martes, 8 de marzo de 2011

Cena desastrosa

Capítulo 11 “Cena desastrosa”

Querida Marie,
Puede que mi timidez me haya impedido hablar con el valor necesario para tenerla junto a mí…
—¿Qué es? —preguntó Edward con un presentimiento cada vez más fuerte.
—Oh, nada —respondió Bella apresuradamente—. No sé qué tontería está diciendo Brady.
—No es Brady, es Collin —señaló Edward.
—¿Cómo puede saberlo? —Parecía realmente sorprendida de que pudiera distinguir a un gemelo del otro.
—A Brady le gusta echarse sólo un toque de agua de rosas cuando se arregla por las mañanas, mientras que Collin se baña en ella esperando que Leah se fije en él. Y no necesito la vista para saber que ahora mismo está probablemente más rojo que un tomate. ¿Qué tienes ahí, muchacho? —preguntó dirigiéndose directamente al joven.
—Nada que le interese, señor —le aseguró Bella—. Es sólo una bonita… zanahoria. ¿Por qué no la llevas a las cocinas, Collin, y le dices al cocinero que empiece a hacer un estofado para la cena?
La confusión del criado se reflejó en su voz.
—A mí me parece que es una bota vieja. Me pregunto cómo habrá acabado tan estropeada y enterrada en el jardín.
Recordando el bello cuero corintio que había cubierto sus pantorrillas, Edward resistió como pudo el impulso de gruñir.
Cuando volvió a hablar su voz era suave y controlada.
—Se lo voy a poner muy fácil, señorita Dwyer. O se va el perro —se acercó lo suficiente para oler su cálido aliento con sabor a menta—, o se va usted.
Ella suspiró.
—Bueno, si eso es lo que quiere. Collin, ¿podrías acompañar a Bells al jardín?
—Por supuesto, señorita. Pero ¿qué hago con esto?
—Deberíamos devolvérselo a su legítimo dueño.
Antes de que Edward se diera cuenta de lo que iba a hacer, la bota llena de barro le dio un golpe en el pecho.
—Gracias —dijo alejándola de su cuerpo.
Moviendo el bastón por delante de él, se dio la vuelta y regresó hacia las escaleras. Pero su solemne retirada se estropeó cuando llegó al primer escalón un paso antes de lo que esperaba. Luego se quedó paralizado al darse cuenta de que tenía el calcetín derecho tan mojado como el izquierdo.
Sintiendo la mirada divertida de la señorita Dwyer en su espalda, subió las escaleras chapoteando todo el camino.


Edward se puso la almohada sobre los oídos, pero ni siquiera las gruesas capas de plumas podían amortiguar el terrible aullido que entraba por la ventana de su habitación. Había comenzado en el momento en que apoyó la cabeza en la almohada, y no parecía que fuera a parar antes del amanecer. El perro sonaba como si le hubieran partido el corazón.
Poniéndose boca arriba, Edward lanzó la almohada hacia la ventana. Un silencio reprobatorio invadía el resto de la casa. La señorita Dwyer estaba probablemente acurrucada en su cama, durmiendo felizmente. Casi podía verla allí, con sus sedosos mechones de pelo extendidos sobre la almohada y sus suaves labios entreabiertos. Pero incluso en su imaginación las sombras velaban sus delicados rasgos.
Probablemente se había quitado el olor a limón de su piel al prepararse para ir a la cama, dejando sólo la dulzura esencial de su aroma. Era más fuerte y embriagador que cualquier otra fragancia, y prometía un jardín de delicias terrenales que ningún hombre podría resistir.
Edward gimió mientras le dolía el cuerpo de deseo y frustración. Si el perro no se callaba pronto acabaría aullando con él.
Echando el edredón hacia atrás, se levantó y fue hacia la ventana. Buscó a tientas el pestillo, y al levantar el marco hacia arriba se clavó una astilla en el pulgar.
—¡Cállate! —susurró al vacío bajo su ventana—. ¡Por el amor de Dios! ¿No podrías callarte?
