jueves, 10 de marzo de 2011

Una historia que es en parte la mía...

Capítulo 18 “Una historia que es en parte la mía...”

—¡Ah, y debemos ocuparnos de que traigan a Mildred, la madre de Lauren, lo antes posible! Está muy sola y, por lo que me cuenta Lauren, no sobrevivirá al invierno si no hacemos algo al respecto —dijo Bella a Paul.
Él volvió a garabatear en su cuaderno, luego asintió y miró a Bella.
—¿Trabajará en la cocina?
Bella recorrió el estrecho pasillo lateral situado sobre la capilla, dándose golpecitos en la barbilla con sus esbeltos dedos.
—No, creo que no, porque su salud es muy frágil. Pero, según dice Lauren, sabe hilar de maravilla. Le daremos una pequeña habitación en el ala este y trabajará en la galería, donde tendrá toda la luz que desee.
Paul volvió a garabatear en el cuaderno y Bella se acercó a las ventanas con parteluz y se asomó al patio. Aquella mañana habían caído las primeras nieves del invierno y la tarde estaba preciosa, tan espléndida como los palacios de hielo y los reinos envueltos en nubes de azúcar de los cuentos de hadas. El suelo estaba cubierto de blanco y los caballos pasaban por delante con el tintineo de sus arneses, moviendo las crines y colas. Los mozos de cuadra pasaban por debajo de su ventana de vez en cuando con sus mantos y capas de lana espolvoreados de blanco. Las primeras nieves del invierno...
De pronto suspiró, lamentando su encierro. Apenas hacía una hora que habían partido Jasper, Edward, el joven Stefan Weinberg, el padre Gerandy y dos de los halconeros, para cazar los enormes gamos que se dirigían a la costa en busca de comida. Bella los había contemplado desde esa misma ventana con tristeza, deseosa de acompañarlos.
Pero no lo había pedido.
Había logrado ciertas libertades y ya no se sentía tan desgraciada, pues podía ir y venir por el castillo. Sin embargo, aún no confiaban del todo en ella, porque los guardias se hallaban apostados en lugares estratégicos. Sabía, sin necesidad de preguntar, que Edward no le permitiría montar. Al mencionar la salida aquella mañana, ella lo había mirado suplicante; pero había comprendido la respuesta sin necesidad de palabras.
Las monjas de la Buena Esperanza se hallaban demasiado cerca, en caso de que ella lograra huir a lomos de un caballo.
Bella suspiró, recostada contra la piedra y sujetando las cortinas para contemplar la nieve que tanto ansiaba tocar. La vida era más sencilla ahora que él había vuelto. ¡Y agradecía el cambio! Los días habían caído tácitamente en una rutina. Paul, también prisionero, pero considerado imprescindible para la administración de las propiedades, trabajaba a menudo con ella; en invierno se ocupaban del bienestar de los arrendatarios y granjeros que los lores del castillo estaban obligados a tener en cuenta.
Quedaban tantas cosas por aclarar, se dijo Bella. Vivían momentos extraños, como a la espera. Y aquella clase de vida era realmente extraña, aunque no desagradable. Dedicaba las mañanas, como había hecho durante años, a supervisar las actividades domésticas que se realizaban dentro de las murallas. Y pasaba las tardes con Alice y Anne, cosiendo, charlando, riendo, leyendo o practicando con el arpa ahora que se le permitía entrar de nuevo en la sala de música. Al caer la tarde llevaban a Annie a la cama, Edward y Jasper regresaban de sus ocupaciones y cenaban juntos, y a menudo se unían a ellos el padre Gerandy y Santiago.
Y luego ella y Edward se quedaban a solas y las noches a menudo eran como sueños escurridizos. Nunca hablaban del futuro y él jamás mencionaba al niño, por lo que ella evitaba recordárselo. Los planes que pudiera tener los guardaba para sí y él jamás le decía lo que pensaba o sentía en esos momentos. Bella sabía que cada vez estaba más apasionadamente involucrada, pero no se atrevía a examinar sus sentimientos, porque no podía cambiar la realidad: él era el enemigo; ella, el trofeo conquistado. No podía ser otra cosa; rió, era más que una prisionera encerrada en su propia residencia, que resultaba útil... por el momento.
