lunes, 10 de enero de 2011

Preocupación



Capítulo 35 “Preocupación”

Después de interrogar a innumerables dominicanos de habla española, finalmente Edward se acercó a un hombre que había estado en Francia en su juventud y que conocía un poco del idioma. El viejo le dio indicaciones para ir a la casa de Gigandet, y después de perder tiempo discutiendo con Emmett, que quería ir también, Edward partió solo hacia las afueras de la ciudad.

El caballo alquilado era lento como una mula, e igualmente caprichoso, lo cual aumentó la frustración de Edward. Se daba cuenta de que probablemente caería en una trampa, pero no se atrevía a hacer peligrar la vida de Bella, ni la del niño, que seguramente ya habría nacido. Emmett le había transmitido la advertencia de Gigandet, y no le quedaba otra opción que ir solo.

Era el atardecer cuando Edward llegó a la casa de Gigandet, se aproximó lentamente a la puerta principal, pero comenzó a pensar que tal vez el viejo le había dado indicaciones equivocadas cuando advirtió las ventanas con persianas. La casa parecía desierta desde afuera, pero cuando intentó abrir la puerta, se abrió fácilmente y vio un corredor bien iluminado. Miró rápidamente a su alrededor buscando signos de una emboscada, pero la habitación estaba vacía y en silencio.
Dejando la puerta abierta tras él, Edward dio unos pasos dentro de la habitación, y sus pasos sonaron como los de un gato en el piso lustrado.

–¡Gigandet, muéstrate! –gritó Edward con furia. Un momento después, se enfrentó con el hombre que había invadido sus sueños durante tantos años.

Hacía por lo menos quince años que Edward no veía a este hombre, pero había cambiado poco desde entonces. Estaba más delgado tal vez, y sus rasgos eran más acusados por la edad, pero de todas maneras era el mismo.

–De manera que por fin nos encontramos, Edward –dijo James con tono ligero al entrar en la habitación, con su espada en una mano y una daga en la otra.

–¿Me reconoces? –preguntó Edward llevando su mano inmediatamente a la empuñadura de la espada.

Pero Gigandet lo desilusionó con su respuesta.

–No, pero te vi antes en la ciudad y oí que me llamabas por mi nombre. Tal vez si supiera tu nombre completo, podría...

–¡Nunca supiste mi nombre, Gigandet! –dijo duramente Edward–. No te importó entonces, de manera que ahora tampoco tiene por qué importarte. –Miró rápidamente las puertas que llevaban a otra habitación; luego volvió a mirar a Gigandet, con los ojos helados–. ¿Dónde está Bella?

–Allí –respondió James, señalando una puerta abierta.

–¿Y mi hijo?

Gigandet rió maléficamente.

–Está dando a luz a ese bastardo ahora.

Edward palideció y echó a andar hacia la habitación de Bella, pero James le cortó el paso. Edward sacó la espada y retrocedió y Gigandet hizo lo mismo, con una sonrisa maliciosa en los labios.

–¡Bella! Bella, ¿estás bien? –gritó Edward.

–Sí, sí. No te preocupes por mí.

Los rasgos de Edward mostraron alivio al reconocer la voz de Bella. No había oído gritos, de manera que suponía que estaba en la primera etapa del parto y que no había prisa en ayudarla.

James sonrió.

–Esa muchacha tiene más coraje de lo que yo pensaba –dijo sacudiendo la cabeza–. Es una lástima que no vivas para volver a verla.

–Ya veremos quién queda vivo para ver el final de este día –replicó Edward. Había adoptado la actitud tradicional del esgrimista, preparado para lanzarse hacia adelante.

Pero James sonrió. Estaba cómodo, con los brazos cruzados sobre el pecho y la espada que tenía en la mano apuntaba hacia el cielo raso.

–Antes de comenzar, te refrescaré la memoria. Tal vez yo ni siquiera sea el hombre que buscaste durante todos estos años. Algún otro puede haber buscado mi nombre y...

–Eso es posible –interrumpió Edward, bajando la espada al suelo–. Pero no es el caso. Aunque supe tu nombre aquella maldita noche en que entraste en mi vida, fue tu rostro el que quedó grabado en mi mente. Has cambiado poco, Gigandet. Tú eres el que busco.

–Pero yo no te recuerdo –dijo James con calma.

