos de trayecto, caminando, corriendo, Edward llegó a la puerta de su casa, completamente asombrado por los cambios que veía.
–Parece que las mujeres han estado ocupadas durante nuestra ausencia –dijo Emmett acercándose a Edward–. Creo que hay un verdadero progreso. Han convertido esta vieja fortaleza en un hogar. Y, ¡mira, hasta han puesto cortinas!
Edward miró las cortinas blancas y sonrió. Al menos Bella no había hecho un vestido de bodas con la tela como deseaba.
Sonrió mientras su tripulación hacía un barullo terrible al pasar frente a la casa para llegar a sus hogares. Los gritos y las risas atrajeron a Rosalie a lo alto de la escalera, y Edward se quedó con la boca abierta al ver cómo había engordado.
Nunca se habían quedado en la casa el tiempo suficiente como para ver a las mujeres en una etapa avanzada del embarazo, y Edward rogaba que Bella no estuviera tan gruesa todavía. Pero se preguntaba por qué no aparecía.
–Te veré más tarde, Edward... Mucho más tarde –dijo Emmett por encima de su hombro mientras comenzaba a subir la escalera.
Edward sonrió mirando a Emmett que se reunía con su mujer. Sue se ofreció a llevar al padre Webber al pueblo, donde él había querido estar, y Edward se sintió aliviado al saber que el padre no dormiría en la habitación contigua a la suya.
Echó a andar hacia la escalera, y luego comenzó a correr.
–Capitán, ella no está en su habitación.
Edward se detuvo bruscamente y dio media vuelta al ver a Renée parada en la puerta de la cocina. Fue hacia ella con el ceño fruncido, imaginando lo peor.
–¿Dónde está? –preguntó bruscamente.
–No hay razón para que usted se altere. Bella ha salido a caminar... Como hace todas las tardes –dijo Renée con calma.
–¿Dónde?
–No tengo ni idea en qué dirección va. Siempre sale sola.
–Me alegro de verlo de regreso, capitán –dijo Jasper Whitlock que venía desde el fondo de la casa–. ¿Ha tenido éxito su viaje?
–No, pero te dejé a cargo de esto, Jasper, y será mejor que te escondas si no puedes decirme dónde está Bella ahora –rugió Edward.
–Está en el bosque, capitán –replicó débilmente Jasper–. Siempre va por el mismo camino, sale del sendero en el punto en que éste dobla hacia el pueblo.
–¿Sigue en línea recta o dobla hacia la derecha?
–En línea recta.
–Y ahora dime, ¿por qué diablos la dejas ir sola al bosque?
–Usted se lo permitía antes de marcharse, capitán, y ella se enfurecía cuando yo le decía que alguien debía acompañarla. Insistía en ir sola, y realmente yo no veía nada malo en ello –respondió nerviosamente Jasper.
–¡Demonios! Esa mujer no tiene derecho a insistir en nada, y yo te di instrucciones antes de partir. ¡Debías cumplir mis órdenes, no las de ella! –gritó Edward.
–Mi hija ya no es una niña, capitán. Puede cuidarse sola. Y siempre le ha gustado su privacidad. En Francia, daba largos paseos por el campo, sola –dijo Renée.
–¡Esto no es Francia, madame! Aquí hay cerdos salvajes al pie de la montaña. Si Bella fuera demasiado lejos, podrían atacarla y matarla.
–¡Matarla! – Renée se puso pálida. –Nunca salió durante el tiempo suficiente para llegar a la montaña, porque yo habría ido detrás de ella –respondió rápidamente Jasper.
–¿Cuánto hace que se fue?
–Sólo una hora –replicó Jasper.
Edward no dijo nada más, pero salió de la casa por la puerta del fondo. Corriendo, sólo tardó unos minutos en llegar al lugar donde doblaba el sendero. Al salir del sendero y seguir hacia la montaña, se preguntó si Bella habría encontrado el mismo estanque donde él solía ir. Si era allí donde iba en sus caminatas, podía comprender su deseo de privacidad.