Sin embargo no era desdichada. Así que, hasta que no la abandonara el letargo invernal y fuera capaz de combatir el hechizo de aquel hombre, así como el poder que ejercía sobre ella, aguardaría el momento propicio participando en todo ello. A veces se ruborizaba cuando los criados la miraban con curiosidad o caía sobre ella la pesarosa mirada del padre Gerandy. Sólo los más allegados estaban enterados del embarazo, porque ella lo llevaba bien. Pero todos sabían dónde pasaba las noches, porque Edward no se había preocupado de ocultarlo ni negar su deshonrosa situación allí. Tal vez resultaba más fácil no pensar demasiado en ello, ya que nada había cambiado a simple vista. Nadie había desvalijado sus cofres o baúles; llevaba su propia ropa, pieles y joyas, y sin duda parecía la misma de antes.
Sólo que no podía salir de los confines del castillo.
—¿Milady?
Arrancada de su ensimismamiento, Bella levantó la mejilla de la fría piedra y miró a Paul, quien sostenía la pluma con rigidez, observándola. Le había dicho algo pero ella no lo había oído.
—Perdón; no prestaba atención —admitió ella, sonriendo al corpulento hombre que siempre había formado parte importante de su vida—. Perdonadme, Paul. ¿Qué decíais?
Él se aclaró la voz.
—Os he rogado que pidáis clemencia por mí a lord Cullen, milady. Él todavía no me ha perdonado que participara en los sucesos de aquella noche. Otros han venido y se han ido, mientras que yo... —se encogió de hombros— permanezco olvidado. Me encierran cada noche bajo llave. Oh, milady, fui leal a vuestro padre y a su causa, pero no puedo cambiar el curso de los acontecimientos, ni devolver la vida al rey Ricardo o poner en el trono a un rey de la casa York. Estoy dispuesto a inclinarme a favor del viento de la historia y reconocer a Enrique... y a su nobleza. Estoy dispuesto a prestar juramento de lealtad a Edward Cullen.
Bella lo miró sin comprender.
—Por favor, milady —prosiguió Paul—, si pudierais hablar con él en mi favor...
—Yo también estoy prisionera, Paul —murmuró ella, intranquila.
—Pero disfrutáis de privilegios, milady.
Ella se volvió hacia la ventana, ruborizándose. Pero se olvidó de las palabras de Paul al advertir un repentino revuelo abajo en el patio. Los mozos de cuadra corrían de un lado para otro y se abrieron las grandes puertas mientras la guardia formaba junto a ellas. Bella sofocó un grito al divisar un contingente de unos doce hombres a caballo que avanzaban hacia el castillo enarbolando banderas.
—¡Paul!
Él se apresuró a acercarse a la ventana y miraron juntos hacia fuera.
—¡Llevan el emblema del dragón, de los Cadwallader de Gales! Vienen de parte del rey, milady.
Bella se cercioró de ello cuando los hombres cruzaron las puertas. Oyó el sonido de las trompetas y, tal como había dicho Paul, distinguió el dragón gales en las banderas, así como el leopardo y los lirios de Inglaterra.
—¡Dios mío! —exclamó Paul.
—¿Qué ocurre?
—¡Allí está sir Jacob! ¿Se ha vuelto loco o se trata de un milagro? Ha regresado...
—Cambió de bando —murmuró Bella, y se le aceleró el pulso al ver a su viejo amigo desmontar en el patio y entregar las riendas al mozo.
Jacob levantó la mirada y, aunque no supo si la había visto tras la ventana, ella lo vio claramente, con el cabello negro y los ojos brillantes. Era agradable volver a ver a su viejo amigo. Pero se asustó al recordar el modo en que Edward había mencionado su nombre. Los que habían quedado atrás habían recibido su castigo y aprendido a adaptarse a la nueva vida. Jacob ya no formaba parte de ésta. En realidad formaba parte del nuevo orden que se había implantado.
—¡El muy traidor cambió de bando! —exclamó Paul.
Bella se encogió de hombros, cansada. ¿Traidor... o el único listo? Jacob estaba fuera, era libre y al parecer prosperaba; ellos estaban dentro, prisioneros, sometidos al capricho de Edward Cullen.
—¡El noble sir Jacob! —exclamó Paul con sarcasmo—. ¡El que sembró el germen de la traición, vuelve con una sonrisa en el rostro, mientras vos y yo pagamos las consecuencias!
—Paul, no estéis tan seguro de que sea un traidor... o al menos respecto a nosotros. Tengo entendido que se unió a los Stanley en la batalla de Bosworth Field, y de pronto éstos tomaron partido por Enrique. Tal vez Jacob haya venido aquí para ver a quién puede salvar de los que quedamos. Por favor, no volváis a hablar de ello.
