jueves, 3 de marzo de 2011

Miren lo que acaba de encontrar el jardinero

Capítulo 10Miren lo que acaba de encontrar el jardinero”

Querida Marie,
Me gustaría saber si ha decidido ya cuál de mis virtudes le intriga más: mi timidez o mi humildad…
Cuando Bella oyó un ruido amortiguado se incorporó en la cama, aterrada al pensar que había sido el disparo de una pistola.
—¿Señorita Dwyer? ¿Está despierta?
Mientras Marks seguía llamando puso una mano sobre su pecho para intentar calmar los latidos de su corazón. Y al ver el baúl de la esquina recordó que la pistola de Edward estaba ahora enterrada en el fondo, junto a su paquete de cartas.
Apartó las mantas y se levantó de la cama, poniéndose las gafas sobre sus cansados ojos. Después de que Edward la echara había pasado el resto de la noche acurrucada en un nudo miserable, convencida de que había sido una estúpida al dejarle en ese estado. Finalmente se quedó dormida casi al amanecer, víctima del agotamiento.
Poniéndose la bata, abrió un poco la puerta.
Aunque parecía que Marks también había pasado una noche agitada, en sus ojos había un brillo de buen humor.
—Perdóneme por molestarla, señorita, pero el señor quiere verla en la biblioteca. Cuando pueda, por supuesto.
Bella arqueó una ceja con escepticismo. Eso era algo que nunca le había preocupado.
—Muy bien, Marks. Dígale que bajaré enseguida.
Se lavó y se vistió con más cuidado que de costumbre, buscando en su limitado vestuario algo que no fuese gris, negro o marrón. Finalmente se puso un vestido de cintura alta de terciopelo azul oscuro y se ató un lazo a juego alrededor de su moño. Cuando se inclinó sobre el espejo del tocador para enroscar un mechón de pelo suelto se dio cuenta de que aquello era ridículo. Después de todo, Edward no podía apreciar sus esfuerzos.
Moviendo la cabeza ante su reflejo, fue apresuradamente a la puerta. Pero cinco segundos después volvió al tocador para echarse un poco de colonia de limón detrás de las orejas y en el hueco de la garganta.
Bella vaciló delante de la puerta de la biblioteca con una extraña sensación en el estómago. Tardó un minuto en identificar esa emoción como timidez. Esto es ridículo, se dijo a sí misma. Ella y Edward habían compartido un beso borracho, nada más. No era como si cada vez que le mirase a la boca fuese a recordar cómo se había sentido, con qué dominio había moldeado sus labios, el humeante calor de su lengua…
El reloj del rellano empezó a dar las diez, sacándola de su ensueño. Tras alisarse la falda, Bella llamó enérgicamente a la puerta.
—Entre.
Obedeciendo la breve orden, abrió la puerta y encontró a Edward sentado detrás de la mesa, como la noche anterior. Pero esta vez no había ningún vaso vacío, ninguna botella de whisky y, afortunadamente, ningún arma más mortífera que un abridor de cartas.
—Buenos días, señor —dijo entrando en la habitación—. Me alegra ver que sigue entre los vivos.
Edward se frotó una ceja con el dorso de la mano.
—Si no fuese así, al menos cesaría este martilleo infernal que tengo en la cabeza.
Una inspección más detallada reveló que no había salido indemne de los acontecimientos de la noche anterior. Aunque se había cambiado de ropa, una barba incipiente sombreaba su mandíbula. La piel de alrededor de la cicatriz estaba blanca y tirante, y tenía más ojeras que de costumbre.
La lacónica elegancia de la noche anterior había desaparecido, dejando en su lugar una postura rígida que no parecía deberse tanto a la formalidad como al malestar que sentía cada vez que movía la cabeza.
—Siéntese, por favor. —Y mientras ella se sentaba dijo—: Lamento haberla llamado tan bruscamente. Debo haber interrumpido su preparación del equipaje.
Bella abrió la boca desconcertada, pero antes de que pudiera decir nada él prosiguió al tiempo que sus largos dedos jugaban con el mango de bronce del abridor de cartas.
—No puedo culparla por marcharse, desde luego. Mi comportamiento de anoche fue imperdonable. Me gustaría echar la culpa al alcohol, pero me temo que mi mal carácter y mi falta de juicio tienen la misma responsabilidad. Aunque pueda parecer lo contrario, le aseguro que no tengo la costumbre de forzar mis atenciones a las empleadas a mi servicio.
Bella sintió una extraña punzada cerca de su corazón. Había estado a punto de olvidar que eso era lo único que era para él: una empleada.