Cuando Edward vio que las huellas llevaban hacia el arroyo, comenzó a andar más lentamente y decidió sorprender a Bella. Pero cuando llegó a los árboles que bordeaban el arroyo, fue él quien se sorprendió. Bella estaba tendida en la hierba junto al estanque, completamente tranquila y desnuda.
La sangre corría rápidamente por las venas de Edward mientras sus ojos la miraban. Todo su cuerpo tenía un color dorado. Estaba tendida de espaldas y el sol la acariciaba, y sus cabellos húmedos estaban extendidos sobre la hierba. Edward miró unos momentos su vientre ligeramente prominente y otra vez surgieron sus dudas. Allí había un niño, pero, ¿de quién era ese niño? Rápidamente apartó esos pensamientos de su mente, porque lo que importaba ahora era su deseo.
–¡Edward! –jadeó Bella al abrir los ojos cuando lo encontró mirándola.
Él la contempló durante un tiempo que parecía una eternidad, sin poder decir nada. Ella sentía el deseo que crecía dentro de sí, casi como un dolor. Él estaba parado, con las piernas separadas y las manos en las caderas. El sol iluminaba sus cabellos hasta convertirlos en fuego, y ella deseaba acariciárselos, tocar sus mejillas bronceadas, apretar sus labios con los de ella.
Bella miró con ansiedad cómo Edward se quitaba la camisa, y luego las botas y los pantalones. Pero cuando él estuvo desnudo y ella vio la expresión de triunfo en su rostro al inclinarse sobre ella, finalmente salió de su trance. Rápidamente se apartó de su alcance, tomó su vestido para ocultar su desnudez y se puso de pie, con el vestido ante ella.
Edward rió con ganas.
–Si has tardado tanto tiempo en recordar que me odias realmente no me odias, ¿verdad, Bella? ¿Por qué no te entregas a lo que sentías hace unos momentos?
¡Ay, Dios mío! ¿Por qué lo había mirado durante tanto tiempo? Seguramente él había visto el deseo en sus ojos.
–¡No sé de qué hablas! –replicó Bella. Sus mejillas se habían puesto de un rosado intenso pero se dominaba.
–Sí que lo sabes, pequeña –dijo él con voz ronca y comenzó a aproximarse a ella.
–Edward, no te acerques –gritó ella retrocediendo–. ¡No te acerques a mí!
–Voy a hacer el amor contigo, Bella, y lo sabes. Lo deseas. Entonces, ¿por qué no dejas de fingir? –preguntó él con suavidad.
–¡Estás loco! –gritó ella, llena de miedo–. Si deseara tocarte, ¿te pediría que te apartaras? Todavía te odio, Edward... no lo dudes.
–Mientes, Bella, especialmente te mientes a ti misma –dijo él con voz tranquila, saltó hacia adelante y la tomó por la cintura.
–¡Edward, por favor! –rogó ella mientras él la llevaba a la sombra y la colocaba en el suelo –si tengo que luchar contra ti, dañarás al bebé.
Él se colocó sobre ella a pesar de sus ruegos, y mantuvo sus brazos extendidos a sus costados mientras se inclinaba sobre su cuerpo.
–No lucharás contra mí, pequeña. He pensado en este momento todos los días que estuve lejos de ti, y sabes que nada me detendrá de poseerte ahora. –Soltó los brazos de ella y se apoyó en los codos, cuidando de no oprimirla con todo su peso; la besó con suavidad, luego le sonrió perezosamente–. Tendrás que abandonar tu resistencia por un tiempo, por el bebé. El niño te dará una excusa para no luchar contra mí, de manera que relájate y disfruta de esto mientras puedas.
–¡Pero yo no quiero una excusa! ¿Por qué no usas tú esa excusa y encuentras a otra para obligarla a someterse a ti? –preguntó Bella acaloradamente.