—De acuerdo, pero os aseguro que reflexionaré al respecto. ¿No deberíais salir, milady? Se trata sin duda de un enviado del rey y nadie ha acudido a recibirlos.
Bella lo miró, desconcertada.
—No estoy segura de que me corresponda a mí...
—¿A quién si no?
Bella se puso rígida y de pronto deseó hallarse encerrada de nuevo en la habitación de la torre y no verse ante tal dilema.
—No sé... Supongo que a Edward o, en su ausencia, a Jasper.
—Pero ninguno de los dos se encuentra aquí.
—Alice...
—Es demasiado dulce y tímida, milady. Y no permitáis que los reciba Quil.
Bella miró por la ventana y vio que los hombres no tardarían en llegar a las puertas, y que Jacob seguía mirando hacia arriba con impaciencia. De pronto ella se sintió igual de impaciente por verlo y asegurarle que estaba bien, que Edenby había sobrevivido en mejores condiciones de lo que cabía esperar. Se le llenaron los ojos de lágrimas al recordar con melancolía la última vez que se habían visto, antes de partir él hacia el campo de batalla y después de haber acudido a ella para declararle su amor. Un amor que ella había rechazado, se recordó. Pero por aquel entonces todavía se sentía poderosa y segura de sí misma, y se había prometido no convertirse en instrumento de ningún hombre.
«No; sólo en su concubina», se burló de sí misma. Sin embargo, tenía la impresión de que con Jacob jamás habría conocido el mundo que Edward le había mostrado; sencillamente Jacob no era como él, ni poseía su poder. Bueno, puede que nunca se hubiera casado con el querido Jacob, pero de todos modos seguía siendo un buen amigo.
—Iré yo —murmuró a Paul.
Le dirigió una fugaz y nerviosa sonrisa, y corrió al rellano. Saludó con un movimiento de la cabeza al guardia allí apostado.
—Ha venido un enviado del rey. Vaya a la cocina y ocúpese de que se preparen para recibir a los visitantes.
El guardia la miró sorprendido, pero luego obedeció su pedido. Bella corrió escaleras abajo. Alice se hallaba junto al hogar con una mano en el cuello, la otra en el hombro de Anne.
—¡Bella! ¿Qué vamos a hacer?
—Pues abrir la puerta —sonrió Bella—. Acompáñame, deprisa. Dame la mano, querida Anne.
Bella abrió las puertas antes de que el hombre que iba en cabeza llegara hasta ellas. Retrocedió unos pasos y esperó con serenidad. El primero de los hombres se presentó como Liam Brennan, conde de Pennington, al servicio de Su Majestad el rey Enrique VII, y añadió que venía a ofrecer sus saludos al duque de Edenby y conde de Bedford Heath.
Bella lo invitó a pasar, tratando de no buscar con la mirada a sir Jacob. Liam Brennan ordenó a varios miembros del grupo que aguardaran en el patio hasta nueva orden, luego cruzó las puertas seguido de cuatro hombres. Uno de ellos era Jacob.
—¡Bella! ¡Alice!
Lord Brennan se quitó los guantes y sonrió satisfecho al ver a sir Jacob abrazar con efusión a las dos mujeres y a la niña. Bella le devolvió el abrazo, luego miró con nerviosismo a Liam Brennan, preguntándose cómo reaccionaría. Pero éste alzó uno de los guantes, sonriendo.
—Veo que conocéis a sir Jacob —comentó escuetamente; luego se inclinó y añadió—: Y vos, miladies, debéis de ser la hija, hermana y sobrina de Charlie Swan. Permitidme que os presente al padre Geoffrey Lang y a los sires Emmett McCarty y Brian Leith.
Bella saludó a los recién llegados con una inclinación y un murmullo, y los condujo al salón, explicándoles que Edward se hallaba de cacería en los bosques. Para su alivio, vio aparecer apresuradamente a Quil con una jarra de vino, quien le susurró que tenía una pata de venado, y varios faisanes y pichones, y se proponía prepararlos para la comida. Bella ofreció asiento a los invitados. A pesar de que deseaba formular muchas preguntas a Jacob, mantuvo las distancias. Se hallaba sin duda bajo el escrutinio de todos ellos, aunque Liam Brennan parecía un hombre amable, que la observaba con bondadosos ojos azules mientras hablaba animadamente de la llegada del invierno. Ella y Alice hablaron a su vez del tiempo con la misma animación.
