martes, 10 de mayo de 2011

Malditas sean las dos

Capítulo 23Malditas sean las dos”

Querida Marie,
No estaré satisfecho hasta que se encuentre en mis brazos para siempre…
Marie estaba delante de él frente a la luz del fuego. Sólo llevaba una camisola de seda, unas medias con ligas, unas zapatillas de color melocotón atadas con lazos alrededor de sus finos tobillos y una expresión desafiante. Estaba exquisita, superando cualquier cosa que pudiese haber imaginado con sus caderas redondas, su esbelta cintura y sus pechos firmes. La delicada camisola era tan fina que podía haber sido tejida por mariposas. La sombra de las puntas de sus pechos y la coyuntura de sus muslos hicieron que se le quedara la boca seca y su cuerpo se pusiera tenso.
La rodeó despacio observando el elegante arco de su pantorrilla, la suave curva de sus nalgas.
Mientras volvía a ponerse delante de ella se miraron directamente a los ojos.
—Aunque las zapatillas son preciosas, debo decir que su atuendo nupcial es un poco ligero.
—Quizá para una novia —replicó tan altiva como una reina a pesar de la escasez de su ropa—, pero no para una amante.
Edward movió la cabeza de un lado a otro, intentando asimilar aún el desarrollo de los acontecimientos. Nunca había esperado que le pusiera las cartas sobre la mesa, sobre todo de un modo tan sorprendente.
Observó su cara, fascinado por las emociones que vio en sus bellos ojos verdes.
—No ha venido aquí para casarse conmigo, ¿verdad, señorita Swan? Ha venido aquí para seducirme.
—Pensé que si no podía conseguir una cosa conseguiría la otra.
—Pues estaba equivocada —dijo él con tono categórico. Tras recoger su capa se la puso alrededor de los hombros. Luego fue hacia la puerta, decidido a acompañarla a la salida antes de que su resolución pudiera debilitarse aún más—. Ya le he dicho que mi corazón pertenece ahora a otra mujer.
—Ella no está aquí esta noche —dijo Marie con suavidad—. Pero yo sí.
Edward se detuvo y se apretó la frente con las puntas de los dedos.
—Debo advertirle, señorita Swan, que está tentando al destino y a mi paciencia. ¿Sabe cuánto tiempo voy a estar en el mar cuando zarpe mañana? Allí las noches son muy frías y solitarias. La mayoría de los hombres bajo mi mando van a pasar esta noche en celo como bestias. Y no serán muy exigentes para elegir pareja. Les servirá cualquier mujer que esté dispuesta.
—Entonces imagine que soy cualquier mujer.
Edward se dio la vuelta despacio.
Ella dejó caer la capa y se deslizó hacia él como una visión de una de sus fantasías más atrevidas.
—Mejor aún, reconozca que soy la mujer que merece pagar por romperle el corazón. ¿No es eso lo que ha querido desde que me fui corriendo del hospital ese día? ¿Castigarme?
Incapaz de resistir más tiempo la tentación, Edward le rodeó el cuello con la mano, acariciando con el pulgar el pulso que latía violentamente en su base. Por supuesto que la castigaría, pero no con dolor, sino con placer. Un placer que nunca había sentido. Un placer que nunca volvería a sentir. Un placer que la perseguiría a lo largo de todas las noches y todos los amantes que vendrían.
Bajó la cabeza, pero antes de que sus labios pudieran rozar la suavidad de los suyos ella apartó la cara.
—¡No! No quiero que me bese. De todos modos no lo haría en serio.
Él frunció el ceño, sorprendido por su vehemencia.
—La mayoría de las mujeres necesitan que las besen un rato antes de permitir que un hombre pase a… otras cuestiones más placenteras.
—Yo no soy como la mayoría de las mujeres.
Edward se pasó una mano por el pelo.
—Estoy empezando a darme cuenta de eso.
—Tengo otras dos necesidades.
—¿De veras?
—No deje que el fuego se apague y no cierre los ojos. —Le miró con una expresión acusatoria—. ¿Me promete que no cerrará los ojos?
—Le doy mi palabra de caballero —respondió sintiéndose muy poco caballeroso en ese momento.
Sus necesidades no exigían un gran sacrificio por su parte. Estaba tan hermosa con la luz del fuego que no quería ni parpadear. Uno de sus mayores pesares era que su ceguera le había impedido ver a Bella de ese modo.
Mientras Edward iba hacia la chimenea Marie se quedó en medio del salón intentando no temblar con su fina camisola y sus medias. Con la camisa tensa sobre sus anchos hombros, él cogió un tronco lo bastante grande para que ardiera toda la noche y lo metió entre las llamas. Después de limpiarse el polvo de las manos se dio la vuelta, mirándola con avidez a través de las sombras.
Estar delante de Edward con su camisola mientras él estaba completamente vestido era una sensación increíblemente perversa. Marie se sentía como una especie de esclava cuya vida dependía de su capacidad para complacer a su amo.
Utilizando esa capacidad, se quitó la camisola por encima de la cabeza y la echó a un lado, quedándose sólo en medias y zapatillas. Edward lanzó un sonido gutural desde lo más profundo de su garganta. Luego fue hacia ella, cubriendo con sus firmes pasos el espacio que había entre ellos.
—Nunca la querré —le advirtió mientras la tendía debajo de él en el diván.
—No me importa —susurró furiosamente mirándole a los ojos.
