Capítulo 13 “Quiere venganza”
Sue estaba a las puertas del museo, acompañada por Eleazar. Tanya se acercó corriendo y les dijo:
—Ya la han atrapado. Se la han llevado.
—Ya no importa gran cosa, ¿no? Yo diría que la fiesta se ha acabado —dijo Eleazar encogiéndose de hombros.
—¡Eleazar! ¡Ese joven ha muerto! —le reprendió Tanya.
—Pobre diablo. Espero que no haya sufrido. Dicen que es una muerte espantosa.
—Sí, espantosa —murmuró Sue.
Eleazar la observó un momento.
—¡Oh, Sue! Perdona. Tú fuiste quien encontró a los padres de Edward, ¿no es cierto? Debió de ser horrible —al advertir la expresión angustiada de Sue, dijo—: Disculpa, no pretendía recordarte el pasado. Pero esta noche resulta difícil no hacerlo. Qué lástima, la fiesta estaba siendo agradable. Y había suculentos cotilleos. ¡Sue, pillina! ¡No nos habías dicho nada!
—Yo tampoco lo sabía —contestó ella.
—¡Estarás de broma! —dijo Tanya.
—He mandado por el carruaje. Creo que ése que viene es el tuyo, Eleazar.
—Qué pena —dijo Eleazar—. ¡Y yo que quería freírte a preguntas y saber un poco más sobre esa misteriosa beldad! Es una joven asombrosa, ¿no te parece, Tanya?
—Mmm.
—Bueno, Sue, ¿y de dónde ha salido?
Sue titubeó.
—Pues la verdad es que la conocimos por casualidad.
—¿Cómo es eso?
—Hubo un accidente y su tutor resultó herido.
Eleazar achicó los ojos.
—¿Su tutor? ¿Y se puede saber quién es ese caballero?
—Un tal sir Charlie Swan.
—¡Swan! —exclamó Eleazar, perplejo.
—¿Es que lo conoces? —preguntó Sue.
—He oído hablar de él —Sue aguardó sobre ascuas lo que diría a continuación—. Ese viejo truhán era una leyenda en la caballería. Obtuvo su rango en la India.
Sue dejó escapar un suspiro de alivio.
—Bueno, sea como fuere, hubo un accidente. Sir Charlie se estaba recuperando, o se está recuperando, mejor dicho, en el castillo. Y, naturalmente, su pupila no quería moverse de su lado.
—Sigue siendo asombroso, a pesar de los evidentes encantos de la joven —dijo Eleazar con un destello en la mirada.
Bella apareció de pronto a su lado, muy alterada, con el pelo suelto. Estaba más bella que nunca.
—¡Sue, por favor, tienes que encontrar a Emmett enseguida! Necesitamos una ambulancia.
—¿Una ambulancia?
—¡Está vivo! —gritó Bella—. Está muy grave, pero aún respira.
—¡Hay que llevarlo al hospital! —dijo Sue.
Bella sacudió la cabeza, acalorada.
—Vamos a llevarlo al castillo.
—¿Lo ha dicho Edward? —preguntó Sue, sorprendida.
—¡Sí, sí! Su estado es muy delicado, Sue. En un hospital podría contagiarse de toda clase de enfermedades. Por favor, Sue, busca enseguida a Emmett.
—Ya voy yo —se ofreció Eleazar mientras Bella daba media vuelta y regresaba al salón.
—Gracias —dijo Sue—. Discúlpeme, lady Tanya…
Siguió a Bella, pero eludió el salón y subió rápidamente las escaleras. Abrió la puerta de la oficina y buscó a tientas el interruptor de la luz eléctrica. El terrario estaba detrás de la mesa de sir Jason. La cobra parecía dormida.
Sue se acercó y leyó la placa que había adherida al cristal.
Naja haje, áspid, cobra egipcia. Símbolo del sol, de la autoridad, de la fuerza y el poder y, ante todo, de la realeza. Representa la destrucción de los enemigos, así como la luz, la vida y la muerte.
La vida y la muerte. Riley Biers seguía vivo.
Sue extendió la mano hacia las bisagras de la tapa del terrario. Luego dio media vuelta y salió de la oficina, teniendo cuidado de apagar la luz.
