miércoles, 18 de mayo de 2011

Derribando muros

Capítulo 23 “Derribando muros”
La fiesta había acabado y los invitados se habían marchado a su casa. La orquesta había desconectado y recogido, y se había ido. El encargado del catering y su personal habían limpiado, lavado y cargado eficientemente en dos furgonetas y también se habían marchado, cansados pero bien pagados.
Kate, agotada por el esfuerzo sobrehumano que había hecho esa noche, se había marchado inmediatamente a la cama, y todos los demás la habían seguido al poco tiempo.
La tormenta había cumplido su promesa, llegando con grandes relámpagos de luz, truenos que estremecían las ventanas, y torrentes de lluvia. Bella contemplaba el dramatismo de la misma desde la oscura seguridad de su cuarto, cómodamente enroscada en su sillón. Las puertas de la galería estaban abiertas para poder apreciarla en su totalidad, aspirar la frescura de la lluvia y ver como las ráfagas de viento barrían la tierra. Se abrazaba a si misma bajo una  ligera y suave manta afgana, deliciosamente estremecida por la humedad del ambiente. Se sentía relajada y un poco somnolienta e hipnotizada por la lluvia, su cuerpo se hundía en la confortable profundidad del sillón libre de toda tensión.
Lo peor de la tormenta había pasado ya, y la lluvia caía ahora como un denso y constante chaparrón acompañado por el ocasional destello de algún relámpago. Estaba encantada de permanecer allí sentada, recordando —no la escena del patio—, pero sí ese momento antes del brindis de Kate cuando ella y Edward habían quedado atrapados en una burbuja suspendida en el tiempo, con el deseo palpitando densamente entre ellos.
Eso había sido deseo, ¿verdad? Dulce, caliente. Su mirada había vagado, ardiente como una tea, hasta sus pechos. Estos le habían palpitado, sus pezones  se irguieron para él. No se había equivocado con respecto a su  intención, no podía haberlo hecho. Edward la había deseado.
En cuanto se había alejado de él, quedó ajena a todo excepto a su deseo de estar con él. Y ahora permanecía en su habitación, contemplando la lluvia. No lo iba a perseguir otra vez. Él sabía que lo amaba, que lo había amado toda su vida. La pelota estaba ahora en su campo, para devolverla o dejarla pasar. No sabía lo que iba a hacer o si no haría nada, pero estaba convencida de lo que le había dicho en la fiesta. Si no iba en serio con sus atenciones, entonces no las quería.
Se le fueron cerrando los ojos mientras escuchaba la lluvia. Era tan relajante, tan tranquilizador; se sentía muy descansada, durmiera esa noche o no.
Un débil aroma al humo de un cigarrillo llegó hasta ella. Abrió los ojos, y él estaba allí, parado de pie bajo las puertas abiertas, mirándola. Su mirada se paseaba por la oscuridad del cuarto. Los esporádicos relámpagos le revelaron su posición, sus ojos adormecidos y tranquilos, su cuerpo relajado y esperando... esperando.
En un breve momento de claridad pudo ver la forma que se vislumbraba allí con un hombro recostado contra el marco de la puerta, una negligente postura que de ninguna manera ocultaba la tensión de sus rígidos músculos, la intensidad con la que la miraba, como un depredador concentrado en su presa.
Se había desnudado parcialmente. Su chaqueta había desaparecido y también la pajarita. La nívea camisa estaba desabotonada y por fuera del pantalón, y colgaba abierta a través de su amplio pecho. Un cigarrillo a medio consumir humeaba en su mano. Él dio media vuelta y lo lanzó sobre el pasamanos de la galería, fuera, hacia la lluvia, y después cruzó silenciosamente el cuarto, con paso ágil y felino.
Bella no se movió, no dijo nada ni de bienvenida ni de rechazo. Este movimiento era de él.
Se arrodilló delante del sillón y posó sus manos sobre sus piernas, estirando la manta sobre sus rodillas. El calor de su roce la abrasó de la cabeza a los pies.
—Sabe Dios que he tratado de mantenerme lejos de ti —refunfuñó él.
—¿Por qué? —preguntó ella, en voz baja, una pregunta sencilla.
Él dejo escapar una áspera carcajada—. Sabe Dios —repitió.
