Capítulo 26 “Cocainómana”
Lauren se coló en el dormitorio de Bella. Estaba sola arriba, porque todos los demás se habían ido a trabajar o estaban abajo desayunando. Había tratado de comer, pero con las palpitaciones del dolor de cabeza y las molestias del estómago, no había pasado de ser un intento. Necesitaba algo de coca, solo un poco para hacerla sentir mejor, pero todo el dinero que había conseguido antes ya se había esfumado.
Cuando Edward y Bella habían entrado en salón del desayuno, se había levantado marchándose en solemne y ofendido silencio, pero ellos ni lo habían notado, los muy bastardos. Se había parado justo al salir por la puerta y escuchó, esperando para oír lo que dijeran sobre ella. No la habían mencionado en absoluto, como si no fuera lo bastante importante para merecer un comentario. Edward le había dicho que se marchara de Davencourt y ¡paf! Ya era como si no existiera. En cambio, Edward había anunciado que él y Bella se iban a casar.
¡Casarse! Lauren no podía creerlo. La idea hizo que su mente se nublara de rabia. ¿Por qué alguien, sobre todo alguien como Edward, iba a querer casarse con una pavisosa como Bella? Lauren odiaba al bastardo, pero no lo subestimaba. A pesar de lo que él había dicho, ella podía manejar a Bella, estaba segura. Sin embargo, no podía manejar a Edward. Era demasiado duro, demasiado canalla. Iba a largarla de Davencourt. Y por eso tenía que deshacerse de él.
No podía dejar Davencourt. Se sintió enferma de pánico ante la perspectiva. Nadie parecía preocuparse de que ella necesitara vivir aquí. No podía volver a aquella casita diminuta en Sheffield, volver a ser sólo uno de los parientes pobres de los ricos Denali. Ahora era alguien, la señorita Lauren Newton, de Davencourt. Si Edward la echaba, volvería a no ser nadie de nuevo. No tendría ningún medio de conseguir dinero para su pequeño y caro hábito. La idea era insoportable. Tenía que deshacerse de Edward.
Merodeó por la habitación de Bella. Cogería el dinero, pero antes quería husmear un poco por allí. Había ido primero a la habitación de Edward, con la esperanza de encontrar algo que pudiera usar, pero, ¡sorpresa, sorpresa!, no parecía que él hubiera dormido allí. Su cama estaba perfectamente hecha, sin una arruga en ella. De alguna forma no podía imaginárselo haciéndose la cama, no el arrogante Edward Cullen.
Bien, ¿no era muy astuto? Nada tenía de asombroso que no hubiera querido su vieja suite. Había elegido esta habitación junto a la de Bella y así se habían montado un acogedor arreglito, justo aquí en la parte trasera de la casa.
Entonces se había marchado a la habitación de Bella, y como esperaba, la cama era un enredo de sabanas, y ambas almohadas conservaban la impresión de una cabeza. ¿Quién lo habría pensado nunca de la mojigata de Bella, quien ni siquiera había tenido una cita? Pero por lo visto no le importaba echar un polvo, por el aspecto de aquella cama. Muy astuto por su parte. Lauren lamentaba admitirlo, pero esta vez Bella había sido la más astuta. Lauren estaba segura de que Edward no la habría echado, aunque se las había apañado para convertirse en una fuente conveniente de sexo, y de alguna manera lo había convencido para que se casara con ella. Tal vez era mejor en la cama de lo que parecía. Lauren se habría acostado con él ella misma si hubiera pensado en ello. La sacaba de quicio no haberlo pensado.
Deambuló por el cuarto de baño y abrió la puerta de espejo del botiquín. Bella nunca guardaba nada de interés allí, ni pastillas anticonceptivas, ni condones, ni un diafragma, solo pasta de dientes y mierdas aburridas por el estilo. Ni siquiera tenía cosméticos caros que Lauren pudiera tomar prestados.
Echó un vistazo abajo al pequeño cubo de basura y se quedó inmóvil. —Bueno, bueno—, dijo suavemente, inclinándose para recoger la caja. Un test de embarazo casero.
De modo que así era como Bella lo había hecho.