El aullido del perro cesó de repente. Hubo un quejido esperanzador y luego silencio. Lanzando un suspiro de alivio, Edward se volvió hacia la cama.
Entonces continuó el aullido con más intensidad que antes.
Tras cerrar la ventana de golpe, Edward volvió dando zancadas a la cama y buscó a tientas la bata que estaba colgada sobre la columna. Luego salió de la habitación sin molestarse siquiera en coger el bastón.
—Les estaría bien empleado que me cayera por las escaleras y me rompiese el cuello —murmuró mientras bajaba muy despacio los escalones—. En vez de llorar sobre mi tumba, probablemente el perro se mearía sobre ella. Debería decirle al guarda que mate a ese maldito animal.
Después de tropezarse con un banco y de darse un golpe en la espinilla con la pata de una mesa, consiguió abrir uno de los ventanales de la biblioteca.
Mientras abría la ventana, el aire frío de la noche le acarició la piel. Vaciló resistiéndose a exponer su cara desfigurada a la fría luz de la luna.
Pero el triste aullido prosiguió, conectando con algo profundo en su interior. Y decidió que a pesar de todo no había luna.
Cruzó con cuidado la terraza de baldosas, con las piedras sueltas clavándose en las plantas de sus pies descalzos, y luego salió a la hierba cubierta de rocío siguiendo el sonido. Cuando estaba casi encima de él la noche se quedó en silencio, tanto que pudo oír el croar distante de un sapo y el ronco susurro de su propia respiración.
Poniéndose de rodillas, tanteó el suelo a su alrededor con las dos manos.
—Por el amor de Dios, ¿dónde estás? Si no quisiera encontrarte estarías babeando sobre mí.
Entonces crujió un arbusto cercano y un sólido bulto de pelo cayó en sus brazos como si lo hubieran lanzado de un cañón. Gimoteando de alegría, el pequeño collie se puso sobre sus patas traseras y empezó a bañar la cara de Edward con besos húmedos.
—Ya, ya —murmuró cogiendo al animal tembloroso en sus brazos—. No hace falta que te pongas tan sentimental. Lo único que quiero es dormir tranquilo.
Agarrando aún al perro, Edward se puso de pie tambaleándose e inició el largo camino de vuelta a su habitación. Tenía que reconocer que con ese cuerpo pequeño y cálido debajo de su barbilla la noche no parecía tan oscura ni el camino tan largo.


Ni siquiera Bella se atrevió a hacer ningún comentario al día siguiente cuando Edward bajó las escaleras con Bells trotando alegremente junto a sus talones. Aunque seguía quejándose de que el perro estaba siempre estorbando, cuando pensaba que no había nadie mirando le acariciaba las suaves orejas o le echaba un trozo de carne debajo de la mesa.
Para el final de esa semana Edward era capaz de sortear el laberinto de muebles sin tropezarse con ninguna mesa ni llevarse por delante ninguna figurita de porcelana. Satisfecha con sus progresos, Bella decidió que había llegado el momento de comenzar con la siguiente clase.
Esa noche Edward se encontró paseando de un lado a otro frente a las puertas del comedor, sintiéndose como un animal enjaulado con cada paso. Cuando llegó a la hora habitual, Marks le dijo tartamudeando que la cena se retrasaría y que debía esperar fuera hasta que le llamaran.
Agarrando su bastón, Edward pegó una oreja a la puerta intrigado por los tintineos y los crujidos misteriosos que venían de dentro. Su curiosidad y su temor aumentaron cuando reconoció el murmullo suave pero autoritario de su enfermera.
Edward estaba tan concentrado intentando escuchar sus palabras que no oyó a Marks acercarse a la puerta. Cuando el mayordomo la abrió de repente estuvo a punto de caerse de cabeza en la habitación.
—Buenas noches, señor —dijo Bella desde algún lugar a su izquierda con un tono divertido en su voz—. Espero que perdone el retraso. Le agradezco su paciencia.
Frunciendo el ceño, Edward clavó la punta del bastón en el suelo para intentar recuperar el equilibrio y la dignidad.