Entonces tiró suavemente de la manta, apartándola de ella y dejándola caer al suelo junto al sillón. Con la misma suavidad deslizó sus manos bajo el dobladillo de su camisón y asió sus tobillos. Le sacó las piernas de su posición escondida, estirándoselas y extendiéndolas de modo que él quedara entre ellas.
Bella tomó una profunda y estremecida inspiración.
—¿Tienes los pezones duros? —susurró él.
Ella apenas podía hablar. —No lo sé…
—Déjame ver. —Y deslizó sus manos a lo largo de todo su cuerpo, bajo el camisón, y cerró sus dedos sobre sus pechos. Hasta que no los tocó, ella no se había dado cuenta de lo desesperadamente que había anhelado esto. Gimió  en voz alta de alivio, de placer. Sus pezones se le clavaron en las palmas. Él frotó sus pulgares sobre ellos y rió suavemente—. Creo que sí lo están —susurró—. Recuerdo el modo en que saben, el modo en que los siento en mi boca.
Sus senos se elevaron en sus manos con cada una de sus rápidas y superficiales inspiraciones. El deseo se enroscaba abrasadoramente en sus costados, dejándola laxa, volviendo su carne ardiente y flexible a su tacto.
Él le levanto el camisón por encima de la cabeza, y se lo quitó, dejándolo caer al suelo junto a la manta. Ella permanecía sentada, desnuda frente a él en el enorme sillón, su esbelto cuerpo empequeñecido por sus dimensiones. Un relámpago destelló otra vez,  revelando brevemente los detalles de su torso y sus pechos, los pezones fruncidos en dos picos y los muslos abiertos. El aliento de él siseó por entre sus dientes, su amplio pecho se expandió. Despacio pasó las  manos por sus piernas, abriéndole los muslos más y más hasta que ella quedó totalmente expuesta a él.
El aire húmedo de la noche la bañó, la brisa refrescó la acalorada carne entre sus piernas. La sensación de exposición, de vulnerabilidad, era demasiado aguda para soportarla, y con un suave sonido de pánico trató de cerrar las piernas.
Sus manos hicieron fuerza sobre sus muslos—. No —dijo él. Despacio se inclinó hacia delante, dejando que su cuerpo la rozara, que ejerciera un ligera presión sobre ella, y su boca se cerró sobre la suya con un dulzor, una ternura, que resultó devastadora. El beso era tan suave como las alas de una mariposa, tan ocioso como el verano. Con suma delicadeza atesoró su boca, se demoró en el beso. Al mismo tiempo sus malvados dedos se adentraron audaces entre sus piernas, entreabriendo los pliegues secretos que protegían la suave entrada a su cuerpo. Un gran dedo la sondó, haciéndola retorcerse, y a continuación la penetró profundamente. Bella se arqueó impotente, gimiendo en su boca, subyugada por la inesperada sensación de ser penetrada.
Él continuó besándola, la dulzura de su boca suavizaba el acechante avance de sus dedos. Era casi diabólico, ese contraste de intensidades, despertando todos los matices de su sensualidad. Estaba siendo al mismo tiempo seducida y violada, tentada y tomada.
Sus labios abandonaron su boca, y se deslizaron con pasión hacia abajo, por su garganta, hasta detenerse en sus senos. Él los sorbió delicadamente primero y los succionó con fuerza después. Bella se hundió en una oscura y vertiginosa tormenta de puro placer, temblando de necesidad. Puso sus manos sobre su cabeza, sintiendo la espesa y fresca seda de su cabello entre sus dedos. Se sentía aturdida, borracha de excitación por la cálida esencia almizclada de su piel. Él estaba caliente, muy caliente, su calor corporal quemaba a través de su camisa.
Su boca se movió hacia abajo, sobre los temblorosos músculos de su estómago. Su  lengua investigó su ombligo, haciendo que sus músculos se estremecieran salvajemente mientras una oleada de placer la recorría como un rayo. Bajando, bajando...
Él agarró sus nalgas con fuerza, tirando de ella de modo que su trasero quedara justo sobre el borde del sillón y luego puso sus piernas sobre sus hombros. Ella dejó escapar un inarticulado gemido de pánico, de desvalida anticipación.
—Ya te lo dije —dijo él, entre dientes. —Estas para comerte.