En cuanto vaciaron las copas de vino, Bella se dirigió a la cocina. Al pasar por debajo del arco de las paredes exteriores de la misma, alguien la cogió por detrás, pronunció su nombre y le dio la vuelta con delicadeza. Se trataba de Jacob, quien descansó las manos en sus hombros y la atrajo hacia sí.
—¡Ah, Bella! ¡No temáis, he venido a rescataros!
Ella lo miró asustada y susurró:
—¡Oh, Jacob, me alegro tanto de veros! Pero soltadme, por favor.
Él no hizo caso y la besó en los labios, sin advertir que ella no respondía a su ardor.
—Les seguiremos el juego un poco más. Oh, amor mío, ¿os han tratado bien? —preguntó.
De pronto Bella se sintió como una yegua de gran valor cuando él retrocedió y, sujetándole las manos, la examinó de arriba abajo.
—¡Estoy bien! —susurró ella con nerviosismo, y palideció al oír abrirse las puertas y a continuación la voz de Edward saludando a uno de los recién llegados con sorpresa—. ¡Marchaos, por favor! ¡Deprisa!
Jacob la miró sombrío y no tan seguro de sí mismo, pero le acarició apresuradamente la mejilla.
—Pronto estaremos juntos, Bella. Tengo planes.
Se marchó en dirección al salón y Bella dejó escapar un suspiro de alivio antes de entrar en la cocina. Tanto Quil como Cope se hallaban allí, colocando otra jarra de vino en una bandeja, y ella anunció que los señores habían regresado de la cacería. Quil asintió y puso más copas en la bandeja. Inquieta y preocupada, Bella se alegró de poder seguir a Quil de vuelta al salón.
Edward y Jasper hablaban con el joven sir Emmett McCarty cuando Bella apareció tímidamente en silencio. Cuando finalmente se atrevió a levantar la mirada, se encontró con los ojos de Edward y casi retrocedió al verlos de un verde tan oscuro y especuladores. Liam Brennan aprovechó para tomar la palabra y comentó a Edward la agradable y hospitalaria bienvenida que les habían brindado.
—Ya —murmuró Edward. Alzó la copa en dirección a Bella y volvió a clavar la mirada en ella. Con tono despreocupado, añadió—: Lady Isabella es una magnífica anfitriona, pero sin duda sir Jacob ya os ha informado acerca de Edenby, dado que también era su hogar. Aunque Londres debe de resultar más interesante en estos momentos, ¿verdad, sir Jacob?
—Así es, Londres es una ciudad fascinante —respondió Jacob.
Edward le dirigió una sonrisa antes de volver su atención hacia Liam Brennan.
—¿Tenéis algún asunto que tratar, milord?
—Los obsequios primero. De parte de Su Majestad el rey Enrique VII. Salgamos a verlos.
Edward se encogió de hombros. Los hombres los siguieron y Bella se dejó caer en una silla al descubrir que las piernas no le respondían.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Alice—. Habrá problemas.
—¿Mamá? —preguntó Annie, al borde de las lágrimas.
—La llevaré arriba —murmuró Alice.
—¿Tía Bella?
—No tienes de qué preocuparte, cariño —aseguró Bella a su prima, besándola en la cabeza—. Yo la acompañaré —añadió.
—¡Oh, Bella! Jacob está aquí.
—Todo saldrá bien —la tranquilizó Bella.
—Edward está furioso.
—Se está comportando con toda cortesía.
—Debe de saber que Jacob...
—Sólo sabe que Jacob vivía aquí. No sabe que el plan de traicionarlo aquel día partió de él. Y han hecho las paces, de lo contrario Jacob no se hubiera atrevido a venir. —Se interrumpió, y se apresuró a coger la mano de Annie y levantarse al oír a los hombres entrar de nuevo.
Edward comentaba que el «animal» era una espléndida bestia y que estaba impaciente por dar las gracias al rey en persona. Bella se encaminó con Anne hacia la puerta, pero Edward le bloqueó el paso y ella no se atrevió a continuar.
—¿Adónde vais, milady?
—Sólo voy a acostar a Anne.
Él arqueó una ceja y la miró con frialdad.
—¿Sólo? —murmuró. Luego miró detrás de ella—. Cope, ¿puede llevar a la pequeña lady Anne a la cama? Estoy seguro de que la señora está impaciente por hablar con sus viejos amigos.