Bella y Edward habían decidido viajar en la ambulancia que les había cedido la Junta Metropolitana de Asilos y que, para alivio de Edward, estaba bastante limpia. El hombre que los acompañaba, y que al principio no les había dado la impresión de ser médico, parecía muy competente. Había tratado la herida con ácido carbólico, la misma sustancia que había impedido que Edward muriera en la India a consecuencia de sus heridas, y les había ordenado a Edward y Bella que se enjuagaran la boca con whisky, aunque quizá fuera ya demasiado tarde. Era probable que toxinas que hubieran ingerido en su afán por salvar a Riley se hubieran infiltrado ya en su sangre.
En la ambulancia había poco espacio. Edward se había sentado en el pescante del conductor, en tanto que Bella y el doctor, un caballero con consultorio privado llamado Ben Cheney, viajaban en la angosta parte de atrás junto al paciente.
Cuando llegaron a la muralla exterior del castillo, el cochero detuvo al caballo. Jasper estaba esperando, y al parecer Emmett y Sue se habían adelantado. La verja estaba abierta.
El cochero arreó de nuevo al caballo. Edward se dio cuenta de que le daban miedo los jardines.
Cruzaron el puente y entraron en el patio. Allí, Edward se apeó. El doctor ya había abierto los portones del coche. Edward sacó a Riley Biers y lo trasladó al interior del castillo. Sue estaba esperando en la puerta.
—La cámara oeste está lista —dijo mientras se atusaba el pelo.
Edward asintió con la cabeza y subió las escaleras con su carga a cuestas. Emmett aguardaba en la habitación, pero Edward sacudió la cabeza cuando quiso ayudarlo. La cama estaba cubierta con sábanas limpias, un fuego ardía en la chimenea y en una mesita colocada junto a la cama había toallas limpias y agua fría. Edward depositó suavemente al joven inconsciente sobre la cama.
—Hay una camisa de dormir para él en el respaldo de la silla —murmuró Sue.
Emmett dijo:
—Yo ayudaré al doctor a ocuparse de él.
Edward asintió y dio la vuelta, dispuesto a marcharse. Bella estaba en la puerta, silenciosa y acongojada.
—No puedes hacer nada más —dijo él.
—Voy a velarlo toda la noche.
—Yo puedo cuidar de él —dijo Sue.
—Gracias, pero quiero quedarme —repuso Bella con firmeza.
Edward la obligó a salir y cerró la puerta.
—Tienes que darle tiempo al médico —dijo. Edward se dio cuenta de que Bella lo culpaba a él por lo ocurrido. Enfurecido de pronto, añadió—: Haz lo que te plazca —y se alejó por el pasillo en dirección a sus aposentos.
¡Debería haber matado a la condenada serpiente! Porque, mientras existiera, aquello podía volver a ocurrir.
Bella estaba angustiada y sabía que debía esperar. Y estaba convencida de que Riley estaría a salvo mientras Emmett y el doctor se ocuparan de él.
Corrió por el pasillo, llena de nerviosismo, hacia la habitación de Charlie. Hizo ademán de llamar, pero luego vaciló, pensando que estaría dormido. Abrió la puerta y se asomó dentro.
Charlie estaba en la cama, con la cabeza apoyada en la almohada. Pero no estaba durmiendo.
—¿Bella? —preguntó, un tanto soñoliento.
—Charlie, perdona, no quería despertarte.
—¡Pasa, pasa! ¿Qué ha ocurrido? —salió de la cama ataviado con su largo camisón y su gorro de dormir, y se acercó apresuradamente a la puerta.
—La cobra se escapó y mordió a Riley, Charlie. Está aquí, en el castillo.
—¿Está vivo?
Ella asintió, decidiendo no decirle que se había esforzado por extraer el veneno de la herida. Lo mismo que Edward Cullen, se recordó, y sintió una leve punzada de culpabilidad. Pero, aunque confiara en él, ya no estaba segura de poder confiar en sus sirvientes.
¡Había sospechado tanto de Riley! Y ahora se hallaba a las puertas de la muerte…
—¿Mataron a la condenada serpiente? —preguntó Charlie.