Y entonces la besó allí, con su boca caliente y húmeda, y su lengua arremolinándose alrededor de su tenso y ansioso clítoris. Sus caderas se elevaron sin control, y le clavó los talones en la espalda. Lanzó un grito, amortiguando el sonido con su propia mano. No podía evitarlo, era demasiado intenso, era el paraíso y el infierno al mismo tiempo, y sus caderas se retorcían tratando de escapar de esa sensación. Él sujetó su trasero con más fuerza, apretándola más contra su boca, y su lengua se clavó profundamente en ella. Ella se corrió violentamente, estremeciéndose y mordiéndose la mano para evitar gritar ante la intensidad de su orgasmo.
Cuando las sensaciones finalmente disminuyeron y la liberaron de su oscuro torbellino, quedó tendida sin fuerzas en el sillón con sus piernas todavía extendidas sobre sus amplios hombros. No podía moverse. No le quedaban fuerzas ni para abrir los ojos. Cualquier cosa que él quisiera hacerle ahora, ella estaba abierta, dócil, completamente vulnerable a su deseo.
Él bajó sus muslos de sus hombros y ella lo sintió moverse, sintió la caricia de su piel desnuda contra ella cuando él se deshizo de la camisa. Obligó a sus pesados párpados a abrirse mientras él se desabrochaba los pantalones y se los quitaba. Su apremio era algo ardiente y salvaje. Él pasó un brazo alrededor de su trasero y tiró de ella acercándola a él, alejándola completamente del sillón y posándola sobre sus muslos, sobre su grueso y pulsante pene. Penetró en ella, tan duro que se sintió magullada, tan caliente que se sintió arder. Su peso ayudaba a su propia penetración, clavándola hacia abajo de modo que lo sintió llegar hasta lo más profundo, y se le escapó una ahogada exclamación.
Edward gimió, apoyándose hacia atrás sobre las manos de modo que su cuerpo se arqueara poderosamente bajo ella—. Sabes que hacer —dijo él, con los dientes apretados. —Móntame.
Ella lo hizo. Su cuerpo respondió automáticamente, elevándose y cayendo, sus muslos aferrándose a sus caderas, flexionándose cuando ella se elevaba casi por completo sobre él sólo para dejarse caer de nuevo. Ella lo montó despacio, tanto que lo tomaba centímetro a centímetro. Su cuerpo era mágico, moviéndose con la fluida elegancia que siempre lo había cautivado; lo envolvió con un giro deslizante hacia abajo, y después lo atormentó con la amenaza de liberarlo cuando se deslizó hacia arriba otra vez, casi fuera de él... no, no... y entonces volvió a dejarse caer, y él gimió ante el húmedo y cálido alivio de ser rodeado por el acariciante abrazo de su carne. Lo sentía engrosar dentro de ella, y finalmente ella lo montó con fuerza, moviéndose con rapidez, dejándose caer con fuerza sobre él. La tensión aumentaba insoportablemente, y él empujó hacia arriba, fuerte. Ella lanzó un grito impotente, y sus tiernas carnes interiores latieron y se estremeció alrededor de él cuando le sobrevino un nuevo clímax.
Un áspero grito desgarró la garganta de Edward y se incorporó salvajemente, devolviéndola al sillón. La inmovilizó con su peso mientras embestía y retrocedía, y se vertía a chorros ardientemente en ella.
Quedó tendido pesadamente encima suyo, temblando y sudando. Su liberación había sido tan poderosa que no podía hablar, no podía ni pensar. Algún tiempo después, a medida que la fuerza volvía a sus músculos se retiró de ella, extrayendo un apagado murmullo de protesta de sus labios. Se puso en pie y terminó de deshacerse de sus pantalones de una patada, después la tomó en brazos y la llevó a la cama. Se tumbó a su lado, y ella se enroscó en sus brazos y se quedó dormida. Edward sepultó la cara en su pelo y dejó que la oscuridad lo reclamara también.
No supo cuánto tiempo después ella se apartó de sus brazos y se levantó de la cama. Edward despertó inmediatamente, alterado por su ausencia. Parpadeó mirando somnoliento la pálida silueta de su cuerpo desnudo—. ¿Bells? — murmuró.