–Es a ti a quien deseo... y a ti te tendré. Tú no quieres seguir luchando contra mí, Bella. Es sólo tu orgullo el que te hace continuar.
–¡No es verdad! –gritó ella indignada.
–¿Por qué eres tan terca? –preguntó él exasperado–. Ahora tienes una razón para ceder... Sin perder tu orgullo. Por Dios, ¡no me burlaré de ti por eso!
–¡No!
Entonces Edward la besó apasionadamente, tapándole la boca. Penetró en ella, profundamente. Sintió sus uñas que se clavaban en su cuello, y se puso tenso, esperando el dolor. Pero entonces ella recorrió sus cabellos con sus dedos y le acarició la espalda. La pasión que siempre había entre los dos crecía, y mientras el placer flotaba dentro de Edward, la besó intensamente, elevándose a alturas que sólo podía alcanzar con esta mujer.
Cuando Edward se tendió a su lado sobre la hierba, Bella se sentó y se abrazó las rodillas, mientras sus cabellos cubrían su cuerpo como una capa de seda. Miró, malhumorada la pequeña cascada.
–Te he echado de menos, Bella –dijo Edward con suavidad a sus espaldas. Le desordenó los cabellos y le acarició la espalda–. He pensado en ti constantemente... todos los días, y especialmente de noche, cuando estaba en mi camarote recordando cómo lo compartíamos.
–Estoy segura de que fuiste a la costa y encontraste compañeras adecuadas para aliviar tus sufrimientos –replicó ella con sarcasmo.
–Pareces celosa, pequeña –rió Edward.
–¡Qué absurdo! –respondió ella con furia volviéndose hacia él–. Ya te he dicho muchas veces que encuentres otra.
–Es bastante fácil de decir, aunque no sé qué significa. Piensa en tus verdaderos sentimientos, Bella. Tú también me has echado de menos, ¿verdad?
–Por supuesto que no. ¿Cómo podría echarte de menos cuando rogaba que nunca volvieras? ¿Por qué has vuelto tan pronto? ¿Encontraste a James?
–No, he decidido esperar algún tiempo antes de continuar la búsqueda.
–¿Cuánto tiempo? –preguntó ella.
–Estos meses que he estado lejos de ti me parecieron una eternidad. He decidido quedarme aquí hasta que se cumpla el año que prometiste.
–¡Pero... pero no puedes! –dijo ella–. Cuando te di mi palabra de que me quedaría un año aquí, era sólo porque tú dijiste que no estarías aquí todo el tiempo.
–Y no he estado. Ya has pasado dos meses y medio sola, y es suficiente.
–Entonces supongo que debo agradecerte estar encinta, porque me liberarán de tus avances cuando se acerque el momento. Entonces tendrás que encontrar otra –replicó ella con agudeza, poniéndose de pie para vestirse.
Edward frunció el ceño al oír estas palabras, mientras buscaba su propia ropa. ¿Y si el niño nacía con cabellos negros? Peor aún, ¿si el niño tenía los cabellos castaños, casi marrones como los de Bella y ojos cafés? Entonces nunca sabría la verdad.
–Pareces preocupado, capitán –se burló Bella mientras se inclinaba a recoger un ramillete de flores de color violeta–. ¿Encuentras difícil decidir quién me remplazará?
Él la miró unos momentos, y sus ojos se detuvieron en su cintura. Ahora que estaba vestida, su forma parecía la misma que cuando la dejara.
–Vi a Rosalie en la casa –comentó Edward, ignorando la pregunta–. Ya ha engordado mucho, y tú has cambiado muy poco. ¿Estás segura de que hace cuatro meses y medio que estás encinta?
Bella rió alegremente, y sus ojos dorados brillaron.
–Te gustaría creerlo, ¿verdad? Entonces no tendrías dudas de que el niño es tuyo. Bien, lamento desilusionarte, Edward, pero mis cálculos son correctos. Ahora, si no te molesta, regresaré a la casa.
Él la tomó de los brazos mientras ella trataba de seguir adelante, dejando caer las flores que llevaba.