—¿Está seguro de eso, señor? Porque me parece que he oído hablar a la señora Cope de un incidente con una joven doncella en la escalera de servicio…
Edward lanzó la cabeza hacia ella haciendo una mueca.
—¡Cuando sucedió eso tenía catorce años! Y por lo que recuerdo fue Musette la que me acorraló… —Se detuvo estrechando los ojos al darse cuenta de que le había provocado deliberadamente.
—Puede estar tranquilo, señor —le aseguró ella ajustándose las gafas—. No soy una solterona hambrienta de amor que cree que todos los hombres con los que se encuentra van a seducirla. Ni una jovencita lunática que se desmaya con un beso robado.
Aunque la expresión de Edward se agudizó, se mordió la lengua.
—Por lo que a mí respecta —dijo Bella con una ligereza que no sentía—, podemos fingir que su pequeña indiscreción no ha ocurrido nunca. Ahora, si me disculpa —concluyo levantándose de la silla—. A no ser que encuentre alguna otra razón para que haga el equipaje, tengo varias…
—Quiero que se quede —dijo él bruscamente.
—¿Disculpe?
—Quiero que se quede —repitió—. Dijo que antes era institutriz. Bueno, quiero que me enseñe.
—¿Qué, señor? Aunque debería refinar un poco sus modales, por lo que yo he visto no se le dan mal las letras y los números.
—Quiero que me enseñe a seguir viviendo así. —Levantó las dos manos con las palmas hacia arriba con un leve temblor—. Quiero que me enseñe a ser ciego.
Bella volvió a sentarse en la silla. Edward Masen no era de los que suplicaban. Pero acababa de desnudar su alma y su orgullo ante ella. Durante un largo rato no pudo hablar.
Confundiendo su indecisión por escepticismo, dijo él:
—No puedo prometer que seré el alumno más agradable, pero intentaré ser el más capaz. —Apretó los puños—. Teniendo en cuenta mi reciente conducta, sé que no tengo derecho a pedirle esto, pero…
—Lo haré —dijo ella con suavidad.
—¿Lo hará?
—Sí. Pero debo advertirle que como maestra puedo ser muy severa. Si no colabora recibirá una reprimenda.
Sus labios esbozaron una leve sonrisa.
—¿No habrá golpes en los nudillos?
—Sólo si es impertinente. —Se levantó de nuevo—. Ahora, si me disculpa, tengo que preparar algunas clases.
Cuando estaba casi en la puerta Edward volvió a hablar con voz ronca.
—Respecto a lo de anoche…
Ella se volvió, casi agradecida de que no pudiera ver el brillo de esperanza en sus ojos.
—¿Sí?
En su cara desfigurada no había ni rastro de ironía.
—Le prometo que no volverá a ocurrir un error de juicio tan lamentable.
Aunque se le estaba cayendo el estómago a los pies, Bella se esforzó para dar un tono alegre a su voz.
—Muy bien, señor. Estoy segura de que la señora Cope y todas las criadas dormirán mucho mejor esta noche.


Esa tarde fue Bella quien llamó a Edward. Para la primera clase eligió deliberadamente el soleado salón, pensando que sus amplios espacios abiertos se adaptarían bien a sus planes. Un Marks sonriente acompañó a Edward a entrar en la habitación, y luego volvió andando hacia atrás sin dejar de hacer reverencias. Mientras cerraba las puertas Bella habría jurado que el mayordomo le hizo un guiño, aunque sabía que si le presionaba simplemente le diría que tenía una mota de hollín en el ojo.
—Buenas tardes, señor. He pensado que podríamos comenzar las clases con esto. —Dando un paso hacia delante, puso el objeto que estaba sujetando en su mano.
—¿Qué es? —Edward cogió el objeto cautelosamente con dos dedos, como si pudiese haberle dado una serpiente.
—Es uno de sus antiguos bastones. Y muy elegante, por cierto.
Mientras los dedos de Edward exploraban la cabeza de león tallada en el puño de marfil del bastón, aumentó su expresión de desconfianza.
—¿Para qué quiero un bastón si no puedo ver por dónde voy?
—Ésa es precisamente la cuestión. Se me ha ocurrido que si quiere dejar de andar por la casa como un oso necesita saber qué tiene delante antes de chocarse.
Con una expresión más pensativa, Edward levantó el bastón y trazó un amplio arco con él. Bella se agachó mientras pasaba silbando junto a su oreja.
—¡Así no! ¡Esto no es una pelea de espadas!
—Si lo fuera tendría posibilidades de ganar.