Trabajaba rápido, Lauren tuvo que reconocerle eso. Tuvo que haber hecho sus planes y haberse metido en la cama con él a la primera oportunidad, cuando había ido a Arizona. Probablemente no esperaba quedarse embarazada tan rápido, pero qué demonios, a veces uno se arriesgaba y le tocaba el gordo.
¿Estaría Félix Vulturi interesado en enterarse de esto?
No se molestaría en seguir buscando dinero. Esto era demasiado bueno para esperar. Rápidamente se marchó de la habitación de Bella y volvió a la suya. Félix era su única esperanza. Era un tipo extraño; la asustaba, pero también la excitaba. Tenía aspecto de que no existía acto demasiado sucio o atrevido que no pudiera hacer, nada que lo hiciera echarse atrás. Era extraña la forma en que odiaba a Edward, casi hasta el punto de no existir nada más para él, pero eso era una ventaja para ella. Félix lo había estropeado dos veces, pero seguiría intentándolo. Era como una pistola cargada; todo lo que ella tenía que hacer era apuntar con él y disparar.
Le llamó para que quedaran.
Los ojos de Félix brillaban con una luz fría y salvaje que hizo a Lauren estremecerse por dentro, tanto de miedo como de satisfacción. Su reacción había sido más de lo que esperaba.
—¿Estás segura de que está embarazada?— le preguntó suavemente, echándose hacia atrás en su silla de modo que las patas delanteras no tocaran el suelo. Quedó en equilibrio sobre las patas traseras como un animal dispuesto a saltar.
—Vi la maldita prueba—, contestó Lauren—. Estaba en lo alto del cesto de la basura, así que debe habérsela hecho esta misma mañana. Y después bajaron todos “caras sonrientes” y Edward dijo que se iban a casar. ¿Y mi dinero?
Félix le sonrió, con sus ojos tan azules y vacíos—. ¿Dinero?
El pánico hizo presa de sus nervios. Necesitaba algo de dinero; había estado muy apurada por largarse de la habitación de Bella, y ahora ansiaba una raya o dos para mantenerse firme. Estaba al límite; le quedaban sólo dos días antes de que Edward la hiciera irse. Félix tenía que hacer algo, pero la espera la estaba matando. No sería capaz de aguantar a menos que pudiera conseguir un poco de coca para resistirlo.
—Nunca dijiste nada sobre dinero—, arrastró las palabras, y su sonrisa hizo que los temblores fríos la recorrieran otra vez. Nerviosamente miró alrededor. No le gustaba este lugar. Se encontraba con Félix en un lugar diferente cada vez, pero antes, siempre había sido en sitios públicos: una parada de camiones, un bar, sitios así. Después de la primera vez, se encontraban siempre también fuera de la ciudad.
Esta vez él le había dado su dirección en una andrajosa rulote en las afueras, en medio de ninguna parte. Había chatarra de coches en diez metros a la redonda, y armazones desechados de viejas sillas y cajas de muelles amontonadas sin orden ni concierto contra el remolque, como si simplemente las hubieran sacado afuera y nunca hubiesen vuelto a pensar en ellas. El remolque era diminuto, consistía en una pequeña y estrecha cocina con una pequeña mesa empotrada y dos sillas como zona de comedor, un sofá de vinilo agrietado y una televisión de diecinueve pulgadas situada en el extremo de una desvencijada mesa, y además de todo eso pudo ver un baño del tamaño de un armario y un dormitorio en el cual la cama de matrimonio ocupaba la mayor parte del espacio. Los platos sucios, las botellas de cerveza, paquetes de cigarros arrugados, los ceniceros desbordados y la ropa sucia cubrían todas las superficies.
Aquí no era donde vivía Félix. Había un nombre diferente, toscamente escrito, sobre el buzón, pero no podía recordar cuál era. Él le había dicho que el remolque pertenecía a un amigo. Ahora ella se preguntaba si “el amigo” había oído hablar alguna vez de Félix Vulturi.
—Tengo que conseguir dinero—, balbució—. Ese era el trato.
—No. El trato era que tú me pasabas información sobre Cullen, y yo me ocuparía de resolver el problema para ti.