Bella no logró pronunciar palabra. Cope se apresuró a encargarse de la niña.
—Ve con la vieja Cope, Annie.
Anne tiró de la mano de Bella y la obligó a inclinarse para plantarle un húmedo beso en la mejilla. Edward se hizo a un lado y Anne, acurrucada alegremente en los brazos de Cope, fue conducida escaleras arriba. Bella sintió como si una fría ráfaga de viento soplara dentro del salón, como si el invierno los invadiera a pesar del calor del hogar.
—Edward. —Liam Brennan se aclaró la voz—. ¿Puedo...?
—Naturalmente —respondió Edward sin apartar los ojos de Bella.
Dio unos pasos atrás para permitir que Jack se acercara a ella con un enorme paquete envuelto en tosco cuero. Bella lo miró sin comprender.
—Es para vos, milady —explicó Jack.
—¿Para mí? No puede ser...
—Pero lo es. Expresamente del rey. ¿Permitís que lo abra por vos?
Con calma, el hombre retiró el envoltorio y mostró una capa de exquisita piel, no marrón ni beige, sino de tono dorado.
—¡Oh! —murmuró Bella, incapaz de contener los deseos de tocarlo.
La piel era suave y lujosa como la seda, y jamás había visto un color parecido. Miró a lord Brennan confundida.
—¿A qué se debe? —murmuró—. No lo comprendo. Yo...
—Se trata, milady, de una elegante y exquisita variedad de marta, obsequio del embajador sueco para Su Majestad.
—Pero...
—Desea regalárosla a vos, milady, y que tengáis salud para llevarla. Dijo que al verla no pudo imaginar a nadie más que a vos con ella. Que parecía hecho expresamente para el color de vuestro cabello.
Vacilante, Bella miró a Brennan y a Edward. Éste se acercó a ella y, cogiendo la capa, se la puso sobre los hombros.
—Es un regalo de Navidad de Su Majestad. Debéis aceptarlo.
Ella bajó la mirada, asombrada de que Enrique la recordara y más aún de que le enviara un presente. Después de todo, había confiscado todas sus propiedades para entregárselas a Edward.
—Ahora, Edward, si es posible... —dijo lord Brennan.
Edward se disculpó ante los demás y se encaminó con Brennan hacia la biblioteca.
Bella los miró sin comprender. Jasper le retiró la capa de los hombros y dijo que llamaría a Lauren para que la llevara a su alcoba.
Ella se volvió y sorprendió a Jacob mirándola con poco disimulado fervor. Se encaminó hacia ella, pero el joven Emmett McCarty dijo:
—Milady, tenemos entendido que el castillo posee una hermosa capilla, y el padre Lang me ha comentado que le encantaría verla y si es posible conocer al capellán.
Bella se apresuró a complacerlo. No sabía dónde estaba el padre Gerandy, pero les mostraría encantada la capilla.


Aquella noche la cena resultó muy embarazosa para Bella. La conversación fue bastante animada y la compañía, grata. Lord Brennan era un buen embajador del rey y un hombre encantador. Habló a Edward con naturalidad acerca del fabuloso caballo que Enrique le había enviado, y con la misma naturalidad a Bella acerca de los vestidos que llevaría la futura reina. Bella descubrió que era tan ferviente admirador de Chaucer como ella. En resumen, habría tenido motivos para disfrutar de la conversación.
Sin embargo, Jacob no apartó los ojos de ella. Cuando terminó la comida, Edward propuso pasar a la sala de música y pidió a Bella y a Alice que tocaran para ellos el arpa y el laúd. Pero hasta eso resultó duro.
Cuando se apagaron los últimos acordes, Edward se acercó a ella y, posando las manos sobre sus hombros en un gesto posesivo, le preguntó al oído si había dispuesto el alojamiento para los invitados. Ruborizándose, ella respondió que habían ventilado las alcobas del ala oeste y que los criados habían llevado allí su equipaje.
Entonces Edward le cogió las manos y la atrajo hacia sí, dedicando a los presentes una agradable sonrisa.
—Es hora de retirarnos, amor mío. Con vuestro permiso, milores. Últimamente Bella se cansa enseguida.
Ella levantó bruscamente la mirada, pero él no hizo caso y siguió rodeándola con los brazos con expresión afable. Ella se puso furiosa de que la avergonzara delante de aquellos hombres. Sin embargo no se resistió, pues temía provocarlo... y era evidente que él trataba de insinuar algo.
