viernes, 4 de marzo de 2011

Podría morir de deseo por vos

Capítulo 17 “Podría morir de deseo por vos”
Sentía algo terrible en su interior, un dolor que amenazaba con partirle la cabeza en dos, como una espada.
Al salir de la habitación de la torre, Edward se dirigió tambaleante hacia las escaleras sujetándose la cabeza con las manos. Apenas era consciente de lo que había dicho, pero sabía que la había golpeado, y que una terrible sensación le desgarraba las entrañas. Se sentía horrorizado por su conducta. Sin embargo, aquella situación no podía alcanzarlo ni tocarlo; sólo podía sentir el dolor.
Bajó con estruendo por las escaleras de caracol. Al llegar al rellano se apoyó contra la pared de piedra antes de bajar el segundo tramo de escaleras que conducía al salón. Jasper y Alice seguían sentados ante la gran chimenea. Lo miraron con ceño, pero él fingió no verlos y salió al patio, haciendo caso omiso de la llamada de Jasper.
Se dirigió al mar. Al encuentro del viento, a la playa, donde la fría brisa invernal aliviaría el fuego de su corazón, donde esperaba purgar la extraña rabia y dolor que de pronto lo desgarraban. Apenas recordaba sus actos o sus palabras, pero recordaba las de ella. Era posible hacer algo, le había dicho, había maneras...
Edenby estaba muy animado. Dentro de sus murallas los herreros trabajaban y los campesinos vendían sus mercancías. Varios hombres que se hallaban de guardia saludaron a Edward, pero no pareció oírlos ni advertir su presencia. Estaba impaciente por llegar a la muralla y los parapetos... a un lugar donde estar a solas.
Finalmente llegó a su destino: un rincón de la playa donde la roca se juntaba con la arena, donde podía sentarse sobre las piedras y contemplar cómo las olas, que ese día eran grises, rompían contra las rocas. Las aguas se arremolinaban y bramaban amenazadoras; las pequeñas olas blancas y espumosas se levantaban y rompían, y la marea volvía a arrastrarlas mar adentro. El aire era húmedo y frío, y sabía a sal. Edward se llenó los pulmones, se apretó las sienes y cerró los ojos, esforzándose por mantener el control, por comprender.
¡Dios mío, cómo la odiaba a veces! Había anhelado verla y sin embargo no había podido tocarla. Y, por todos los santos, ahora que había recuperado el sentido común no lograba comprender su ligereza. ¡Cualquier hombre sabía las consecuencias del ritual de apareamiento! ¡Sólo un necio no habría esperado engendrar un hijo en una mujer que había poseído una y otra vez!
Levantó la mirada hacia el cielo, donde el sol libraba una osada batalla contra el gris invernal del horizonte. Extendió los brazos y se miró las manos, y al cabo de un rato dejaron de temblarle. Sabía que se había comportado como un estúpido.
Se levantó con un gruñido y se acercó a las rompientes olas, oyendo el sonido de sus botas sobre la arena. El pasado lo perseguía, lo sabía. Aquella escena de muerte en Bedford Heath...
Volvió a maldecir, apretó los dientes y echó hacia atrás la cabeza con los ojos cerrados, aspirando el aire salado. Podía hacerse algo al respecto, había dicho ella. ¿Acaso esa mujer no poseía ninguna compasión?
Apretó los labios mientras contemplaba el movimiento del agua con mirada ausente. ¿Tanto lo odiaba Bella? Volvió a cerrar los ojos y sintió el frío intenso. Siempre estaba tan hermosa y desafiante. Siempre dispuesta a resistirse, a luchar. ¿Por qué no lo hacía ahora?
—¡Edward!
Se volvió al oír su nombre. Jasper se hallaba de pie en lo alto de las rocas y le hizo señas con la mano mientras bajaba hacia él. Permanecieron lejos el uno del otro, y Edward se sobresaltó aún más cuando Jasper alzó de pronto las manos, disgustado.
—¡Por Dios, Edward! ¡Espera un hijo vuestro!
—Debisteis prevenirme.
—¡Ni siquiera a un enemigo en el campo de batalla lo trataríais tan despectivamente!
—¿Yo?