–¿Pero dices que el niño es mío? –preguntó.
–Te he dicho que sí.
–Dijiste que mentías sobre Black, pero en realidad podrías estar mintiendo ahora.
–Puedes creer lo que quieras, Edward. Ya te dije antes que no me importa.
–¡Pero sí que importa! –Su voz se hizo más aguda, y sus manos apretaron los brazos de Bella–. ¡Por amor de Dios, Bella! No puedo seguir soportando esta duda. ¡Júrame que ese niño es mío!
Había dolor mezclado con rabia en sus ojos, y Bella sintió un fuerte deseo de ver en ellos el alivio que sólo ella podía darle. Pero entonces recordó por qué había sembrado la duda en su mente al principio. Quería hacerlo sufrir, y sufría. No eliminaría la duda para darle la paz del espíritu. Esta era una venganza por todo lo que él la había hecho sufrir.
–Todas las veces que te di mi palabra, Edward, fue porque no me diste otra opción. Pero ahora la tengo, y elijo no darte mi palabra sobre esto. Te dije que este niño es tuyo... esto es suficiente.
–¡Maldita seas, mujer! –se enfureció él, y sus ojos se convirtieron en cristales de hielo–. Si no lo juras, es porque no puedes hacerlo. ¡Ese niño debe ser de Black!
–Puedes creer lo que quieras –susurró Bella. Su corazón latía tan fuertemente que ella pensaba que él debía oírlo.
Edward levantó la mano para golpearla, pero luego la bajó.
–¡Vuelve a la casa! –ordenó con voz fría y amenazadora, y le volvió la espalda.
Bella pasó junto a él sin decir palabra, y siguió por el sendero. Poco después, miró hacia atrás para ver si él la seguía, pero en el sendero no había nadie, sonrió para sí triunfante. Había pasado lo peor de la tormenta, y el resto sería agradable. Él estaría enojado y frustrado, tal vez tanto que no desearía compartir una habitación con ella... Eso esperaba Bella. Sentía que su libertad se acercaba.
Jasper Whitlock la esperaba ansiosamente junto a la puerta del fondo.
–¿Vio al capitán? ¿Todavía... todavía está enojado porque la dejé ir sola al bosque? –preguntó rápidamente.
–¿Por qué habría de estar enojado por eso?
–Tenía miedo de que usted se acercara a la montaña porque allí hay cerdos salvajes –replicó Jasper.
–El capitán estaba tan alterado, que logró alterar a otros –rió Rosalie–. Tu madre está preocupadísima desde que te fuiste.
–Esto es ridículo. Yo estaba perfectamente bien... hasta que Edward me encontró –dijo Bella con irritación.
Rosalie volvió a reír.
–Será mejor que se lo digas a tu madre. Está en el salón grande con Sue y con Emmett.
–Ya voy. Y no te preocupes, Jasper. Dudo de que el capitán hable de esto. Cuando vuelva, seguramente estará enojado, pero por algo completamente distinto.
Cuando Bella entró en el comedor, vio a su madre paseándose frente a la chimenea. Sue estaba en el nuevo sofá con Emmett, regañándole por dejar ir a Edward detrás de Bella sabiendo que estaba tan enfadado.
–¡Bella! –gritó Renée cuando la vio–. Gracias a Dios, estás bien, si hubiera sabido que había animales salvajes en esta isla, jamás te habría dejado ir sola.
–Nunca me he acercado a la montaña, mamá, de manera que no había nada que temer. Siempre fui a un pequeño estanque que encontré en uno de los arroyos, pero no volveré a ir. –No después de lo que acaba de suceder allí, agregó con pena para sí misma. Era un hermoso lugar donde podría encontrar paz y olvidar a Edward.
–¿Dónde está Edward? –preguntó Emmett distraídamente.
–Se quedó arriba... para tranquilizarse, creo.
–De manera que pelearon por el niño, ¿eh? –aventuró Emmett, con un cierto brillo en sus ojos azules.
