martes, 8 de marzo de 2011

Conspiración

Capítulo 14 "Conspiración"
La tarde siguiente fueron requeridos para hacer su primera aparición en público como marido y mujer. La ocasión era el bautizo de una nueva embarcación de la Armada Real. Bajo un cielo azul celeste, el pequeño pueblo portuario se había engalanado para darles la bienvenida, con sus fachadas blancas y sus tejados rojizos. La zona abierta que rodeaba el muelle estaba llena de gente que se había acercado a ver a los recién casados. Bella se preguntó si los que habían venido a felicitarles, se darían cuenta de que no se hablaban.
Detrás del estrado, el puerto azul servía de decorado. Las pintorescas embarcaciones de pesca se bamboleaban en el agua con las velas enrolladas. De pie en el podio, Edward daba un breve discurso. Bella aguardaba a su lado, sonriendo con plácido orgullo y escuchando atentamente a su marido, que parecía hipnotizar a la multitud con su voz profunda y melodiosa.
Resultaba muy doloroso estar allí con él, frente a la gente, cuando en privado todo entre ellos parecía haberse derrumbado. Pero, Dios lo sabía muy bien, estaba determinada a cumplir, al menos en este aspecto, con su parte del trato. Haría lo que estuviese en su mano para conseguir que su pueblo le quisiese. Aunque empezaba a darse cuenta de que en realidad, no la necesitaba demasiado.
Ellos querían creer en él. Querían quererle. Todo lo que necesitaban era un gesto por su parte, algo que les demostrase que se interesaba por ellos... y todo el mundo podía ver que si había algo que importaba a ese granuja de Edward, era Ascensión.
Hablaba divinamente. A pesar de la simplicidad de su ropa, había un esplendor en él que ella no podía dejar de admirar. La brisa del mar acercaba a la gente sus elocuentes palabras sobre el futuro. Bella lamentó la manera en que la gente parecía brindar por su unión, enviándoles palabras de felicitación para aplaudir el discurso.
Bella aplaudió también, y una ola de ensordecedores aplausos les envolvió, intoxicándola incluso a ella, a pesar de su timidez.
Edward se volvió guiñando el ojo a la multitud por encima del hombro, como si fuera un perfecto maestro del espectáculo, y después rompió la botella de champán contra la cubierta del barco. Y entonces la gente se volvió loca, aplaudiendo y vitoreando a la pareja:
— ¡Viva el príncipe! Viva la principessa! Viva Ascensione!
Edward les saludaba con la mano y les respondía con una sonrisa que cegaba incluso los rayos del sol sobre las olas. Después, se dio la vuelta hacia ella y le cogió la mano, mirándola en silencio, instruyéndola a pesar del brillo de hostilidad que vio en la profundidad de sus ojos verdes. Ella comprendió lo que debía hacer y colocó su mano tímidamente sobre la de él. Con un gesto dramático, se presentó a la vibrante multitud.
Mantuvo la barbilla alta al sentir los ojos del mundo entero fijos en ella. La gente la aplaudía con entusiasmo, por una razón que ella no alcanzaba a comprender. En realidad no sentía que se mereciese un recibimiento tan caluroso, sobre todo después de lo que había pasado la noche anterior.
La visita al pueblo costero no duró mucho. Esa noche había una recepción con los embajadores a la que Bella temía especialmente. La agenda de los siguientes días estaba llena de compromisos sociales similares y apariciones públicas a las que ella no tenía más remedio que acudir. Como Edward, era propiedad pública ahora. Cuando entraron en el carruaje, tuvieron que saludar por todas las calles en las que la gente hacía una línea para verles pasar. Por fin, la comitiva cogió el Camino Real, no lejos del lugar donde ella le había robado una vez. El carruaje se apresuraba entre las sombras verdes de los árboles del camino, directo a Belfort.
Frente a ella, Edward se hundió en los mullidos cojines, se quitó los guantes y se frotó los ojos con una mano.
Ella quería decirle lo conmovedor y elocuente que había sido su discurso, pero decidió no arriesgarse a iniciar una conversación que pudiese terminar en discusión.
El silencio tenso y pesado se mantuvo durante todo el camino de vuelta al Palacio Real, Edward mirándola con ansiedad, como si la retara a mirarle y dejar entrever su deseo, pero ella mantuvo su vista nerviosa en el paisaje que pasaba por su ventana.
Al llegar al palacio, Bella salió del carruaje y se precipitó hacia sus habitaciones sin decir una palabra a nadie. No podía soportar más la tensión que le agarrotaba los músculos. Necesitaba actividad.