—Acudisteis a mí en una ocasión para censurarme por el modo en que trataba a Alice. Sin embargo yo la amaba y me casé con ella, mientras que vos...
—Maldita sea, Jasper, si me hubierais advertido...
—¿Advertido? ¡Vamos, excelencia! ¡Sois mayor que yo y sabéis muy bien cómo funciona este mundo! ¿Acaso esperabais que no ocurriera? Todos sabemos que cuando uno tontea con las mujeres...
—Maldito seáis, Jasper...
—¡No, Edward, maldito seáis vos! ¿Cómo habéis podido hacerle esto?
—¡Jasper! —exclamó Edward con voz áspera, pero Jasper no hizo caso.
—Por dios, Edward, si algún hombre puede comprenderlo, ése soy yo. Pero ¿cómo puede haber tanta crueldad en vuestro corazón como para despotricar contra ella?
—¡No, Jasper! —exclamó Edward—. ¡No lo comprendéis! Siempre dice que se le ha negado la compasión, pero lo que ella se propone hacer... —Se interrumpió, atragantándose con la bilis que parecía subirle por la garganta.
Jasper lo miró con incredulidad.
—¿De qué estáis hablando?
—Está pensando en el modo de deshacerse de...
—¡Estáis loco!
—No lo estoy. Acabo de oírselo decir. Sabéis que me odia. ¿Por qué no iba a odiar al niño que crece en sus entrañas?
Jasper meneó la cabeza, mirando fijamente a Edward.
—Tal vez en su corazón no rebose amor. ¿Por qué iba a hacerlo? Pero os digo que no está horrorizada, ni siquiera sorprendida. Al parecer la dama carecía de vuestra ingenuidad acerca de los hechos inevitables de la vida.
—Jasper, os digo...
—¡No! Dejadme preguntaros algo, Edward, duque de Edenby, conde de Bedford Heath... ¡y lo que os nombren después de vuestra última correría en nombre del rey! ¿Cómo encajasteis la noticia? ¿Cómo fuisteis al encuentro de vuestra prisionera? Con cara de circunstancias con reparos, ¿verdad? ¿Cómo esperabais, pues, que reaccionara?
Edward lo miró fijamente sin comprender. Jasper le sostuvo la mirada. Una fuerte ráfaga de viento sopló entre ambos, pero Edward sintió un calor repentino y sonrió. Jasper le devolvió la sonrisa y los dos se echaron a reír y se abrazaron, todavía riendo.
—Os aseguro, amigo mío, que se muere por escapar, pero no tiene intención de hacer daño al niño —dijo Jasper.
—¿Todavía piensa en escapar? —preguntó Edward—. ¿Para qué? ¿Adónde iría?
—Al continente, creo.
Edward bajó la mirada y hundió el talón en la arena.
—Entonces es una estúpida —repuso bruscamente—. No tengo intención de casarme y el niño podrá ser el heredero.
—Hay leyes que prohíben que los bastardos hereden.
—No cuando no hay herederos legítimos. —Volvió a levantar la vista hacia Jasper—. Es extraño. Cabría esperar que ella deseara quedarse aquí y se mostrara por fin dócil y tierna, con la esperanza de que me casara con ella y convertir al niño en heredero legítimo.
—Oh, jamás se casará con vos, Edward —repuso Jasper alegremente.
—¿Por qué no?
Jasper se echó a reír.
—¿Habéis perdido el juicio por completo? Tomasteis Edenby, le arrebatasteis todo lo que le pertenecía y... —Se interrumpió, meneando la cabeza—. Sencillamente no se rendirá jamás.
—Está bien —repuso Edward en voz baja—, pero no escapará. Ahora no.
—No podéis mantenerla encerrada en la torre...
—Lo sé.
—¿Entonces?
Edward parpadeó.
—Se alojará en mi alcoba, de momento.
—Tal vez... —Jasper se interrumpió y los dos levantaron la vista ante el repentino ruido procedente de lo alto del muro de roca.
