sábado, 14 de mayo de 2011

Noche de insomnio

Capítulo 17 “Noche de insomnio”
Lauren iba temblando mientras subía las escaleras, pero era un temblor mas interno que externo. Necesitaba algo ya. Entró a toda prisa en su habitación y cerró la puerta, y entonces comenzó a buscar frenéticamente en todos sus escondrijos favoritos: en el interior del diminuto roto del fondo del sofá, dentro del bote vacío del desmaquillante, en la lámpara, en las hormas para los zapatos. Encontró exactamente lo que esperaba, nada, pero aún así necesitaba asegurarse de haberlo registrado todo.
¿Cómo se había atrevido a hablarle así? Siempre lo había odiado, había odiado a Tanya, a Bella. ¡No era justo! ¿Por qué habían tenido ellos que vivir en Davencourt mientras ella tuvo que hacerlo en aquella estúpida casita? Durante toda su vida la habían despreciado en el colegio como la pariente pobre de los Denali. Pero a veces las cosas buenas ocurren, como cuando mataron a Tanya y a Edward lo culparon de ello. Lauren se había regocijado en silencio; ¡Dios, había sido tan difícil no reírse ante aquel giro de los acontecimientos! Pero se había comportado como se esperaba que lo hiciera, pareció apropiadamente triste, y cuando Edward se largó, las cosas pronto volvieron a la normalidad y su familia se trasladó a Davencourt, donde deberían haber vivido todos aquellos años, después de todo.
Tuvo entonces montones de amigos, gente que sabía divertirse de verdad, y no presumidos de los de “mi tatarabuelo luchó en la Guerra”, de los que lucían y no eructaban en presencia de las damas. Qué mamarrachos. Sus amigos sí sabían divertirse.
Había sido espabilada, se había mantenido lejos de las drogas duras. Nada de chutarse, de eso nada. Aquella mierda podía matarla. Le gustaba el alcohol, pero lo que de verdad adoraba era aquel dulce polvo blanco. Una rayita y adiós a las preocupaciones; se sentía en la cima del mundo, la mejor, la más guapa, la más sexy. Una vez se había sentido tan malditamente atractiva que se lo había montado con tres tíos a la vez, uno después de otro, y por último los tres juntos, y los había agotado a los tres. Había sido de locura, se había sentido la mejor, no había vuelto a tener sexo así desde entonces. Le gustaría hacerlo de nuevo, pero ahora le costaba más volar, y en realidad disfrutaba más de eso que de follar. Además, un par de veces tuvo un pequeño problema uno o dos meses después, y se había tenido que marchar a Memphis donde nadie la conocía para ocuparse de él. Prefería no tener un panecillo en el horno que le arruinara la diversión.
Pero todos sus escondrijos estaban vacíos. No tenía nada de coca, y nada de dinero. De forma desesperada vagó por la habitación, tratando de pensar. Tía Kate siempre guardaba un buen fajo de billetes en el monedero, pero este estaba en su dormitorio y la vieja estaba todavía en su suite, así que no podía cogerlo. La abuela y su madre se habían ido de compras, por lo que se habrían llevado todo el efectivo con ellas. Pero Bella estaba dormida en el estudio... Lauren sonrió para sus adentros mientras salía furtivamente de su suite, y cruzaba aprisa el rellano superior hacia el cuarto de Bella.
Pensó que después de todo había sido algo bueno que Edward le hubiera impedido cerrar de golpe aquella puerta. Deja que la pequeña y querida Bella duerma, la estúpida zorrita.
Silenciosamente se coló en el dormitorio de Bella. Esta siempre guardaba sus bolsos ordenadamente en el armario como una niña buena. A Lauren le llevó sólo un momento sisar la cartera de Bella y contar el dinero. Sólo ochenta y tres dólares, maldición. Incluso alguien tan obtusa como Bella notaría que le faltaban un par de billetes de veinte. Raras veces se molestaba en buscar en el monedero de Bella por esta razón, casi nunca llevaba mucho efectivo.
Sus ojos cayeron sobre la chequera, pero resistió la tentación., tendría que firmar un recibo para hacerlo efectivo, y de todos modos el cajero del banco podría darse cuenta de que no era Bella. Ese era el problema de las ciudades provincianas, todo el mundo conocía a todo el mundo.