—Sólo si su adversario fuese también ciego. —Lanzando un suspiro de exasperación, Bella se colocó detrás, puso las manos a su alrededor y cerró sus dedos sobre los de él hasta que los dos agarraron con firmeza el puño tallado del bastón. Luego bajó la punta a la altura del suelo y empezó a guiar su brazo en un suave arco—. Eso es. Muévalo despacio de un lado a otro.
Mecidos por su tono hipnótico, sus cuerpos oscilaron a la vez como si estuvieran siguiendo el ritmo de una danza primitiva. A Bella se le ocurrió la absurda idea de apoyar la mejilla en su espalda. Su olor era cálido y deliciosamente masculino, como un claro en el bosque en una soleada tarde de verano.
—¿Señorita Dwyer?
—¿Mmmm? —respondió soñando aún despierta.
La voz de Edward tembló con un tono divertido que no se molestó en disimular.
—Si esto es un bastón, ¿no deberíamos andar?
—¡Oh! ¡Claro! —Separándose rápidamente de él, se apartó un mechón de pelo de su ardiente mejilla—. Bueno, el que debería andar es usted. Si viene hasta la esquina, he diseñado una serie de caminos y obstáculos para que practique.
Sin pensarlo le agarró del brazo. Edward se puso tieso, tensando todos sus músculos. Ella tiró, pero él no parecía tener ninguna intención de moverse. Bella se dio cuenta de que era la primera vez que intentaba llevarle a algún sitio. Incluso cuando Marks le acompañaba por la casa, el mayordomo no se atrevía a tocarle excepto para orientarle hacia donde quería ir.
Esperaba que le soltara la mano y vociferara que no toleraría que le llevase por ahí como si fuera un niño desvalido. Pero al cabo de un momento la tensión empezó a desvanecerse. Aunque su resistencia era palpable aún, cuando ella se movió él la siguió.
Con la ayuda de Collin y Brady había dispuesto un par de sofás, tres sillas y dos bancos formando una especie de salón improvisado. En medio había dos o tres mesas y unos pedestales dóricos con los bustos de mármol de Atenea, la diosa de la sabiduría, y Diana, la diosa de la caza. Bella también había colocado en las mesas algunas figuritas de porcelana y otras piezas frágiles, pensando que Edward necesitaba aprender a sortear obstáculos pequeños además de grandes.
Le situó a la entrada de su trazado.
—Esto es muy sencillo. Lo único que tiene que hacer es usar el bastón para llegar al otro lado del salón.
Él frunció el ceño.
—Si no lo consigo, ¿me castigará con él?
—Sólo si no guarda la compostura.
Aunque Bella se obligó a mantenerse alejada de él, no pudo evitar que sus manos revolotearan alrededor de sus hombros.
En vez de arrastrarlo, Edward lanzó el bastón hacia delante empujándolo más bien. Al tocar el primer pedestal, el busto sonriente que había encima empezó a balancearse. Bella fue corriendo y cogió a Diana antes de que se cayera al suelo.
Tambaleándose bajo el peso del busto, dijo:
—Ha sido un buen intento. Pero podría tener un poco más de cuidado. Piense que es uno de los laberintos de Vauxhall —señaló refiriéndose a los legendarios jardines de Londres—. No iría por ellos dando golpes, ¿verdad?
—Normalmente, cuando un caballero se orienta bien por un laberinto, hay una especie de recompensa esperándole en el centro.
Bella se rió.
—Teseo sólo encontró al Minotauro esperándole.
—Pero con su valor para derrotar a la bestia el joven guerrero conquistó el corazón de la princesa Ariadna.
—No habría sido tan intrépido si la joven no le hubiera dado una espada mágica y un ovillo de lana para salir del laberinto —le recordó—. Si fuese Teseo, ¿qué recompensa le gustaría recibir?
Un beso.
La respuesta subió de forma espontánea a los labios de Edward, poniéndolo más nervioso aún. Ya se estaba arrepintiendo de la noble promesa que había hecho esa mañana. Si la risa de cortesana de su enfermera no contrastara tanto con su actitud recatada…
Quizá fuese mejor que estuviese ciego. Si pudiera ver sus labios, estaría pensando continuamente en lo dulces que serían bajo los suyos.
Esa mañana ya había perdido bastante tiempo preguntándose de qué color podrían ser. ¿De un rosa suave como el interior de algunas conchas marinas medio enterradas en la arena? ¿De un rojo intenso como las rosas salvajes que crecían en los páramos azotados por el viento? ¿O de color coral como las frutas exóticas que hacían que la lengua y los sentidos cantaran de placer? Pero ¿qué importaba su tono si ya sabía que eran deliciosamente carnosos y estaban perfectamente diseñados para besar?