—Estaba empezando a preguntarme si esto iba a ser una cena a medianoche. O quizás un desayuno de madrugada. —Levantó la cabeza, pero no oyó el jadeo familiar que normalmente acompañaba todas sus comidas—. ¿Qué han hecho con Bells? ¿Es demasiado esperar que le pongan delante de una fuente de plata con una manzana en la boca?
—Hoy Bells cenará en el comedor de los sirvientes. Pero no se preocupe por él. Brady y Collin han prometido echar suficiente comida debajo de sus sillas. Espero que me perdone por desterrarle, pero pensé que ya era hora de que se acostumbrara de nuevo a los adornos de la civilización. —Una sonrisa alegró su voz—. Con ese fin, la mesa está cubierta con un mantel de hilo blanco. A lo largo de ella hay tres candeleros de plata con cuatro velas cada uno que dan un brillo magnífico a la mejor porcelana y el mejor cristal que la señora Cope ha podido encontrar.
A Edward no le costó mucho imaginar el cuadro que Bella había descrito. Sólo había un problema. Incluso con su bastón en la mano, no se atrevía a acercarse a la mesa por miedo a romper algo o que se le incendiara la ropa.
Notando su indecisión, Bella le agarró suavemente por el codo.
—Si me lo permite, le acompañaré a su silla. Me he tomado la libertad de situarle a la cabeza de la mesa como le corresponde.
—¿Significa eso que usted cenará en el comedor de los sirvientes como le corresponde? —preguntó mientras le guiaba alrededor de la mesa.
Ella le dio una palmadita en el brazo.
—No sea ridículo. Jamás se me ocurriría privarle de mi compañía.
Ante su insistencia se acomodó en su silla. Mientras la oía sentarse a su derecha cruzó torpemente las manos sobre su regazo. Se le había olvidado lo que se suponía que debía hacer con ellas cuando no estaban buscando comida. De repente le parecían demasiado grandes y torpes para sus muñecas.
Para alivio suyo, uno de los sirvientes llegó inmediatamente con el primer plato.
—Pechuga de pavo asada con champiñones silvestres —anunció Bella mientras el criado servía una ración en su plato.
Con el suculento aroma que le llegó a la nariz se le hizo la boca agua. Esperó a que el criado se fuera antes de alargar la mano, pero entonces Bella se aclaró la garganta bruscamente.
Edward retiró la mano escarmentado.
—El tenedor está a su izquierda, señor. Y el cuchillo a su derecha.
Suspirando, Edward tanteó el mantel junto a su plato hasta que encontró el tenedor. Su peso le resultaba torpe y extraño. En la primera tentativa hacia el plato falló por completo. La plata chocó ruidosamente contra la fina porcelana, e hizo una mueca. Le costó otros tres intentos encontrar un champiñón. Después de perseguirlo por el plato durante casi un minuto, por fin consiguió pincharlo con el tenedor y llevárselo a la boca.
Mientras lo saboreaba preguntó:
—¿Qué lleva puesto, señorita Dwyer?
—¿Disculpe? —dijo realmente sorprendida por la pregunta.
—Ha descrito todo lo que hay en el comedor. ¿Por qué no habla de su aspecto? Por lo que yo sé, podría estar ahí sentada con una camisola y unas medias. —Pinchando otro champiñón, Edward agachó la cabeza para ocultar una sonrisa perversa.
—No creo que mi aspecto sea pertinente para el disfrute de esta comida —respondió Bella con frialdad—. Quizá deberíamos haber empezado con una lección para mantener una conversación civilizada.
Edward habría preferido retirar los platos de la mesa y darle una lección de…
Tragó el champiñón apartando esa peligrosa idea de su cabeza.
—¿Por qué no me complace? ¿Cómo voy a mantener una conversación civilizada con una dama cuando ni siquiera puedo imaginarla en mi mente?
—Muy bien —dijo ella con tono serio—. Hoy llevo un vestido de bombasí negro. Tiene un cuello bastante alto al estilo isabelino y un chal de lana para protegerme de las corrientes.
Él se estremeció.