Por un instante la silueta de Bella se recortó contra el cielo gris invernal como un rayo de sol. Alta y orgullosa, con el castaño cabello suelto y ondeando, los hombros envueltos en terciopelo blanco que flotaba a su alrededor. Esbelta y grácil, parecía una mítica doncella a la que han ordenado danzar sobre la roca en un mágico esplendor... Pero no se trataba de un baile, pensó Edward, ni ella tenía nada de mítico, ni siquiera de doncella ya. De pronto recordó que había dejado descorrido el cerrojo de la puerta y despedido al guardia. La astuta muchacha había aprovechado la oportunidad para escapar.
Ella también había acudido al mar en busca de paz.
Las espumosas olas y el cielo gris era un bálsamo para el alma. La libertad había sido su objetivo y había acudido allí como una ágil diosa, sorteando la muralla, el parapeto y las rocas, tan salvaje como la eterna tempestad del amor.
La sonrisa de Edward se hizo más amplia; tratando de huir había acudido directamente a sus brazos. La joven se quedó tan sorprendida al ver a Edward y a Jasper abajo en la playa que había emitido un grito; al darse media vuelta, reparó en los soldados apostados en la muralla. No tenía escapatoria.
—¡Bella! —exclamó Jasper.
Edward no tardó en advertir que las ligeras zapatillas que llevaba la joven no eran buenas para andar sobre las húmedas y resbaladizas rocas. Pero ella conocía bien el lugar y era ligera como un cervatillo, así que siguió corriendo peligrosamente, tratando de eludirlos, en dirección al norte.
—Se detendrá —murmuró Edward.
Pero no lo hizo. Ni trató de bajar por el sendero: saltó de roca en roca, con el cabello ondeando con los rayos de sol desprendiendo tonos rojizos de su cabello, el terciopelo blanco de la capa flotando como una nube luminosa contra el cielo gris.
—¡Deteneos, Bella! —ordenó Edward.
Ella no lo oyó... o fingió no hacerlo. Fruncía hermosamente el rostro mientras estudiaba con atención cada paso que daba.
—¡Maldita sea! —exclamó Edward, echando a correr por la playa.
No tardó en llegar a su altura. Ella estaba tan concentrada en sus pasos que no lo vio. Aferrándose al abrupto borde de una de las enormes rocas, Edward empezó a escalar en dirección a Bella. Entonces ésta levantó la mirada y lo vio, y abrió sus ojos chocolate, asustada.
—¡No os mováis, Bella!
—¡Dejadme! —exclamó ella.
—No os haré daño.
Ella no pareció creerlo, porque calculó la distancia entre roca y roca y se alejó saltando en dirección a la playa. Pero calculó mal uno de los pasos y cayó sobre manos y rodillas con un débil grito. El corazón de Edward dejó de latir mientras la observó efectuar el salto; se la imaginó rodando por las abruptas y dentadas rocas, aterrizando sobre la arena en medio de un charco de sangre.
—¡Maldita sea, Bella, deteneos! ¿Adónde creéis que vais? ¡No os mováis, iré por vos!
—No puedo...
El saltó sobre otra piedra, sin apartar los ojos de ella.
—¿Adónde creéis que vais, Bella? —repitió.
Los ojos de Bella destellaban como diamantes y él se preguntó si era a causa de las lágrimas.
—Sólo trataba de escapar. No quería hacer daño al...
—No os mováis, no tenéis escapatoria...
Bella lo interrumpió con una carcajada y por un instante permaneció de pie con expresión triunfal.
—¡Ah, pero si aquí está mi señor! ¡Sencillamente no conocéis Edenby lo bastante bien!
Entonces se volvió y siguió saltando de roca en roca. Musitando una maldición, Edward se apresuró a seguirla, temiendo que las zapatillas de Bella resbalaran. Pero era tan ágil como una criatura salvaje y siguió saltando sin pausa... hasta aterrizar en la arena. Jasper, que aguardaba abajo en la playa, gritó y echó a correr en dirección a ella. Bella se encaminó al norte, hacia el acantilado; pero mientras la observaba con incredulidad, Edward reparó en una grieta en la roca y comprendió que pretendía escapar por ella.
—¡Por Dios! —exclamó, y retrocedió tratando de alcanzarla por las rocas.