Corrió por las escaleras de mármol y cerró la puerta de su apartamento, intranquila por la mirada que había visto en los ojos de Edward. Temía, aunque no totalmente, que pudiese subir y tratar de llevarla a la cama otra vez. Tenía que desaparecer pronto, así que se movió con rapidez y sustituyó su vestido de paseo por las botas de montar.
Un galope rápido y enérgico era justo lo que necesitaba. Echaba de menos su caballo, que seguía en el establo de alquiler. Le hubiese gustado montar el semental árabe, uno de los caros regalos de boda que le había hecho Edward, pero como no iba a mantener ni a Edward ni sus regalos, no quería acostumbrarse a tales lujos. Su bayo de carácter retraído sería suficiente.
Ataviada de sombrero y velo, y con la fusta bajo el brazo, volvió a salir de la habitación, diciendo adiós a las sirvientas apresuradamente. Iba bajando las escaleras de mármol cuando Edward se interpuso en su camino al final de los peldaños.
Se quedó helada. La ansiedad le recorrió el cuerpo de inmediato.
Estaban solos.
Al mirarla, una sonrisa peligrosa curvó su boca.
—Estás preciosa —dijo, mientras chupaba uno de sus caramelos de menta. Empezó a subir la escalera lentamente en dirección hacia donde ella estaba, con las manos en los bolsillos.
No pudo evitar sentir su poderosa presencia, dolorosa por lo mucho que le evocaba. Pero contó hasta tres y se convenció a sí misma de que seguiría su camino como si él no existiese.
Levantó la barbilla y se obligó a seguir bajando las escaleras. Él se interpuso. Ella dio un paso para sortearle. Él la siguió, con una de sus cejas de cobre arqueada. Entonces lo intentó por el otro lado; y nuevamente, él le cerró el paso, con una sonrisa burlona en el rostro.
—Apártese, por favor, alteza —dijo cáusticamente, con los dientes apretados.
—Todavía no has dado a tu esposo el beso de buenos días.
—No voy a besarte, Edward.
—Muy bien, entonces. Yo te besaré. —Se inclinó hacia ella para besarla en la mejilla, pero ella levantó la fusta a la altura de su cara, para impedirle que siguiera, por mucho que su cercanía la hiciera temblar y el olor de su mentolado evocara otros besos deliciosos.
Él parecía saber el efecto que provocaba en ella. Le cogió por las caderas, acariciándola.
—Parece que vas a dar un paseo a caballo, Isabella.
—Así es. —Trató de quitárselo del medio—. Ya me iba.
—Un beso sólo, y luego te dejaré ir —murmuró.
—Ya he oído eso antes —replicó dudosa.
—Un beso —se detuvo—. ¿O prefieres que bese a otra persona?
Ella entrecerró los ojos.
— ¿De verdad crees que puedes ponerme celosa?
—Lo intento. Dame un beso y seré bueno —suspiró.
— ¿Y después me dejarás en paz?
—Si todavía quieres que lo haga.
—Un beso —repitió ella, con la boca temblorosa de solo pensarlo.
Él levantó un dedo, con el que tocó luego sus labios. Leyendo una especie de conformidad en sus ojos, colocó suavemente sus manos alrededor de su cara y bajó la cabeza, rozando con su boca sedosa la de ella, con una dulzura tentadora. Perturbada, se agarró a su cintura para no caer. Su beso culminó con gran intensidad en su boca. Bella cerró los ojos y abrió los labios.
Era inútil.
La pasión irrumpió entre los dos como una llama incandescente. El calor la inundó al ser violada por su boca. Le dio su mentolado casi disuelto y después lo volvió a coger, rasgando el beso.
Con fuerza, alzó sus caderas sobre la baranda de mármol esculpida. Le cogió con la mano la parte trasera de sus muslos a través de la falda hasta hacerla que se sentase parcialmente. Le apoyó la espalda sobre la verja plana, y de esta forma se inclinó sobre ella y le devoró la boca con furia, comiéndosela a besos. Cogiéndole el muslo con la mano, dobló suavemente su pierna izquierda, y se la subió a la altura de la baranda.
Ella se agarró allí con una mano, y con la otra se aferró a su hombro. El corazón corría desbocado, estremeciéndose cuando él dejó de besarla y se puso de rodillas lentamente un peldaño por debajo. No tenía ni idea de lo que estaba haciendo, pero ella no poseía la fuerza para protestar cuando él le levantó la falda y abrió la hendidura de sus pololos de muselina blanca.
Pudo oír su risa ronca al comprobar cómo reaccionaba a su libertinaje. En ese momento, empezó a utilizar su lengua para acariciarla con el caramelo antes de que se disolviera por completo, junto con su buen juicio. Deslizó su dedo medio entre sus piernas golpeando con suavidad la piel excitada, emitiendo una ola de sensaciones frías y calientes que le recorrió el cuerpo.