—No, volvieron a meterla en el terrario —se puso a caminar delante de la chimenea, presa de agitación—. Alguien soltó a la serpiente, Charlie. Es imposible que se haya escapado.
Charlie se rascó la barbilla, pensativo.
—Bueno, Bells, no sé. Una serpiente en una habitación llena de gente… Nadie podía saber a quién iba a atacar, ¿no crees?
Ella dejó escapar el aire lentamente mientras lo observaba con detenimiento.
—Supongo que tienes razón. ¡Oh, Charlie! Será horrible si Riley muere. Será como si…
—Como si hubiera de veras una maldición, ¿no, muchacha? —preguntó Charlie.
Ella sacudió la cabeza.
—Puede ser.
—¡Pero Bella!
—En el museo no había pasado nada hasta que apareció Edward Cullen.
Charlie meneó la cabeza y apartó la mirada de ella.
—No puedes volver allí.
—¿Qué?
—No puedes volver al museo.
—¡Eso es ridículo! Es mi trabajo. No volveré a encontrar nada igual…
—¡Yo puedo ocuparme de ti, Bella!
—¡Charlie! Tú no vas a volver a hacer nada ilegal —replicó ella.
Él sacudió la cabeza.
—¡Ya lo sé! He aprendido la lección, niña. Pero creo que no debes volver allí.
—Tal vez deberíamos irnos de aquí —murmuró ella—. Tú ya estás bien, Charlie. Podemos volver a casa…
Se interrumpió, dándose cuenta de repente de que la sola idea de marcharse le daba ganas de llorar. No quería dejar el castillo. Ni siquiera quería enfadarse. Pero no quería ser un simple peón en manos de Edward.
—¿A casa? —preguntó Charlie, sorprendido.
—Sí, a casa, a nuestras habitaciones, adonde vivimos —respondió ella, y luego sacudió la cabeza. Charlie parecía tener buen aspecto esa noche. Pero ahora Riley estaba allí. No podía abandonarlo. Sobre todo, teniendo en cuenta que ya no confiaba en Sue Clearwater.
Él se quedó callado un momento.
—No puedes volver.
—¿Adónde? ¿A casa?
—¡Al museo! —dijo Charlie, meneando la cabeza.
—Charlie, mi empleo es un regalo caído del cielo.
De pronto lamentó haber entrado en aquella habitación. Naturalmente, Charlie tendría que enterarse de lo ocurrido. Pero podía haber esperado hasta la mañana siguiente para hablar con él. A fin de cuentas, todavía estaba convaleciente. Y ella se había precipitado. No podía marcharse mientras Riley se debatiera entre la vida y la muerte.
—Charlie, lamento muchísimo haberte molestado. Voy a ir a velar a Riley. Hablaremos por la mañana, ¿de acuerdo?
Charlie tenía la expresión más sombría y preocupada que Bella recordaba haber visto en su semblante. Se acercó a él y lo abrazó con ímpetu.
—Con un poco de suerte, Riley habrá salido de peligro por la mañana.
—Voy a ir a velarlo contigo, Bella —dijo él.
—¡Cielo santo, no! Tienes que meterte en la cama y descansar.
Él se quedó mirándola un momento. Bella tuvo la impresión de que se sentía culpable, pero ¿de qué? Seguramente no eran más que imaginaciones suyas. Estaba cansada y angustiada. ¡Hasta creía que Charlie formaba parte de una conspiración!
—Puedo quedarme contigo…
—Estaré bien —le dijo ella—. Charlie, por favor, métete en la cama antes de que vuelvas a ponerte enfermo.
—Bells…
—¡Te lo suplico!
Él suspiró y luego la señaló agitando un dedo.
—Tengo el sueño ligero, muchacha. Si me necesitas, grita.
Ella sonrió. Charlie dormía como un tronco. Por eso nunca lo despertaban los ruidos que se oían de noche en el castillo.
—Prometo que te llamaré si te necesito —lo besó en la frente, lo empujó hacia la cama y luego lo tapó con las mantas—. La verdad es que tienes muy buena cara, ¿sabes? —murmuró.
Él asintió.
—¡Ni se te ocurra ir mañana al museo!
Ella sonrió, pero no respondió. Desde hacía algún tiempo, el museo no abría los sábados.
—Buenas noches —dijo.
