Capítulo 2 "Excéntrica"
Bella no paró de correr, aunque podía oír el eco profundo del rugido de su perseguidor pisándole los talones. Corrió lo más rápido que pudo por el pequeño sendero utilizado por los ciervos, apartando la maraña de zarzas y ramas que le cortaban el paso y saltando troncos caídos, aterrorizada. El sonido de los cascos le indicaba que los soldados la seguían de cerca. Podía verlos a través de los árboles.
«El atajo», pensó, y corrió adentrándose aún más en el bosque, mientras los soldados seguían la caza en la dirección que Jacob y los otros habían tomado.
Encontró a su caballo pastando en un campo de maíz a medio camino de la casa. El corazón le latía con fuerza y las manos letemblaban de miedo cuando se subió al castrado y galopó todo el camino hasta la oxidada puerta de la finca, por donde siguió el camino de la casa flanqueado de altos álamos.
Detrás del establo, le esperaba elcubo de agua para lavar el sudor del animal. Aún no había señales de Jacob y los demás. «Por favor, Señor. Sé que no son mucho, pero son todo lo que tengo.» Los Black habían sido como hermanos para ella desde que era una mocosa de nueve años con la que las demás niñas no querían jugar por sus maneras masculinas.
Dejó descansar a su caballo, caliente pero limpio, y corrió hacia la casa. Ángela vino corriendo hacia ella.
—Ten listo el escondite, ¡los chicos llegarán en un momento! —ordenó Bella. El escondite era una falsa pared construida en una esquina de la bodega, bajo la anciana villa—. Ah, y prepara algo para comer —añadió—. Pronto tendremos compañía.
La experiencia le había enseñado que los soldados creerían todo lo que se les dijera si jugaba a ser una mujercita hacendosa y llenaba sus barrigas de comida y sus copas de vino. Esto la había salvado varias veces antes, aunque su despensa no tuviese demasiado para compartir.
Se precipitó escaleras arriba hacia su habitación, donde podría volver a convertirse en la gentil y empobrecida dama de la casa. A su espalda, Ángela gritó conmocionada.
— ¡Señorita! ¡Está herida!
— ¡No te preocupes ahora de eso! ¡No hay tiempo! —Bella se dio prisa por llegar a la habitación. Cerró las cortinas en un segundo para protegerse del aire nocturno y después se retiró la máscara negra.
Una cascada de rizos castaños cayó por sus hombros. Con manos temblorosas, se quitó la camisa y utilizó una cantidad generosa de agua para lavar la herida. Afortunadamente, había dejado de sangrar. La visión de la herida por arma de pólvora la aterrorizó, pero no tanto como saber a quién había robado, ¡a quién había visto! Le aterraba saber lo que podría pasarle si los hombres del príncipe Edward los encontraban.
Con este pensamiento, se quitó los pantalones y se limpió con rapidez la suciedad de la piel, deleitándose con la calidez del paño después de las calamidades pasadas. Se puso una combinación y un vestido sencillo de lino y algodón de color beige. Se calzó unas manoletinas y con manos temblorosas se recogió el pelo en un nudo apresurado. Bajó las escaleras con la misma rapidez y se puso un delantal, alisándoselo un poco mientras se reunía con Ángela en la entrada.
— ¿Todavía no han llegado?
Ángela negó con la cabeza, preocupada.
«No pueden haberse dejado coger.»
—Estarán aquí en unos minutos. Estoy segura de ello. Voy a ver al abuelo.
Tratando de calmarse, Bella se agarró las manos a la altura del estómago, aunque su corazón seguía intranquilo por sus amigos. Respiró hondo y caminó hacia el dormitorio de su abuelo. Dormía y Ángela había dejado la vela encendida porque sabía que si su abuelo despertaba en medio de la oscuridad, empezaría a gritar asustado. Su abuelo, el gran duque de Swan, que había una vez dirigido con dignidad un ejército, necesitaba ahora los cuidados de un niño.
Mirándole desde la puerta, Bella observó su perfil aristocrático, la nariz puntiaguda y prominente, un más que distinguido bigote y una frente noble, aunque llena de arrugas. Cerró la puerta con cuidado después de entrar y, acercándose, se arrodilló junto a su cama. Cogió las manos entre las suyas y dejó caer la cabeza sobre el nudo que formaban, tratando de ser valiente, pero su brazo le dolía demasiado y tenía el presentimiento de que la noche no iba a terminar bien.
«El príncipe Edward...»
«Espléndido, el ángel caído.» El Rey y la Reina habían producido un dios dorado de impecable belleza, con una sonrisa tan dulce como un cielo de verano... y un corazón lleno de vicios y perversidades. Edward el Libertino, le llamaban. Era conocido por ser un seductor: extravagante, elocuente y calavera.
Después de haber atracado a los nobles más inútiles que le rodeaban, Bella sabía todo acerca del libertino real y sus amigos.
Los periódicos decían que era aficionado a la bebida y se referían a él simplemente como E. Le gustaba el juego y dilapidaba su fortuna en cosas hermosas pero inútiles, como cuadros y valiosas piezas de arte que coleccionaba en el joyero del palacio que se había mandado construir a las afueras de la ciudad. Se batía en duelo. Era mal hablado. Flirteaba tanto con vírgenes como con solteronas, utilizando su encanto con todas las mujeres por igual, dejando claro que no quería que ninguna de ellas le tomase en serio. Se reía demasiado alto y gastaba bromas a todo el mundo. Salía a navegar en su maldito barco alrededor de la isla, ya fuese mañana o tarde, dando gritos de alegría y dejándose ver con el pecho descubierto como si fuera un salvaje. Frecuentaba las casas de mala reputación y atormentaba a los vigilantes nocturnos cuando llegaba al palacio tambaleándose a altas horas de la madrugada.
Y a pesar de todos sus defectos, no había una sola mujer en el reino que no hubiese soñado con ser su princesa durante un día. Incluso Bella había soñado despierta, tumbada en su cama, los días que siguieron a un encuentro fortuito que tuvo con él en la ciudad, adonde había ido con Ángela a comprar grano para el invierno. ¿Qué era lo que le gustaba?, se preguntaba. Lo que de verdad le gustaba. ¿Qué era lo que le hacía tan loco? Detrás de una barrera de guardias, le había visto salir de una tienda de lujo con una preciosa rubia del brazo cubierta de diamantes. El príncipe tenía la cabeza baja mientras escuchaba con atención lo que ella le decía y se reía suavemente de sus palabras.