—¡Bueno, pues has hecho una mierda de trabajo! —estalló ella. Él parpadeó despacio, su fría mirada azul se volvió aún más helada, y ella tardíamente deseó haber mantenido la boca cerrada.
—Está llevando más de lo que esperaba—, dijo ella, moderando su tono al de súplica—. Estoy pelada y necesito cosas. Ya sabes cómo somos las chicas…
—Sé cómo son las cocainómanas—, dijo él, indiferentemente.
—No soy una cocainómana—, dijo furiosa. —Solo tomo un poco de tanto en tanto para calmar mis nervios.
—Claro y seguro que tu mierda tampoco huele.
Ella enrojeció, pero algo en el modo en que la miraba le hizo sentir miedo de seguir pinchándolo. Nerviosamente se levantó del sofá, pelándose los muslos con el vinilo donde el sudor había hecho que se le quedaran pegados a la maldita cosa. Vio que la mirada de él se posaba en sus piernas, y deseó no llevar puestos pantalones cortos. Es que hacía un condenado calor, y no esperaba tener que sentarse sobre vinilo, por Dios. Deseó no llevar puestos estos short en especial, pero eran sus favoritos porque eran muy cortos y apretados, y además eran blancos con lo que resaltaban su bronceado.
—Tengo que irme—, dijo, tratando de esconder su nerviosismo. Félix nunca había intentado algo con ella, pero tampoco habían estado nunca en un sitio donde él pudiera hacerlo. No es que fuera feo, lejos de ello para un tipo de su edad, pero la asustaba hasta la médula. Tal vez si estuvieran en algún sitio donde no estuviera tan sola, como un motel, donde alguien la oyera si gritaba, porque Félix parecía un hombre que hacía gritar a las mujeres.
—No llevas bragas, —comentó él, sin abandonar en ningún momento su posición en equilibrio sobre las patas traseras de la silla—. Puedo ver el pelo de tu coñito a trabes de tus pantaloncitos.
Ella ya lo sabía; era una de las razones por las que le gustaban tanto esos short. Le gustaba la forma en que los hombres le echaban un vistazo, después se sobresaltaban y la miraban otra vez, con los ojos desorbitados y las lenguas colgando como perros. La hacía sentirse atractiva, caliente. Pero cuando Félix la miraba, no se sentía caliente, se sentía asustada.
Se reclinó aún más hacia atrás en la silla y se metió la mano en el bolsillo derecho de sus vaqueros. Sacó una bolsa transparente de auto cierre llena con aproximadamente unos treinta gramos de polvo blanco, guardado en una bolsa más pequeña de plástico y asegurada con un hilo rojo atado alrededor del borde. El hilo atrajo su mirada, la atrapó. Nunca había visto una bolsa de cocaína atada con un hilo rojo antes. Tenía un aspecto exótico, irreal.
El balanceó el paquete de un lado a otro—. ¿Prefieres tener esto mejor, o dinero?
Dinero, trató ella de decir, pero sus labios no formaban las palabras. La bolsa se balanceaba de un lado a otro, de un lado a otro. Ella la contemplaba, hipnotizada, fascinada. Había nieve en esa bolsita, un regalo de Navidad empaquetado con hilo rojo.
—Puede…puede que solo una raya, —susurró. Sólo probarla. Era todo lo que necesitaba. Una pequeña esnifada para ahuyentar el nerviosismo.
Despreocupadamente él se giró y barrió con el brazo toda la superficie de la sucia mesita, tirando de golpe los periódicos, los ceniceros y los platos sucios al suelo donde se unieron el resto de la basura y se confundieron con ella. El dueño del remolque ni notaría la diferencia. Entonces desató el hilo rojo y con cuidado dejo caer parte del polvo blanco en la mesa. Con impaciencia Lauren comenzó a acercarse, pero él le lanzó una gélida mirada que la hizo detenerse de golpe—. Espera un momento, —dijo él—. Aún no está listo para ti.
El cupón de una revista, una de esas estúpidas tarjetitas que las revistas incluían en las páginas finales, para que los lectores se subscribieran, estaba tirada sobre el suelo. Félix lo recogió y comenzó a dividir el diminuto montículo blanco en líneas paralelas sobre la mesa. Lauren observaba sus movimientos rápidos y seguros. El había hecho eso antes, muchas veces. Esto la intrigó, porque creía que ella sabía reconocer a los cocainómanos, y Félix no mostraba ninguno de los signos.