—¡Ya sé cuál será su recompensa! —exclamó ella al ver que no respondía—. Si practica con diligencia, enseguida lo hará tan bien que ya no me necesitará.
Aunque Edward reconoció su broma con una leve sonrisa, estaba empezando a preguntarse si ese día llegaría alguna vez.


Bella vino a él por la noche. Ya no necesitaba luz o color, sólo sensación: la dulzura de su fragancia, su pelo sedoso deslizándose sobre su pecho desnudo, su ronco gemido mientras acurrucaba su suave cuerpo contra él.
Gimió mientras le acariciaba la oreja y le lamía los labios, la curva de la mandíbula… la punta de la nariz. Su cálido aliento le hacía cosquillas en la cara, oliendo a tierra húmeda, carne rancia y calcetines mohosos secándose sobre un fuego.
—¿Qué…? —Despertándose de repente, Edward apartó el hocico peludo de su cara.
Después de incorporarse se frotó desesperadamente los labios con el dorso de la mano. Tardó varios segundos en darse cuenta de que no era de noche, sino por la mañana, y de que la exuberante criatura que estaba retozando en su cama no era su enfermera.
—¡Es fantástico! —exclamó Bella desde algún lugar a los pies de la cama con su voz llena de orgullo—. Apenas les han presentado y ya le ha cogido cariño.
—¿Qué diablos es esto? —preguntó Edward intentando sujetar lo que fuese—. ¿Un canguro? —Lanzó un quejido amortiguado mientras el intruso saltaba sobre su dolorida entrepierna.
Bella se rió.
—¡No sea tonto! Es un collie encantador. Cuando pasaba ayer por delante de la casa de su guarda vino corriendo a saludarme. Y pensé que sería perfecto.
—¿Para qué? —dijo Edward intentando mantener alejado al perro—. ¿Para el almuerzo del domingo?
—¡Ni mucho menos! —Bella se lo quitó rápidamente. Por el canturreo que siguió, supuso que estaba abrazando al pequeño monstruo—. Este pequeñín no es ningún almuerzo, ¿verdad, precioso?
Desplomándose sobre las almohadas, Edward movió la cabeza sin poder creérselo. ¿Quién habría pensado que su mordaz enfermera sería capaz de decir esas tonterías? Al menos no tenía que ver cómo acariciaba el vientre de la criatura o, peor aún, cómo restregaba la nariz contra su hocico. La emoción que sentía era tan rara que tardó un minuto en identificarla. ¡Estaba celoso! Celoso de un perro sarnoso con la piel áspera y un aliento fétido.
—Tenga cuidado —le advirtió Edward mientras continuaban los besos y los arrullos—. Podría tener pulgas. O viruela —murmuró para sus adentros.
—No debe preocuparse por las pulgas. Collin y Brady lo han bañado en una de las viejas tinas en el patio.
—Que es donde debería quedarse por lo que a mí respecta.
—Pero entonces no disfrutaría de su compañía. Cuando era pequeña vivíamos al lado de un viejo caballero que había perdido la vista. Tenía un pequeño terrier que le acompañaba siempre. Cuando sus criados le sacaban a pasear, el terrier iba por delante con su correa enjoyada y le llevaba alrededor de las losas irregulares y los charcos de barro. Si una brasa caía de la chimenea a la alfombra, el perro ladraba para alertar a los sirvientes. —Como si le hubiera dado una señal, el cachorro que tenía en sus brazos lanzó un agudo ladrido.
Edward hizo una mueca.
—Qué inteligente. Aunque yo creo que habría sido preferible morir quemado en la cama. ¿No acabó el pobre hombre sordo además de ciego?
—Le diré que ese perro fue un amigo fiel, un excelente compañero hasta el día que su dueño murió. Su mayordomo le dijo a nuestra doncella que cuando le enterraron el pobre pasó varios días delante de la cripta de la familia esperando a que volviese su querido amo. —Su voz se quedó un rato amortiguada, como si hubiera enterrado su deliciosa boca en el pelo del perro—. ¿No es la historia más conmovedora que ha oído nunca?
A Edward le intrigaba más el hecho de que la familia de Bella hubiera sido lo bastante rica como para contratar los servicios de una doncella. Pero cuando la oyó suspirar y buscar un pañuelo en el bolsillo de su falda supo que estaba perdido. Cada vez que su enfermera se ponía sentimental se quedaba sin defensas.