Ella no contestó, pero caminó calmada y decidida hacia la puerta. Sus pies desnudos no hacían el menor ruido. Casi parecía como si flotara sobre el suelo.
Se le erizó el vello de la nuca y salió disparado de la cama. Su mano chocó contra la puerta en el mismo instante en que ella extendía la suya hacia el picaporte. Observó atentamente su cara. Sus ojos estaban abiertos, su expresión tan serena como la de una estatua.
—Bells —dijo él, con voz áspera. La rodeó con los brazos y la estrechó contra él—. Despierta, querida. Venga, nena, despiértate. —La sacudió un poco.
Ella parpadeó un par de veces y bostezó al tiempo que se arrimaba más contra él. Él la abrazó más fuerte y sintió como lentamente la tensión agarrotaba sus músculos mientras comprendía que no estaba en la cama, que estaba de pie junto a la puerta.
—¿Edward? —Su voz sonó estrangulada, estremecida. Tembló y se le puso la carne de gallina. Él la tomó en brazos y la llevó de vuelta a la cama, metiéndola bajo las mantas calientes y tumbándose al lado de ella. La abrazó contra el calor de su propio cuerpo, la sostuvo cuando los temblores se convirtieron en estremecimientos.
—Oh, Dios mío —dijo ella, contra su hombro, las palabras casi sin entonación por la tensión—. Lo he hecho otra vez. No llevo nada encima. Casi deambulo por ahí desnuda. —Comenzó a forcejear contra él, tratando de alejarse—. Necesito mi camisón —dijo frenéticamente—. No puedo dormir así.
Él controló sus empujones, haciendo presión sobre ella contra el colchón—. Escúchame —le dijo, pero ella continuó tratando de apartarse de él, y finalmente rodó encima de ella, inmovilizando despiadadamente su delicado cuerpo con el suyo, mucho más grande y fuerte.
—Shh, shh —le murmuró al oído—. Estás segura conmigo, pequeña. Me desperté tan pronto como te alejaste de mí. No tienes que preocuparte; no te dejaré salir de esta habitación.
Ella respiraba ahogadamente, y dos lágrimas cayeron por los rabillos de sus ojos hacia el cabello de sus sienes. Él siguió el húmedo rastro con sus ásperas mejillas cubiertas de una incipiente barba, y luego lo borró con un beso. La sentía suave bajo él; su pene estaba duro e impaciente. Le separó los muslos—. Calla, ahora —le dijo, y se hundió profundamente dentro de ella.
Ella jadeó de nuevo, pero esta vez por la penetración. Él permaneció tumbado encima de ella y sintió cómo lentamente se calmaba. Fue un proceso gradual, su cuerpo se transformó bajo él, alrededor de él, mientras su angustia se desvanecía y ella fue tomando conciencia física de él, y de lo que estaba haciendo, creciendo en su interior—. No te dejaré marchar —le susurró, tranquilizador mientras comenzaba a moverse dentro de ella.
Al principio ella permaneció quieta, aceptando su posesión, y fue suficiente para él. Pero después su necesidad creció y quiso más que su simple aceptación, así que comenzó a acariciarla de la forma que la hacía gemir, que hacía que su carne se calentara y comenzara a apretarse urgentemente contra él. Ella empezó a correrse y él penetró profundamente en ella, palpitando con su propia liberación.
Después ella trató de nuevo de levantarse y ponerse el camisón, pero él la abrazó con fuerza. Tenía que confiar en él, ser capaz de dormirse sabiendo que él se despertaría si trataba de marcharse, que no la dejaría vagar indefensa por la casa en sueños. Hasta que sintiera esa seguridad, dormir resultaría casi imposible.
Bella se acurrucó contra él, devastada por lo que casi había pasado. Comenzó a llorar otra vez, sollozos ahogados que trató de sofocar. No había llorado en años, pero ahora era incapaz de parar, como si la intensidad del placer de su relación sexual hubiera derribado a golpes los muros de sus defensas, de modo que era incapaz de mantener a raya las emociones.
Era demasiado, todo ello, todo lo que había pasado desde que Kate la había enviado a Arizona en busca de Edward. Menos de una hora después de encontrarlo, yacía bajo él, y nada había sido lo mismo desde entonces. ¿Cuánto tiempo hacia? ¿Tres semanas? Tres semanas que englobaban un éxtasis abrumador y un dolor devastador, tres semanas de tensión, de noches sin dormir y de temor, y los últimos días cuando había sentido que cambiaba en su interior, afrontando la vida y en el proceso comenzaba a vivir otra vez.