Al salir al pasillo, vio que Emmett estaba montando guardia junto a la puerta de Riley, con los brazos cruzados sobre el pecho.
—¿Está… ? —musitó Bella.
—Todavía respira, señorita Bella, todavía respira —le aseguró él, y sonrió—. Entre. El doctor también va a quedarse toda la noche. Yo me quedaré aquí fuera.
—Gracias.
Bella entró en la habitación. Riley parecía muy joven y frágil, vestido con un largo camisón blanco. Tenía la cara muy pálida y el pelo revuelto. Bella se acercó a la cama. El doctor Ben Cheney se había acomodado en un sillón y parecía adormilado. Pero cuando Bella se aproximó sigilosamente a la cama dijo:
—Cambíele los paños de vez en cuando, si quiere ser de ayuda. No conviene que le suba la fiebre. De momento tiene el pulso más firme. Procure que esté cómodo y que tenga la frente fría.
Ella asintió.
—Gracias.
—¿Qué me dice de usted?
—¿De mí?
—Usted chupó el veneno.
—Estoy bien. Lo escupí enseguida.
—¿Suelen avisarla para que rescate a víctimas de mordeduras de serpientes?
—Nunca antes lo había hecho —él enarcó una ceja—. Leo mucho —dijo Bella a modo de explicación.
Él asintió, mirándola con los ojos entornados.
—Eso es peligroso, señorita. Si hubiera tenido un corte en la boca… en fin, el veneno podría haberse difundido por su sangre.
—Me encuentro bien, se lo aseguro. Gracias, de todos modos.
Bella procuró mantener fría la frente de Riley, confiando en que ello sirviera de algo. Y pronto se convenció de que así era, pues cada pocos minutos afloraba a la frente del enfermo una brillante pátina de sudor que sus cuidados mantenían a raya.
En algún momento de la noche Bella comenzó a adormecerse, recostada sobre el pecho de Riley. Se despertó sobresaltada al oír un ruido. Al principio, sintió miedo. Pensó que los pulmones de Riley estaban cediendo. Pero no era así. Riley estaba inquieto, y sus labios se movían. Bella miró al doctor Cheney, pero éste parecía dormido. Tocó la mejilla de Riley. No estaba caliente.
—Riley, no pasa nada. Te vas a poner bien —musitó.
—Las guarda él —dijo Riley, agitando la cabeza—. Las guarda… en la cripta… Es… peligroso…
—¿Qué, Riley? ¿Qué es peligroso?
—Los áspides… en la cripta —de pronto abrió los ojos de par en par—. Las cobras… en la cripta. Cuando esté listo… matará. Nos matará a todos.
Riley cerró los ojos de nuevo. Bella se quedó paralizada por el miedo. Miró al doctor Cheney, que seguía con los ojos cerrados. Luego se inclinó hacia Riley.
—¿Qué estás diciendo, Riley? —preguntó suavemente.
Él se revolvió de nuevo, volvió a abrir los ojos y la miró fijamente a los ojos, clavando los dedos en las sábanas.
—¡La bestia! —susurró—. La Bestia de Masen. ¡Ten cuidado con la bestia! Tiene un plan cruel. Quiere venganza. ¡Quiere matarnos a todos!
Luego cerró los ojos, sus dedos quedaron quietos y fue como si nunca hubiera hablado.
En alguna parte un reloj dio las tres. El doctor Cheney dejó escapar un ronquido y se removió en la silla. Después, todo quedó en silencio.
Edward yacía despierto, escuchando. Pero esa noche no había oído ningún ruido extraño. Ayax dormía plácidamente junto a la chimenea.
Edward volvió a preguntarse cómo había llegado la cobra al salón de baile.
La pobreza de Riley Biers hacía de él un sospechoso probable. Sin embargo, había sido atacado y estaba al borde de la muerte.
Edward se incorporó y golpeó con el puño la almohada. Luego estaba lord Vulturi, quien al parecer tenía deudas de juego. Pero ¿sería capaz de arriesgarse hasta ese punto? ¿Y Félix? Félix era quien se ocupaba del áspid en el museo, pero, excepto Bella, todos los que trabajaban en aquel departamento habían estado en Egipto y tenían experiencia con las cobras egipcias.