Mientras reunían los pocos peniques que llevaban, Ángela y ella habían permanecido de pie en la acera, tan cerca que casi pudieron tocar sus exquisitas ropas cuando pasaron como seres celestes y desaparecieron en el carruaje que esperaba en mitad de la calle, bloqueando el tráfico.
Bella frunció el ceño al recordar la ansiedad en su pecho y la certitud de que se había enamorado de él con tan sólo verle. Ahora, le resultaría más fácil recordar que era un hombre que sólo pensaba en sí mismo y en sus placeres. El dolor de su brazo, del que él era responsable, bastaba para hacer desaparecer cualquier fantasía. En este mundo de hombres infieles, una mujer inteligente sólo podía depender de sí misma.
Un grito del exterior la trajo de sus recuerdos.
« ¡Por fin! Gracias a Dios que están bien.» Bella saltó del lado de su abuelo y se precipitó hacia la ventana. Lo que vio hizo que se le helara la sangre.
Jacob, Paul, Sam y el pequeño Seth habían conseguido llegar a su propiedad y estaban allí, sobre el césped descuidado del jardín. Justo en el momento en que Bella miraba por la ventana un grupo de soldados conseguía alcanzarles y cercarles, obligándoles a desmontar de sus sillas.
Un soldado puso el cañón de su pistola en la sien de Paul. Otro golpeó al pequeño Seth hasta hacerle caer al suelo. Bella sabía que Jacob, el muy beligerante, no se rendiría y lucharía hasta conseguir que le matasen.
Alejándose de la ventana, se precipitó hacia la puerta. En el pasillo se encontró con Ángela, pero siguió escaleras abajo sin detenerse. Abrió la puerta de la entrada, furiosa, y se adentró en la noche. Pero al verles, su corazón le dijo que era demasiado tarde.
Jacob y los otros habían sido ya arrestados por los soldados del príncipe. Incluso habían cogido al niño.
Bella temblaba de rabia. Descendiente de un linaje tan antiguo y digno y casi tan regio como el del propio príncipe, se mantuvo derecha un momento, apretando y soltando los puños, sintiendo cómo la sangre de los duques y generales que había habido en su familia circulaba por sus venas.
Cargó contra ellos con un grito de guerra.
— ¡Dejad que se vayan!
«¡Vencido por un muchacho insignificante!», pensó Edward. Tenía ganas de estrangular a alguien.
—Condenado salvaje —murmuraba mientras se ponía de pie unos segundos después—. ¡Eso ha sido un golpe bajo! ¡Te cogeré, pequeña sanguijuela!
Nadie se reía de Edward Cullen sin recibir su merecido. Se sacudió las hojas y las ramas secas pegadas a su ropa y comprobó con disgusto los agujeros en sus pantalones, a la altura de las rodillas. Después se deslizó con agilidad por el terraplén, con la tierra seca desmenuzándose bajo sus zapatos, que habían dejado ya de parecer limpios.
— ¿Alteza, está bien? —gritaron los dos guardias que se ha bían quedado para ayudarle.
—Estoy perfectamente —les espetó, tratando de ignorar el hecho de que había perdido una buena parte de su aplomo real. A grandes zancadas se acercó a un caballo blanco del que uno de los soldados acababa de desmontar—. ¡Quiero que les cojáis! ¿Me entendéis? —dijo furioso—. ¡Les quiero presos antes del alba y no me importa si tengo que hacerlo yo mismo! ¡Tú! —Ordenó al primer hombre—, me llevo tu caballo. Ayuda al conductor y síguenos con el carruaje. Por ahí. —Señaló hacia el camino.
—Sí, alteza —dijo asustado el hombre. El otro subió al caballo y galopó con Edward para unirse al grupo de persecución.
— ¡Dejad que se vayan, os digo! —gritó Bella, obstruyendo el paso a los caballos de los soldados y exponiéndose a sus coces—. ¡Fuera de mi tierra! —Estuvo a punto de ser pisoteada cuando se interpuso entre ellos.
Uno de los soldados la cogió de la cintura antes de que pudiera alcanzar a sus amigos.
— ¡No tan rápido, señorita!
— ¿Qué significa esto? —preguntó, deshaciéndose de él.
— ¡Apártese, señora! ¡Estos son hombres peligrosos!
— ¡No sea absurdo! Éste es el herrero del pueblo y los otros son sus hermanos. ¡Está claro que esto es un error!
—No es un error, señora. Estos hombres son salteadores de caminos, y les hemos cogido con las manos en la masa.
— ¡Eso es imposible! —dijo exasperada. Un hombre de ojos grises se acercó a ella, con el ceño fruncido. Por la insignia de su chaqueta, vio que era el capitán de la guardia Real, los soldados más duros del reino. «Que Dios nos ayude», pensó.
— ¿Sabe usted la razón por la que estos hombres han cabalgado hasta su casa, señora? —preguntó con recelo.
— ¡Tenemos un atajo que pasa por aquí! —gruñó Jacob. El capitán le miró con escepticismo y después la miró a ella de nuevo.
— ¿Y cómo debo dirigirme a usted, señora? —Ella levantó la barbilla.
— ¡Yo soy la señorita Isabella Swan, nieta del duque de Swan, y usted ha traspasado nuestra propiedad!
Algunos de los soldados se intercambiaron miradas de asombro al oír el nombre. Bella lo percibió orgullosa.
—Vuelva a su casa y manténgase al margen, señorita —la advirtió Jacob con los dientes apretados.
—Tiene razón, señorita. Será mejor que vuelva adentro —le dijo el capitán de ojos grises—. Estos hombres son criminales peligrosos y el príncipe Edward en persona me ha ordenado que les arreste.
— ¡Pero estoy segura de que no querrá arrestar al chico también! —gritó angustiada, señalando hacia Seth. Miró al muchacho y vio cómo le temblaba la barbilla mientras les escuchaba discutir. El muchacho se acercó todo lo que pudo a Jacob.
El hombre miraba a Seth, sopesando la decisión, cuando Ángela salió de la casa con un farol en la mano. La pequeña y menuda ama de llaves sostenía la luz en alto y se enfrentó al gran hombre con una mirada beligerante. Deslizó la mano alrededor de la cintura de Bella, como para reconfortarla, aunque Bella sabía que lo que intentaba era alejarla de allí.
El capitán le hizo una reverencia.
—Señora.
— ¿Qué está pasando aquí? —preguntó Ángela. Los soldados estaban esposando en ese momento a Jacob, Paul y Sam—. ¡No queremos ningún problema con nadie!