Amaba a Edward, lo amaba tanto que lo sentía en cada poro de su cuerpo, en cada partícula de su alma. Esta noche él le había hecho el amor, no con rabia, sino con una posesividad y una sensualidad que la había dejado sin aliento. No había sido ella quien había ido, sino él quien había venido a ella, y la abrazaba como si no fuera a permitir dejarla marchar jamás.
Pero si lo hacía, si cuando se hiciera de día le dijera que esto había sido un error, ella sobreviviría. Le dolería, pero seguiría adelante. Había aprendido que podía soportar casi cualquier cosa, que su futuro seguía ahí fuera, esperándola.
De forma extraña, el comprender que podría vivir sin él hizo su presencia aún más dulce. Lloró hasta que no pudo más, y él la abrazó durante todo el tiempo, acariciándole el pelo, murmurándole consoladoramente. Agotada tanto emocional como físicamente, se durmió.
Eran las seis en punto cuando despertó, la mañana lucía ya resplandeciente y dulce, la tormenta hacía tiempo que se había ido y las aves cantaban con malvado desenfreno. Las puertas de la galería continuaban abiertas, y Edward se inclinaba sobre ella.
—Gracias a Dios —refunfuñó ásperamente cuando vio que sus párpados se abrían—. No sé cuánto tiempo más podría haber esperado. —Entonces se puso encima, y ella se olvidó de la mañana, y del despertar de la casa alrededor de ellos. Pese a toda su impaciencia, le hizo el amor con un lento embeleso que no había sido capaz de saborear la noche anterior. Cuando terminaron, él atrajo su cuerpo tembloroso junto al suyo y secó las lágrimas, esta vez de éxtasis, de sus ojos—. Me parece que hemos encontrado la cura para tu insomnio —bromeó él, con voz todavía ronca y cargada por su propio clímax.
Ella emitió una risita entrecortada y sepultó la cara contra su hombro.
Edward cerró los ojos, ese diminuto sonido de felicidad reverberó por todo cuerpo. Se le cerró la garganta, y le ardieron los ojos. Ella se había reído. Bella se había reído.
La risita se desvaneció. Ella mantuvo la cara presionada contra él, y sus dedos se movieron a lo largo de su caja torácica—. Puedo apañármelas sin dormir —dijo en voz queda—. Pero saber que ando en sueños... me aterroriza.
Él movió su mano a lo largo de su columna, acariciando cada una de las vértebras—. Te prometo —le dijo—, que si estás en la cama conmigo, no te dejaré salir de la habitación.
Ella se estremeció, pero fue a causa de las deliciosas sensaciones que la caricia de sus dedos le causaba a lo largo de la espina dorsal, explorando y acariciando. Ella se arqueó hacia delante, y el movimiento hizo que su cuerpo se presionara aún más contra él—. No trates de distraerme —dijo ella—. Me sentiría más segura si llevara puesto mi camisón.
Él cambió de posición, de modo que quedó tendido frente a ella, atrapándola con su mirada—. Pero no quiero un camisón entre nosotros —le murmuró, engatusándola—. Quiero sentir tu piel, tus pechos. Quiero que vayas a dormir y  sepas que no voy a dejar que te pase nada, a menos que sea yo quien te lo haga.
Ella permaneció en silencio, y él sabía que no la había convencido, pero por el momento no discutió con él. Despacio pasó sus dedos por sus rizos enredados, extendiendo los mechones de modo que el sol los iluminó, destacando la caoba y el dorado y los ricos matices castaños. Pensó en la noche en que la había tomado por primera vez, y se maldijo por su insensibilidad. Pensó en todas las noches vacías desde entonces, cuando podría haber estado haciéndole el amor, y se maldijo por su estupidez—. Creí que era muy noble al no aprovecharme de ti —le dijo, con perezosa diversión.
—Estúpido —contestó ella, frotando su mejilla contra su pecho velludo. Acarició con la nariz uno de sus planos pezones y lo atrapó entre los dientes, mordisqueándolo ligeramente. Él se quedó sin aliento, vencido por su sencilla sensualidad.