Sin embargo, la tarjeta de crédito era otra cosa. Si solamente pudiera encontrar el PIN  de Bella... Rápidamente empezó a sacar todos los recibos del monedero. Se suponía que nadie anotaba su PIN, pero todo el mundo lo hacía. Encontró un trozo de papel, doblado con esmero, con cuatro números apuntados. Rió por lo bajo mientras cogía una pluma del interior del bolso y garabateó el número sobre la palma de la mano. Quizás no fuera el PIN, ¿pero y qué? Lo peor que le podía pasar era que la maquina no le diera dinero, no era como si fuera a llamar a Bella y chivarse de ella.
Sonriendo, se guardó la tarjeta en el bolsillo. Esto era mejor que pillar veinte aquí y allí. Sacaría un par de cientos, le devolvería la tarjeta a Bella antes de que esta la echara de menos, y tendría un poco de diversión esa noche. Infiernos, hasta pondría el comprobante en la carpeta donde Bella guardaba esas cosas; de aquella forma, no habría ninguna discrepancia cuando le llegara el extracto de cuentas. Era un buen plan; tendría que usarlo más veces, incluso pensó que sería divertido usar la tarjeta de la tía Kate de vez en cuando, si podía conseguirla, y alternarlas en vez de usar siempre la misma. La variedad era la sal de la vida. Esto además reducía las posibilidades de ser pillada, que era lo más importante; eso y conseguir pasta.

Hacia las ocho de esa misma noche, Lauren se sentía mucho mejor. Después del “golpe” al cajero automático, le había llevado algún tiempo encontrar a su proveedor habitual, pero por fin lo había localizado. El polvo blanco la incitaba, y ansiaba esnifarlo todo de una sola vez, pero sabía que era más inteligente racionarlo, porque no había seguridad de cuan a menudo podría echar mano de otra tarjeta de crédito ajena. Se permitió una única raya, lo bastante para calmar su ansiedad.
Ya se sentía de humor para divertirse. Se pasó por su bar favorito, pero ninguno de sus amigos estaba allí, y se sentó sola, tarareando un poco. Pidió su bebida favorita, daiquiri de fresa, que le encantaba porque de la forma en que el camarero se los mezclaba eran una bomba alcohólica, pero al mismo tiempo tenían el aspecto de ser uno de esos cócteles delicados que las señoritas bien educadas tomaban.
Sin embargo, cuanto más tiempo pasaba allí sentada más se ensombrecía su humor. Trató de aferrarse a la euforia inducida por la droga, pero esta, como siempre, se iba desvaneciendo, y le dieron ganas de ponerse a gritar. El daiquiri estaba bien, pero el alcohol no le funcionaba tan bien como la coca. Tal vez si pillaba una buena cogorza, ayudaría.
Paso una hora eterna, y ninguno de sus amigos apareció. ¿Habrían quedado en otro sitio sin avisarla? Sintió una punzada de pánico. Nadie se habría enterado de que Edward había amenazado con echarla de Davencourt, aún no.
Desesperadamente se terminó a sorbos el daiquiri, tratando de no sacarse un ojo con la estúpida sombrillita turquesa de papel. O la pajilla era más corta que de costumbre, o aquella maldita sombrilla se había agigantado. No había tenido ese problema con las dos primeras copas. Fulminó con la mirada al camarero, preguntándose si no le estaría gastando una jugarreta, pero ni siquiera la miraba, así que decidió que no.
Los cadáveres de las otras dos sombrillitas yacían delante de ella. Una amarilla, y la otra rosa. Ponlas todas juntas y tendrás un bonito ramillete de sombrillitas. ¡Yuhuu! Tal vez las guardara para ponerlas sobre la tumba de Tía Kate. Mira que idea; para cuando el viejo murciélago estirara la pata, debería haber juntado las suficientes como para hacerle una corona funeraria verdaderamente bonita.
O tal vez podría embutírselas garganta abajo a Edward Cullen. Muerte por sobredosis de sombrillitas;  sonaba bien.
El bastardo le había dado un susto de muerte esa tarde cuando la había sujetado así. Y la mirada en sus ojos. ¡Dios! Era la mirada más fría y despiadada que había visto en su vida, ¡y total para nada! El sueño de belleza de la señorita “Siempre digo lo correcto” no había sido interrumpido, y Dios sabía que necesitaba todo el que pudiera conseguir. Lauren rió entre dientes, pero su alegría se marchitó cuando recordó la amenaza de Edward.
Lo odiaba. ¿Por qué lo tenía todo? No se lo merecía. La irritaba que siempre fuera el elegido, el favorito, cuando su parentesco con Tía Kate no era más cercano que el suyo. Era un tacaño y un egoísta, la vieja bruja iba a legarle Davencourt, y no le permitiría seguir viviendo allí cuando Tía Kate muriera. ¡Era muy injusto!