Justo entonces, oyeron una voz que venía del camino, de la puerta herrumbrosa. Bella miró hacia allí y vio que dos hombres más cabalgaban hasta donde ellos estaban. El alma se le vino a los pies al ver al jinete de grandes hombros cabalgando en un enorme caballo blanco. Venía directamente hacia ellas.
Era como si se hubiese quedado pegada al suelo que pisaba, incapaz de mover un sólo músculo.
—Santa María —dijo la joven doncella en un suspiro—. ¿Es ése quien yo creo que es?
El príncipe Edward hizo pasar a su montura del galope a un vigoroso trote. Después, en una demostración de maestría ecuestre, lo detuvo en medio de una nube de polvo, interponiéndose entre sus hombres y las dos mujeres. Hizo como si ella y Ángela no existieran. Su poderosa mirada se centró en el grupo de hombres, probablemente ocupado en contarles, y después observó la línea de árboles, sujetando las riendas con fuerza entre sus manos. Con una señal imperceptible para los humanos, instó al animal a una caminata nerviosa. Bajó la barbilla para mirar a los hermanos Black, mientras hacía que su caballo caminara a lo largo de la fila que formaban.
— ¿Dónde está él? —preguntó con un tono ácido.
Bella cerró los ojos, sabiendo en lo más profundo de su ser que no era un hombre que fuera a detenerse hasta conseguir lo que quisiese.
—Estoy esperando —dijo en un tono que por amable resultaba inquietante.
Los chicos permanecieron en silencio. Bella parpadeó. Era a ella a quien buscaba. Sabía que ellos no revelarían nunca su identidad, por mucho que les presionaran. Saber esto aumentaba aún más su lealtad hacia ellos. Su cuerpo le pedía a gritos entregarse y recibir así el castigo que merecía. Pero sin saber por qué luchó contra esta necesidad, sabiendo que si ella se entregaba, perderían su única esperanza de ser rescatados.
Porque eso es lo que haría: rescatarles, pensó con determinación. Ella les había metido en esto y por su sangre, que sería ella la que los sacase también.
— ¿Dónde está él? —saltó de repente el príncipe, asustando incluso a su caballo. Afortunadamente, su destreza con el animal le daba poco margen para encabritarse.
—Se ha ido —respondió con orgullo Jacob.
Bella bajó los ojos en dirección a la entrada de la finca y vio aparecer el carruaje del príncipe por el camino. Avanzaba con un ruido estrepitoso, mientras su alteza seguía tratando de sonsacar algo a Jacob.
— ¿Se ha ido adonde? —preguntó el príncipe desde lo alto de su caballo.
— ¿Cómo voy a saberlo? —dijo Jacob con un gruñido.
El príncipe levantó su fusta amenazando a Jacob por su insolencia, pero no le golpeó, bajando la mano con una expresión tosca. En vez de eso, miró a sus hombres con complicidad y una expresión de fría autoridad.
—Vosotros dos: poned a estos hombres en el carruaje y llevadles a la cárcel de Belfort.
— ¿A éste también, alteza? —preguntó el capitán, cogiendo a Seth por un brazo.
—A todos —dijo impaciente—. Aún queda uno en libertad. El líder. Un chico de unos dieciocho años. Va a pie y lleva en el brazo derecho una herida de pistola. Sin duda, estará aún escondido en el bosque, donde encontraréis seguramente mi oro también. Ya veis, estos ladrones son lo suficientemente listos como para no llevar el botín con ellos. Por cierto, caballeros —dijo a sus hombres—, si cualquiera de vosotros se queda con parte de ese oro, sufriréis el mismo castigo que estos ladronzuelos. Podéis iros.
Los hombres se miraron unos a otros desconcertados.
— ¡Iros, maldita sea, antes de que escape!
Bella y Ángela dieron un respingo, abrazándose la una a la otra. Bella temblaba de miedo. Ángela la miró de reojo aterrorizada, porque había visto su herida en el brazo. No es que Ángela no conociese sus actividades ilegales, pero...
—Excelencia, por favor, dígale a mi madre lo que ha pasado —dijo Jacob mientras sus hermanos eran introducidos en el carruaje que habían robado sólo unos momentos antes. La furia inundaba sus ojos negros. Resultaba extraño oírle dirigirse a ella por su título. Pero el momento lo requería.
—No te preocupes —contestó, haciéndose pasar por la señora de la casa. Su cara se contrajo de dolor al verle desaparecer en el carruaje con sus hermanos—. ¡Todo esto ha sido un error y estoy segura de que se solucionará por la mañana!
— ¿Quién es usted? —le preguntó de repente el príncipe, fijándose en ella por primera vez. Arrogante como Lucifer, bajó su noble nariz en dirección a Bella, desde su posición privilegiada a lomos del caballo.
El brazo de Ángela se tensó alrededor de su cintura, como si tratara de obligarla a medir sus palabras. Pero sus maneras altivas y orgullosas resultaban bastante ofensivas, y le picaba la lengua con una respuesta mordaz. Además, se dio cuenta de que sus posiciones habían cambiado bastante deplorablemente desde la última vez que se habían visto. Levantó la barbilla.
—Soy la señora de esta casa. Debo también preguntarle quién es usted, ya que está traspasando mi propiedad.
— ¿No sabe quién soy yo? —dijo con aparente asombro.
— ¿Nos conocemos?
Sus ojos se entrecerraron. La miró como si se tratase de un insecto: una mirada altiva que fue desde sus sencillos botines hasta su delantal y su desafiante cara.
Quería reírse de su arrogancia. Pero en lugar de eso, se cruzó de brazos y levantó ambas cejas, mirándole con espontánea sorpresa, aunque su corazón latía de miedo y enfado. Era todo lo que podía hacer para no encogerse por su vergonzoso y grosero escrutinio.
Sin duda, él estaba acostumbrado a mujeres de seda y satén, mujeres que nunca se atreverían a contrariar a su dios dorado. Ella podía ir cubierta de harapos, pero podía reconocer a un sinvergüenza con sólo verlo. No le llamaban Edward el Libertino por nada.
El la miró irritado, con el ceño fruncido, y entonces sus ojos se movieron a la entrada de la extensa pero decadente villa que se alzaba tras ella, y de cuyo tejado caían ramas descuidadas de jazmines blancos. Encima de la puerta, el escudo de armas de la familia seguía representado.
— ¿A quién tengo el placer de dirigirme? —preguntó con recelo. Hizo descansar la fusta encima del cuello del animal.
Durante un segundo, no estuvo segura de querer decirle su nombre, por los crímenes cometidos.