—Suena como lo que llevaría una tía soltera a un funeral. Sobre todo al suyo. ¿Siempre le han gustado los colores tan oscuros?
—No siempre —respondió Bella en voz baja.
—¿Y su pelo?
—Si debe saberlo —contestó con un tono exasperado—, lo llevo en un moño cubierto con una redecilla negra de encaje en la nuca. Es un estilo que encuentro muy práctico.
Edward se quedó un momento pensativo antes de mover la cabeza.
—Lo siento. No me sirve.
¿Cómo?
—No puedo imaginarla vestida de luto. Se me está quitando el apetito. Al menos me ha ahorrado la descripción de sus zapatos, que estoy seguro de que son el colmo de la sensibilidad.
Oyó un débil crujido, como si Bella hubiera levantado el mantel para mirar debajo, pero no dijo nada para defenderse.
Entonces se reclinó en su silla acariciándose la barbilla.
—Creo que lleva algo del nuevo estilo francés; una muselina crema, quizá, con la cintura alta y un escote bajo cuadrado, diseñado para abrazar suavemente las formas femeninas en todo su esplendor. —Estrechó los ojos—. Y no la veo con un chal, sino con una estola de cachemir tan suave como las alas de un ángel sobre ese hueco tan adorable en el pliegue de su codo. El vestido le roza los tobillos y deja entrever una media de seda de color rosa con cada paso que da.
Esperaba que interrumpiera su escandalosa descripción con una airada protesta, pero parecía que se había quedado hipnotizada con el timbre de su voz.
—En los pies lleva unas zapatillas de seda rosa muy frívolas, que sólo sirven para entrar contoneándose en un salón de baile y pasar la noche bailando. También lleva un lazo a juego en su moño de rizos dispuestos artísticamente, algunos de los cuales caen alrededor de sus mejillas como si acabara de salir del baño.
Durante un largo rato no se oyó nada. Cuando Bella habló por fin, tenía la voz tan apagada que Edward esbozó una sonrisa.
—Sin lugar a dudas, nadie puede acusarle por falta de imaginación, señor. O por no conocer bien las prendas femeninas.
Él se encogió de hombros con un gesto tímido.
—Es una consecuencia de haber pasado mucho tiempo en mi juventud intentando quitarlas.
Ella tragó saliva.
—Quizá sea mejor que comamos antes de que se sienta tentado a describir mi ropa interior imaginaria.
—Eso no será necesario —respondió él con un tono tan suave como la seda—. No lleva nada.
La brusca respiración de Bella y el ruido de los cubiertos contra la porcelana le advirtieron que se había llenado la boca para no tener que seguir soportando sus impertinencias.
Deseando poder hacer lo mismo, Edward volvió a clavar el tenedor en el plato. Consiguió pinchar un trozo de carne, pero por su peso sabía que era demasiado grande para llevárselo a los labios sin ganarse una reprimenda. Apretando los dientes, suspiró. El pavo no habría sido más escurridizo si hubiera estado corriendo por la mesa graznando y moviendo sus alas. Si no quería morirse de hambre, parecía que no le quedaba más remedio que utilizar el cuchillo.
Tanteó a la derecha de su plato, pero antes de que pudiera encontrar el mango del cuchillo su hoja le hizo un pequeño corte en el pulgar.
—¡Maldita sea! —exclamó metiéndose el apéndice entre los labios.
—¡Dios mío! —gritó Bella realmente consternada—. ¿Se ha hecho daño? —Edward oyó cómo arrastraba la silla para levantarse.
—¡No! —dijo bruscamente blandiendo el tenedor hacia ella como si fuera un sable—. No necesito su compasión. Lo que necesito es comida en el estómago, porque con el hambre que tengo podría comérmela a usted.
Bella volvió a sentarse en su silla.
—No lo había pensado —dijo en voz baja—. ¿Me permite al menos cortarle la carne?
—No, gracias. A no ser que piense seguirme toda mi vida para cortarme la carne y limpiarme la barbilla, será mejor que aprenda a hacerlo yo solo.
