martes, 17 de mayo de 2011

Fiesta de bienvenida

Capítulo 22 “Fiesta de bienvenida”
Estaba previsto que los invitados empezaran a llegar en sólo media hora, y Edward no aparecía por ningún sitio. Toda la familia estaba ya allí, incluso su madre y la tía Didyme. Esme comenzaba a perder la calma, porque no era propio de Edward llegar tarde, y Kate se volvía cada vez más irritable.
Bella permanecía sentada, muy compuesta, ocultando su propia angustia en su interior. No se permitió pensar en accidentes de coche, porque no podría aguantarlo. Sus propios padres habían muerto de esa forma, y desde entonces no se atrevía ni a pensar en ello. Si circulaba por esa carretera, nunca reducía para curiosear, mantenía cuidadosamente la mirada fijamente apartada y pasaba el sitio del accidente tan rápido como podía. Edward no podía haber tenido un accidente, simplemente no podía ser.
Entonces oyeron abrirse la puerta de la calle, Esme se precipitó hacia ella—. ¿Dónde has estado? —la oyó preguntar Bella con maternal aspereza.
—He tenido un problema con el coche —contestó Edward mientras subía por la escalera de dos en dos. Estuvo de vuelta abajo en quince minutos, afeitado de nuevo y vestido con traje de etiqueta en el que Kate había insistido.
—Siento llegar tarde —dijo en general mientras se dirigía al mueble bar y abría las puertas. Se sirvió un vaso de tequila y se lo tomo de un trago, luego dejó el vaso y les lanzó una temeraria sonrisa—. Que comience la fiesta.
Bella no podía apartar sus ojos de él. Parecía un pirata a pesar de la elegancia de su ropa. Su espeso cabello cobrizo se veía aún más reluciente por la humedad y estaba peinado en un estilo despeinado y descuidado, pero aún así mantenía su porte y elegancia. Se movía con la ágil gracilidad de un hombre acostumbrado a la ropa formal, sin rastro de cohibición. La chaqueta se ajustaba perfectamente a sus amplios hombros, y el pantalón era lo bastante ajustado para parecer elegante sin ser ceñido. Edward siempre lucía bien la ropa, llevara lo que llevara. Ella había pensado que nadie podía tener mejor aspecto que él en vaqueros, botas y camisa de trabajo y ahora pensó que nadie se veía mejor en traje de etiqueta. Una fila de botones de ébano recorría el frente de su nívea camisa blanca, con la pechera adornada con estrechas jarretas, y haciendo juego con los gemelos que resplandecían oscuramente en sus poderosas muñecas.
No había vuelto a hablar en privado con él desde la noche en que él había ido a su habitación, y ella le había contado la razón por la que no había visto al ladrón. Edward le había prohibido terminantemente trabajar hasta que el médico de cabecera  la hubiese examinado y le diera el alta, lo que había sucedido justo el día anterior. A decir verdad, durante los primeros días después de haber vuelto a casa del hospital, no había tenido ganas de trabajar o hacer nada excepto descansar. El dolor de cabeza persistía, y si se movía mucho, le volvían las nauseas que acompañaban a la conmoción. Sólo en los dos últimos días el dolor había desaparecido y con él las nauseas. Aún así, no creía que esa noche se arriesgara a bailar.
Edward había estado ocupado, y no sólo con el trabajo. Había supervisado la instalación de las puertas blindadas en las entradas principales, de las cerraduras de seguridad incluso en las puertas francesas, y de un sistema de alarma que la había hecho taparse la cabeza con una almohada para amortiguar el sonido cuando fue probada. Si no podía dormir y quería abrir las puertas que daban a la galería para disfrutar del aire fresco, primero tenía que teclear un código en una de las pequeñas cajas instaladas junto a las puertaventanas de cada cuarto. Si las abriera sin teclearlo, el estruendo que resultaría haría saltar a todo el mundo de su cama.
Entre su dolor de cabeza y el trabajo de él, simplemente no había habido tiempo para una conversación privada. Con el dramatismo de su herida, la mayor parte de su vergüenza se había desvanecido. Después de la visita a medianoche a su cuarto, el tema no había vuelto a surgir, como si ambos quisieran evitarlo.
—Caramba, estás muy guapo —dijo Kate, mirando a Edward de arriba abajo—. Más que antes, si no te importa que lo diga. Lidiar con las vacas, o cualquier otra cosa que hicieras en Arizona, evidentemente te ha mantenido en forma.