Edward rechinó los dientes, intentando concentrarse. ¿Tal vez sir James, el gran aventurero? Pero no. Edward debía admitir que lo que más le hacía recelar de James era su evidente interés por Bella.
Seguía sin tener pistas claras acerca de quién podía ser el culpable, pero estaba persuadido de que, fuera quien fuese, poseía la información que a él le faltaba: lo que había descubierto su padre justo antes de morir. Había una pieza de tremendo valor que no había sido catalogada y que estaba en alguna parte. Y, si no estaba en el museo, entonces tenía que estar entre los objetos guardados en el sótano del castillo.
Sólo aquéllos en quienes tenía plena confianza tenían acceso a sus tierras: Emmett, Jasper y Sue. Y, de ellos, sólo Sue había estado en Egipto.
Aquello no era una conspiración creada por su dolor, su amargura y su cólera. El asesinato del individuo de la taberna lo había dejado bien claro. Por extraño que pareciera, el truhán de Charlie había acabado siéndole de gran ayuda. Ahora, sin embargo, todo se había complicado. Había permitido que Bella y su tutor se quedaran en el castillo porque pensaba usarlos a ambos, pero no había tenido en cuenta sus propios sentimientos.
Pero ahora…
Se levantó y Ayax se puso en pie de un salto y empezó a menear la cola.
—De pronto esto está muy frío y solitario, ¿no crees, chico? —preguntó—. Vamos a dar una vuelta.
Edward recorrió sigilosamente el pasillo. Emmett se había quedado dormido, apostado junto a la puerta, pero abrió los ojos y se incorporó de un salto al oír a Edward.
—Soy yo —dijo éste. Emmett asintió y volvió a recostarse contra la pared.
Edward abrió con sigilo la puerta de la habitación de Riley. El médico estaba adormilado en el sillón. Bella se había quedado dormida, recostada sobre Riley y vestida todavía con su suntuoso vestido dorado. Ninguno se movió cuando entró.
Edward puso un dedo sobre la garganta de Riley. El pulso era fuerte. Apartó con delicadeza un mechón de la cara de Bella. Mientras la miraba, sintió una oleada de calor y a continuación una tensión que le atenazaba los miembros. Bella sufría por aquel joven. ¿Se debía ello únicamente a que eran compañeros de trabajo? ¿O acaso había entre ellos algo más?
Edward quitó una manta de un sillón que había junto al fuego y tapó cuidadosamente con ella los hombros de Bella. Ella siguió sin moverse. Edward regresó al pasillo, dejó a Emmett dormitando en su puesto y se dirigió a las escaleras.
Riley se removió.
El movimiento despertó a Bella. Por un instante, quedó desorientada, con los ojos en llamas, incapaz de recordar dónde estaba. Luego el pavor de lo sucedido aquella noche se apoderó de ella y se incorporó, sobresaltada, mirando al hombre que yacía en la cama. Riley parecía tener buen color. Ya no tenía la cara perlada de sudor. Bella puso un dedo sobre su garganta y sintió el martilleo firme y regular de su pulso.
Se recostó en la silla, aliviada. El doctor Cheney seguía roncando. Al cabo de un momento, Bella se levantó y se desperezó, frotándose el cuello agarrotado.
De pronto tuvo la extraña sensación de que el castillo estaba vivo y recordó con un escalofrío las palabras que Riley había pronunciado en su delirio. La cripta del castillo estaba llena de áspides. Aquello era ridículo. ¿Cómo podía saber él tal cosa? ¿Y qué podía hacerle sospechar algo así?
Bella miró la puerta, consciente de que Emmett estaba montando guardia al otro lado, aunque no estaba segura del porqué. A no ser que Edward también desconfiara de Sue Clearwater. O de ella, del pobre Riley y del doctor Cheney.
Se acercó a la puerta y la abrió con sigilo. Emmett se puso alerta.
—Soy yo —musitó ella.
—¿Qué tal está el paciente?
—Tiene el pulso fuerte.
—Gracias a Dios.
Ella fingió un bostezo.
—Creo que está lo bastante bien como para que me vaya a la cama un rato. ¿Está usted bien aquí, Emmett? ¿Quiere que le traiga una almohada o una manta?