El se impacientó.
— ¿Hay algún miembro de la familia en la casa?
Se quedó pálida, con la vista levantada hacia él. Quería morir. Ese hermoso dios pensaba que era una sirvienta.
De repente, la puerta se abrió con un portazo detrás de ellas. Ángela se encomendó a los santos y el corazón de Bella se encogió al ver a su abuelo arrastrándose hasta ellos con su camisón y su gorro de dormir, palmatoria en mano. Sólo llevaba una de sus zapatillas.
—Ya voy yo, señorita —murmuró la muchacha, dejándola allí, con la mirada fija en el príncipe Edward, retando al infame y egoísta bribón a que se burlara de su abuelo.
En vez de eso, el príncipe se limitó a estudiar al viejo duque con curiosidad.
Entonces, Bella se quedó helada al escuchar la voz chirriante de su abuelo que flotaba desde la entrada de la casa.
— ¿Alphonse? Dios bendito, mi Rey, ¿eres tú? —gritó el abuelo.
Bella vio que una expresión inefable aparecía en los finos rasgos del príncipe. Le miró con recelo, y al darse media vuelta, vio que su abuelo corría tambaleándose hacia ellos. La palmatoria que llevaba en la mano se cayó en la hierba seca y empezó a arder. Ángela gritó y apagó rápidamente el fuego mientras Bella trataba de sujetar al anciano. Edward desmontó con rapidez y elegancia, justo a tiempo para interceptar al hombre que había conseguido burlar a Bella.
—Con cuidado, viejo amigo —dijo el príncipe con amabilidad.
Bella miró fijamente a la pareja, deseando que la tierra se la tragase al ver a su abuelo agarrar al príncipe por los hombros con lágrimas en los ojos.
— ¡Alphonse! ¡Eres tú! ¡Estás igualito que la última vez, mi querido amigo! ¡No has cambiado! ¿Cómo te mantienes tan joven? Ah, debe de ser la sangre real que corre por tus venas —dijo con sincera candidez, hundiendo sus dedos huesudos en los musculosos brazos del príncipe—. Entra a tomar algo y hablaremos de los viejos días en la escuela, cuando éramos niños... ¡ah, qué tiempos aquellos!
—Abuelo, te confundes —le regañó Bella, sufriendo por la dignidad de su abuelo. Le puso la mano en su delgado brazo—. Éste es el príncipe Edward, el nieto del rey Alphonse. Venga, ahora volvamos adentro. Vas a coger frío...
—No te preocupes —le murmuró el príncipe Edward. Y respondió con ojos tranquilos y firmes a la mirada alegre y frenética del anciano caballero—. El rey Alphonse era mi abuelo, señor. Y usted debe de ser su gran amigo el coronel Charles Swan.
Después de que su error le hubiese hundido aún más en sus desgastados hombros, las palabras del príncipe le devolvieron el brillo a sus ojos, con una alegría que parecía decir: «Sí, aún no me han olvidado. ¡Todavía importo!».
El anciano asintió con la cabeza, la punta de su gorro danzando al compás.
—Serví en Santa Fosca a ese gran hombre y ah, éramos muy felices entonces —dijo con una voz ahogada por la emoción.
Con gravedad y ternura, el príncipe puso su brazo alrededor de los frágiles hombros del abuelo y le dio la vuelta suavemente en dirección a la villa.
—Quizás pueda usted hablarme de mi abuelo mientras caminamos de vuelta a su casa, coronel. Yo nunca le conocí...
Bella les miraba, con un inexplicable nudo en la garganta al ver que su abuelo le obedecía con alegría.
Era la última cosa en el mundo que hubiese esperado, y fue entonces cuando supo, tan segura como que estaba allí en ese instante, que Edward Cullen era en realidad un príncipe.
Mientras escuchaba con atención las historias entusiasmadas de su abuelo, él la miró furtivamente por encima del hombro del anciano, con una arrogante y media sonrisa que parecía decir: «Pensé que no sabías quién era».
Bella entornó los ojos y les siguió a una distancia prudencial.
El príncipe se quedó con ellos casi una hora.
Durante todo ese tiempo, Bella no se atrevió a traspasar la puerta del salón donde él se sentaba junto a su abuelo. Dorado, magnífico, como el arcángel visitador.
De la misma manera que había fallado en reconocer su verdadera identidad allá en el camino, también se dio cuenta, al verlo ahora a la luz de la chimenea, que había subestimado su belleza.
La había conducido con total caballerosidad al interior de la casa, algo que la aterraba, e incluso había sujetado la puerta para ella, antes de seguir al abuelo por la entrada hasta el salón. Ella no necesitaba que ningún hombre la protegiese, pero de todos modos le había agradecido la deferencia, tan ruborizada que creyó que iba a morir allí mismo.
Le había rozado al pasar, alzando los ojos hacia él con recelo. Fue entonces cuando se dio cuenta de que los periódicos tenían razón: sus pestañas eran grandes y cobrizas y sus ojos sutiles y cálidos, de color verde oscuro, pintados con motas doradas, como cuando la luz del sol se adentra en un bosque cerrado de pinos.
La luz del modesto candelabro daba un halo de luminosidad a su espesa melena, y al mirarle, su rostro cincelado le parecía tan hermoso que le cortaba la respiración. La belleza clásica de su cara superaba con creces a la que había imaginado en sueños. Era un rostro incandescente, con la fiereza y la belleza ardiente de un ángel caído en la tierra: el príncipe de los ángeles, alguien que no pertenecía al mundo de los hombres.
Al verla pasar, su mirada mostró un interés profundo de lo más sensual. Bajó la barbilla ligeramente, la expresión intensa, aunque serena.
Le desconcertaba haberse sentido tan delicada, femenina y pequeña a su lado. Le asustaba saberse tan inocente al lado de alguien de tanto mundo, tan refinado. Olía a brandy y el polvo del camino se mezclaba con una suave esencia a colonia limpia y sin duda cara. Y ella había sentido el calor que irradiaba su férreo y atlético cuerpo.
Sin decir una palabra, había cerrado la puerta tras ella, y después se había reunido con su abuelo, caminando por la entrada con unos pasos señoriales que parecían reclamar cada palmo del suelo que pisaba. Sus movimientos eran los de un espadachín seguro de su victoria.
Para su desconcierto, su corazón no había dejado de latir fuertemente desde entonces.