La única posibilidad de detenerla era saltar sobre ella. Jadeante, Edward efectuó el salto. Se abalanzó sobre ella y, arrojándola con brusquedad al suelo, rodaron juntos por la arena.
—¡Oh! —balbuceó ella, golpeándolo y forcejeando como no lo había hecho desde... la primera vez.
—¡Bella!
Él le sujetó las muñecas, se las sostuvo por encima de la cabeza y se sentó a horcajadas sobre ella en la arena. Reparó en la angustia reflejada en su rostro, el destellante brillo de sus ojos y el estado en que se encontraban ambos, empapados, cubiertos de arena, jadeantes y desesperados. Y de pronto soltó una carcajada. Bella rompió a llorar y él se inclinó sobre ella con resolución. La besó en los labios con ternura, sin importarle la arena, el mar o Jasper, que avanzaba con pasos pesados por la playa en dirección a ellos. Probó el sabor salado de las lágrimas y la arena, y cuando se separó de ella siguió riendo. Entonces Bella lo miró en silencio, convencida de que estaba loco, pensó él. La soltó y ella se apresuró a levantarse, retrocedió y tanteó con las manos la roca sin apartar los ojos de él.
—Bella.
—¡Apartaos de mí, Edward!
Él alargó una mano hacia ella, sonriendo.
—Dadme la mano, Bella —susurró.
—¡Estáis loco!
—No, milady, no estoy loco... Sólo arrepentido.
—¿Cómo decís? —Ella lo miró asombrada.
Edward dio otro paso y de nuevo ella pareció decidida a huir, pero él le cogió la mano y, rodeándola con los brazos, la atrajo hacia sí.
Ella echó la cabeza hacia atrás y lo miró fijamente, con los ojos llorosos, extenuada y recelosa.
—Edward, no tenéis por qué odiarme, o golpearme...
—Lo siento, Bella. Por favor, os lo ruego, perdonadme.
Ella abrió los ojos, pero seguía tensa, lista para salir corriendo. Era comprensible, se dijo él con amargura. Ella apenas le conocía. ¡Por nada del mundo volvería a ausentarse, ni siquiera por orden del rey!
—Si me dejarais huir...
—No puedo y lo sabéis.
—Por Dios, Edward, estáis furioso conmigo, pero no es mi... Yo no...
—Shhh, Bella.
Las lágrimas acudieron una vez más a los ojos de ella, que trató de hablar, confundida.
—Os juro que no era mi intención hacer daño al...
—Lo sé, Bella.
Edward reparó en Jasper, que los había alcanzado y permanecía detrás de ellos, jadeante. Todo era silencio bajo el cielo gris. Bella seguía observándolo con recelo.
—Hace mucho frío aquí fuera, Edward —comentó Jasper.
Edward asintió sin apartar los ojos de Bella. Se inclinó para cogerla en brazos y ella le echó los brazos al cuello. Siguieron mirándose a los ojos hasta que Edward empezó a subir por el sendero.
—No puedo dejar de anhelar la libertad —susurró ella mientras regresaban al parapeto.
Él no respondió y ella volvió a hablar.
—¿Qué haremos? —Hizo una pausa, tragando saliva con dificultad—. ¿Adónde nos lleva todo esto? Nuestra batalla no tiene fin.
Se la veía tan joven y perdida. Y tan tierna, con los brazos alrededor de su cuello, los ojos muy abiertos, las pestañas todavía húmedas de las lágrimas.
—Tal vez deberíamos firmar una tregua —sugirió Edward.
Ella no apartó los ojos de él cuando entraron en el patio y lo cruzaron. Al llegar a las puertas de la torre principal, Alice corrió a su encuentro dejando escapar un grito. Edward siguió andando, subió por las escaleras que conducían a la alcoba de Bella y abrió la puerta de un empujón.
En el hogar ardía un gran fuego. Todavía acunándola en sus brazos, Edward se sentó ante él, consciente de cómo temblaba ella. Se limitó a estrecharla contra su cuerpo para darle calor, advirtiendo sus estremecimientos, la respiración entrecortada y los sollozos.
—Edward.
—Shhh, estad tranquila. No volveré a haceros daño, os lo juro.