—Guiar —la corrigió él, los ojos le brillaban con diversión—. Y, sí, luché con algunas de ellas.
—Has dicho que has tenido un problema con el coche —dijo Esme—. ¿Qué  le ha pasado?
—Se le salió la transmisión —dijo él suavemente—. Tuve que llamar a una grúa.
—¿Y qué conduces entonces?
—Una camioneta. —Sus ojos despedían un verde brillo cuando lo dijo, y Bella notó la sutil tensión en él, una especie de incremento en su estado de vigilancia, como si se estuviera preparando para alguna clase de crisis que sólo él anticipaba. Al mismo tiempo había una obvia diversión en la curvatura de su boca, y lo vio echar un vistazo con expectación en dirección a Maggie.
—Una camioneta —dijo Maggie, con desdén. —Espero que no te lleve mucho tiempo reparar tu coche.
La diversión se hizo aún más pronunciada, aunque Bella se preguntó si era ella la única que se había percatado—. No importa —dijo él, y sonrió ampliamente con malvado entusiasmo—. La he comprado.
Si esperaba una diatriba, Maggie no lo decepcionó. Se lanzó a un sermón sobre “qué imagen daría que alguien de nuestra familia condujera un vehículo tan vulgar”.
Mientras insistía en la parte sobre la imagen que tenían que mantener, los ojos de Edward chispearon con más intensidad. Dijo—: Además, tiene tracción a las cuatro ruedas. Y unos neumáticos enormes, del tipo de los que usan los contrabandistas de licor para poder atravesar los bosques. —Maggie lo contempló, horrorizada y momentáneamente enmudecida, mientras su cara se iba congestionando.
Kate escondía una sonrisa detrás de su mano. Mike tosió y se giró para mirar por la ventana.
Lauren también miraba por la ventana. Dijo—: Dios mío, parece como aquella escena de Campo de Sueños.
Kate, entendiendo exactamente lo que quería decir, se levantó y dijo con evidente satisfacción —Por supuesto. Si yo doy una fiesta, ellos acuden.
Aquel comentario los hizo reír a todos excepto a Bella, pero Edward notó que una sonrisa se dibujaba brevemente en sus labios. La tercera, pensó.
Pronto la casa rebosaba de risas y de gente charlando. Unos pocos hombres vestían de etiqueta, pero la mayor parte de ellos habían elegido traje de chaqueta oscuro. Las mujeres se habían arreglado en una gran variedad de estilos, desde trajes de cóctel por encima de la rodilla, hasta vestidos largos más formales. Todas las damas Denali y Cullen lucían traje largo de noche, de nuevo siguiendo la directriz de Kate. Ella sabía exactamente cómo causar impresión y mantener el tono.
Kate tenía buen aspecto, mejor del que había tenido en mucho tiempo. Su blanco cabello estaba peinado en un regio recogido en su nuca, y el tono melocotón pálido del vestido, ayudado por una hábil aplicación de cosméticos, daba un delicado color a su rostro. Sabía lo que hacía insistiendo en poner luces de color melocotón.
Mientras Kate alternaba con sus amigos, Bella se ocupo discretamente de que todo funcionara con fluidez. El proveedor era muy eficiente, pero los desastres ocurrían hasta en la más férreamente organizada de las fiestas. Los camareros contratados para esa noche se movían  por entre la muchedumbre con bandejas repletas de pálidas copas de dorado champagne o de una deslumbrante selección de entremeses. Para aquellos que tenían un apetito mayor, se había preparado un enorme buffet. Fuera en el patio, la orquesta había comenzado ya a tocar viejos temas de siempre, atrayendo a la gente al exterior para bailar bajo las mágicas luces melocotón.
Bella era consciente de Edward que se movía por entre la muchedumbre, hablando fluidamente con todo el mundo, deteniéndose para hacer un comentario divertido o algunas observaciones sobre política, y pasando a continuación a otro grupo. Parecía perfectamente relajado, como si no se le hubiera ocurrido que alguien pudiera mirarlo con recelo, pero ella aún podía detectar su tensión en el intenso y brillante destello de sus ojos. Nadie diría algo despectivo sobre él en su presencia, comprendió. Había un poder en él que lo hacía destacar incluso entre esta muchedumbre de la élite social, una autoconfianza que poca gente tenía. Realmente le importaba un comino lo que cualquiera de ellos pensara. No en lo que a él concernía, al menos. Se desplazaba tan relajado como seguro de sí pero preparado para actuar si fuera necesario.