Su presencia poderosa parecía llenar la casa, la envolvía como el canto de una sirena y la ponía irremediablemente nerviosa. Ni siquiera podía pensar en una manera de rescatar a sus amigos de la cárcel. Lo único que sabía es que tendría que ir a la ruidosa y gran ciudad, una perspectiva de lo más desalentadora. Por eso, dejó para más tarde la estrategia y se concentró en espiar a su abuelo y al príncipe.
Podía oírles por detrás de la puerta del salón. El príncipe se reía abiertamente con las historias que contaba el viejo duque de las travesuras en el colegio. Al parecer, el rey Alphonse había sido tan granuja en su juventud como su nieto. El se mostraba de lo más paciente con los rodeos que daba el abuelo, pensó Bella, sacudiendo la cabeza al escucharle. Nunca hubiese creído que un granuja tan famoso pudiese tener buen corazón. Se sentía casi culpable por haberle robado.
Cuando Ángela pasó junto a ella para llevarles el vino, Bella se escondió aún más en la esquina de detrás de la puerta, para que los hombres no pudieran verla cuando la mujer la abriese. Afortunadamente, el ama de llaves había conseguido poner la bata a su abuelo, por lo que ahora parecía un poco menos ridículo.
—Señorita, está siendo una maleducada. Se trata del príncipe heredero —le dijo en voz baja Ángela, frunciendo el ceño.
—Por mí como si es el mismo san Pedro. ¡No pienso acercarme a él! —susurró ella, haciendo una señal a la sirvienta para que la dejase sola. Ángela lanzó una mirada de sufrimiento al cielo y entró empujando con la cadera la puerta para que se abriera.
Bella se encogió junto a la pared, con el pulso acelerado y la herida del brazo palpitando. Se dijo a sí misma que la razón por la que estaba allí era por temor a que él sospechase la verdad, pero, aunque esta excusa era cierta, sabía que ésa no era la verdadera razón. La verdad era que él era encantador y fascinante y ella se sentía pobre y poco sofisticada, y desesperadamente tímida. Sabía que él se sentaba con su abuelo por compasión, y su orgullo no soportaría que él decidiese apiadarse de ella también.
No obstante, tampoco podía controlar por más tiempo su curiosidad. Avanzando sigilosamente, pero guardando siempre la precaución de un gato hambriento en un callejón, se aventuró a entrar en el salón, desconcertada por un túmulo de sentimientos que iban desde la culpa hasta la preocupación, la excitación y el rencor.
—Y aquí está mi nieta, alteza —dijo el duque con una enorme sonrisa—, Isabella.
El príncipe Edward se levantó y se inclinó ligeramente en una reverencia.
—Señorita.
Sintiéndose de repente el centro de atención, consiguió responder al saludo.
—Alteza, por favor, siéntese.
Él accedió educadamente. Se recogió los bordes de su frac y se sentó, cruzando las piernas en una pose de espontánea y masculina elegancia. Bella tuvo que esforzarse para apartar la mirada. En silencio, se acercó al reposapiés y se sentó en él, con el corazón latiendo a cien por hora.
Su abuelo la miró primero a ella y después al príncipe, con un centelleo en sus cansados ojos.
— ¿Qué piensa de ella, Edward?
— ¡Abuelo! —jadeó Bella.
El príncipe parpadeó. Su sobresalto desapareció.
—Bueno, me temo que no sé nada de ella.
—Entonces, deja que te diga unas cuantas cosas acerca de mi Isabella, ya que ella es demasiado tímida para decir nada.
— ¡Abuelo! —Estaba segura de caerse de la silla y morir allí mismo aterrorizada.
Los ojos del príncipe danzaron a la luz de la vela mientras la miraba, divertido y travieso.
Si fuera un poco menos atractivo, quizás ella hubiera podido sentirse un poco menos incómoda.
—Adelante —dijo.
—Isabella lleva cuidando de mí desde que tenía nueve años, después de que las monjas la expulsasen del cuarto colegio al que la mandábamos.
—Sólo era el tercero, abuelo. ¡Estoy segura de que su alteza no está interesado en esto!
—No, por favor. Soy todo oídos —dijo, verdaderamente divertido de verla tan incómoda.
—Isabella recibió una educación más propia a la de un chico, ¿entiende? Por eso es por lo que no es tan aburrida de tratar como otras muchas de su sexo. Mientras las otras niñas aprendían a coser, ella aprendía a mezclar pólvora. La enseñé muy bien —añadió con orgullo.
—Después de que el abuelo se retirase de la Artillería, se hizo cargo de los fuegos artificiales en algunas de las fiestas locales —explicó Bella apresuradamente, antes de que empezase a sospechar que estaba involucrada en algo relacionado con las armas de fuego.
— ¡Ah, mi Isabella podía montar su poni a horcajadas sentada hacia atrás con sólo diez años! —siguió contando el abuelo.
—Sorprendente —exclamó el príncipe con suavidad.
Bella dejó caer la cabeza, con las mejillas ardiendo de vergüenza.
—No te estaré avergonzando, ¿verdad, querida? —preguntó el abuelo, levantando sus pobladas cejas blancas—. Perdóname, quizás me he excedido.
—Eso creo —dijo, lanzando a su abuelo una mirada reprobatoria.
Él la miró con una amplia sonrisa de infantil inocencia.
Entonces, se dio cuenta de que el príncipe la miraba fijamente con una extraña y divertida expresión. Cubría lánguidamente su boca con la mano, el codo apoyado en el brazo de la silla. El corazón de Bella dio un brinco al ver la nube de sensualidad que cubría sus ojos. Retiró la mirada, enrojeciendo una vez más.
—Bueno —dijo el dios de repente—, debería irme ya. Mi padre me espera.
Bella dejó escapar un lento suspiro de alivio cuando su alteza se levantó y se inclinó para estrechar la mano del duque en señal de despedida.
Ella se puso en pie y caminó con piernas temblorosas hacia la puerta, donde esperó para acompañar a su ilustre invitado como merecía.
Sólo Dios sabía cuánto deseaba que el hombre se fuera.
Edward estaba considerando seducirla.
No sabía muy bien qué hacer con la nieta del anciano Swan, pero le hubiese ayudado mucho saber por qué la señorita Isabella parecía determinada a tratarle como si ella fuera demasiado buena para él. Le hubiese ayudado también si alguien pudiera decirle por qué encontraba en su frío desinterés un atractivo tan potente.
Desde el momento en que le había levantado la barbilla, como si se mereciera todo su desprecio, esta descarada había llamado su atención. Se suponía que uno no podía coger como amante a la nieta virginal de un duque pero, ¡qué demonios!, las reglas estaban para ser desobedecidas.