Poco a poco la tensión desapareció. Ella se recostó contra él, acunada en sus brazos, y se quedó dormida. Él descansó la mejilla en su cabello y, sintiendo el sedoso y angelical tacto, cerró los ojos. Sólo la había deseado ardientemente y, sin embargo, ahora sentía hacia ella una inmensa ternura.
Al cabo de un rato se puso de pie y la tendió con cuidado en la cama, le desabrochó la capa y la arropó con las mantas. Sonrió, deslizando los dedos sobre su mejilla, y la dejó dormir. No echó el cerrojo al salir.
En las escaleras se cruzó con Lauren, quien lo saludó con una reverencia y le dio la bienvenida efusivamente. Edward respondió con amabilidad y le dijo que dejara descansar a lady Isabella toda la tarde y le preparara un baño caliente antes de la cena.
—¿Cenará en su alcoba? —preguntó Lauren.
—No, cenará con nosotros abajo, si lo desea.
Edward se apresuró a bajar por las escaleras. Jasper y Alice se hallaban frente a la chimenea y lo miraron con recelo, tratando de disimular su preocupación. Edward acercó las manos al fuego para calentarlas, luego miró a Jasper y sonrió.
—Bueno, sin duda estáis impaciente por informarme de los sucesos que han tenido lugar en mi ausencia. ¿Empezamos?
Señaló la biblioteca. Sonriendo, pidió a Quil que les llevara cerveza y silbó mientras precedía a Jasper.


Bella despertó sobresaltada. Al principio pensó, sumida en la confusión, que Edward sólo había regresado en sueños, pero reparó en la arena que tenía adherida y se convenció de que realmente había regresado. Se incorporó de golpe, intrigada por saber dónde se hallaba, y tuvo que mirar alrededor para cerciorarse de que ya no se encontraba en la habitación de la torre. No, estaba en su propia alcoba y había dormido más plácidamente que en muchas semanas.
Se abrazó las rodillas contra el pecho, estremeciéndose al pensar en la reacción inicial de Edward, preguntándose con cierto horror la razón del gran cambio que había demostrado en el acantilado. ¡Dios mío, no sabía qué pensar! Dejó de temblar y le invadió una extraña ternura al recordar las tranquilizadoras palabras de Edward y el hecho de que él, Edward Cullen, implacable como el acero, se hubiera disculpado y ofrecido con insólita ternura el ramo de olivo.
De pronto se sintió mareada y febril, y se apretó las sonrosadas mejillas con las frías palmas de las manos. ¡Llevaba tanto tiempo sintiéndose exhausta, enferma y abatida! Había permanecido en vela tantas noches, preguntándose dónde estaría él y qué haría. Y ahora tenía que admitir que se alegraba de verlo. Más que alegrarse, se sentía extasiada, pensó algo avergonzada, y eufórica. Eufórica de que hubiera vuelto. Se alegraba tanto de verlo... y de que le hubiera propuesto una tregua.
Se enterneció aún más al recordarse entre los brazos de Edward, y sus ojos verdes clavados en los de ella, sonriendo con ternura, prometiéndole no volver a hacerle daño.
De pronto tragó saliva, al comprender que se trataba de una promesa que no podría cumplir. El daño ya estaba hecho y era irreparable. Le asustaba pensar en el futuro, por muy alegremente que hablara de él con Jasper y Alice. No se atrevía a admitir aún que aquel mareo que le sobrevenía cada mañana era el comienzo de una vida. Y cuando empezó a encontrarse débil y le aseguraron que iba a tener un hijo fuerte y apuesto si salía a su padre, no pudo dejar de preguntarse qué sucedería cuando él se cansara de ella, y de la lujuria y la venganza, cuando volviera un día con una prometida aprobada por el rey, una dama que con su título y posesiones aumentaría la riqueza y posición de Edward.
Bella decidió no dejarse llevar por la fascinación que sentía hacia aquel hombre que tantas desgracias le había causado. Se levantó de la cama y se sacudió el cabello con deseos de lavárselo para quitarse la arena. Y mientras permanecía de pie en la tarima, echó un vistazo a la puerta y con repentina esperanza corrió hacia ella.