Trató de seguir explicándose—. Te chantajeé aquella primera noche. No quería que creyeras que no tenías otra opción.
—Tonto. —Ella echó la cabeza para atrás y levantó la vista, sus ojos del color del whisky aletargados con sensual satisfacción—. Pensé que no me deseabas.
—Tú… dioses —refunfuñó él—. Y tú me llamas tonto.
Ella sonrió y volvió a posar su cabeza en su lugar de descanso, sobre su pecho. Número cinco. Ahora acontecían más a menudo, pensó, pero seguían siendo igual de preciosas para él.
Pensó en los disparos que alguien le había hecho el día anterior, en el peligro al que ella se había enfrentado ya debido a él. Debería marchase malditamente lejos de Davencourt, de su vida, por su seguridad y la de todos los demás de la casa. Pero no podía, porque ya había puesto en peligro su seguridad incluso antes de volver a Davencourt.
Posó su mano sobre su vientre, atravesando la estrecha distancia entre los huesos de sus caderas. Durante un momento estudió el contraste entre su enorme y áspera mano bronceada y la sedosa suavidad de su estómago. Había hecho de proteger a una mujer del embarazo uno de los principios de su vida, y el SIDA había contribuido a reforzar eso. Todos sus buenos principios habían salido por una ventana cuando tuvo a Bella bajo su cuerpo; ni una sola vez se había puesto una goma mientras le hacía el amor, no en Nogales y anoche tampoco. Presionó la palma sobre su vientre—. ¿Has tenido el período desde aquella noche en Nogales?
Su tono era suave, indiferente, pero las palabras quedaron suspendidas entre ellos como si las hubiera gritado. Ella permaneció tranquila de aquella manera tan suya, inmóvil excepto por su respiración. Finalmente le contestó con cautela—, No, pero nunca he sido muy regular. Muchas veces me he saltado un mes completo.
El quería tener la certeza, pero comprendió que no iba a conseguirla aún. Frotó su mano sobre su estómago, y después le cubrió suavemente un pecho. Amaba sus pechos, tan firmes y altos y elegantemente formados. Pareció sensualmente encantado cuando el pezón comenzó a fruncirse inmediatamente, irguiéndose como si suplicara su atención. ¿Estaban sus pezones ligeramente más oscuros que aquella primera noche? Dios, le encantaba su reacción, su inmediata respuesta a él—. ¿Han sido siempre tan sensibles tus pechos?
—Sí —susurró ella, entrecortándosele el aliento mientras el placer la inundaba. Al menos siempre que él los miraba, o los tocaba. No podía evitar su reacción ante él igual que no podía evitar las mareas.
Él tampoco era inmune a ello. Aunque hacía poco que habían hecho el amor, su sexo se agitó cuando vio el rubor que ascendía por sus pechos y mejillas—. ¿Cómo has logrado permanecer virgen durante veintisiete años? —le preguntó maravillado, empujándose contra la hendidura de sus muslos desnudos.
—No estabas aquí —contesto ella con sencillez, y la abierta honestidad de su amor lo hizo sentir humillado.
Él le acarició el pelo con la nariz, sintiendo que su necesidad crecía aún más—. ¿Puedes tomarme otra vez? —Para evidenciar el significado de sus palabras, apretó su erección con más fuerza contra ella.
Por toda respuesta ella levantó el muslo, deslizándolo a lo largo de su cadera, hasta su cintura. Edward se inclinó hacia abajo y se guió hasta su suave e inflamada apertura y empujó dentro.
No sentía una necesidad urgente de llegar al orgasmo, solo la necesidad de ella. Yacieron juntos, meciéndose suavemente para saborear la sensación. La mañana avanzaba, y con ella las posibilidades de que los pillaran juntos y desnudos en la cama. Aunque por otro lado, lo más probable es que todo el mundo durmiera hoy hasta tarde después de la fiesta de la noche anterior, así que juzgó bastante seguro permitirse una rato más de autoindulgencia. No quería avergonzarla, pero tampoco quería tener que dejarla aún.