Mañana era su cumpleaños y había decidido tenerla como regalo. Además, ¿por qué no? Era evidente que su situación económica era difícil. Tal vez con unas suaves palabras y la persuasión conveniente, sería posible seducirla y llegar a un acuerdo conveniente para los dos.
El único problema era que la chica apenas le había mirado, mucho menos le había dirigido la palabra. Tenía el presentimiento de que su reputación le precedía y, por extraño que pareciera, su silencio acusador le dolía. Desde luego era extraño, teniendo en cuenta que hasta ahora siempre se había reído de las diatribas del primer ministro contra su carácter caprichoso, sin que éstas le importasen lo más mínimo.
La siguió hasta la entrada con paso relajado, sopesando las palabras que podía decir a esta chica de campo para sacarla del virtuosismo y conducirla a su guarida de perdición.
No esperaba una conquista fácil, circunstancia que le seducía aún más. La señorita Isabella, como había podido comprobar después de su nerviosa actuación ahí fuera, era una de esas mujeres tocadas por la inteligencia y el aplomo indestructible de la feminidad, capaz de hacer sentir a un hombre como un verdadero inepto con solo mirarlo. Ella era poco convencional, malintencionada y espontánea. Por si esto fuera poco, era de un castaño rojizo, casi pelirroja, y su experiencia le decía que las pelirrojas siempre eran sinónimo de problemas.
Pero para su desgracia, él se moría por los problemas.
Estaba claro, y eso le divertía, que no había conseguido impresionarla en absoluto. Aun así, al mirar a su alrededor, no había podido obviar el estado lamentable en el que se encontraba la villa, la falta de sirvientes, la frágil salud del viejo hombre, las pobres ropas que cubrían el cuerpo de la joven, cuando esa piel tierna como las flores debería ser envuelta en seda. Como correspondía a su noble linaje. Además de sus ganas por llevársela a la cama, había en él una necesidad profunda de ayudar a esta gente.
Habría la posibilidad de casarla con uno de sus nobles y bien acomodados amigos. Aunque eso tendría que esperar a que él hubiese tenido bastante de ella. Por el momento, no podía resistir imaginarla en unos brazos que no fueran los suyos.
La señorita Isabella permanecía severa y silenciosa mientras le conducía a la puerta principal de la villa. Sus pequeñas y castigadas manos reposaban en su regazo. Era un crimen ver las condiciones en las que se encontraba esta pobre gente, pensó. Les hubiese dado un batallón de sirvientes, para que ella no tu viese que volver a levantar un dedo en su vida.
«Pólvora, ¿eh?», pensó divertido. Ella misma era como una pequeña mecha de pólvora.
Tenía curiosidad sobre sus gimnasias ecuestres y no podía evitar preguntarse, con la mente calenturienta que le caracterizaba, si su agilidad podría utilizarse en otros ruedos donde él, en cambio, podría alardear de una cierta experiencia. Intentó adivinar cuáles serían sus pensamientos en ese momento, pero unas largas pestañas color canela cubrían sus ojos.
En realidad no sabía por qué la deseaba. Un antojo, quizás. Un capricho pasajero. El simple y egoísta impulso de un granuja de temporada. Tanya era diez veces más hermosa y sofisticada, una cortesana con talento a la altura de su rango. Pero claro, Tanya bailaba en la palma de su mano. ¿Qué tenía eso de divertido?
La muchacha debía de ser muy joven, pensó, mientras miraba furtivamente a su presa. Tenía el aire de un niño en crecimiento, una cabeza redonda apoyada en un cuerpo esbelto. Tenía una altura agradable, la parte más alta de su cabeza le llegaba cuatro centímetros por debajo de su hombro.
Cuanto más la miraba, más intrigado se sentía. Tenía unos pómulos prominentes y angulosos y una boca pequeña y delicada, como el capullo de una rosa. Su barbilla era firme y fresca, y a él le hubiese gustado pellizcársela para ver si así podía arrancarle una sonrisa. Su nariz era pequeña y descarada. En cuanto a sus ojos, Edward hubiese querido que ella le mirase al menos una vez para poder ver su color.
Como ella había elegido sentarse en el sitio más alejado del salón, él sólo había podido vislumbrar la expresión brillante de esos ojos grandes e inteligentes, llenos de una fuerte voluntad y autoridad innata... llenos también, de una intensidad tan inocente que hacía que su pecho se encogiese de manera extraña.
Ah, iba a ser un hueso duro de roer. Sería maravilloso poder sentir a una criatura tan salvaje y pura bajo él. Domesticarla. Ella era de las duras, ¿eh?, pensó mientras salían por la puerta y se adentraban en la oscuridad de la noche. De alguna forma supo que ella era la que mantenía esa casa en pie. Era horrible que una muchacha tan joven tuviera que trabajar tan duro, pensó, entristecido, y a la vez admirándola por ello más aun si cabe.
—Gracias por haber sido tan amable con mi abuelo —dijo en voz baja Isabella Swan.
Él se volvió para mirarla: una joven aquí, en medio de la nada, sin nadie que la protegiera y con un criminal acechando por los alrededores. A saber si la familia tenía siquiera para comer. Desde luego, ella estaba en los huesos.
De repente, lo vio claro. La seduciría, y al diablo con todo lo demás. Al menos, como amante suya, estaría protegida y bien alimentada.
—Mañana es mi cumpleaños —dijo de repente, golpeándose suavemente con la fusta las rodillas.
Ella le miró extrañada.
— ¡Ah, felicidades por adelantado, alteza!
—No, no —dijo impaciente—, ¿sabe? Mis amigos dan una fiesta en mi palacete para la ocasión. Me gustaría que viniera.
Ella levantó los ojos con rapidez.
— ¿Yo?
Pero Edward se negó a contestar, mirando fijamente a sus ojos y tratando de ver el destello que producía en ellos la antorcha que había colgado la sirvienta en la puerta.
«Marrones.»
Por supuesto. Se quedó perdido en esos ojos grandes e inocentes de extraordinario color chocolate. Le recordaron a los chocolates que hurtaba de la cocina real como bocadillo cuando iba a las calas secretas para nadar cuando niño. Llegaba allí y se quedaba dormido sobre las rocas, con el sol dorando su piel y la música del agua acunando sus oídos. Era el mejor sitio para es capar de la presión de su destino y esa búsqueda desesperada por agradar a su padre.
Al mirar en esos ojos cristalinos y dulces, se sintió por primera vez contento de celebrar su cumpleaños.
Porque le daba la oportunidad de volver a verla.