Bella se echó hacia atrás apoyando el codo en la amplia baranda. Con la otra mano siguió aferrada a su hombro. Sin querer, la fusta de montar que mantenía entre sus dedos golpeaba la espalda de Edward y le llegaba con la punta a la parte inferior de la columna.
El pecho le temblaba. Con la cabeza baja, le sobrevino una ráfaga de deseo al ver su cabeza cobriza entre sus muslos. La chupaba haciendo círculos con la lengua, con exquisita finura, mientras decía «Mmm» contra su piel, como si estuviera disfrutando de un gran banquete de chocolate líquido sin tener nunca suficiente. Ella acariciaba su cobrizo y fino pelo mientras él se aplicaba en proporcionarle placer haciendo pequeños movimientos con su lujuriosa lengua. Al mismo tiempo, sacaba e introducía los dedos por el pasadizo rebosante en que se había convertido su entrepierna.
Que Dios la ayudase, pero ni siquiera esta indecencia le parecía suficiente. Nada sería nunca suficiente hasta que no sintiera a Edward en su interior, tomando lo que deseaba tomar.
Él pareció adivinar el momento en el que ella se ponía rígida, como si fuese a ser liberada. Brutalmente, se hizo atrás y la miró, despeinado y salvaje como un dios del deseo. Ella protestó, enfadada. Con sólo dar un vistazo a sus ojos supo que su control pendía de un hilo. Con la mano izquierda le acariciaba el muslo, y ella podía ver el brillo de su anillo dorado.
Limpiándose la boca con la muñeca, mantuvo la mirada fija en ella.
— ¿Estás lista ahora para pedírmelo de buenas maneras, amor?
Su reto fue como un golpe capaz de devolverla a la realidad. Le miró fijamente, horrorizada.
—Desde luego que no —replicó por fin, tratando de desafiarle.
— ¡Ah, qué pena! —respiró, lamentando tener que bajarle la falda.
Bella le miró desconcertada, sin poder creer que fuera a hacerle pasar por semejante tormento.
Sonriéndola, una furia fría inundó sus ojos verdes. Se levantó y empezó a subir las escaleras dejándola atrás.
—Que te diviertas, Bella. Si yo tengo que sufrir, tú sufrirás conmigo. Si cambias de idea, házmelo saber.
Mareada, se retiró de la barandilla y se irguió incómoda en el escalón. Todo su cuerpo temblaba de una emoción y deseo insatisfechos. Lentamente, se sentó hundida en el suelo, sin darse cuenta de que él se había detenido en la parte alta de la escalera, apretando y soltando los puños, y obligándose a volverse para mirarla.
Bella se rodeó el cuerpo con los brazos y bajó la cabeza con desesperación. Estaba cansada de luchar. Le odiaba... le necesitaba. Le necesitaba demasiado. ¿Cómo podía? Se sentía vacía y sola, avergonzada de su propio deseo.
Con todo, comprendió que era esto mismo lo que ella le había hecho a él la noche de bodas. Escuchó unos pasos pesados que se acercaban lentamente hacia donde ella estaba. Edward se agachó junto a ella, besándole la mejilla.
—Lo siento, preciosa, lo siento —su susurro fue áspero—. Deja que te lleva arriba, amor. Por favor. Te necesito tanto.
Acobardada por el deseo, se apartó de él. Él volvió a acercarse. Le acarició la mejilla con la mano, y el pelo. Cerró los ojos y descansó la frente sobre sus sienes.
—Bella, por favor. Esto me está matando. No me rechaces. Eres lo único en lo que pienso. Eres la única a la que quiero...
—Tengo miedo —dijo con una voz apenas audible.
—No. No temas —jadeó él, acercando los labios en la parte baja de su mejilla para besarle el lóbulo de la oreja. Con la mano le cubrió la rodilla—. Haré que te guste...
— ¡Miedo de tener un hijo! —Cerró sus ojos llorosos con furia—. Tengo miedo de tener un hijo. Tengo miedo.
Él se detuvo.
«Ya está», pensó. Lo había dicho.
Por fin salía la verdad, la causa de su miedo en el centro de toda su valentía.
—Estoy aterrada —dijo—. Soy una cobarde —anunció y sintió cómo la miraba.
—No lo entiendo.
Ella respiró hondo, pero siguió sin mirarle.
—Incluso aunque por algún extraño milagro tu padre no te desheredase, la anulación tendrá que hacerse porque no puedo darte un hijo. Debes encontrar a otra, Edward. No puedo hacerlo. No puedo.
Él guardó silencio durante un momento.