Para su asombro, la puerta se abrió. Volvió a cerrarla y permaneció apoyada contra ella, temblando. Él había dicho que habría una tregua. Podía huir, pensó. Huir... y exponerse a que la trajeran a rastras una vez más. O podía aceptar la tregua y cumplir con su parte. Estaba tan cansada de intentos frustrados... Él le había demostrado una y otra vez que no tenía escapatoria.
Se volvió hacia la habitación, mordiéndose el pulgar.
—¡Milady!
Una débil voz y una suave llamada a la puerta interrumpieron sus pensamientos. La puerta se abrió y en el umbral apareció la joven Lauren, tan alegre como de costumbre.
—¿Os he despertado, milady?
Bella negó con la cabeza.
—No, Lauren.
—Me alegro, porque me habían dado órdenes de que no lo hiciera. Pero se está haciendo tarde y he pedido a los mozos de la cocina que traigan la tina y cubos de agua, porque pensé que os gustaría vestiros para cenar.
—¿Cenar? —Bella sintió que el corazón le daba un vuelco.
—Sí, milady.
Lauren le dedicó una radiante sonrisa y Bella pensó con pesar en todo el rencor que a menudo había sentido hacia la joven. Lauren parecía tan satisfecha como ella de que le hubieran concedido la libertad.
—Abajo, milady, en el gran salón de banquetes. Vais a ocupar el lugar que merecéis en la mesa. ¡Oh, milady!
Bella rió y abrazó a Lauren, y ésta le devolvió el abrazo, extasiada. A continuación Lauren salió para llamar a los mozos, y Bella se dirigió a la tarima de la cama y esperó el agua para tomar el deseado baño. Pensó que era patético hallar tanto placer en cosas que le correspondían por derecho, pero no podía evitar alegrarse. El futuro seguía alzándose lúgubre ante ella, pero tanto si hallaba la felicidad en aquel momento como si no, existía un mañana. De momento todo lo que deseaba era paz. Y, tanto si lo admitía como si no, deseaba a Edward.


Al anochecer Edward entró en el salón, después de inspeccionar las murallas con Jasper.
Se preguntaba cómo la encontraría; ¿desafiante, distante o simplemente malhumorada? O tal vez habría rechazado la oportunidad de bajar al salón y optado por permanecer alejada de él. De pronto se detuvo sorprendido.
Bella se hallaba de pie junto al hogar, contemplado el fuego con aire pensativo. Llevaba un vestido azul con adornos dorados y ribetes de piel en las mangas, el dobladillo y el escote. Alice se hallaba sentada junto al ruego, tan serena como de costumbre, con el tapiz ante ella.
Las dos mujeres se volvieron, pero Edward sólo vio a una. La miró fijamente a los ojos y advirtió que no eran cafés o chocolate, sino de un tono a juego con los adornos dorados del vestido. El resplandor del fuego se reflejaba en ella y le arrancaba destellos del cabello, haciéndolo brillar con mayor intensidad que las mismas llamas. Le dedicó una sonrisa vacilante y trémula. Él permaneció allí, incapaz de moverse.
Finalmente logró moverse. Bajó los ojos y, encaminándose hacia el fuego, se quitó los guantes y tendió las manos hacia las llamas para calentárselas.
—Están trocando y vendiendo toda clase de mercancías en las murallas —comentó—. El invierno trae a los vendedores ambulantes en busca de calor.
—¡Ah, pero sin duda no habrá tanta variedad como la que habéis visto recientemente en Londres! —exclamó Alice.
Edward rió y dijo que así era, que Londres estaba repleta de mercancías, que el comercio volvía a estar en alza y que regía una nueva moda que acababa de cruzar el Canal, procedente de Francia.
Alice acribilló a Edward a preguntas acerca de la City. Él propuso que se sentaran a la mesa y que allí respondería a todas las que le fuera posible. Quil apareció para anunciar alegremente que todo aguardaba las indicaciones de Edward; sonrió casi con timidez a Bella y añadió que había preparado todos los platos favoritos de milady. Ésta se ruborizó ligeramente y miró a Edward. Él le ofreció el brazo y ella lo aceptó. En la mesa él ocupó el lugar reservado al señor del castillo y le indicó el asiento reservado a la legítima señora.