A pesar de lo mal que le caía Bella, al menos ella era una verdadera Denali, y no se sentiría tan mal si Davencourt se lo quedara ella. Y una mierda, se replicó. Bella era una estúpida debilucha, que tampoco merecía Davencourt. Lo único bueno de que Bella heredara la casa era que Lauren sabía que podía manejarla con una mano atada a la espalda. Tendría a ese ratoncito tan acojonado que se apresuraría a entregarle la pasta en vez de obligar a Lauren a robarla.
Pero si tía Kate no le iba a dejar Davencourt a Bella, ¡entonces no era justo que Edward se la quedara! Puede que tía Kate no creyera que Edward había asesinado a Tanya, pero Lauren tenía su propia opinión, reforzada además por la expresión que había visto en su cara esa misma tarde. No tenía la menor duda de que podía asesinar. Porqué durante un instante había creído realmente que iba a matarla, y todo por una bromita que pensaba gastar. Sólo había pensado en dar un portazo, no es que realmente fuera a hacerlo. Pero él la había agarrado y le había hecho daño en el cuello, el muy bastardo.
Alguien se deslizó en el taburete junto al suyo. —Tienes pinta de necesitar otra copa —ronroneo en su oído una suave voz masculina.
Lauren lanzó un desdeñoso vistazo al hombre sentado junto a ella. Era bastante apuesto, supuso, pero demasiado mayor. —Piérdete, viejales.
Él se rió entre dientes. —No dejes que las canas te engañen. Solo porque hay nieve en el tejado no significa que no haya fuego en el horno.
—Sí, sí, ya he oído todo eso antes —dijo, aburrida. Dio otro trago al daiquiri. —Quién tuvo, retuvo y todo eso. ¿Y a mi qué? Qué te jodan… y no te lo tomes como una invitación.
—No estoy interesado en joder contigo —dijo él, y sonó aún más aburrido que ella.
Se quedó tan sorprendida por su declaración que lo miró, lo miró de verdad. Vio el grueso cabello que se había vuelto casi totalmente gris, y un cuerpo que continuaba siendo poderoso y estando en forma a pesar de que debía rondar los cincuenta. Pero fueron sus ojos los que la atraparon, pensó; eran los ojos más azules que había visto jamás, y mirar en su interior era como hacerlo en los de una serpiente: inexpresivos y totalmente carentes de sentimiento. A Lauren le provocaron escalofríos, pero no podía evitar sentirse fascinada.
Él hizo un gesto con la cabeza en dirección a las sombrillitas desparramadas sobre la barra. —Te has liquidado las copas a toda velocidad. ¿Un mal día?
—No sabes ni la mitad —dijo ella, pero entonces se rió. —Sin embargo, la cosa parece mejorar.
—Entonces, ¿por qué no me cuentas? —la invitó él. —Eres Lauren Newton, ¿verdad? ¿No vives en Davencourt?
A menudo esta era una de las primeras cosas que la gente le preguntaba cuando se la presentaban. A Lauren le encantaba la distinción que le proporcionaba, la sensación de ser alguien especial. Edward iba a arrebatárselo, y lo odiaba por ello. —Sí, vivo allí, —dijo ella. —Al menos por ahora.
El hombre se llevo su copa a la boca. Por el color del líquido, parecía bourbon a palo seco. Tomó varios sorbos mientras la contemplaba con aquellos glaciales ojos azules. —Me da la sensación de que dentro de poco vas a sacar tu trasero de allí. Debe ser bastante incomodo vivir con un asesino.
Lauren pensó en la mano de Edward apretándole el cuello, y tembló. —Es un bastardo —dijo. —Voy a mudarme pronto. ¡Hoy me atacó sin motivo!
—Cuéntame —le instó otra vez, y le tendió la mano. —A propósito, mi nombre es Félix Vulturi.
Lauren le estrechó la mano y sintió una pequeña sacudida de atracción. Sería un tanto mayor, pero había algo en él que le hacía estremecer. Sin embargo, por ahora, estaba más que encantada de contarle a su nuevo amigo todo lo que quisiera saber sobre lo odioso que era Edward Cullen.

Bella se arrepentía de haber sucumbido al sueño durante la siesta de esa tarde. En ese momento había sido muy reparadora, pero ahora se enfrentaba a otra larga noche en vela. Había subido a las diez en punto y había realizado todo el ritual nocturno, poniéndose el camisón, cepillándose los dientes, metiéndose en la cama, todo para nada. Supo desde el principio que el sueño tardaría mucho en llegar, si es que lo hacía, así que salió de la cama y se enroscó en el sillón. Cogió el libro que había estado tratando de leer las dos últimas noches y finalmente consiguió concentrarse en él.