— ¿Es... tu salud?
—Mi salud está bien.
—Lo siento, pero aún no estoy seguro de entenderlo.
Por fin, le miró a los ojos.
— ¿Has visto alguna vez a una mujer morir en el parto?
—No.
—Yo sí. Ese día, en la cárcel, cuando me pediste que me casara contigo, sabía que tendrías que tener descendencia y pensé que podría enfrentarme a ello cuando llegase el momento. Pero si no puedo ni siquiera mantenerte como esposo, no quiero arriesgarme a morir por ti... ¡no de esa forma! Lo decía de verdad cuando te dije que prefería morir con una soga al cuello que de la otra manera, entre sangre, terror y gritos. Son los peores gritos que he oído en toda mi vida...
—Tranquila, amor. Tranquila —dijo, poniéndole una mano en el hombro para reconfortarla—. Bella, no todas las mujeres mueren en el parto. Tú eres joven y fuerte.
—Mi madre murió cuando me tuvo, Edward. Mi abuelo dice que era estrecha de caderas, como yo. —Al oír el timbre de terror en su voz, trató de sobreponerse.
—Pero Bella... —Su voz se quebró al mirarla. El siempre seguro Edward parecía confundido y perplejo por esa horrible confesión, tan impropia de las mujeres.
Era muy extraño. Pero una vez más, el príncipe prevaleció, colocándose a la altura de las circunstancias. Le rodeó los hombros con el brazo y la atrajo hacia él, protegiéndola, besándole el pelo.
—Cariño, nunca dejaría que eso te ocurriese —susurró—. Sé que tienes miedo. Yo tampoco querría pasar por algo así, pero todos tenemos que hacer frente a nuestros miedos. Te prometo que tendrás los mejores médicos...
— ¡Ningún médico puede controlar a la naturaleza, Edward!
Le besó suavemente la frente.
—No, amor mío, sólo Dios puede hacer eso. Pero no puedo creer que Dios te separase de mi lado ahora que te he encontrado.
— ¿Encontrarme? —le dijo amargamente—. Sólo te casaste conmigo por conveniencia, Edward.
Él la miró intensamente a los ojos durante un momento, como si hubiese algo profundo que tuviese que confiarle también. Pero su boca se mantuvo tensa y pálida, incapaz de decir nada.
Poniéndose en pie, le pasó la mano por el cabello y se alejó caminando.
Durante tres días, Edward interpuso el trabajo entre él y el resto del mundo. Excepto en aquellas ocasiones en las que necesitaban aparecer juntos, comer juntos y representar el papel de felices recién casados, fue fácil evitar a su esposa, porque pasaba la mayor parte del tiempo en el ala administrativa del palacio mientras ella permanecía confinada, siguiendo sus órdenes, en la suite rosa del tercer piso.
Se consumía por un deseo y un amor que le aterrorizaban. Sin embargo, se negó a deshacerse de ella. Hacerlo hubiese sido el testimonio de que don Aro, el obispo, Mike y todos los demás que le habían advertido en contra de ese matrimonio tenían razón, y no estaba dispuesto a admitir eso. Había hecho sus votos ante Dios y ante su país. Tenía que guardar las apariencias, y lo cierto era que, a pesar de todo, quería conservarla.
El porqué, lo desconocía.
Los recuerdos de ella entregándose a él en el velero, su inocente rostro enrojecido de pasión y sus ojos chocolate llenos de felicidad y sensualidad le atormentaban conforme los días iban pasando.
Con la gran confianza en sí mismo que tenía, había sabido desde el principio que podría seducirla, pero no había previsto que pudiese terminar siendo él el seducido. Y lo odiaba.
Un jueves, ya de tarde noche, su estómago rugió diciéndole que había olvidado tomar el almuerzo una vez más.
Al recordar el informe que acababa de leer, la idea de comer se le atragantaba como el peor de los bocados, a pesar del hambre. En cualquier caso, no habían encontrado veneno en la comida de la cocina real analizada por los científicos universitarios y los médicos con los que había contactado. Sus métodos le habían parecido meticulosos y los gatos seguían gozando de buena salud. Sin embargo, pensar en ello le hacía perder su ya de por sí escaso apetito.
En vez de comer, siguió examinando papeles. Al cabo de un rato, llamó a su secretario para que le indicara cuál era la siguiente cita acordada.
El gordinflón del conde Forge entró al pequeño y cargado salón, con su nariz respingona levantada, demostrando descaradamente que no tomaba a Edward Cullen en serio.
Edward era capaz de reconocer el paño del que estaba hecho a varios metros de distancia.
Después de transcurridos diez minutos de entrevista, sin embargo, la suficiencia de Forge se había venido abajo. Luego empezó a sudar. Abundantemente.