Edward se acercó un paso y se tocó la mejilla.

–¿No recuerdas esta cicatriz que hiciste a un muchacho de doce años?

James sacudió lentamente la cabeza mientras contemplaba la delgada línea en la mejilla de Edward.

–He dejado marcas en muchos.

–Entonces tal vez recordarás las palabras que dijiste en ese momento, después de abrirme la mejilla con la punta de tu espada. ‘Esto te enseñará a no levantarte contra un oponente más poderoso. Tu padre era un pescador, como lo serás tú también, y un pescador no es digno de batirse con un señor’. Nunca olvidé esas palabras, Gigandet, como puedes ver. Y Predijiste falsamente mi futuro. Puedo batirme contigo en pie de igualdad.

–A menudo decía esas cosas en mi juventud –replicó James–. ¿Supongo que no me habrás perseguido todos estos años por esa cicatriz?

–¿De manera que no se acuerda de mí? –preguntó Edward. Su furia comenzaba a crecer.

–No. Tu nombre y tu rostro no tienen significado para mí, ni tampoco lo que me has dicho hasta ahora.

–Entonces le relataré lo que ocurrió aquella noche, porque yo lo recuerdo como si hubiera sucedido ayer. Era una noche de verano, hace unos quince años, cuando usted y sus nobles amigos vinieron a mi pueblo en la costa de Francia. La mayoría de los hombres del pueblo habían salido a pescar. En diez minutos usted había matado a todos los hombres que trataban de proteger su hogar. Luego se divirtió con las mujeres. Esa noche mi padre se había quedado en casa, y él fue el último que murió por su espada, Gigandet. Yo lo vi matarlo desde la ventana de la casa de mi padre. Mi madre me obligó a esconderme bajo la cama cuando usted se acercó a nuestra casa, Gigandet. Lo vi a usted y a sus nobles amigos arrojarla al suelo y violarla, muchas veces. Usted mató a mi madre y escupió sobre su cuerpo sin vida. Yo salí de mi escondite y corrí detrás de usted. Lo ataqué con los puños, y usted me abrió la mejilla con la punta de la espada y me dio un puntapié que me hizo caer al suelo, a pocos pasos del lugar donde yacía mi padre, diciéndome que yo no podía molestarle. Ahora sabe por qué he jurado matarlo, Gigandet. Cuando usted asesinó a mis padres, fue un error dejarme vivo –dijo Edward, mientras los fuegos del pasado brillaban en sus ojos–. ¡Ahora mis padres serán vengados!

–O irás a reunirte con ellos –replicó tranquilamente James.

–¿Ahora me recuerda?

–Lo que me has descrito sucedió en muchas oportunidades. No te recuerdo, pero recuerdo vagamente haber matado a una mujer de cabello cobrizo que se abalanzó sobre mí con un cuchillo, confieso que he llevado una vida pecadora, pero, ¿acaso soy diferente de ti? –preguntó James, con una mueca–. ¿No violaste tú a Isabella Dwyer?

–Tal vez la violé, pero no maté a su marido para poseerla, ni la compartí con mi tripulación ni la maté después. La conservé conmigo, y tendrá mi hijo y será mi esposa.

–Qué bien –ríó James con sarcasmo–. Pero si insistes en ponerte a mi altura, probablemente nunca será tu esposa. Tal vez yo haya llevado una vida cruel, pero no pienso que termine hoy.

Gigandet se acercó, con el brazo extendido, y las espadas chocaron. Gigandet no había alardeado falsamente de su capacidad, y con rápidos golpes y movimientos; inmediatamente puso a Edward a la defensiva. Pero a Edward no le faltaba habilidad, y rápidamente enfrentó la espada de Gigandet hasta que el viejo, con un rápido movimiento de su muñeca, derramó sangre por primera vez.

Gigandet retrocedió un paso, con una sonrisa en los labios, al ver la sangre que manaba del pecho de Edward. Los dos hombres describieron círculos cautelosamente; luego el choque de las espadas resonó otra vez en el aire. Edward tomó la ofensiva, forzando a Gigandet a retroceder hasta el otro extremo de la habitación con un furioso ataque. Gigandet se cansaba rápidamente, y la espada de Edward dio en el blanco una y otra vez.