Sobre las diez, cuando la fiesta ya llevaba más de dos horas, se situó a su espalda mientras ella contemplaba la mesa del buffet asegurándose de que no hiciera falta reponer nada. Se paró tan cerca que sentía el calor de su enorme cuerpo, y posó su mano derecha sobre su cintura—. ¿Te encuentras bien? —le preguntó en voz baja.
—Sí, estoy bien —dijo ella automáticamente al tiempo que se giraba para enfrentarlo, repitiendo las mismas palabras que había usado al menos cien veces esa noche en respuesta a la misma pregunta. Todo el mundo había oído hablar del ladrón, y de su conmoción cerebral, y había querido que le hablara sobre ello.
—Tienes buen aspecto —le habían dicho todos, pero Edward no lo hizo. En cambio él miraba su pelo. Los puntos de la cabeza se los habían quitado hacía solo un día, cuando había ido a su médico de cabecera. Hoy, como preliminar para la fiesta, había acudido a su peluquero, quién le había recogido delicadamente el cabello en un sofisticado moño, que ocultaba la pequeña zona donde habían tenido que afeitarle el cabello.
—¿Sabes algo? —le preguntó con inquietud.
Sabía a lo que se refería. —No, nada. ¿Te sigue doliendo la cabeza?
—Sólo un poco. Está más bien sensible que dolorida.
Él levantó su mano de su cintura y dio un golpecito a uno de sus pendientes, haciendo que la estrella de oro se balanceara. —Estás para comerte —dijo tranquilamente.
Ella se sonrojó, porque esperaba estar atractiva esta noche. El cremoso dorado del color de su vestido se complementaba con el cálido tono de su cutis y el castaño oscuro de su pelo.
Alzó la mirada hacia él, y la respiración se le atascó en el pecho. Él la miraba con una dura e intensa expresión de hambre en su cara. El tiempo pareció detenerse repentinamente alrededor de ellos, la gente desapareció de su consciencia, y el ruido y la música quedaron silenciados. La sangre palpitó por sus venas, despacio, poderosamente.
Era el mismo modo en que la había mirado el día que salieron a cabalgar juntos. Ella lo había confundido con lujuria… ¿o no se había equivocado?
Estaban completamente solos allí, en medio de la muchedumbre. Su cuerpo se avivó, su respiración se volvió rápida y superficial, sus pechos se hinchieron como si los hubiera tocado. El dolor de desearlo era tan intenso que pensó que moriría—. No —susurró ella. —Si no tienes intención de... no.
Él no contestó. En cambio su mirada se desplazó, despacio, hacia abajo, a sus senos, demorándose, y ella sabía que sus pezones estaban visiblemente erectos. Un músculo palpitó en su mandíbula.
—¡Quiero hacer un brindis!
Kate sabía hacerse oír entre una multitud sin aparentemente levantar la voz. Despacio la conversación de cientos de voces fue remitiendo, y todo el mundo se giró hacia ella mientras permanecía de pie ligeramente apartada, frágil, pero todavía majestuosa.
El hechizo que había vinculado a Bella y Edward quedó roto, y Bella se estremeció en reacción cuando ambos se giraron para mirar a Kate.
—Por mi sobrino, Edward Cullen —pronunció Kate con claridad, y levantó su copa de champagne hacia Edward. —Te eché de menos desesperadamente mientras estabas lejos, y soy la más feliz anciana del Condado de Colbert ahora que estás de vuelta.
Este era otro de sus golpes magistrales, obligando a la gente a brindar por él, a reconocerlo, a aceptarlo. Por todas partes las copas fueron alzadas hacia Edward, se bebió el champagne, y un coro de —¡Bienvenido a casa! —resonó por las habitaciones. Bella, cuyas manos estaban vacías, le dedicó una breve sonrisa de disculpa.
Número cuatro, pensó él. Iban dos en una noche.
Sus nervios acusaban la cruda tensión del silencioso y cargado intervalo que había ocurrido entre ellos. Ella se escabulló por entre la muchedumbre y continuó con su tarea de asegurarse de que todo estaba bien en el patio. Las parejas paseaban por los caminos, alumbradas por las miles de luces entretejidas en los árboles y arbustos, el laberinto de cables eléctricos cuidadosamente recogidos con tiras de espuma y apartados para que nadie tropezara y se cayera. La orquesta ya no tocaba viejos temas, habiendo calentado lo suficientemente a la gente para bailar, y ahora tocaba melodías más animadas, concretamente “Rock around the clock”.  Al menos cincuenta personas ejercitaban sus piernas sobre la pista de baile.