Edward siguió interrogándole con total naturalidad, pero sin piedad, sabiendo que el hombre había molestado a Isabella. Antes o después, sabía que tendría que volver a hacer las paces con ella, y quería tener alguna especie de regalo que ofrecerle cuando llegase el momento.
Los libros con pastas de piel de la jurisdicción de Forge dentro del Ministerio de Economía permanecían abiertos sobre el escritorio.
—Una manera muy singular de cortejarla, señor —gruño Edward con los ojos por encima de la columna de números escrita sobre uno de los libros—. ¿De verdad creía que podía hacer que se casara con usted matándolos de hambre a ella y su familia?
Forge se limpió el sudor de la frente con un pañuelo. Toda la habitación parecía apestar a sudor.
—No alcanzo a comprender por qué la señora Isabella me está acusando...
—Mire, asqueroso trozo de carne, no voy a soportar que evite más mis preguntas. Los dos sabernos que es culpable. ¡Estas cuentas han sido falsificadas y usted es el único en posición de hacerlo y beneficiarse con ello! ¡Se enfrenta a quince años o más de prisión, señor mío!
—Alteza, ¡no lo entiende! —Forge se delató—. Me permiten quedarme con un poco del pastel. Es lo convenido, ¿entiende? Él lo sabe... —El conde se detuvo de repente con una mirada de horror.
Mirándole fijamente, Edward volvió a sentarse lentamente en la silla y se acarició la barbilla con los nudillos.
—Vaya, esto se pone interesante. ¿Quién ha estado dándole permiso para malversar fondos de las arcas de Ascensión, señor?
Edward no lo demostró, pero se sentía algo perplejo. Tenía el presentimiento de que acababa de abrir la verdadera caja de Pandora del problema. «Abre esos libros y encontrarás al verdadero criminal», le había dicho Isabella esa noche en su casa de campo, yendo directamente al grano como un auténtico Robin Hood.
Forge cerró los ojos, mientras su piel se volvía de un color verde viscoso.
—Dios mío, ¿qué es lo que he hecho? —se decía para sí mismo—. Estoy perdido. Ah, pobre de mí, pobre de mí.
—Estoy esperando.
La expresión de Forge fue de repente de desesperación.
—Alteza, no lo entiende. ¡Me matará!
—Piense en su vida en prisión, señor. Porque a eso es a lo que se enfrenta. Ha malversado fondos del Rey, ha abusado de su cargo, y no sólo para llenarse los bolsillos, sino para tratar de poner sus manazas en una muchacha inocente. Sus acciones son de una vileza vergonzosa y sus palabras prueban que es usted un cobarde. Si espera piedad, no encontrará ninguna aquí, al menos no hasta que empiece a cooperar.
—Si se lo digo, ¡me encontraré en peligro de muerte! —susurró, restregándose la ceja con su húmedo pañuelo—. ¡Necesitaré protección día y noche!
— ¿Contra quién? No pienso jugar a los acertijos con usted, Forge. Dígame el nombre de ese misterioso hombre y estará acabado.
El sudor caía por la cara de Forge, humedeciendo su corbata de volantes. Se aflojó el nudo como si no pudiese respirar.
—Por favor, no le contraríe, alteza. Es mejor que no saque nada de esto a la luz. Devolveré todo el dinero...
—Su nombre.
—No soy el único que trabaja para él, ¿sabe? ¡Y no sólo está implicado el Ministerio de Economía! Ese hombre es más poderoso de lo que imagina. Tiene influencias en todos los sectores del Gobierno.
— ¡Déme su nombre, maldita sea! —gritó Edward, dando un puñetazo encima de la mesa.
El hombre parecía un asustadizo cuidador de cerdos. Se agarró con los dedos el chaleco como si quisiera tranquilizar su corazón y después cerró los ojos, tratando de recuperar la compostura.
—James.
Edward guardó silencio durante un buen rato.
Era difícil saber en aquel momento lo que pasaba por su mente. Entumecimiento. Consternación. Su mente se había quedado en blanco. Después, la ira le inundó.
—Miente.
— ¡No... no, alteza! ¡Es la verdad!
— ¿Espera que le crea a usted, una sabandija sin honor, en vez de a un duque de sangre real? —Edward se levantó lentamente de la silla, echando chispas—. ¿Cómo se atreve a acusar a mi primo? ¡Retírelo! ¿Dónde están las pruebas?
—No... no tengo pruebas. Le digo la verdad, alteza. ¡Es la verdad!