–¿Cómo... por qué piensa eso? –Preguntó Bella.
–Sabía que sucedería, aunque pensé que él esperaría hasta después de...
–¡Emmett! –gritó Sue–. ¡No hable así!
Emmett miró a Sue y Bella y Renée hicieron lo posible por contener la risa. Emmett no estaba acostumbrado a aceptar órdenes de una mujer, ni siquiera de una que le recordara a su madre.
–Bien... Creo que subiré a mi habitación a descansar un rato –dijo rápidamente Renée–. Me reuniré más tarde con ustedes para la cena –añadió y se fue.
Bella sonrió.
–Ahora que mamá se ha ido arriba, puede usted continuar con lo que iba a decir, monsieur. Y tú cállate, Sue.
–Ahora... ahora ya no me acuerdo –dijo Emmett, incómodo y se puso de pie–. Y tengo cosas que hacer, de manera que...
–Vamos –interrumpió Bella–. Terminemos nuestra conversación. Usted iba a decir que pensaba que Edward esperaría hasta que se hubiera acostado conmigo.
–¡Bella! –exclamó Sue.
–Ah, silencio, Sue. Sé que de estas cosas no se habla, pero no estamos exactamente en un salón de Francia. –Bella se volvió hacia Emmett–. Tenía usted razón, monsieur, ¿cómo sabía que discutiríamos?
–Hace meses que Edward está atormentado. El joven tonto teme no ser el padre del bebé, y esto le preocupa mucho, sospeché que hablaría de ello con usted en cuanto volviera. –Emmett se interrumpió, y se mostró un poco molesto–. Él... él es el padre, ¿verdad?
Bella rió con suavidad.
–Por supuesto que sí, se lo dije, pero creo que prefirió no creerme.
En ese momento, oyeron la voz furiosa de Edward, y un momento después el mismo Edward abrió la puerta de un golpe, estrellándola contra la pared. El golpe hizo eco en el salón, se detuvo y miró con furia a los que estaban junto a la chimenea; luego se acercó a la mesa y se sentó pesadamente en una silla, dándoles la espalda.
Bella decidió no enfurecerle más con su presencia, y subió en silencio la escalera, esperando que él no lo advirtiera. Sue, asustada, siguió a Bella. Emmett se dejó caer en una silla junto a su amigo.
–Bella dice que tú no crees que el niño sea tuyo –aventuró Emmett.
Bella oyó a Emmett, y se detuvo a escuchar en lo alto de la escalera, escondida por la pared del corredor. Cuando Sue llegó al corredor, se sorprendió al encontrar a Bella parada allí, pero cuando la joven le hizo señas de que guardara silencio, ella también permaneció allí para escuchar la conversación en el salón.
–¡Sé que ese niño no es mío! –gruñó Edward, con su rostro convertido en una máscara de amarga frustración.
–No eres razonable, Edward.
–¡Sí que lo soy! Esa mujer miente según le conviene, lo mismo que yo. Pero cuando da su palabra, sé que es cierto, y en este caso no quiere darla.
–La has insultado pidiéndole su palabra –exclamó Emmett.
–¡Ja! ¡Haré algo más a esa mujer que insultarla! Hoy quería pegarle para que me dijera la verdad, y aún pienso hacerlo.
–No puedo permitirte que lo hagas, Edward –dijo Emmett con calma.
–¿No puedes? –dijo Edward asombrado–. ¿Desde cuándo defiendes a esa arpía? Me has dicho muchas veces que necesita unos azotes.
–Cuando los necesitaba, sí, pero ya no los merece. Y aunque así fuera, tendría que detenerte, por su estado. Podrías dañar al niño... a tu hijo... y yo no puedo permitírtelo.
–¡Te digo que no es mío! Sé que Bella miente, sólo que no sé por qué. Cuando nazca el niño, verás la verdad de mis palabras. Y tal vez entonces descubrirás el juego de Bella.