La melodía terminó entre aplausos y risas, y entonces se produjo uno de esos fugaces y cortos silencios en el que las palabras “mató a su esposa” fueron claramente audibles.
Bella se detuvo, se le congeló la expresión. El silencio se alargaba mientras la gente miraba incómodamente hacia ella. Incluso los miembros de la orquesta se quedaron inmóviles, sin saber qué pasaba, pero conscientes que algo había pasado. La mujer que había estado hablando se volvió, con la cara ruborizándosele de vergüenza.
Bella clavó la mirada fijamente en la mujer, quien era una Black, miembro de una de las familias más antiguas del condado. Después miró alrededor hacia todos los otros rostros, congelados bajo las encantadoras luces de color melocotón que seguían contemplándola. Esta gente había acudido a casa de Edward, había disfrutado de su hospitalidad, y aún así continuaban hablando de él a sus espaldas. No era solo Rebecca Black, quién había tenido la mala suerte de ser oída. Todas estas caras mostraban culpabilidad porque habían estado diciendo lo mismo que ella. Si hubiesen poseído el más mínimo atisbo de buen juicio para empezar, pensó con creciente furia, se habrían dado cuenta hace diez años de que era imposible que Edward hubiera matado a su esposa.
Era una cuestión de simple cortesía que la anfitriona no hiciera nada que avergonzara a uno sus invitados, pero Bella sintió que la cólera la dominaba. Temblaba por la tormenta de emociones, de puro coraje. Fluyó por ella hasta que incluso las yemas de sus dedos hormigueaban.
Había soportado bastante por cuenta propia. Pero, por Dios, que no se iba a quedar allí de pie y dejarlos difamar a Edward. —Ustedes, las personas que se supone que habían sido amigos de Edward —dijo con voz clara y fuerte. Nunca antes en su vida se había sentido más furiosa, excepto con Tanya, pero esa era una clase diferente de furia. Se sentía fría, perfectamente controlada. —Ustedes deberían haber sabido hace diez años que él jamás habría hecho daño a Tanya, deberían haberlo apoyado en vez  de arrimar las cabezas y cuchichear sobre él. Ni uno de ustedes, ni uno sólo, expresasteis la menor compasión hacia él en el entierro de Tanya. Ni uno hablasteis en su favor. Pero habéis acudido a su casa esta noche, como sus invitados, os habéis comido su comida, habéis bailado... y seguís hablando a sus espaldas.
Hizo una pausa, mirando cara por cara y luego continuó. —Quizás deba aclarar la posición de mi familia a cada uno, por si ha habido el más mínimo malentendido. Apoyamos a Edward. Punto y final. Si alguien de los aquí presente siente que no puede relacionarse con él, entonces por favor que se marche ahora, y su relación con los Denali y los Cullen se dará por finalizada.
El silencio sobre el patio era denso y embarazoso. Nadie se movió. Bella se giró hacia la orquesta. —Toquen…
—…algo lento —dijo Edward desde detrás de ella. Su mano, fuerte y cálida, se cerró alrededor de su codo. —Quiero bailar con mi prima, y su cabeza está todavía demasiado dolorida para menear el esqueleto.
Un espolvoreo de risas nerviosas se extendió  por el patio. La orquesta comenzó a tocar “Blue Moon,” y Edward giró con ella en sus brazos. Otras parejas se movieron hacia la pista, comenzaron a balancearse al ritmo de la música, y la crisis pasó.
La abrazaba como un primo, no con la intimidad de un hombre y una mujer que habían yacido desnudos juntos entre sabanas enredadas. Bella tenía clavada la vista en su garganta mientras bailaban.
—¿Cuánto has oído? —preguntó, con voz tranquila y controlada una vez más.
—Todo —dijo él, en tono indiferente—. Sin embargo, te equivocaste en una cosa.
—¿En qué?
Un estruendo de truenos sonó en la distancia, y él alzó la mirada hacia el cielo oscuro cuando una repentina brisa fría sopló con una promesa de lluvia. Después de días de bochorno, parecía como si finalmente fuera a llegar la tormenta. Cuando volvió a mirarla, sus ojos verdes brillaban, —Hubo una persona que me ofreció su compasión en el funeral de Tanya.




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