Y era cierto. Lo único que quería era una oportunidad más para amarle antes de que zarpase al día siguiente.
Él se levantó un poco para quitarse el chaleco y el lazo del cuello. Entonces ella empezó a soltar los botones de su camisa, extendiendo la tela para apoyar las manos sobre su pecho y pasar las puntas de los dedos por el vello dorado que encontró allí.
Mientras la sombra de Edward caía sobre ella giró la mejilla hacia un lado para evitar la tentación de sus labios.
—Cuando dijo que no quería que la besara —dijo él con un ronco murmullo—, supuse que se refería a los labios.
Luego deslizó su boca abierta por su cuello, haciendo que se le pusiera la carne de gallina y apretara los ojos para contener un intenso arrebato de deseo.
—No cierre los ojos —le ordenó con una voz áspera que contrastaba con sus suaves caricias—. Yo también tengo algunas necesidades.
Marie obedeció justo a tiempo para ver cómo bajaba la boca a su pecho. Su pezón se encogió con el roce de su lengua, aceptando su beso y los temblores de placer que se extendían por su vientre. Él pasó de un pecho a otro hasta que los dos acabaron ardiendo de deseo.
Sólo entonces deslizó su hábil boca más abajo, besando con suavidad la sensible zona de sus costillas, la curva de su cadera, la franja temblorosa de piel sobre el triángulo de rizos de su entrepierna. Para cuando se arrodilló en el suelo y arrastró sus caderas hasta el borde del diván estaba ya tan aturdida que sólo gimió una débil protesta.
Sus grandes y cálidas manos separaron sus muslos, dejándola totalmente vulnerable para él, totalmente expuesta a su ávida mirada. Uno de los troncos se movió en la chimenea e iluminó la habitación con una lluvia de chispas. En ese momento Marie casi se arrepintió de sus exigencias. Pero le aterraba que Edward reconociera el sabor de sus besos, el ritmo de su cuerpo moviéndose contra él en la oscuridad.
—Siempre has sido muy hermosa —susurró mirándola como si fuese una especie de tesoro sagrado.
Mientras bajaba la cabeza, con su pelo cobrizo saliéndose de su coleta, ella no pudo evitar que sus ojos se cerraran.
—Abre los ojos, Marie. —Cuando los abrió le encontró mirando su cuerpo con una expresión feroz, pero no cruel—. Quiero que veas.
Apenas tuvo tiempo de fijarse en algunos detalles incongruentes, como que una media se le había resbalado hasta el tobillo y aún llevaba puestas las zapatillas, antes de que Edward acercara la boca a la suya y le diera un beso prohibido. Su quejido se fundió en un gemido. Luego sólo sintió el calor abrasador de su boca, las deliciosas caricias de su lengua y una exquisita sensación de éxtasis.
Mientras esas oleadas de placer se elevaban sobre su cabeza, haciendo que su cuerpo se estremeciera y los dedos de sus pies se curvaran en sus zapatillas, gritó su nombre con una voz ronca que apenas reconocía como suya.
A través de una neblina deliciosa vio cómo se abría la solapa delantera de los pantalones. Entonces se quedó sin aliento al ver cuánto la deseaba. Arrodillado aún entre sus piernas, le separó bien los muslos y entró dentro de ella.
Edward oyó el jadeo de Marie, vio que ponía los ojos en blanco no de dolor, sino de placer. Mientras su tenso cuerpo intentaba contenerle tuvo que apretar los dientes al sentir una punzada de decepción. Debería agradecer que no fuera inocente. Eso significaba que no tenía que reprimir nada; era lo bastante mujer para aceptar cualquier cosa que pudiera darle. Rodeándole los hombros con sus brazos, la levantó hacia arriba para ponerla a horcajadas.
Marie envolvió los brazos y las piernas alrededor de Edward, empalada en la rigidez de su cuerpo.
Te quiero, te quiero, te quiero. Esas palabras pasaban por su mente como una canción incesante. Temiendo que pudiera decirlas en voz alta, hundió la cara en su garganta, notando el calor salado de su piel sudorosa.
Menos mal que le había negado sus labios. Habría notado esas palabras en sus besos, al igual que habría notado las lágrimas de impotencia que le caían por las mejillas. Frotó la cara contra él para secárselas con su pelo.
Edward volvió a arrodillarse en el suelo y la bajó hasta que acabó sobre su regazo, sentada sobre esa parte de él que estaba dentro de ella.
—Mírame, Marie —dijo.
Temblando de emoción, le miró a los ojos y vio en ellos un reflejo de la tierna locura que se había apoderado de su alma. Luego él comenzó a moverse dentro de ella y ella sobre él, y los dos se movieron como uno con las llamas de la chimenea acariciando su piel dorada. Mientras tanto Edward no rompió su promesa, no cerró los ojos ni apartó su mirada de la suya.
Cumplió su palabra hasta que el ritmo frenético de sus embestidas les llevó más allá del éxtasis a una dulce inconsciencia. Sólo entonces, con los brazos a su alrededor y su cuerpo encrespado a la entrada de su vientre, echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos. Sólo entonces salió de su garganta el nombre de una mujer.
Marie se derrumbó sobre él, ebria de triunfo y placer. En el momento en el que Edward se rindió a la oscuridad, fue su nombre, no el de Bella, el que estaba en sus labios y en su corazón.