—El niño que lleva en las entrañas parece extenuarla —explicó.
Hubo murmullos de sorpresa y preocupación, pero Bella no los oyó, tan ansiosa estaba por arrancarle los ojos a Edward. Sabía que con aquellas palabras pretendía burlarse de Jacob.
Se sintió avergonzada y no se atrevía a levantar los ojos hacia su viejo amigo, y cuando Edward volvió a cogerle la mano para conducirla a la alcoba, apenas vio nada, de lo furiosa que se sentía.
Cuando la puerta de la alcoba se cerró detrás de ellos, Bella se soltó y arremetió contra él con furia.
—¡Lo habéis hecho a propósito! ¡Ha sido cruel y absolutamente innecesario! ¡No teníais ningún derecho!
Edward permaneció unos instantes apoyado contra la puerta observándola, sin hacer ningún comentario. Luego cruzó la habitación lentamente, desvistiéndose a medida que avanzaba. Bella lo siguió encolerizada, ya que él ni siquiera tenía la gentileza de responder.
Edward se sentó, se quitó las botas y las calzas, luego se levantó y estiró, flexionando los músculos. Bella apartó los ojos de él para dirigirse hacia las sillas situadas frente al hogar y tomó asiento, dándole la espalda.
Lo oyó avanzar despacio hacia la cama. Y sintió que la tensión que se respiraba en el ambiente crepitaba como los leños de la chimenea.
Finalmente Edward habló con aspereza.
—Venid a la cama, Bella.
—¡Naturalmente! ¡Allí es donde todo el mundo me quiere!
Él permaneció unos momentos en silencio, luego preguntó con sorna.
—¿Acaso no es donde soléis dormir?
Las lágrimas acudieron a los ojos de Bella, que clavó las uñas en los brazos de la silla. ¿Por qué de pronto se sentía tan ultrajada? Tal vez porque aquella noche había vuelto a sentirse como la señora del feudo, como una aristócrata de noble cuna y bien educada. Sí, se había sentido como una dama, y no como la ramera de Edward Cullen.
—¡Bella!
Quería decirle que se fuera al infierno y ardiera allí toda la eternidad. Pero estaba al borde de las lágrimas y temía echarse a llorar si hablaba. Respiró hondo para contener la cólera y se limitó a responder:
—Dejadme, Edward, os lo ruego. Sólo esta noche.
La repentina y violenta reacción de Edward la cogió desprevenida. Sus palabras no habían sido sino un susurro y le había fallado la voz. Él se puso de pie, desnudo, delgado y fuerte, y la sujetó del brazo. Ella trató en vano de liberarlo y él la obligó a volverse, la cogió en brazos y, echando la cabeza atrás, le lanzó una sombría mirada.
—¿Esta noche, milady? ¿Qué os deje esta noche? ¿Para que podáis soñar en paz?
—¡No sé qué os ocurre, Edward! Maldita sea, ¿es mucho pedir...?
Se interrumpió sin aliento al verse arrojada sobre la cama. Le soltó toda clase de improperios y, cuando él se tendió sobre ella, lo golpeó cruelmente. Edward gruñó perplejo y se encolerizó. Ella trató de escapar, pero él la sujetó con fuerza por el cabello y le arrancó el vestido.
—¡Edward! —bramó Bella, abofeteándolo.
Con una mirada sombría, él le sujetó las muñecas.
—¡Edward! —Esta vez era una súplica; le temía, pero no le creía capaz de hacerle daño.
Él le sujetó los brazos por encima de la cabeza y se tendió sobre ella, todavía furioso, pero sin hacerle daño.
—¡Por favor, Edward! Sólo os pido que me dejéis en paz esta noche. Yo no he empezado esta lucha...
—¡Vos lo has empezado todo, amor mío, pero yo lo terminaré por vos! —repuso él acalorado—. Esta noche, de entre todas las noches, yaceréis aquí conmigo. Y no soñaréis con el pasado, ni con vuestro antiguo amor, ni con las caricias de ese joven...
—¡Loco malnacido! —siseó Bella, debatiéndose con todas sus fuerzas. Pero sólo logró que él la aprisionara con los muslos y le sujetara las muñecas con mayor firmeza—. ¡Iba a casarme con su mejor amigo, un joven que yace muerto y enterrado en la capilla! Jamás ha habido nada entre Jacob y yo aparte de amistad. Y no os pido que me dejéis tranquila para soñar con las caricias de otro, sino con la maravillosa vida de convento.