—Sí, debe venir —dijo con una sonrisa de lo más determinada—. No se preocupe de los detalles prácticos. Enviaré un carruaje por usted. Será mi invitada de honor.
— ¿Qué?
El príncipe quería buscar una forma delicada de explicarle que quería ayudarla, pero decidió que era demasiado orgullosa como para aceptarlo. Era preferible tomarse las cosas con calma y hacerle ver sus intenciones poco a poco. La honró con una de sus más encantadoras sonrisas.
—Me gustaría mucho poder conocerla mejor, señorita Isabella —dijo—. ¿Baila?
—No.
—No —repitió él. ¡Maldición!, no se había precisamente desvanecido ante la perspectiva de bailar con él.
Mordiéndose el labio, pensativo, la miró fijamente. Quería tocarla, quizás una ligera caricia en la mejilla... Pero se lo pensó mejor.
— ¿Le gusta la música?
—Algo.
— ¿Y qué hay de los jardines de recreo? ¿Le gustan?
Ella frunció el ceño y le miró con recelo, sacudiendo ligeramente la cabeza.
—No he visto ninguno.
Se inclinó hacia ella y bajó la voz hasta que sólo fue un susurro.
— ¿Y los caramelos? —Sacó una pequeña caja de latón de su bolsillo y la abrió, colocando dos caramelos de menta en su palma—. Yo soy un goloso. —Levantó la mano y esperó a que ella cogiera uno—. Es mi único vicio.
— ¿Sólo ése? —preguntó ella escéptica, moviendo los ojos desde los caramelos hasta su cara, sin saber si podía creerle.
Él se rio.
—Vamos, tome uno. No están envenenados. —La observó cuando por fin cogió uno y lo colocó con desconfianza en su boca—. Usted, señorita Isabella —dijo— va a venir a mi fiesta de cumpleaños y juntos podremos darnos el gusto, sin el menor de los recatos, de disfrutar de las mejores tartas de chocolate, del mejor champán y de unos deliciosos pastelillos de color rosa llamados Pechos de Venus, y que mi cocinero hace —se besó los dedos— alla perfezione.
—Gracias —dijo, con el caramelo en un carrillo—, pero le aseguro que no puedo...
—No hable con la boca llena —la reprimió, interrumpiendo su protesta—. ¿Y qué pasaría si insistiese?
Esa inocente confusión en sus ojos se intensificó. Parecía abrumada. Le miró fijamente con una expresión de lo más seria, chupando diligentemente el mentolado.
Para satisfacción del príncipe, ella le obedeció y no trató de hablar hasta que hubo terminado de comerlo.
Dios, cómo la deseaba. Un deseo tembloroso y salvaje descendió en cascada por su cuerpo.
—Le agradezco la invitación y me imagino que usted dice esto únicamente porque se compadece de mí en este lugar destartalado, acompañada únicamente por un viejo aunque entrañable coronel loco. —Bella miró en dirección a la casa—. Pero le aseguro, príncipe Edward, que no puedo ir de ningún modo a su fiesta. —Dudó—. Si de verdad quiere ayudarme, ocúpese de que el niño, Seth, no pase la noche en la cárcel.
Él movió la cabeza con una sonrisa suplicante que le había funcionado con las mujeres desde que andaba a gatas.
—Si hago esto por usted, ¿vendrá al baile?
—De verdad, no entiendo cómo podría...
— ¡Chist! No se hable más, entonces. —Le dedicó la más encantadora de sus sonrisas—. Enviaré un carruaje por usted mañana a las seis. Eso le dará tiempo suficiente para vestirse. Una señora amiga mía le enviará un vestido adecuado para la ocasión y me atrevería a decir que puedo hacerle llegar un collar de ópalos de fuego que irán a la perfección con sus rasgos. Confíe en mí, tengo ojo para estas cosas. Hasta mañana por la noche entonces, señorita. —Levantó su mano y la besó en los nudillos. Ella, sin embargo, le miraba con severidad. Sin hacer caso, el príncipe le soltó la mano y empezó a retirarse. Con una sonrisa de victoria en los labios empezó a bajar las escaleras dando pequeños saltos en dirección a su caballo, silbando La ci darem la mano.
—Señor, he dicho que no.
Se detuvo. Se giró, un poco sorprendido, pero encantado con su resistencia de doncella. Nadie quería conquistas fáciles. Haciendo descansar la fusta sobre uno de sus hombros, preguntó:
—Señorita Isabella, ¿está segura de que no quiere concederse un poco de diversión en esta vida?
Ella se cruzó de brazos y levantó la barbilla.
—Con todos mis respetos, alteza, mis amigos acaban de ser arrestados. No es un buen momento.
—Para empezar, no debería relacionarse con criminales, querida —le dijo con condescendencia. Después sonrió—. Nuestro trato está sellado. Sacaré al niño de la cárcel y me ocuparé de que le coloquen en un lugar seguro y, a cambio, usted bailará conmigo mañana... y probará uno de mis deliciosos pastelillos rosas del chef. Insisto en esto.
Ella se puso las manos en la cintura, con la frente fruncida, y le dijo en tono beligerante.
—He dicho que no iré, señor. ¿Acaso está sordo?
Decididamente, adoraba discutir con ella. Se puso una mano en la oreja a modo de audífono.
— ¿Cómo dice?
— ¿Cómo puede su alteza pedirme que sea tan egoísta como para pensar en superfinos entretenimientos mientras mis amigos pueden ser mandados a la horca mañana?
En ese momento, Edward se dio cuenta de dos cosas, absorto como estaba de música y amare. En primer lugar, la muchacha no había aún comprendido la verdadera naturaleza de su proposición; y en segundo lugar, su contestación no era una estupidez porque, se dio cuenta ahora, ella estaba enamorada de ese impetuoso y feroz joven que acababa de arrestar.
En conclusión, su no era rotundo.
Darse cuenta de esto supuso un jarro de agua fría para el calor de su entusiasmo. Apenas podía creerlo.
—Vaya esto es interesante —dijo, sin dejar de mirarla, con un puño levantado a la altura de la cadera.
Recordó entonces al mayor de los rebeldes bandoleros a los que había enviado a la cárcel hacía más de una hora. Era un hombre alto, un chico de granja robusto, de unos veinticuatro años, que había dicho llamarse Jacob Black. Iba vestido con ropas de trabajo, un chaleco marrón y un pañuelo rojo anudado al cuello. Jacob Black tenía ese tipo de belleza rústica, el pelo lacio y largo negro y esos grandes ojos marrones que hacían derretir a las mujeres de corazón bondadoso.