–¡Tal vez entonces verás que has sido un tonto! –dijo Emmett con dureza.
Más tarde, cuando Bella bajó a cenar, pasó junto a Emmett en la escalera. Se detuvo frente al hombre corpulento y le dio un ligero beso en la mejilla para agradecerle el haberla defendido. Emmett se sonrojó considerablemente bajo su bronceado, y Bella siguió bajando la escalera mientras él sacudía la cabeza, desconcertado.
Edward estaba solo en la cabecera de la mesa. No había visto a Bella besar a Emmett, y la miró con furia cuando ella se sentó junto a él en el lugar habitual. No dijo nada mientras rápidamente llenaba su plato. Ella esperaba que él volviera a regañarle, de manera que se sintió aliviada por su silencio.
Edward no tocó la comida, pero bebió una enorme cantidad de ron aunque, sorprendentemente parecía permanecer sobrio. Cuando llegaron los demás, la comida continuó en silencio, y Bella comió rápidamente para poder volver a su habitación.
Después de varias horas tratando inútilmente de dormir Bella oyó pasos en el corredor frente a su puerta. Estaba segura de que Edward no quería compartir su cama con ella esa noche, pero a medida que pasaban los minutos, comenzaba a sentirse inquieta, preguntándose por qué él seguiría parado frente a la puerta.
Luego la puerta se abrió de pronto, golpeando contra la pared, y Bella se sentó rápidamente en la cama. Cuando vio la expresión de Edward, supo que había golpeado la puerta a propósito, para asegurarse de que ella estaba despierta, cerró la puerta silenciosamente y la miró con frialdad unos momentos antes de aproximarse lentamente a la cama. Se apoyó contra el poste y siguió mirándola.
Furiosa y molesta, ella comenzó a hablar, pero él la detuvo con su propia voz profunda.
–Quítate la enagua, Bella. A pesar de todo lo que has dicho y hecho hoy, te haré el amor. –Hablaba con tranquilidad, pero sus ojos tenían un color verde helado.
Bella no podía creer lo que oía. Él estaba furioso y sin embargo la deseaba. ¿O sólo quería castigarla?
Ella comenzó a protestar, pero él la interrumpió antes de que pudiera decir una palabra, con voz amenazadora.
–Esto no es un ruego Bella, sino una orden. ¡Quítate la enagua!
Bella temblaba, aunque en la habitación hacía calor. Edward había dicho a Emmett que quería arrancarle la verdad, y Bella se dio cuenta con temor de que ni Emmett ni nadie podían protegerla ahora.
Bella se quitó la camisa, y luego subió las mantas para cubrir su desnudez. Podía soportar cualquier cosa, pero tenía que pensar en su bebé y protegerlo de cualquier daño.
Aunque había hecho lo que él quería no había satisfacción en el rostro de Edward. Su expresión era fría, aun cuando le arrancó las mantas y comenzó a quitarse su propia ropa con deliberada lentitud.
–Quiero que comprendas que yo no toleraré tu fingida resistencia, Bella –dijo con dureza–. Te he tratado con cuidado porque eres hermosa y porque no quería estropear tu belleza. He sido blando contigo, y ese fue mi error.
Se tendió a su lado en la cama y la atrajo hacia él, desafiándola a que se resistiera.
Su voz era un susurro mortal mientras continuaba.
–Eres mía. Tendría que haberte azotado la primera vez que mostraste tu terrible genio. Tendría que haberte encadenado a mi cama para que no pudieras escapar Pero, sobre todo, jamás tendría que haber puesto mis ojos en ti. De esa manera no tendría este dolor que me consume. Y, Dios mío, aunque sé que llevas al bastardo de Black, no puedo dejar de desearte.
Sus labios se posaron en los de ella lastimándola con su salvaje presión. Bella sabía que Edward estaba destrozado. La odiaba, la odiaba por muchas razones, pero inevitablemente, su necesidad de ella superaba su odio. Y después de unos momentos, también ella se perdió en el deseo.
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