De pronto él soltó una brutal carcajada.
—No os veo en un convento, amor mío.
—Edward...
—¡No seáis estúpida, Bella! Si os devora con los ojos...
—¡Me ve en apuros! ¡Esto es menos que honroso, a mis ojos y a los de todos los que me quieren! Y podría no haber sido tan terrible. No teníais por qué insultarme delante de él, tratándome como una propiedad, una yegua, un muñeco. ¡Por el amor de Dios, no teníais que proclamar que...!
—¿Estáis embarazada? —Edward concluyó la frase sin rodeos.
—¡Sois cruel!
—Sólo he dicho la verdad.
—También lo es que os trae sin cuidado si estoy cansada o no, y que lo hicisteis para mostraros cruel...
—No, Bella —dijo él, abatido de pronto—. No fui cruel sino considerado. Sir Jacob busca problemas. Es mejor que sepa sin sombra de dudas que me pertenecéis. Tal vez, al saber que estáis embarazada, renuncie a sus planes de rescataros. He sido considerado, porque si él os toca, amor mío, es hombre muerto.
Bella respiró hondo mirándolo fijamente, porque él no había hablado con furia o malicia, sino con sinceridad. Confundida, meneó la cabeza.
—¡Os equivocáis! No sueño con él, ni él conmigo. Es la vergüenza, el horror ante mi situación...
—Vamos, amor mío. Vuestra situación no es sino la que vos misma me ofrecisteis mientras el galante sir Jacob todavía residía aquí. De hecho, aquella noche nos sentamos los tres a la mesa, y sir Jacob nos observó subir juntos por las escaleras hacia esta alcoba y cerrar la puerta.
—¿No veis que...?
—Sí, Bella. Veo que lo que él planeó aquella noche no sólo era ilícito sino inmoral, un asesinato más que una seducción. ¿No fue por ventura el joven y gallardo Jacob quien planeó el intento de asesinato?
—¡No! —jadeó Bella, y de pronto cerró los ojos y se puso rígida—. Edward, todo lo que os he pedido es que me dejéis tranquila esta noche...
—Y todo lo que yo os he pedido es que vengáis a la cama, donde ahora estáis, milady.
Se apretó contra ella y, a la parpadeante luz de las velas y el fuego de la chimenea, su rostro recordó a Bella la máscara de un diablo, con el gesto torcido en una sonrisa impúdica, las facciones indefinidas y peligrosamente atractivas, la blanca dentadura destacando en la oscuridad. Y mientras ella lo observaba comprendió el motivo de su sonrisa, porque sus forcejeos la habían dejado semidesnuda contra él y el vestido desgarrado cedía cada vez que respiraba.
—Edward...
—¿Esta noche no, milady? Esta noche sí, más que ninguna otra noche. Porque mañana él tratará de acercarse a vos para preguntaros si os hice el amor en la oscuridad. Sé que os morís por mirarlo a los ojos y negarlo con toda inocencia, y no permitiré que lo hagáis. No, milady, cuando él os lo pregunte, exhibiréis ese encantador rubor que tiñe vuestras mejillas...
—¡Sois cruel! —protestó ella.
Sin embargo, se maravilló de nuevo ante aquel fuego que ardía entre ambos. No importaba lo enfadada, ni lo frustrada o furiosa que estuviera, ella también lo deseaba... y ansiaba sentir el tacto de su piel contra la suya, los latidos de su corazón y aquel latido aún más intenso contra los muslos desnudos, insistente e insinuante, que la hacía estremecer.
La sonrisa de Edward se hizo más amplia, como si siguiera leyéndole el pensamiento. Ella se quedó muy quieta pero no logró impedir que le acariciara la mejilla con un movimiento lento y turbador.
—Vamos, Bella, confiad en mí. Sé muchas cosas de vos porque me he preocupado en averiguarlas. Si fuerais un libro, ¡qué palabras más elocuentes leería en vos, escritas con elegantes y sofisticadas letras! Leería con avidez cada frase, devoraría todo el lenguaje contenido en su interior. Buscaría la esencia, lo que siempre se oculta en las páginas de bordes dorados y la cubierta de terciopelo. ¡Y nunca desdeñaría la cubierta, eso jamás, amor mío!