—Oh, no, señorita Bella, en peores sitios he dormido en la India, en el Sudán… Estoy bastante cómodo, gracias.
—Buenas noches, entonces.
Bella se alejó apresuradamente por el pasillo. Entró en su habitación, pero no cerró del todo la puerta. Esperó unos segundos con el corazón en un puño, preguntándose qué iba a hacer. Y comprendió que pretendía asegurarse de que no había áspides en la cripta.
Esperó un poco más. El tiempo pasaba lentamente, pero quería asegurarse de que Emmett volvía a dormirse para escabullirse por la puerta y bajar las escaleras sin que la vieran. Se le ocurrió llevarse una lámpara, y buscó rápidamente una junto con una caja de cerillas.
Regresó a la puerta y se asomó. Emmett parecía haber vuelto a dormirse. Tenía la cabeza apoyada sobre los brazos cruzados y estaba recostado contra la puerta de Riley.
Bella salió en silencio, se acercó de puntillas a la escalera, empezó a bajar y luego miró hacia atrás. Emmett no se había movido. Ella siguió bajando apresuradamente. Al llegar al pie de las escaleras, giró hacia el pasillo lateral y siguió avanzando hasta llegar a la pequeña capilla.
Abrió la puerta de las escaleras de la cripta, que parecían descender hacia la nada, envueltas en tinieblas. Pero cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad se dio cuenta de que había allí un leve resplandor. Dudó un momento, dejó su lámpara y empezó a bajar.
Palmo a palmo, consciente del sonido de su propia respiración, se fue adentrando en el foso apenas iluminado. Al fin sus pies tocaron el último escalón y se dispuso a doblar la esquina.
La primera estancia de la cripta no era como esperaba. La única lámpara que ardía en el suelo apenas permitía ver bultos y sombras, Bella pudo distinguir algunas cosas. No había allí bóvedas, ni sepulcros alineados, ni mohosas tumbas rodeadas de telarañas. Había un despacho. El suelo era de piedra y parecía barrido.
Frente a ella, al otro lado de la estancia, había unas grandes verjas de hierro forjado que conducían a las tinieblas. Sin duda daban acceso a las tumbas.
Allí, en la antesala que parecía servir de despacho, había cosas comunes y corrientes: escritorios, archivadores y cajas. Una parte de la espaciosa habitación se asemejaba mucho al almacén del museo. Bella comprendió que acababa de encontrar el escondite de las piezas que habían sido enviadas directamente al castillo de Masen. Parpadeó al darse cuenta de que una de las cajas estaba abierta. Se acercó a ella despacio, lamentando no llevar su lámpara de aceite. La caja era muy grande. Los clavos de la tapa de madera, que estaba apoyada de canto junto a la caja abierta, habían sido arrancados.
Bella se aproximó lentamente, sin atreverse casi a respirar, y miró el interior de la caja, relleno de paja.
Dentro de ella había un sarcófago. El receptáculo, bellamente pintado y adornado, estaba también abierto; su tapa estaba apoyada junto a la de la caja. Al acercarse más, Bella vio que la momia seguía en su lugar, ennegrecida por el tiempo y por el efecto de la resina utilizada para asegurar la inmortalidad, con los vendajes intactos y los brazos cruzados sobre el pecho.
Entonces, algo se movió furtivamente a su lado. Bella estuvo a punto de gritar, pero un instante después vio una rata que corría hacia un agujero de la pared. El corazón le palpitaba con violencia. ¿Por qué razón? Esa noche no había oído ruidos. Y ella no creía que bajo la momia hubiera un nido de víboras.
Así pues, ¿qué estaba haciendo allí? ¿Qué pretendía demostrar? ¿Que allí no había ningún lúgubre laboratorio? ¿Qué Edward Cullen no se había vuelto loco y había empezado a criar cobras en la cripta de su castillo? Bien. Ya había descubierto cuanto necesitaba saber. Podía retirarse.
De pronto la tapa de la caja salió despedida hacia delante y una negra figura se abalanzó sobre ella. Antes de que pudiera gritar, una mano tapó su boca y un susurro enfurecido y rasposo llegó a sus oídos.
—Ahora tú pagarás el precio.
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