Después de dejar el tenedor Edward fue a coger su copa, esperando que un buen trago de vino aliviara su vergüenza por ser tan bruto. Pero con su torpeza sólo consiguió volcar la copa. No necesitaba su vista, sólo el grito sobresaltado de Bella, para saber que el vino se había derramado por el mantel blanco y sobre su regazo.
Se puso de pie con el hambre, la vergüenza y la frustración sacando por fin lo mejor de él.
—¡Esto es una locura! Estaría mejor pidiendo limosna en cualquier esquina que fingiendo que aún tengo alguna esperanza de hacerme pasar por un caballero. —Dio un golpe con el puño en la mesa, haciendo sonar la porcelana—. ¿Sabía que las damas solían competir por el privilegio de sentarse a mi lado en la cena? ¿Qué rivalizaban por mis atenciones como si fueran un dulce delicioso? ¿Qué mujer va a querer ahora mi compañía? Lo único que podría esperar son unos gruñidos y el regazo manchado de vino. Eso si no prendo fuego a sus rizos sin darme cuenta incluso antes de que sirvan la cena.
Agarrando el mantel con las dos manos, dio un fuerte tirón que mandó la porcelana, el cristal y todos los esfuerzos de Bella al suelo con un gran estrépito.
Edward sintió una corriente en su espalda, como si alguien hubiera entrado de forma precipitada.
—Está bien, Marks —dijo Bella tranquilamente. El mayordomo debió vacilar, porque añadió con firmeza—: Yo me ocuparé.
Luego Marks y la corriente se fueron, dejándolos solos de nuevo. Edward se quedó allí en la cabecera de la mesa, sofocado y con la respiración agitada. Quería que Bella se enfadara con él y le dijera que se había convertido en un monstruo. Quería que le dijera que no había ninguna esperanza para él. Entonces podría dejar de intentarlo, de luchar…
En vez de eso sintió que su hombro le rozaba la pierna mientras se arrodillaba a sus pies.
—Cuando recoja todo esto —dijo suavemente sobre el tintineo amortiguado de la porcelana y los cristales rotos—, pediré otro plato.
Su sosegada calma y su negativa a perder la compostura le ponían más nervioso aún. Buscando a tientas su muñeca, Edward la atrajo contra su pecho.
—Es capaz de ponerse furiosa cuando defiende a los idiotas que sirven al rey y a la patria, pero no parece capaz de defenderse a sí misma. ¿No tiene corazón? ¿No tiene sentimientos?
—¡Claro que tengo sentimientos! —respondió ella—. Siento cada latigazo de su lengua, cada comentario incisivo. Si no tuviera sentimientos no habría perdido todo el día intentando hacer que la cena fuera una experiencia agradable para usted. No me habría levantado al amanecer para hablar con el cocinero de sus platos favoritos. No habría pasado toda la mañana en el bosque buscando champiñones especialmente suculentos. Y tampoco habría pasado la mitad de la tarde intentando decidir qué vajilla iría mejor a su mesa: la Worcester o la Wedgwood. —Edward podía sentir su pequeño cuerpo temblando de emoción—. Sí, tengo sentimientos. Y también tengo un corazón, señor. Pero no voy a permitir que me lo rompa.
Mientras se libraba de él, algo caliente y húmedo cayó en la mano de Edward. Oyó sus pasos sobre los cristales rotos y luego el golpe de una puerta.
Sabiendo que estaba completamente solo, Edward pasó la lengua por el dorso de su mano y comprobó que sabía a sal.
Hundiéndose en su silla, se tapó la cara con las manos.
—Tenía razón en una cosa, zoquete —murmuró—. No te vendría mal aprender a mantener una conversación civilizada en la mesa.
Un rato después Edward sintió una mano cálida sobre su hombro.
—¿Puedo ayudarle, señor? —La voz de Marks tembló un poco, como si estuviese preparándose ya para un brusco rechazo.
Edward levantó despacio la cabeza.
—¿Sabe, Marks? —dijo dando una palmadita en la mano del fiel criado—. Creo que sí.

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