— ¡Es mentira! —rugió, golpeando la mesa, pero su reflejo de creer a alguien a quien quería no funcionó en este caso. El terror rodó como el veneno por sus venas, no el terror de la sorpresa, sino peor, el de la confirmación de sus peores presentimientos. Aun así se negaba a creerlo—. ¡Guardias! —gritó.
Forge estaba ya trepando para levantarse de la silla y corriendo como un pato hacia la puerta cuando los hombres de la guardia real le cerraron el paso.
—Mantengan a este hombre bajo custodia durante la noche, y ahora quitádmelo de la vista. Veremos si cambia su testimonio mañana —dijo con un gruñido.
—Sí, señor —respondieron, llevándose al conde. La puerta se cerró detrás de ellos y Edward cerró los ojos, con las sienes temblando. Después caminó hacia la ventana, desde donde pudo ver las sombras nocturnas que se alargaban a través del césped del jardín. La rabia y la confusión le cegaban. No sabía qué pensar.
Desde que James se mudara hace dos años de Florencia y se estableciera en Ascensión, había sentido a menudo que el hombre no era exactamente lo que parecía. Pero Edward había sentido siempre algo de pena por su extraño, pensativo y solitario primo, que no tenía familia directa ni amigos verdaderos, al menos que Edward supiera. Había supuesto que James estaba simplemente un poco celoso de él, como la mayoría de los demás hombres lo estaban, por desgracia. Pero si el rencor de James era más profundo que una superficial envidia, Edward no estaba seguro de querer descubrirlo.
Desde que había averiguado que James había ido a sus espaldas a hablar con Isabella, se había sentido inevitablemente perspicaz. Incluso aunque pudiera parecer que su primo sólo había querido protegerle a él y a su familia, la charla privada de James con Bella era un abuso de confianza. Esto había sido un asunto personal, pero las acusaciones del conde Forge tenían unas implicaciones más profundas y de mayor alcance.
Lo que más le extrañaba era el comentario de Forge respecto a que James tenía amplios poderes y capacidad para matarle si revelaba su nombre. Edward arrugó el entrecejo. Estaba seguro de que esa sabandija mentía.
Además, había visto a James esa misma mañana y no había observado en él nada extraño. El duque había estado presente en las reuniones del nuevo e inexperto gabinete de Edward. Se había sentido complacido por la presencia de su primo, ya que James era mayor y tenía más experiencia que los hombres a los que había nombrado.
James se había comportado de una forma natural y Edward había olvidado sus desconfianzas. Al fin y al cabo, si no podía confiar en su propia familia, ¿en quién si no? Reflexionando sobre ello ahora, ésta le parecía una filosofía bastante ingenua e inútil.
Lauren se hubiese reído de él por esto.
Con los brazos cruzados, Edward se llevó una mano cerrada a la boca, pensativo e inmóvil junto a la ventana.
No le gustaba la dirección que estaban tomando sus pensamientos. Se había propuesto no convertirse en un hombre suspicaz y desconfiado, lo que hubiese supuesto que Lauren, con su traición, le había ganado después de todo. Pero esta vez, se esforzó en imaginar el más diabólico de los escenarios. Al menos no le cogería por sorpresa.
Su padre estaba muriéndose. Cáncer de estómago, decían. Como príncipe heredero, era el sucesor al trono y hasta el momento no tenía hijos. James había convencido a Isabella de que no se acostase con él.
Si los dos, su padre y él, morían, la sucesión del trono iría a parar a Alec, con el rimbombante obispo Marcus como regente.
El obispo desaprobaba de todo corazón a Edward, pero era un celoso devoto del Rey y de Alec, también. No, pensó, el clérigo no era un traidor. Sin embargo... Si Alec estuviese en el poder, hipotéticamente, y el obispo Marcus muriese antes de que el niño alcanzase la mayoría de edad, ¿quién sería entonces su regente? La pregunta aterrorizó a Edward.
Quería pensar que sería Jasper Withlock, su valiente cuñado. Pero Jasper llevaba ya cuatro años viviendo en España, estaba desconectado de lo que pasaba en Ascensión y era, en resumidas cuentas, un soldado más que un hombre de Estado.
El primer ministro Aro Vulturi podría ser elegido... pero entonces, Edward sabía muy bien quién era el favorito de don Aro. James.
«Y si James controlase a Alec, ¿quién podría asegurar que el niño llegase a la edad de los dieciocho años, momento en el que el poder le sería concedido?»
El rumbo de sus pensamientos le estaba poniendo enfermo. Con toda seguridad, no podía ser de otro modo, estaba distorsionándolo todo y desfigurándolo de sus proporciones razonables. Después de todo, no tenía evidencias aún de que la enfermedad de su padre fuera algo distinto al cáncer de estómago que le habían diagnosticado, y en cuanto a él, nadie había atentado contra su vida. Ni una vez.