Le abrió el corpiño y con la palma de las manos, ásperas, y ansiosas, le acarició los senos, la cintura y el vientre. Siguió deslizándolas hacia abajo, apartando la tela, hasta que no hubo nada entre ambos salvo el susurro del aire.
—¿Queréis soñar, amor mío? ¿Para qué?
Bella sofocó un grito cuando él se incorporó de pronto y le examinó el cuerpo como quien contempla una obra de arte.
—Seda y terciopelo, amor mío. ¿He dicho dorado? Es más bien oro lo que hay aquí, oro macizo y auténtico. ¡Oh, y la cubierta es lo más hermoso! Tan hipnótica, milady, que me veo obligado a seguir leyendo, aunque no quiera. No es posible escapar de la fascinación que despierta todo lo que esconde en el interior. Así pues, afirmo, milady, que ni él ni ningún otro llenará vuestros sueños como yo estoy decidido a llenar vuestra vida. Adoro esta encuadernación y este lomo, y todas las palabras compuestas en su interior narran una historia que es en parte la mía... —Se le apagó la voz, pero no sus caricias.
La adoró con las manos, recorriendo con ternura la ligera curva de su vientre, y la más seductora y pronunciada de sus senos. Y ella lo miró fijamente, temblorosa, dolorida.
—¡De verdad estáis loco! —susurró con asombro.
—¿Loco? ¿Me acusáis de loco? ¡Sí, tal vez lo esté! ¡Loco de un deseo que no conoce fin, loco de ansiedad por leer detenidamente este libro, página a página, investigar a fondo el asunto que trata!
—Edward...
Bella trató de incorporarse, pero él la rodeó con los brazos, aplastándole los pesados senos y apretándole las caderas contra las suyas. La besó larga y profundamente, y cuando se dio por satisfecho ella lo relevó para tratar de averiguar también todo sobre él. Leerlo con la vista, el gusto, el tacto; todo lo que podía tocar del esquivo sueño.
Se sorprendió tendida boca abajo y sintió cómo él le besaba la columna vertebral, desde la nuca hasta las redondeadas caderas. Él volvía a bromear, indicándole dónde estaba la cubierta y dónde el más fino papel, dónde las frases más dulces y la palabras eróticas. Ella rió hasta quedarse sin respiración y, mirándolo a los ojos con los brazos en torno a su cuello, aspiró una gran bocanada de aire, absolutamente maravillada. Las risas dieron paso a sollozos y susurros, y los estremecimientos de deseo se convirtieron en escalofríos de éxtasis. E incluso entonces permanecieron entrelazados; él seguía abrazándola estrechamente, con la barbilla apoyada en su cabeza, con un brazo en torno a su cintura, mientras trazaba con los dedos delicados círculos en la ligera protuberancia de su vientre, donde crecía el hijo de ambos.


Llegó la mañana y Bella despertó con la brillante luz del sol; el pasillo estaba lleno de vida, pues los huéspedes ya se habían levantado.
Ella se disponía a hacerlo, cuando descubrió los ojos de Edward clavados en su enmarañado cabello, que le caía por entre el nacimiento de los senos. Algo asustada, trató de cubrirse con las mantas y levantarse, pero él la detuvo.
—Edward, ahora no... —gimió asustada, pero él ya se hallaba encima de ella.
Bella protestó diciendo que los invitados ya estaban levantados y vestidos. Él meneó la cabeza con malicia.
—Antes quiero dejar mi marca sobre vos. En consideración al joven, ya sabéis.
—¡Vuestra marca sobre mí! —replicó ella.
Pero la mordaz sonrisa de Edward se hizo más amplia.
—Ah, milady —susurró él—, hay algo de radiante y revelador en la doncella que acaba de hacer el amor...
—Edward... —Fue todo lo que pudo decir Bella.
Cuando finalmente se levantó, se lavó y vistió, y procuró bajar con él las escaleras bajo una apariencia de orgullo y dignidad, deseó propinarle un puntapié. Porque sus palabras seguían persiguiéndola. Y naturalmente se ruborizó, preguntándose si los demás lo notarían. Y probablemente así era, ya que ella no dejaba de ruborizarse.
—Ah, sí, una rosa radiante... —susurró Edward cuando llegaron al salón.
Y ella le propinó el puntapié. Discretamente, por supuesto.
—Una rosa roja —advirtió él con sonrisa burlona—. Un tanto espinosa, pero una rosa maravillosamente roja.

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