Le gustaba estar dentro de ella, le gustaba la sensación de su cuerpo rodeándolo. Comenzaron  a separarse, y él puso su mano sobre su trasero para anclarla a él. Puede que ella aún no hubiera caído, pero se apostaba el rancho a que estaba embarazada, y el pensar en ella llevando a su bebé en su interior, lo conmovió instantáneamente hasta los huesos y al mismo tiempo le dio un susto de muerte.
Tal vez esta no fuera una conversación demasiado romántica para mantenerla mientras hacían el amor, pero la tomó de la barbilla y clavó la mirada en sus ojos, para que no le quedara duda de lo que quería decir.
—Tienes que comer más. Quiero que cojas otros seis o siete kilos, como mínimo.
Una sombra de inseguridad oscureció sus ojos, y él maldijo en voz alta justo cuando penetró aún más profundamente en ella—. No pongas esa cara, demonios. Después de la noche pasada, no puedes tener la menor duda de lo mucho que me excitas. Infiernos, ¿Qué te parece ahora? Te deseaba cuando tenías diecisiete años, y, seguro como el infierno que te deseo ahora.  Pero también te quiero lo bastante fuerte y sana para poder llevar a mi bebé.
A ella le llevó unos instantes recuperar el aliento después de su intensa acometida. Se apretó contra él, una excitante forma de ponerse más cómoda—. No creo que esté… — comenzó, luego se detuvo, y sus ojos ambarinos se abrieron de par en par—. ¿Me deseabas entonces? —susurró.
—Estabas sentada en mi regazo —dijo él, irónicamente—. ¿Qué creías, que llevaba una tubería en el bolsillo? —Él empujó otra vez, dejándola sentir cada centímetro de su excitación—. Y después de la forma en que te besé…
—Yo te besé —lo corrigió ella. La cara se le encendió de rubor, y se ciñó aún más a él.
—Tú lo comenzaste, pero yo no te aparté, ¿verdad? Por lo que recuerdo, en menos de cinco segundos tenía la lengua a medio camino de tu garganta.
Ella emitió un pequeño murmullo de placer, quizás por los recuerdos, pero probablemente fuera más por lo que él le estaba haciendo ahora. Una apremiante oleada de sensaciones lo hizo darse cuenta de que la necesidad de llegar al orgasmo era repentinamente apremiante, para ambos. Le acarició el trasero, deslizando sus dedos hacia abajo, por su hendidura hasta llegar al punto donde estaban unidos. Suavemente, la frotó, sintiendo lo estirada y tensa que su suave carne estaba alrededor de él. Ella gimió, se arqueó, y alcanzó la culminación. Le llevó sólo dos empujes más alcanzarla, y llegaron juntos al clímax.
El seguía sudando bastante tiempo después, cuando se apartó de los brazos de ella y salió de la cama—. Tenemos que parar antes de que alguien venga a buscarnos —refunfuñó. Rápidamente se vistió con los arrugados pantalones negros y recogió su camisa igualmente arrugada. Se inclinó para besarla—. Volveré esta noche. —La besó otra vez, y después enderezándose, le hizo un guiño y se encaminó hacia la galería con desenvoltura como si fuera algo completamente normal para él salir de la habitación de ella, medio desnudo, a las ocho de la mañana. Ella no se enteró si alguien lo vio o no porque salió de un salto de la cama, agarró su camisón, y entró corriendo en el cuarto de baño.
Todavía temblaba de entusiasmo y placer cuando se duchó. Su piel estaba tan sensible por las veces que habían hecho el amor que hasta el simple acto de enjabonarse le resultaba sexual. Ella no podía creer la cruda sexualidad de la noche, pero su cuerpo no tenía esa dificultad.
Sus manos se movieron sobre su abdomen mojado. ¿Estaría embarazada? Había pasado tres semanas desde Nogales. No sentía ninguna diferencia, no conscientemente, pero habían sido tres semanas bastante accidentadas y su atención no había estado en su menstruación. De todos modos sus períodos eran tan irregulares que nunca prestaba demasiada atención al calendario o a cómo se sentía. Él parecía extrañamente seguro, sin embargo, y ella cerró los ojos cuando una dulce debilidad la hizo temblar. ¿De verdad estaría embarazada?

2 comentarios:

  1. esperaba el capitulo con ansias estuvo fabuloso eres una escritora fabulosa

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  2. dios será que esta embarazada ,sería genial y espero que nadie los descubra todavia...Besos....

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