Edward subió a las once, y ella apagó la lámpara de lectura mientras escuchaba cómo se duchaba. Miró el rastro de luz que salía de su habitación, preguntándose si se acercaría a las puertaventanas y así ella podría ver su sombra sobre la galería. No lo hizo; su luz se apagó, y se hizo el silencio en la otra habitación.
La luz de su lamparita atraía a los mosquitos, por lo que Bella siempre mantenía las puertas que daban a la galería cerradas mientras leía así que no podría oírlo si él abría las suyas esa noche. Permaneció silenciosamente sentada en la oscuridad, esperando a que hubiera pasado tiempo suficiente para que él se durmiera, rogando para poder hacer ella lo mismo. Miró las manecillas fluorescentes de reloj hasta que pasaron de la medianoche; sólo entonces volvió a encender la lamparita y retomó la lectura.
Una hora más tarde bostezó y descansó el libro en el regazo. Incluso aunque no pudiera dormir, estaba tan cansada que lo único que quería era tumbarse. Echó un vistazo afuera y vio que se estaba acercando una tormenta nocturna; pudo ver el rojo destello de los relámpagos, pero por ahora estaba tan lejos que no pudo oír ningún trueno. Quizás si abría las puertas y se metía en la cama, sentiría más cerca la tormenta, trayendo la dulce lluvia con ella. La lluvia era su mejor sedante, arrullándola, hasta que caía en el más reparador de los sueños.
Estaba tan cansada que tardó un largo momento en darse cuenta de que los relámpagos no eran rojos. No había ninguna tormenta.
Había alguien en la galería, su oscura silueta apenas discernible entre las sombras.
Estaba mirándola.
Edward.
Lo reconoció de inmediato, tan rápido que no le dio tiempo a asustarse con la idea de que hubiera un extraño en la galería. Estaba fumando y el cigarrillo describió un luminoso arco rojizo cuando se lo llevó a los labios. La punta encendida brillo aún con más fuerza cuando le dio una calada y con la breve llamarada ella pudo distinguir las duras facciones de su rostro, sus altos y afilados pómulos.
Estaba recostado contra el pasamanos, justo en el límite de la claridad que escapaba de su habitación. Una luz plateada y fantasmal brillaba sobre sus hombros desnudos, procedente de las estrellas que tachonaban el cielo nocturno. Llevaba un pantalón oscuro, los vaqueros quizás, pero nada más.
No tenía ni idea del tiempo que llevaría ahí fuera, fumando y contemplándola en silencio a través del cristal de las puertaventanas de su habitación. Respiró profundamente, tomando conciencia física de él tan repentina e intensamente que el impacto le dolió. Despacio recostó la cabeza contra el respaldo del sillón y le devolvió la mirada. Fue agudamente consciente de su desnudez bajo la tela de su modesto camisón: los pechos que él había besado, los muslos que había separado. ¿Recordaba él también esa noche?
¿Por qué no estaba dormido? Era casi la una y media.
Él se giró y lanzó el cigarro por encima de la barandilla, hacia la hierba cubierta de rocío. La mirada de Bella siguió automáticamente el movimiento, el arco de fuego, y cuando volvió la vista atrás, no estaba.
No había oído cerrarse sus puertas. ¿Habría vuelto dentro, o estaría paseando por la galería? Con sus propias puertas cerradas, no podía oír si se abrían o cerraban las otras. Se estiró y apagó la lámpara, sumergiendo de nuevo la habitación en oscuridad. Sin luz podía ver claramente la balconada, bañada por la débil y plateada luz de las estrellas. Él no estaba allí.
Temblaba imperceptiblemente mientras se dirigía lentamente hacia la cama. ¿Por qué había estado allí mirándola? ¿Tenía alguna intención en particular, o estaba fuera fumando y mirando su ventana porque tenía luz?
El cuerpo le dolía, y cruzó los brazos sobre sus palpitantes senos. Habían pasado dos semanas desde aquella noche en Nogales, y anhelaba sentir su carne caliente y desnuda contra ella otra vez, su peso hundiéndola en el colchón, moviéndose sobre ella, dentro de ella. El leve dolor sufrido por la pérdida de su virginidad se había desvanecido hacia mucho, y deseó sentirlo dentro otra vez. Deseó ir a él en el silencio de la noche, deslizarse en su cama a su lado, regalarle su propio cuerpo.
El sueño nunca había estado más inalcanzable.

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