Edward sabía que los exquisitos manjares que servían aquella noche no eran nada comparados con los de la corte de Enrique; pero le supieron mejor. El vino era más dulce que los que había probado en años y la conversación se desarrolló animadamente.
Bella permaneció callada, pero mostrando interés. Edward llevó la voz cantante, hablando a Alice de la moda y describiendo a Jasper la sesión de los lores en el parlamento, la batalla de Norwich y la situación en la City. Hablaron de sir Emmett McCarty y Jasper preguntó acerca de su viejo amigo.
Entonces Edward miró a Bella.
—También vi a un viejo amigo vuestro, milady.
—¿A sir Sam? —preguntó ella en voz queda.
—No, a él no lo vi, pero oí decir que estaba bien. Me refiero a sir Jacob.
Ella acercó la mano a la copa de vino, nerviosa.
—¿Sir Jacob? ¿Estaba en Londres?
—Sí.
—¿En la Torre? —preguntó ella con pesar.
—Oh, no... Las cosas le van bien. Cambió de bando en el último momento, o eso tengo entendido, y combatió con valentía por Enrique.
—Pero cómo... —preguntó ella con voz entrecortada.
Edward se recostó en la silla, observándola, y para su asombro descubrió que estaba celoso.
—Combatió por el rey Enrique.
—¡Eso no es posible!
—Pues así fue.
Bella bajó los ojos y él se preguntó qué pensaría. Alice se apresuró a cambiar de conversación y aunque Edward tardó en olvidar la reacción de Bella, finalmente dejó de darle vueltas, dado que ya no importaba demasiado.
Aquella noche permanecieron a la mesa hasta tarde, conscientes de que se trataba de un acontecimiento insólito. Ninguno de ellos mencionó la situación de Bella, ni la reacción de Edward, ni ningún otro suceso del día. Parecían dos parejas jóvenes disfrutando de la mutua compañía.
En cierto momento Edward miró a Bella a la tenue luz de las velas. Y aunque ésta se apresuró a bajar los ojos, él reparó en su seductora belleza y todo su ser se enardeció. Esperó el momento oportuno para levantarse y, ofreciéndole una mano, se excusó con Jasper y Alice comentando que estaba agotado del viaje. Y entonces se puso tenso, preguntándose si ella rechazaría la mano que le tendía, pero confió en que no fuera preciso librar otra batalla esa noche.
Ella no opuso resistencia. Aceptó la mano de Edward y éste advirtió que le temblaban los dedos mientras subían por las escaleras y entraban en la habitación.
Bella permaneció junto a la puerta mientras Edward se dirigía hacia la chimenea, que los aguardaba encendida. Se sentó, se quitó las botas y contempló el fuego. Entonces la miró fijamente y a Bella se le aceleró el pulso, porque él era sumamente atractivo, y no podía evitar recordar la soledad que había sentido, la intensidad con que lo había echado de menos y el deseo que despertaba en ella.
Él se acercó a ella. Sin pronunciar palabra, le acarició el cabello, luego la atrajo y la besó con ternura. A continuación le desabrochó el corpiño, y al sentir el roce de sus dedos ella se estremeció de deseo y sintió una oleada de calor. No puso reparos cuando él le deslizó el vestido por los hombros, ni cuando sus labios le rozaron los hombros, ni siquiera cuando se agachó, cogió con delicadeza sus senos y le besó con suavidad un pezón.
Ella echó la cabeza hacia atrás y suspiró ante el torrente de sensaciones que la recorrían, y se apoyó contra los hombros de Edward. De pronto advirtió que él la miraba a la cara.
—¿Os hago daño?
Ella negó con la cabeza, ruborizándose.
—No —murmuró. Volvió a menear la cabeza y repitió—: ¡No!
Y con repentina vergüenza y emoción, le echó los brazos al cuello y ocultó el rostro en su hombro. Edward respiró entrecortadamente e, irguiéndose, la miró fijamente a los ojos.
—¡Loado sea Dios, milady, porque podría morir de deseo por vos esta noche!
La llevó a la cama y le hizo el amor con tanta ternura y pasión que Bella se dijo que había sido como morir... y despertar en el paraíso.

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