Edward se despertó con Marie en sus brazos. Sus rizos despeinados le hacían cosquillas en la barbilla, y sus suaves respiraciones le movían el vello del pecho. Había pasado muchas noches solitarias imaginando ese momento sin darse cuenta de lo agridulce que sería cuando por fin llegara.
Mientras se le escapaba un suave ronquido le pasó los dedos por el pelo. No le extrañaba que durmiese tan profundamente. Su cuerpo debía estar agotado de sus ávidas atenciones. Había cumplido su promesa de no perder ni un momento de su última noche en tierra firme. Había utilizado el joven cuerpo de Marie para satisfacer sus deseos más oscuros y sus fantasías más dulces a lo largo de toda la noche. El tronco que había echado al fuego estaba ya consumiéndose. Pero no había ninguna razón para no añadir otro. El brillo apagado del amanecer se filtraba por un resquicio de las gruesas cortinas de terciopelo.
Al agacharse para taparla con su capa de terciopelo se dio cuenta de que había sido un estúpido. Se había engañado al pensar que esa noche había sido una venganza, que podía castigarla con placer, hacerle el amor sin amarla y luego dejar que se fuera. Pero eso iba a ser mucho más difícil de lo que había pensado. Le rozó el pelo con los labios preguntándose si era posible querer a dos mujeres al mismo tiempo.
Ella se movió y levantó la cabeza, parpadeando con sus somnolientos ojos verdes.
—¿Cuántos pendientes de diamantes me he ganado hasta ahora?
—Tu peso en oro. —Le acarició con suavidad la mejilla, sintiendo una aguda punzada de arrepentimiento—. No debería haber dicho algo tan mezquino. Sólo estaba intentando asustarte.
—No funcionó.
—Gracias a Dios —susurró agarrándola con más fuerza.
Pero Marie se libró de él llevándose la capa con ella. La seductora suavidad de sus pechos se deslizó por su cuerpo. Para cuando rozaron su virilidad estaba ya excitado. Otra vez.
Enredando sus dedos en su pelo, le levantó la cabeza para que le mirara mientras respiraba agitadamente.
—¿Qué diablos crees que estás haciendo?
—Intentar conseguir un collar de rubíes —murmuró ella sonriendo con dulzura antes de bajar la cabeza para envolverle con sus sensuales labios.


Cuando Edward volvió a despertarse un rayo de sol entraba por el hueco de las cortinas y Marie se había ido.
Se incorporó y recorrió el salón con sus ojos nublados. El fuego se había apagado, dejando un frío penetrante en el aire. Salvo por la copa de whisky medio vacía en la chimenea y su ropa esparcida por el suelo, todo estaba como cuando había vuelto a casa la noche anterior. No había ni camisola arrugada, ni capa de terciopelo, ni Marie.
Si no hubiera sido por el sabor persistente de sus labios podría haber pensado que esa noche sólo había sido un sueño provocado por el alcohol.
—Otra vez no —murmuró bajando las piernas del diván y tapándose la cara con las manos.
¿Qué se suponía que debía hacer? ¿Salir y peinar las calles de Londres para buscarla? ¿Volverse loco preguntándose por qué le había amado con tanta ternura y luego le había dejado sin mirar atrás? Al menos Bella se había molestado en dejar una nota antes de salir de su vida para siempre.
—Maldita sea —levantó la cabeza sintiendo que el frío se metía en su corazón—. Malditas sean las dos.

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