—Si insiste en que tenga un perro, ¿podría ser al menos uno de verdad? ¿Un perro lobo irlandés o un mastín por ejemplo?
—Demasiado grandes. Este pequeño puede seguirle a cualquier parte —comentó volviendo a ponerle sobre su regazo.
Él olió el aroma a limón de su pelo, confirmando sus sospechas de que los criados habían bañado al perro con la fragancia favorita de Bella. El animal fue saltando a los pies de la cama, y con un profundo gruñido empezó a roer los dedos de Edward a través del edredón. Edward le enseñó los dientes gruñéndole también.
—¿Cómo le gustaría llamarlo? —preguntó Bella.
—De ninguna manera que se pueda repetir delante de una dama —dijo intentando sacar el dedo gordo de la boca del perro.
—Es muy tenaz —observó ella mientras el perro bajaba al suelo. Al sentir que el edredón se iba con él, Edward lo agarró desesperadamente. Unos centímetros más y la señorita Dwyer descubriría el efecto que el sueño y su suave canturreo habían tenido en él.
—Es bastante testarudo e intratable —reconoció Edward—. Es tan terco que es imposible complacerle o razonar con él. Siempre se sale con la suya aunque tenga que pasar por encima de los deseos y las necesidades de los demás. Yo creo que debería llamarle… —los labios de Edward se curvaron en una sonrisa mientras disfrutaba con su silencio expectante—, Bells.


En los días que siguieron Edward tendría ocasión de llamar al perro de todo excepto por su nombre. En vez de trotar delante de él para detectar obstáculos y peligros potenciales, a la infernal criatura le encantaba saltar a su alrededor, andar entre sus piernas y tirarle el bastón. Si hubiera tenido algún motivo más allá de la exasperación perpetua, habría sospechado que su enfermera intentaba planear una caída mortal.
Al menos nadie podía acusarla de exagerar. El perro le acompañaba siempre. No importaba dónde fuera Edward, le seguía su ansioso jadeo y el ruido constante de sus pequeñas uñas en el parqué y los suelos de mármol. Los criados ya no tenían que preocuparse por barrer el comedor cuando Edward comía. Bells se sentaba justo debajo de la silla de su amo y cogía los trocitos de comida que se caían antes de que pudieran llegar al suelo. Cuando Edward iba a apoyar la cabeza en su almohada por la noche, la encontraba ya ocupada por una cálida bola de pelo.
Si el perro no estaba jadeando en su cuello estaba roncando en su oreja. Cuando Edward no podía soportar más su ruidosa respiración, cogía el edredón de la cama y se iba a dormir a la sala de estar.
Al despertarse una mañana descubrió que el perro había desaparecido. Desgraciadamente, también había desaparecido una de sus mejores botas.
Edward bajó las escaleras utilizando el bastón para recorrer cada tramo. La verdad era que se sentía muy orgulloso de los progresos que estaba haciendo con él, y estaba deseando demostrar su maestría a Bella. Pero el elegante bastón no hizo nada para evitar que pisara un charco caliente al pie de las escaleras.
Levantó el pie cubierto por un calcetín intentando asimilar lo que acababa de ocurrirle en más de un sentido. Y echando la cabeza hacia atrás gritó «¡Bells!» con todas sus fuerzas.
Tanto el perro como su enfermera respondieron a su llamada. El perro correteó a su alrededor tres veces, y luego se desplomó sobre su pie seco mientras Bella exclamaba:
—¡Dios mío! ¡No sabe cuánto lo siento! Se suponía que Brady iba a sacarle esta mañana a dar un paseo por el jardín. ¿O era Collin?
Apartando al perro de su pie, Edward avanzó hacia el sonido de su voz con el calcetín chapoteando a cada paso.
—Como si viene el arzobispo de Londres a ocuparse de él. No le quiero aquí ni un minuto más. ¡Sobre todo debajo de mis pies! —Apuntó con un dedo hacia lo que esperaba que fuera la puerta, aunque temía que fuese la columna del vestíbulo—. ¡Le quiero fuera de mi casa!
—Oh, vamos. En realidad no es culpa suya. Ya sabe que no debería andar por ahí con calcetines.
—Podría haberme puesto las botas que Marks me había preparado —explicó con una paciencia exagerada—, si hubiera podido encontrar las dos. Pero cuando me desperté la derecha había desaparecido misteriosamente.
Entonces dijo una voz masculina que venía de la puerta:
—¡No se lo van a creer! ¡Miren lo que acaba de encontrar el jardinero!

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