Edward era como un toro salvaje que se lanza sobre la capa del torero, que era la camisa de Gigandet, teñida de rojo por su propia sangre. Tenía la fuerza de la juventud y la rapidez de una cobra, y con un repentino movimiento hacia adelante, arrancó la espada de Gigandet de su mano.

La punta de la espada de Edward se apoyaba contra el pecho del hombre mayor, y por un momento brilló una locura en sus ojos que congeló la sangre de James. Pero antes de inclinarse hacia adelante para poner fin a la vida del hombre que lo había torturado, Edward se distrajo por un gemido angustioso que venía de la habitación contigua.

Su rostro quedó sin color, y comenzaron a temblarle las manos. Olvidando a Gigandet, que lo miraba con los ojos muy abiertos, Edward se volvió y corrió hacia la puerta de la habitación donde estaba Bella. A sus espaldas, viendo una posibilidad de vencer, Gigandet sacó su daga y levantó los brazos para lanzarla contra la espalda de Edward.

De pronto hubo una explosión de pólvora en la habitación. Edward se dio la vuelta y vio caer al suelo a Gigandet, con la daga todavía en la mano. Luego sus ojos se volvieron hacia la puerta que había quedado abierta, y vio la figura corpulenta de Emmett McCarty parado allí, con su gran pistola humeante.
Edward sonrió débilmente.

–Supongo que debo agradecerte por esta vez ser el francés terco que se niega a obedecer órdenes.

–Realmente creo que debes estar agradecido –gruñó Emmett mientras se paseaba por la habitación–. Lo tenías a tu merced, y en lugar de atravesarlo con la espada como se merecía, le das la espalda como espléndido blanco. En este momento deberías estar en medio de un charco de sangre. Pierdes la cabeza de tal manera con esa muchacha que corres en cuanto ella grita. Esa muchacha te llevará a la muerte.

–¡Edward!

El grito de Bella fue como un cuchillo que atravesara el corazón de Edward; olvidó completamente a Emmett y entró en la habitación. La cama estaba vacía y miró frenéticamente a su alrededor.

–¡Madre de Dios!

Corrió hacia ella, con el rostro tan pálido como el de Bella, con un solo rápido movimiento cortó la cuerda con su espada, luego la dejó caer y levantó a la muchacha en sus brazos. Ella gritaba con los movimientos repentinos, que le provocaban fuertes dolores, pero en dos rápidos pasos la llevó a la cama y la colocó allí con suavidad. Ella abrió los ojos que ahora estaban tranquilos, llenos de alivio, y lo miró.

–Dios mío, Bella, ¿por qué no me lo dijiste? ¿Por qué has dejado que me demorara tanto con Gigandet? –preguntó. Enjugó la sangre del mentón de Bella, la sangre que ella misma se había hecho al morderse los labios para no gritar.

–Él quería que oyeras mis gritos, pensando que te alterarían y que te descuidarías. No podía permitir que eso sucediera. Lamento haber gritado cuando lo hice pero yo...

–Deberías haber gritado antes, ¡demonios! Tengo que ir a buscar ayuda –dijo con severidad, con el rostro lleno de aprensión.

–Es tarde para eso, Edward. Tendrás que...

Edward se horrorizó cuando los gritos de Bella llenaron nuevamente la habitación, Emmett se acercó a la habitación pero al ver a Edward junto a la cama, y a Bella aferrándose a su mano, cerró la puerta sin ruido y los dejó solos. Pocos minutos después, Edward trajo a su hija al mundo.

Bella miraba maravillada el diminuto bebé que Edward le había puesto en los brazos. Observó orgullosamente el cabello cobrizo y el color verde claro de sus ojos que se veía entre los párpados medio cerrados. Luego levantó la mirada hacia Edward y frunció el ceño.

–Ah... lamento no poder darte el hijo varón que deseabas –dijo con un ronco suspiro.

Edward se sentó en el borde de la cama y se inclinó a besarle la frente; luego sonrió, sacudiendo la cabeza.

–¿Qué importa que nuestro primer bebé sea una niña? Habrá otros, muchos otros, y yo los querré a todos. Pero ésta, esta niñita diminuta con la carita roja, tendrá un lugar especial en mi corazón.

Bella veía en la expresión de sus ojos que no estaba desilusionado, y que su corazón estaba lleno de alegría. Con un suspiro de alivio mezclado con satisfacción, Bella se durmió.