Se sintió de repente incapaz de quedarse quieto, por lo que se dio la vuelta y dejó la habitación, y se dirigió con grandes zancadas hasta el vestíbulo y con la firme resolución de tener una charla con el superior de James, el viejo y venerado don Francisco, responsable del Ministerio de Economía durante los últimos veinte años.
Edward tenía un presentimiento, aunque trató de moverse con precaución, no queriendo tampoco imaginarse cómo podría cambiar la ecuación si Bella se quedaba embarazada. Si ella le daba un hijo, Alec no sería el sucesor al trono, sino el hijo de Edward.
Trató de contener la rabia que fluía por sus venas al ver el peligro en el que había puesto a Bella al casarse con ella. ¿Acaso no la había visto ya James en privado una vez?
De camino a los establos reales, ordenó que pusiesen más guardias para vigilarla, especificando que no la dejasen alejarse de su vista ni un minuto.
No dijo nada sobre su primo, decidido a no seguir aún la pista a James, por la sencilla razón de que si su astuto primo era en realidad culpable de algo, no quería dar a James ningún aviso de que el estúpido de Edward el Libertino le había por fin descubierto.
Como no quería que su visita a don Francisco fuese conocida por todos, se subió a un carruaje sin insignias reales para desplazarse al palacio del viejo y elegante ministro.
Edward envió a su mayordomo a la puerta mientras él esperaba en el vehículo, pero el sirviente regresó diciendo que el hombre no estaba en casa. Al parecer, aprovechando que Edward había despedido en su ataque de rabia a todos los viejos miembros del Consejo, el hombre se había tomado un descanso y había ido a pescar unos días.
Reprimió un suspiro y se rascó la frente.
Entonces tuvo una idea. Ordenó al cochero que le llevase a la gran tienda de carruajes donde había llevado a reparar su coche.
Estaban a punto de cerrar, pero cuando llegaron, el carretero y sus aprendices se volcaron en él tratando todos de servir a su soberano. El maestro le condujo hasta su coche, que estaba siendo sometido a una limpieza final antes de serle entregado, ya completamente reparado.
Cuando Edward pidió ver el eje roto que le habían cambiado, el rostro alegre del hombre pareció confundido.
—Desde luego, alteza —dijo, mirándole extrañado. Ordenó a una pareja de aprendices que lo sacaran de una pila de ruedas rotas y otros componentes que había en una esquina del almacén de detrás del taller.
Edward esperó impaciente, revisando su lustroso vehículo. Era sólo una especie de corazonada, pero quería examinar el eje, sólo para asegurarse de que nadie lo había forzado.
Había sido un milagro que hubiese salido ileso del accidente, pero si hubiese sido sólo un conductor menos diestro y no hubiese saltado del carro en el último minuto, sin duda habría salido despedido del vehículo o partido en dos bajo las ruedas mientras los caballos seguían corriendo.
En su momento, se había limitado a recoger los cincuenta mil de la apuesta, riéndose del contratiempo, y se había tranquilizado con un trago de whisky. Ahora, sin embargo, saber lo que podía haberle pasado le ponía los pelos de punta.
Los chicos volvieron unos minutos más tarde diciendo que las piezas rotas del eje habían desaparecido. Él se volvió, pálido. Se habían evaporado. Desvanecido.
El constructor de carruajes pareció sorprendido de oír la noticia, avergonzado ante su señor soberano, y lo pagó con los aprendices.
— ¿Acaso estáis ciegos? Perdóneme, alteza. Yo mismo las encontraré.
Pero el atardecer refrescaba ya el sofocante taller cuando el maestro de los carruajes volvió sin haber podido encontrar el eje.
Edward salió de la tienda entre una profusión de disculpas. El atardecer avanzaba con una luz rosada, pero él se quedó de pie en la acera, con un nudo en el estómago. Miraba primero a un lado de la calle y luego al otro, aturdido, tratando de mantener la compostura. Con las manos en la cadera, intentaba ordenar sus pensamientos. Estaba claro que había elegido el peor momento para salir de su largo sueño.
Empezó a caminar sin rumbo fijo. Se despidió del cochero con la mano, sin prestar atención a las miradas de la gente de la calle. ¿Es que no podía, aunque fuera sólo por una vez, caminar tranquilamente por la calle como cualquier otro hasta decidir a dónde demonios ir?
Apenas prestó atención a los viandantes que le llamaban, se inclinaban hacia él y le reverenciaban por todos lados. Todas esas personas confiaban en su protección. ¡Y él ni siquiera estaba seguro de poder proteger a su esposa!