¡Ahá! Ahora esa indiferencia de la señorita Isabella desde el principio cobraba algún sentido.
Edward estaba acostumbrado a ser adorado por las mujeres. No tenía mucha experiencia en rechazos de este tipo, por lo que no solía tomárselos bien.
Su opinión sobre ella se desplomó.
Su cara se ensombreció. ¿Cómo podía esta joven incauta dar su corazón, y tal vez también sus favores, a un criminal?, pensó con un resoplido aristocrático de desdén. Tal vez la soledad en éste lugar apartado... pero, ¿acaso no tenía esta mujer respeto por su rango? ¿Cómo diablos podía elegir a ese campesino en vez de... a él?
—Está bien, señorita —dijo con fría prepotencia—. Veré qué puedo hacer por el chico. Que usted lo pase bien.
Se dio media vuelta y completó los pocos escalones que le quedaban para salir del soportal, caminando muy derecho hacia el caballo blanco. Su mejor sentido le decía que el bandolero había corrido hasta su propiedad y que es posible que ella estuviese también envuelta en sus crímenes. De ser así, él prefería no saberlo.
Unos pocos pasos más allá, Edward se detuvo y se volvió bruscamente.
Ella seguía allí, con su delgado cuerpo silueteado por la luz de la antorcha.
— ¿Por qué pretendió no saber quién era yo? —preguntó.
—Para bajarle un poco los humos —contestó—. ¿Por qué pasó más de una hora con un anciano senil cuando estaba tan de terminado a coger a un fugitivo?
—Porque, señorita —dijo con destreza—, hay veces en las que un acto de ternura supera a uno de justicia.
Ella se quedó en silencio un momento, sin apartar la mira da de él.
—Le estoy agradecida por haber querido ayudarme —le dijo—. Pero en vez de eso, soy yo la que voy a ayudarle.
— ¿Ayudarme? —preguntó con sarcasmo—. Lo dudo.
—Eche un vistazo a los libros del recaudador de impuestos de esta región, alteza, y podrá encontrar al verdadero criminal.
Él entornó los ojos.
— ¿Qué quiere decir, señora?
—Ya lo verá.
Se golpeó la palma de la mano con la fusta.
—No existe la corrupción bajo el mandato de mi padre. Al menos no si el rey Carlisle Cullen puede evitarlo.
—Dígaselo al conde Forge.
— ¿Quién es ése?
—El hombre que sube mis impuestos cada vez que me niego a casarme con él.
El asunto llamó su atención como si le hubiese apuntado con un sable. Tomó mentalmente nota de ello y apartó la acusación de malversación para centrarse en ella.
— ¿Por qué le rechaza? ¿No podría un matrimonio conveniente aliviar un poco su situación aquí?
—Tal vez. Pero, en primer lugar, el conde Forge es un corrupto y un cerdo codicioso; y en segundo lugar, nunca voy a casarme. Con nadie. Nunca.
— ¿Por qué, por el amor de Dios? —preguntó conmocionado, como si no hubiese pronunciado él mismo esas mismas palabras cientos de veces.
Ella levantó la cabeza, con la luz de las estrellas iluminando su pelo.
—Porque yo soy libre. —Hizo un gesto hacia la villa—. Nuestra casa puede necesitar alguna remodelación, pero es mi casa. Y todas estas tierras... —añadió y, extendiendo la mano, le mostró el paisaje—. Aunque están sedientas por la sequía y el grano no ha crecido mucho, al menos son mis tierras. Todas ellas me pertenecerán hasta el día en que me muera. ¿Cuántas mujeres pueden sentirse tan afortunadas?
Él miró a su alrededor, perplejo de que pudiera sentirse tan afortunada cuando él había dudado de que hubiese comido lo suficiente en los últimos días o incluso en las últimas semanas.
—Para mí no es sino mucho trabajo y algunos dolores de cabeza.
—Yo no necesito dar explicaciones a nadie, sino a mí misma —replicó—. ¿Por qué debería convertirme en propiedad legal de una persona que no es mejor que yo, y con toda seguridad, inferior a mí en casi todos los sentidos? —Sus finos hombros se elevaron, como si no conociese la respuesta—. No espero que ni usted ni nadie me entienda. Simplemente, es una decisión que yo he tomado.
—Una decisión que usted ha tomado —repitió, sintiéndose desorientado con las palabras de la muchacha. No estaba seguro de si llegaría muy lejos con esas opiniones, pero al menos parecía tener el control de su vida, que era mucho más de lo que podía decir de sí mismo.
Ese pensamiento le molestó.
Al oír caballos acercándose, miró a su alrededor y vio a sus hombres que salían del bosque y se aproximaban adonde él estaba. Vio que traían su oro, pero no había ni rastro del Jinete Enmascarado. Con el ceño fruncido miró a Isabella Swan por encima del hombro. La muchacha esperaba en lo alto de la escalinata, haciendo reposar sus manos en su extremadamente delgada cintura.
Había pensado dejar dos soldados haciendo guardia en la casa, como medida de protección para ella y su familia. Sin embargo, cambió de idea al darse cuenta de que el Jinete Enmascarado no podía ser ninguna amenaza para ella si era tan cercana a los miembros de su banda, especialmente a uno de ellos. El pensamiento le asqueaba.
—Si ha terminado de instruirme, señorita Isabella, el Rey espera mi llegada.
—Adiós, príncipe —dijo con educación—. Y... feliz cumpleaños.
¿Se estaba riendo de él esta pequeña mocosa? La miró con dureza, con la sensación de que en su voz había habido un ligero tono de sarcasmo. Y aun así, a pesar de él mismo, todo lo que quería era marchar sobre ella y cubrir con sus labios esa sonrisa engreída. Pero, no, no lo haría. Seguiría andando hasta su caballo y cabalgaría lejos, muy lejos de ella. Él era bueno olvidando a las mujeres; y había decidido sacar inmediatamente de su mente a esa descarada castaña pelirroja.
Aunque tarde, recordó que ya había sufrido las consecuencias de querer ayudar a mujeres en apuros hace años.
Al montar en el caballo y apremiarlo para que se pusiera en movimiento, su cabeza borró para siempre la imagen de la excéntrica Isabella Swan.
El propio Don Giovanni se hubiese sorprendido.
wiiiiiiiiiii nena hace time estaba buscándote y al fin te encontré :D leyendo por no se que vez esta historia estoy mas que feliz de encontrarte y poder leer nuevamente las historias que haz publicado un beso nos leemos
ResponderEliminar