Ya había amanecido cuando Bella despertó. Finalmente habían abierto las persianas de su habitación y el sol entraba a raudales. La sensación de paz y felicidad que había sentido antes de caer agotada volvían ahora mientras sentía moverse a su hija en la cama junto a ella. En la siguiente media hora, experimentó el placer de todas las madres al poder alimentar a su hija con sus pechos henchidos. Mientras sostenía al bebé en brazos, la criatura parecía dormir si no fuera por la constante succión de su boquita.

Edward entró en la habitación un rato después y se sentó en el borde de la cama, tomando la mano de Bella entre las suyas, sus ojos eran tiernos mientras miraba a Bella y a su hija dormida.

–¿Cómo te sientes? –preguntó él.

–Feliz.

–No me refería a eso, y tú lo sabes –dijo él con una voz que trataba de hacer parecer severa, sin lograrlo.

–Estoy bien, realmente –dijo ella con una cálida sonrisa, y vio que la tensión desaparecía del rostro de él. Pero entonces le tocó tiernamente la mejilla–. Edward ¿lo que dijiste a Gigandet, sucedió realmente?

–Sí –respondió él, y en sus ojos ya no había odio como siempre que mencionaba el nombre de Gigandet.

–Debe haber sido terrible vivir todos estos años con ese recuerdo, y eras tan pequeño cuando sucedió. ¿Cómo te las arreglaste después de eso...o prefieres no hablar de ello?

–Ya no me importa hablar de ello, pero creo que ahora debes descansar –replicó él.

–¡No quiero descansar!

Él sacudió la cabeza ante su terquedad, pero ella sonrió. Esta era una parte de Bella que siempre estaría allí, como su terrible genio. Pero eran características suyas que la convertían en lo que era... La mujer que él amaba.

–Muy bien, pequeña. Yo conocía a Emmett desde siempre, porque vivía solo en la casa junto a la nuestra, ya que sus padres se habían muerto unos años antes. Afortunadamente, esa noche estaba lejos de la costa y cuando volvió, se convirtió en mi guardián. Me ayudó a enterrar mi dolor, Pero nada pudo hacer con el odio que quedó dentro de mí. Dos años más tarde, él y yo salimos del pueblo y viajamos hacia el norte hasta llegar a una gran ciudad de la costa con un puerto lleno de barcos de países amigos. Emmett quería ir al mar, y lo único que yo deseaba era encontrar a Gigandet. De manera que nos enrolarnos en el primer barco que partió, que era un navío inglés.

–Y ahora tu búsqueda finalmente ha terminado.

–Sí, pero ya había terminado antes de que llegara aquí. Nunca fui a España. Después de estar sólo una semana y media en el mar, me di cuenta de que podía olvidar el pasado, olvidar a Gigandet. Viré para volver a casa. Sabía que eras lo único que me importaba. Te amo, Bella, tanto que es como un dolor. Tendría que haberme dado cuenta de ello la primera vez que te dejé, cuando no sentí deseos por ninguna otra mujer que no fueras tú. Te has convertido en una parte de mí, y no puedo vivir sin ti.

–Ay, Edward, ¡cuánto he rogado para oírte decir esto! –gritó Bella, con lágrimas de alegría en los ojos–. Cuando me trajeron aquí, pensé que tal vez no volviera a verte nunca. Y ahora estás aquí y me dices que me amas y yo te amo.

–Nunca te liberarás de mí, pequeña. Fui un tonto al dejarte para ir en busca de Gigandet; sólo que me di cuenta cuando era demasiado tarde. Emmett vino tras de mí en el barco de tu padre y me encontró de camino a casa. Cuando me dijo lo que había sucedido, vinimos aquí de inmediato. Durante dos días sólo pude pensar en matar a Gigandet. Pero luego mis pensamientos fueron reemplazados por el temor de que pudiera dañarte, o de que tal vez no estuviese aquí. Aun entonces, sabiendo que estaba a punto de enfrentarme finalmente a Gigandet, sólo podía pensar en ti. Pero ahora todo ha terminado. El pasado está muerto. Nunca volveremos a separamos, mi pequeña flor francesa, y nos casaremos en cuanto lleguemos a casa.

–Te amo Edward.

–Y yo a ti pequeña.

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