No podía pensar. Estaba demasiado furioso. Con la cabeza baja y las manos en los bolsillos de los pantalones, caminó hasta que el crepúsculo bañó la ciudad de un color gris perla, sin ni siquiera darse cuenta del camino que seguía.
Cuando por fin consiguió aplacar un poco su ira, lo que le quedó fue una especie de desesperación. Había fracasado. Tan pronto, y había fracasado.
Comprendió que tendría que enviar a alguien para pedir a su padre que volviese, porque él no sabía qué hacer. Dios no dejaría que hiciese las cosas mal. No tenía miedo de James, pero sí le paralizaba volver a meter la pata como aquella vez. La conspiración era demasiado complicada como para ser dejada en sus manos, un estúpido adolescente grande.
Edward el Libertino, pensó, odiándose. No era más que una llamativa pieza de exhibición.
Pero maldita sea, incluso su padre tendría dudas de qué hacer en este momento, de eso estaba seguro. Aun así, ¿qué es lo que haría su padre?, se preguntó.
«Enfrentarse a él directamente —pensó de repente—. Aplastarle como un ariete.»
Pero eso no funcionaría. Si James había estado sentado allí sonriéndoles durante los últimos dos años, no valdría de nada enfrentarse a él cara a cara. Era obvio que el hombre era un consumado mentiroso. Así que, ¿de qué valdría?
Diablos, incluso Jasper sabría mejor que él lo que hacer. Jasper hubiese jugado tan sucio como James hasta obtener pruebas de su culpabilidad, y después le hubiese... ¿qué? Edward dudó, estrujándose el cerebro. Conociendo a Jasper, se habría tomado la justicia por su mano, le habría cortado el cuello y hubiese acabado así, de raíz, con el problema. Pero Edward no había sido criado para ser un mercenario, como su cuñado.
Además, su madre le había enseñado a utilizar la violencia sólo como último recurso. Por su condición de príncipe heredero, su madre le había enseñado a utilizar la fuerza con cuidado, para que no se convirtiese en un Rey tirano y dañase a aquellos a los que por mandato divino debía proteger.
El farolero, con la escalera bajo el brazo, pasó cerca de él sin reconocerle, algo que le alegró sobremanera. El hombre uniformado de negro siguió centrado en su trabajo, encendiendo las velas del acomodado barrio en el que había terminado sin proponérselo.
Edward deambulaba por la acera disfrutando de la tranquilidad y el aire fresco de la noche. Sacó un mentolado de su cajita y se lo metió en la boca. Después bajó la cabeza y siguió caminando con las manos en los bolsillos.
Al pasar por el círculo de luz que la farola dibujaba en la acera, oyó de repente el freno de un carruaje deteniéndose junto a él. Una risa melodiosa provenía del interior, y otra voz familiar masculina ordenó al cochero que esperase.
— ¡Eh!
— ¿Edward? ¿Querido, eres tú?
Con un suspiro de tristeza, se volvió y levantó los ojos lentamente. Tanya y Mike iban sentados juntos en un despampanante carruaje. El vehículo llevaba la capota de piel negra levantada.
—Vaya, ¿acaso no es éste el hombre casado? —rio Tanya.
— ¿Edward? ¿Qué estás haciendo ahí fuera? —preguntó Mike sorprendido.
— ¡Qué extraño! Parece perdido.
— ¿Estás bien?
Edward se limitó a levantar la mirada hacia su amigo y después miró a Tanya.
Bajo su sombrilla con volantes y su elaborado sombrero, el delicado rostro de su antigua amante relucía a la luz de la farola, pero su sonrisa artificial se desvaneció al ver la expresión de Edward.
—Dios mío, querido, ¿qué te ocurre?
Mike le miró preocupado, también.
— ¿Ha ocurrido algo?
—Sube al carruaje ahora mismo —ordenó Tanya, moviéndose en el asiento para hacerle un sitio mientras la expresión de burla se esfumaba de su cara.
Él no se movió.
No había visitado a Tanya desde que conoció a Isabella, pero sabía que podría tenerla de nuevo con sólo chasquear los dedos. Desde luego no estaba de humor para soportar más reproches después de todo lo que había sucedido. La sociedad reconocía su derecho de hombre sano a mantener a las amantes que quisiese, y si las sensibilidades, inseguridades y temores de su esposa no le permitían satisfacer sus necesidades, ¿por qué no iba a poder buscar placer en otro sitio?
Pero al mirar a la despampanante rubia de ojos azules, supo que no debía subir al carruaje. Sabía exactamente adonde le conduciría.
Aun así, sintió la nostalgia de los tiempos en los que se permitía ese tipo de evasiones, la misma que encontraba en la oscuridad en la noche.
Sin decir una palabra, subió al coche con ellos.

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