Ahora las pequeñas rayas eran perfectas, las cuatro. No eran muy largas, pero servirían. Tembló, mientras permanecía inmóvil mirándolas, esperando la palabra que la liberaría de su posición.
Félix se sacó un trozo de pajilla del bolsillo. Era de una pajilla para beber refrescos, de una longitud de apenas cinco centímetros. Era más corta de lo que le gustaba, tan corta que tendría que casi pegar la nariz a la mesa y llevar cuidado de que su mano no rozara las otras rayas y las estropeara. Pero era una paja, y cuando él se la tendió, la cogió impaciente.
Él señaló un lugar sobre el suelo—. Puedes ponerte ahí.
El remolque era tan diminuto que sólo tenía que avanzar un paso. Lo dio, miró hacia la mesa y después volvió la vista atrás, hacia él. Tendría que inclinarse totalmente hacia delante y estirarse para llegar hasta las rayas—. Aquí es demasiado lejos —dijo.
Él se encogió de hombros—. Te las apañaras.
Ella estiró los brazos y apoyó la mano izquierda sobre la mesa, sosteniendo con cuidado la pajilla en la derecha. Doblada por la cintura se estiró hacia delante, sólo unos centímetros, esperando no caerse y volcar la mesa. Las rayas estaban más cerca y se llevó la pajilla a la nariz, saboreando con anticipación la esnifada, el chisporroteo de éxtasis mientras su mente se expandía, el brillo…
—No lo estás haciendo bien—, dijo él.
Se quedo congelada, su mirada seguía clavada en aquellas dulces rayitas. Tenía que tenerlas. No podía esperar mucho más. Pero le daba miedo moverse, miedo de lo que pasaría si se movía antes de que Félix dijera que podía.
—Tienes que ponerte de rodillas primero.
Su voz era inexpresiva, como si esto sólo fuera un juego. Pero ahora ella sabía lo que él quería, y el alivio le aflojó las rodillas. Se trataba sólo de echar un polvo, nada importante. ¿Y qué si era más viejo que cualquier otro al que se hubiera follado antes? Las rayitas la llamaban con insistencia, y lo viejo que él fuera no tenía importancia.
A toda prisa se enderezó y se desabotonó los pantalones cortos, dejarlos caer hasta sus tobillos. Comenzó a sacar un pie, pero él la detuvo otra vez—. Déjalos ahí. No quiero que se te abran las piernas, es más estrecho cuando están juntas.
Ella se encogió de hombros—. Como más le guste a tu polla.
No le prestó más atención mientras se movía a su espalda. Se inclinó hacia delante, impaciente, concentrada en la cocaína, la mano izquierda apoyada sobre la mesa, la mano derecha sosteniendo la pajilla. La punta del cilindro tocó el polvo blanco, y aspiró bruscamente en el mismo momento en que él se encajaba en ella, profundamente, con tanta fuerza que hizo que la pajilla patinara a través de la mesa y golpeara la cocaína desparramando las ordenadas líneas. Estaba seca, y le hizo daño. Ella se dedicó a perseguir la cocaína con la pajilla y seguía empujando, haciéndola fallar. Gimió, y frenéticamente ajustó la posición, aspirando tan fuerte como podía para inhalar hasta la última partícula que el extremo de la pajilla tocara.
La coca se había dispersado por toda la mesa. No tenía sentido apuntar, sólo había tiempo para aspirar mientras sus rítmicas embestidas la movían de adelante a atrás. Lauren sostuvo la diminuta pajilla pegada a su nariz, barriendo ávidamente con la punta a través de la mesa, aspirando con fuerza por su nariz mientras iba de acá para allá, de acá para allá, y era igual si le estaba haciendo daño, maldito fuera, porque conseguía aspirarlo todo, y el resplandor, el estallido de placer, florecían a través de ella. Le daba igual lo que hiciera mientras le consiguiera cocaína, y mientras se ocupara de Edward Cullen antes de que el bastardo la echara de una patada de Davencourt.
dios que ira a pasar ahora....Besos...
ResponderEliminar